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Authors: Nicholas Sparks

Cuando te encuentre (9 page)

BOOK: Cuando te encuentre
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De unos veintidós mil a unos trescientos sesenta en menos de diez minutos. No estaba mal. Y desde luego estaba muy bien para empezar. Con la hipótesis, por supuesto, de que ella viviera allí cuando le habían hecho aquella foto. Suponiendo que no hubiera ido a Hampton de visita.

Sabía que aquella era otra gran conjetura. Pero tenía que empezar por algún lado, y sabía que, por lo menos, ella había estado allí una vez en su vida. De un modo u otro, pensaba averiguar la verdad, y después seguir avanzando a partir de aquel punto.

¿Dónde solían reunirse los hombres solteros? ¿Hombres solteros con predisposición a conversar? «La conocí hace un par de años y me dijo que la llamara si volvía a pasar por el pueblo, pero he perdido su tarjeta y no sé su número de teléfono…»

En bares. O en salas de billares.

En un pueblo tan pequeño, dudaba que pudiera haber más de tres o cuatro locales de ocio. Los bares y las salas de billares ofrecían la ventaja del alcohol, y era sábado por la noche. Estarían llenos a rebosar. Supuso que obtendría su respuesta, de un modo u otro, en las siguientes doce horas.

Miró a
Zeus
.

—Me parece que esta noche te tocará quedarte solo. Podría llevarte conmigo, pero tendría que dejarte en la puerta, y no sé cuánto rato estaré en cada local.

El perro continuó caminando con la cabeza gacha y la lengua fuera. Jadeando y sofocado. No parecía prestar atención a su dueño.

—Te pondré el aire acondicionado, ¿vale?

Clayton

Eran las nueve del sábado por la noche, y estaba confinado en casa cuidando de su hijo. Genial. Simple y llanamente genial.

¿De qué otro modo podía acabar un día como ese? Primero, una de las chicas casi lo pesca haciendo fotos, luego le roban la cámara de fotos del departamento y, para acabar de rematar, Logan
Tai-bolt
le pincha las ruedas. Peor aún, había tenido que darle explicaciones a su padre, el gran
sheriff
del condado, acerca de la cámara perdida y las ruedas pinchadas. Como de costumbre, su padre estaba tremendamente enojado y no se tragó la patraña que se había inventado. En lugar de eso, no dejó de atosigarlo con mil y una preguntas. Al final, Clayton estuvo a punto de enviarlo a paseo. Su papá podía ser un señorón para muchos en el pueblo, pero no tenía ningún derecho a hablarle en ese tono, como si fuera un idiota. Sin embargo, Clayton se había mantenido firme con su versión (le había parecido ver a alguien sospechoso, se había acercado para investigar, y al parecer había pisado un par de clavos) ¿Y la cámara? Eso sí que no lo entendía.

De entrada no tenía ni idea de si estaba en el todoterreno o no.

No era la excusa perfecta, pero por lo menos daba el pego.

—Pues yo diría que esos agujeros parecen hechos con una navaja —había replicado su padre, arrodillándose para examinar las ruedas.

—Te digo que eran clavos.

—No hay ningún edificio en obras por aquí cerca.

—¡Tampoco sé dónde ha sucedido! ¡Solo te estoy contando lo que ha pasado!

—¿Y dónde están esos clavos?

—¿Cómo diantre quieres que lo sepa? ¡Los pisé mientras patrullaba por el bosque!

El viejo
sheriff
no estaba convencido, pero Clayton sabía que tenía que defender aquella versión a ultranza. Uno jamás debía cambiar la exposición de los hechos. Si empezaba a titubear, surgían las sospechas. Lección número uno del manual básico de técnicas de interrogatorio.

Al final el viejo se marchó, y Clayton puso los neumáticos de recambio y condujo hasta el taller, donde repararon las ruedas originales. Cuando salió del mecánico, ya habían transcurrido un par de horas y había perdido la oportunidad de dar alcance a don Logan
Tai-bolt
. Nadie se burlaba de Keith Clayton, ni por asomo, y mucho menos un
hippie
piojoso que pensaba que podía hacerlo con toda la impunidad del mundo.

Se pasó el resto de la tarde patrullando por las calles de Arden, preguntando si alguien lo había visto. Un tipo como ese no pasaba desapercibido, y menos aún con
Cujo
a su lado. El rastreo fue infructuoso, lo que únicamente logró enfurecer más a Clayton, hasta que se dio cuenta de que eso significaba que
Tai-bolt
le había mentido a la cara y que él había mordido el anzuelo.

Pero encontraría a ese tipo. ¡Vaya si lo encontraría! Aunque solo fuera para recuperar la cámara. O, más exactamente, las fotos. Especialmente las otras fotografías. Lo último que deseaba era que
Tai-bolt
irrumpiera en el departamento del
sheriff
y depositara ese bombón en el mostrador, o incluso peor, que fuera directamente a un periódico. De las dos posibilidades, la primera era la menos grave, ya que su padre se encargaría de encubrir el escándalo. A pesar de que sabía que el viejo se pondría hecho una furia y que probablemente lo relegaría a hacer algún trabajo degradante durante varias semanas, mantendría el incidente en secreto. A su padre no se le daban bien muchas cosas, pero en esa clase de situaciones era un as.

En cambio, la prensa…, eso era otro cantar. Seguramente, Gramps movería algunos hilos para intentar por todos los medios que el escándalo no viera la luz, pero no había forma de tener plena seguridad de que esa clase de información quedara a buen recaudo. Era demasiado suculenta: la noticia correría como la pólvora por todo el pueblo, con o sin artículo de prensa. Todos veían a Clayton como la oveja negra de la familia, y lo último que necesitaba era otro motivo para que Gramps lo criticara. Gramps siempre hacía hincapié en los aspectos negativos. Incluso ahora, después de que hubieran transcurrido bastantes años, Gramps todavía se mostraba inclinado a hablar del divorcio entre Beth y Clayton, a pesar de que no fuera de su incumbencia. Y en las reuniones familiares, no perdía la ocasión para sacar a relucir que Clayton no había ido a la universidad. Con sus notas, no habría tenido problemas para licenciarse, pero simplemente no le apetecía pasarse otros cuatro años más metido en una clase, así que decidió incorporarse al departamento del
sheriff
, con su padre. Eso fue suficiente para aplacar a Gramps. Tenía la impresión de que se había pasado la mitad de su vida intentando aplacarlo.

Pero dadas las circunstancias, no le quedaba otra opción. A pesar de que Gramps no le gustaba —era un devoto de la Primera Iglesia Bautista, e iba a misa cada domingo sin falta y pensaba que beber alcohol y bailar eran pecados, lo cual a Clayton le parecía una grandísima estupidez— sabía lo que esperaba de él, y digamos que eso de tomar fotos a universitarias desnudas no entraba en la lista de «cosas permitidas». Ni tampoco algunas de las otras instantáneas que aparecían en la tarjeta de memoria, especialmente aquellas en las que aparecía él con unas cuantas señoritas en una actitud muy comprometida. Aquello le causaría una gran decepción. Gramps siempre se mostraba implacable con quienes lo decepcionaban, en especial si eran miembros de su familia. Los Clayton habían vivido en el condado de Hampton desde 1753; en muchos sentidos, ellos constituían el condado de Hampton. Entre los miembros de su familia se incluían jueces, abogados, médicos y terratenientes; incluso el alcalde estaba casado con una Clayton, pero todo el mundo sabía que Gramps era quien ocupaba el puesto de honor en la mesa. Dirigía el clan a la antigua usanza, como uno de esos capos de la mafia. La mayoría de los habitantes del pueblo alababan sus proezas y no se cansaban de ensalzar sus cualidades personales. A Gramps le gustaba creer que eso se debía al hecho de haber ofrecido su apoyo incondicional a obras sociales, como la creación de la biblioteca, el teatro y la escuela del pueblo, pero Clayton sabía que la verdadera razón era que Gramps poseía prácticamente todos los locales comerciales en el centro, además del almacén de madera, los dos puertos deportivos, tres concesionarios de coches, tres naves industriales el único complejo de apartamentos del pueblo y kilómetros y kilómetros de tierras de pastos y de cultivo. Todo ello reunido por una familia inmensamente rica y poderosa. Así pues, como Clayton obtenía la mayor parte de sus ingresos de las fundaciones de la familia, lo último que necesitaba era un forastero que le buscara problemas en el pueblo.

Gracias a Dios que Ben había nacido a poco de casarse con Beth. Gramps tenía esa estúpida manía acerca de la importancia de la descendencia, y puesto que al niño le habían puesto aquel nombre en honor a Gramps —«una idea redonda», se recordaba a sí mismo—, lo adoraba. Clayton tenía la impresión de que le gustaba más Ben, su biznieto, que su propio nieto, o sea, él.

Sabía que Ben era un buen chico. No solo lo decía su abuelo, sino todo el mundo. Y él en el fondo quería al chaval, a pesar de que a veces lo sacaba de quicio. Desde su posición elevada en el porche, miró a través de la ventana y vio que Ben había acabado de limpiar la cocina y que se había tumbado nuevamente en el sofá. Sabía que debería entrar y sentarse junto a él, pero aún no estaba listo. No quería echarlo todo a perder ni decir nada de lo que después pudiera arrepentirse. Se estaba esforzando por ser mejor padre cuando surgían tensiones con su hijo; un par de meses antes, Gramps había mantenido una corta charla con él acerca de lo que suponía ser una «influencia firme». Menuda gilipollez. Él pensaba que lo que ese viejo debería haber hecho era hablar con Ben para que hiciera lo que su padre le ordenaba sin rechistar. Eso habría sido más positivo. Ese chico ya le había aguado el plan una vez aquella noche, pero en lugar de explotar, Clayton se había acordado de Gramps y había fruncido los labios antes de salir al porche con paso airado.

Por lo visto, últimamente le molestaba todo lo que hacía su hijo. Pero no era culpa suya: hacía todo lo posible por llevarse bien con el chico. Y hoy habían empezado bien. Habían hablado sobre la escuela, habían cenado un par de hamburguesas se habían sentado a ver el canal televisivo de deportes ESPN. Todo iba bien. Pero de golpe… ¡El horror de los horrores! Le había pedido a Ben que limpiara la cocina. ¡Cómo si eso fuera mucho pedir! Clayton no había tenido tiempo para ocuparse de la cocina en los últimos días, y sabía que el chico haría un buen trabajo. Así que Ben le había prometido que lo haría; sin embargo, en vez de levantarse del sofá, se había quedado allí sentado. Sin moverse. Y el reloj iba marcando los minutos. Y el crío no se movía. Así que Clayton se lo había vuelto a pedir, y estaba convencido de haber empleado un tono cortés. No podía estar completamente seguro, pero le parecía que Ben había esbozado una mueca de fastidio cuando finalmente se puso de pie. Eso colmó el vaso. Odiaba cuando su hijo ponía esa cara, y Ben sabía que él no lo soportaba. Era como si ese mocoso supiera exactamente qué botón tenía que activar para exasperarlo, como si se pasara todo su tiempo libre urdiendo nuevos planes para provocarlo en cuanto se vieran. Por eso Clayton había acabado en el porche.

A Clayton no le quedaba la menor duda de que esa clase de comportamiento era obra de su madre, una mujer increíblemente atractiva pero que no sabía nada acerca de cómo convertir a un niño en un hombre. Clayton no criticaba que el chico sacara buenas notas, pero ¿qué no quisiera jugar al fútbol aquella temporada porque quería tocar el violín? ¿Qué clase de mamarrachada era esa? ¿El violín? Solo faltaba que un día esa mujer decidiera empezar a vestir al chico de color rosa y que le enseñara a montar a caballo de lado. Clayton hacía todo lo que podía para mantener a raya esas mariconadas, pero lo cierto era que solo podía estar con su hijo un día y medio en fines de semana alternos. Por consiguiente, no era culpa suya que ese mocoso agarrara el bate de béisbol como una nenaza. El chico estaba demasiado ocupado jugando al ajedrez. Y para que después no hubiera ningún malentendido, deseaba dejar claro desde el principio: ni muerto pensaba ir a un recital de violín en aquella bendita tierra del Señor.

Un recital de violín. Por Dios. ¿A dónde iría a parar la juventud?

Sus pensamientos volvieron a enfocarse hacia
Tai-bolt
, y a pesar de que quería creer que ese piojoso simplemente se había marchado del condado, albergaba serias dudas. Ese tipo iba andando, y no había manera de que llegara a la frontera del condado antes de que cayera la noche. Además, había algo más. Durante casi todo el día se había sentido inquieto por algo. Pero hasta que salió a tomar aire fresco al porche no supo de qué se trataba. Si
Tai-bolt
le había contado la verdad acerca de que venía de Colorado —y, a pesar de que ese
hippie
no tenía por qué ser oriundo de Colorado, quizá fuera verdad—, eso quería decir que había estado viajando de oeste a este. ¿Y cuál era el siguiente pueblo al este? No era Arden. No, señor. Arden quedaba al sudoeste del lugar donde se habían encontrado. En vez de eso, si viajaba hacia el este, ese tipo llegaría a su querido Hampton. Justo allí, el pueblo natal de Clayton. En realidad, quizás estuvieran muy cerca el uno del otro.

Pero ¿dónde estaba él? ¿Por ahí, buscando a ese tipo? No, estaba haciendo de canguro.

Volvió a observar a su hijo a través de la ventana. Estaba leyendo en el sofá, la única cosa que ese niño parecía estar siempre dispuesto a hacer. Aparte de tocar el violín. Sacudió la cabeza, preguntándose si su hijo había heredado alguno de sus genes. Lo más probable era que no. Era un niñito de mamá, de la cabeza a los pies. El hijo de Beth.

Beth…

Su matrimonio no había funcionado. Pero todavía había algo entre ellos. Siempre lo habría. Ella tenía tendencia a sermonear y era más terca que una muía, pero él siempre sentiría algo por ella, y no solo porque tuvieran un hijo en común, sino porque sin lugar a dudas era la mujer más atractiva con la que se había acostado. Espectacular en aquella época y, en cierta manera, más espectacular ahora. Incluso más espectacular que las universitarias que había visto por la mañana. Qué extraño. Como si hubiera alcanzado una edad que le sentaba fenomenal y a partir de ese momento hubiera decidido dejar de envejecer. Él sabía que eso no duraría mucho. La gravedad le pasaría factura, sin embargo, no podía dejar de pensar en la idea de darse un rápido revolcón con ella. Un revolcón por los viejos tiempos, y para ayudarlo a… «descargarse».

Pensó que podría llamar a Angie. O a Kate, lo mismo daba. Una tenía veinte años y trabajaba en la pajarería; la otra era un año mayor y limpiaba retretes en el motel Stratford Inn. Las dos tenían un cuerpo agraciado y siempre eran dinamita pura cuando llegaba la hora de hacer un poco de ejercicio para… «descargarse». Sabía que a Ben no le importaría si invitaba a una de ellas a pasar la noche, pero, aun así, primero tendría que hablar con ellas. Las dos se habían enfadado bastante con él la última vez que las había visto. Tendría que disculparse y volver a mostrarse encantador, y no estaba seguro de estar de humor para escuchar cómo mascaban y hacían globos con el chicle y cotorreaban acerca de algo que habían visto en la MTV o que habían leído en el NATIONAL ENQUIRER, aquella revista sensacionalista. A veces le suponía demasiado trabajo estar con ellas.

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