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Authors: Nicholas Sparks

Cuando te encuentre (8 page)

BOOK: Cuando te encuentre
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Cinco años después, la mayoría de los detalles de aquel primer viaje le resultaban difusos. Había hecho su trabajo y al final lo habían enviado de vuelta a Pendleton. No hablaba mucho del tema. Intentaba no pensar en ello. Pero había una historia que no podría olvidar, la de Ricky Martinez y Bill Kincaid, los otros dos soldados de la escuadra de Thibault.

Si uno reúne a tres personas y las pone juntas, seguro que tendrán sus diferencias. Eso no tiene nada de excepcional. Y a simple vista, eran diferentes. Ricky se había criado en un pisito en Midland, una gran ciudad en el estado de Texas, centro administrativo de los campos de petróleo de la compañía West Texas, y además era un fanático del levantamiento de pesas y exjugador de béisbol que se había formado en la cantera del Minnesota Twins antes de alistarse en el Ejército; Bill, que tocaba la trompeta en la banda de música del instituto, era oriundo del norte del estado de Nueva York, y se había criado en una vaquería con cinco hermanas. A Ricky le gustaban las rubias; a Bill, las morenas. Ricky mascaba tabaco; Bill fumaba. A Ricky le gustaba el rap; Bill prefería el country. Diferencias irrelevantes. Se entrenaban, comían y dormían juntos. Debatían sobre política y deportes. Charlaban como dos hermanos y se gastaban bromas ingeniosas sin parar. Un día Bill se despertó con una ceja afeitada; al día siguiente Ricky se despertó con las dos cejas rasuradas. Thibault se espabiló para despertarse ante el más mínimo ruido, y de ese modo consiguió mantener ambas cejas intactas. Se estuvieron riendo de aquella trastada durante meses. Una noche que se emborracharon, se tatuaron unas insignias idénticas para proclamar su fidelidad al Cuerpo de Marines.

Después de pasar tanto tiempo juntos, llegaron al punto de ser capaces de anticiparse a lo que los otros dos iban a hacer. Tanto Ricky como Bill le habían salvado la vida a Thibau t en varias ocasiones, o por lo menos lo habían mantenido a sa vo de accidentes graves. Un día, Bill agarró a Thibault por la parte de atrás del chaleco antibalas justo cuando iba a salir fuera: instantes después, un francotirador hirió a dos hombres que estaban cerca de ellos. La segunda vez, Thibault iba distraído y casi chocó contra un Humvee que conducía otro marine y que circulaba a gran velocidad: en aquella ocasión fue Ricky quien lo agarró por el brazo para retenerlo. Incluso en la guerra, la gente moría a causa de accidentes de tráfico. Y si no, que se lo preguntaran a Patton.

Después de apoderarse de los campos de petróleo, llegaron a los confines de Bagdad con el resto de la compañía. La ciudad todavía no había caído. Ellos formaban parte de un convoy —tres hombres entre cientos— que se abría paso hacia la ciudad. Aparte del rugido de los motores de los vehículos aliados, todo estaba en silencio cuando entraron en los barrios del extrarradio. En un momento dado, oyeron ruido de artillería proveniente de una carretera sin asfaltar apartada de la principal. La sección de Thibault recibió la orden de inspeccionar la zona.

Una vez allí, evaluaron la escena. Edificios de dos y tres plantas apiñados a ambos lados de una carretera llena de baches. Un perro solitario comiendo basura. Los restos humeantes de un coche carbonizado a cien metros de distancia. Esperaron. No veían nada. Esperaron un poco más. No oían nada. Finalmente, Thibault, Ricky y Bill recibieron la orden de cruzar la calle. Lo hicieron, moviéndose con celeridad, buscando cobijo. Desde allí, la sección ascendió por la calle, hacia lo desconocido.

Cuando el sonido de metralla volvió a escucharse aquel día, no se encontraron con un solo disparo. Fue el ruido ensordecedor de docenas y luego cientos de balas disparadas con armas automáticas que los habían sorprendido en un círculo letal. Thibault, Ricky y Bill, junto con el resto de la sección al otro lado de la carretera, se encontraron de repente apelotonados en las entradas de algunas edificaciones sin demasiados sitios donde poder esconderse.

La gente dijo más tarde que el tiroteo no duró mucho. Pero fue lo bastante largo. Las ráfagas de fuego caían en cascada desde las ventanas situadas encima de ellos. Thibault y su sección levantaron instintivamente las armas y dispararon, y luego volvieron a disparar. Al otro lado de la calle, dos de sus hombres estaban heridos, pero los refuerzos llegaron rápidamente. Un tanque irrumpió en la calle, seguido por una unidad de infantería a paso ligero. El aire vibró cuando la boca del cañón se iluminó y las plantas superiores del edificio se desmoronaron, llenando el aire de polvo y cristales. Thibault oía gritos por todas partes y veía a civiles precipitándose desde los edificios a la calle. El tiroteo continuó. El perro vagabundo fue alcanzado y empezó a tambalearse. Los civiles caían hacia delante cuando los disparaban por la espalda, sangrando y gritando de un modo desgarrador. Un tercer marine resultó herido en la parte inferior de la pierna. Thibault, Ricky y Bill seguían sin poder moverse, apresados por la lluvia de ráfagas que agujereaban las paredes a su lado, a sus pies. Sin embargo, los tres seguían disparando. El aire vibraba con los zumbidos de las balas, y las plantas superiores de otro edificio también se derrumbaron. El tanque, que seguía avanzando implacable, se acercaba a ellos. De repente, el fuego enemigo empezó a llegar desde dos direcciones, no solo de una. Bill miró a Thibault; Thibault miró a Ricky. Sabían lo que tenían que hacer. Había llegado el momento de ponerse en movimiento: si se quedaban allí, morirían. Thibault fue el primero en ponerse de pie.

En aquel instante, todo se tornó súbitamente blanco, para luego quedar negro.

En Hampton, cinco años después, Thibault no podía recordar los detalles. Lo único, que se sintió como si lo hubieran metido en una centrifugadora. La explosión lo propulsó al centro de la calle. Sentía un intenso pitido en los oídos. Su amigo Victor corrió rápidamente a su lado, al igual que otro marine. El tanque continuaba disparando, y poco a poco, fue tomando el control de la calle.

Se enteró de aquellos detalles después de los hechos, del mismo modo que se enteró de que la explosión la había causado una granada propulsada por cohete. Más tarde, un oficial le contó que seguramente el ataque iba dirigido al tanque, pero que no acertó en el blanco de la torreta por unos escasos centímetros. El destino quiso que la granada se dirigiera entonces hacia Thibault, Ricky y Bill.

Montaron a Thibault en un Humvee y lo evacuaron del lugar, inconsciente. Milagrosamente, sus heridas no eran graves, y en tan solo tres días pudo regresar con su sección. Ricky y Bill no corrieron la misma suerte. Los dos fueron enterrados con honores militares. A Ricky le faltaba una semana para cumplir veintidós años. Bill ya los había cumplido. No fueron ni las primeras ni las últimas bajas en aquella ofensiva. La guerra siguió su curso.

Thibault se obligó a sí mismo a no pensar en ellos. Le parecía cruel, pero en plena guerra la mente se cierra por completo ante tragedias como aquella. Le dolía pensar en sus muertes, reflexionar sobre su ausencia, así que no lo hacía. Como tampoco lo hacía el resto de su sección. En vez de eso, se limitaba a cumplir con sus obligaciones. Se centró en el hecho de que todavía estaba vivo. Se centró en la labor de salvar a otros.

Pero hoy no parecía ser capaz de controlar la mente. Era como si necesitara evocar la pérdida de sus compañeros, y dejó que las imágenes fluyeran. Los dos estaban con él mientras Thibault caminaba por las calles silenciosas, hacia el otro extremo del pueblo. Siguiendo las direcciones que le habían dado en la recepción del motel, se dirigió hacia el este por la Ruta 54, caminando por el arcén lleno de hierbas, manteniéndose alejado de la carretera. En sus andanzas había aprendido a no fiarse jamás de los conductores.
Zeus
lo seguía un poco rezagado, jadeando pesadamente. Thibault se detuvo y le dio un poco de agua, la última que quedaba en la botella.

Entre los establecimientos alineados a ambos lados de la autopista destacaba una colchonería, un taller de carrocería, un geriátrico, una gasolinera en la que también vendían bocadillos caducados envueltos en celofán, y dos ranchos destartalados que parecían estar fuera de lugar, como si el mundo moderno hubiera germinado a su alrededor. Thibault se dijo que eso era precisamente lo que había sucedido. Se preguntó cuánto tiempo resistirían los dueños de los ranchos o por qué alguien iba a querer vivir en una casa pegada a la autopista y emparedada por comercios.

Los coches rugían al pasar en ambas direcciones. Las nubes empezaron a compactarse, grises y pesadas. Olió la lluvia antes de que le cayera la primera gota. En tan solo unos segundos, los cielos se abrieron y la lluvia arreció con fuerza. El chaparrón duró quince minutos, y él quedó completamente empapado, pero los nubarrones siguieron desplazándose hada la costa hasta que solo quedó una ligera calina.
Zeus
se sacudió el agua de su pelaje. Los pájaros volvieron a trinar desde los árboles mientras la neblina se elevaba de la tierra mojada.

Al cabo de un rato, llegó al recinto ferial. El lugar estaba desértico. «Nada interesante», pensó, mientras examinaba el terreno. Solo lo básico. A la izquierda, la zona de aparcamiento en un descampado de gravilla; a la derecha a lo lejos, dos vetustos graneros. Ambos espacios quedaban separados por un extenso campo de hierba para instalar ferias ambulantes, y todo ello estaba rodeado por una valla de tela metálica.

No necesitó saltar la valla ni volver a mirar la foto. La había examinado un millón de veces. Siguió caminando, intentando orientarse, hasta que finalmente divisó la taquilla donde vendían las entradas. Tras ella había una cavidad en forma de arco en la que se podía colgar un cartel. Cuando llegó, se giró hacia el norte, enmarcando la taquilla y centrando el arco en su visión, exactamente tal y como aparecía en la foto. Sí, ese era el ángulo; allí habían hecho la foto.

El número tres era clave para los marines. Tres hombres formaban una escuadra; tres escuadras, una sección; tres secciones, un pelotón. Había sido destinado tres veces a Iraq. Echó un vistazo a su reloj y vio que llevaba tres horas en Hampton, y delante de él, justo donde debían estar, se elevaban los tres abetos puntiagudos.

Thibault regresó a la autopista, con la certeza de que estaba más cerca de encontrarla. Todavía no lo había logrado, pero pronto lo conseguiría.

Ella había estado allí. Estaba completamente seguro.

Ahora lo que necesitaba era un nombre. Durante su larga caminata hasta allí, recorriendo medio país, había tenido mucho tiempo para pensar, y había decidido que disponía de tres formas de conseguir su objetivo. La primera era intentar localizar la asociación de veteranos de guerra de la localidad y preguntar si sabían qué habitantes del pueblo habían sido enviados a Iraq. Eso podría conducirlo hasta alguien que pudiera reconocerla. La segunda posibilidad era acercarse al instituto del pueblo y preguntar si tenían los registros de todos los estudiantes que habían pasado por el centro entre los diez y los quince últimos años. Podía examinar las fotos una a una. La tercera opción era enseñar la foto y preguntar por el pueblo.

Las tres posibilidades tenían sus inconvenientes, y ninguna le ofrecía una absoluta garantía de éxito. En cuanto a la asociación de veteranos, no había encontrado ninguna en el listín telefónico. Primera pega. Puesto que todavía estaban en el periodo de vacaciones del verano, dudaba que el instituto estuviera abierto, y aunque lo estuviera, sería difícil acceder a los libros de la biblioteca con los registros de todos los alumnos que habían pasado por aquella institución. Segunda pega, por lo menos, de momento. Así pues, su mejor apuesta era preguntar por el pueblo a ver si alguien la reconocía.

Pero ¿a quién iba a preguntar?

Por el almanaque sabía que en el pueblo de Hampton de Carolina del Norte había nueve mil habitantes. Otras trece mil personas vivían en el resto del condado de Hampton. Demasiada gente. La estrategia más eficaz era intentar delimitar la búsqueda de candidatas. De nuevo, empezó por lo que sabía.

La chica parecía tener unos veinteipocos años en aquella fotografía, y eso significaba que ahora debía de estar a punto de cumplir treinta años, más o menos. Era obviamente atractiva. Además, si se realizaba un cálculo aproximado de la distribución equitativa de la población en franjas de edad en un pueblo de aquellas reducidas dimensiones, el resultado era aproximadamente unos 2.750 niños desde recién nacidos hasta los diez años, 2.750 desde los once a los veinte años, y 5.500 personas entre los veinte y los treinta años, la franja de edad que correspondía a la chica de la foto. Aproximadamente. De aquellos, suponía que la mitad debían de ser hombres y la mitad mujeres. Seguramente las mujeres se mostrarían más recelosas respecto al interrogatorio de Thibault, especialmente si la conocían a ella. Él era un forastero. Los forasteros eran peligrosos. Dudaba que le revelaran datos de interés.

Los hombres quizás, en función de cómo enfocara la pregunta. Su experiencia le decía que prácticamente todos los hombres se fijaban en las mujeres atractivas que estaban en aquella franja de edad, especialmente si eran solteros. ¿Cuántos hombres podía haber en el mismo grupo de edad que aquella muchacha? Supuso que un treinta por ciento. Quizás había acertado, o quizá se equivocaba, pero tendría que confiar en aquella suposición. O sea, unos novecientos, más o menos. De ellos, supuso que el ochenta por ciento ya vivían en aquella localidad diez o quince años atrás. Solo era una intuición, pero Hampton parecía el típico pueblo del que la gente mostraba más propensión a emigrar, a marcharse, que a inmigrar. Eso rebajaba el número hasta unos setecientos veinte. Podía seguir descontando habitantes hasta la mitad si se concentraba en hombres solteros que tuvieran entre veinticinco y treinta y cinco años, en vez de entre veinte y cuarenta. Eso le daba unos trescientos sesenta. Supuso que una buena porción de aquellos hombres la conocían o habían tenido algún trato con ella en los últimos cinco años. Quizás habían ido al instituto con ella, o quizá no —sabía que en el pueblo había un instituto—, pero probablemente la conocerían si estaba soltera. Por supuesto, cabía la posibilidad de que no lo estuviera —después de todo, las mujeres en los pequeños pueblos del sur probablemente se casaban jóvenes—, pero de momento tendría que apañarse con esa serie de hipótesis. Las palabras en el reverso de la foto —«¡Cuídate! E.»— no le parecían lo bastante románticas como para haber sido dedicadas a un novio o a un marido. No decía «Te quiero» ni «Te echaré de menos». Solo una inicial. Una amiga.

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