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Authors: Nicholas Sparks

Cuando te encuentre (11 page)

BOOK: Cuando te encuentre
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Fantaseó con la idea de subir hasta la casa para coger otro vaso de agua con hielo, pero tenía el presentimiento de que, tan pronto como saliera del despacho, aparecerían los dueños que habían dejado a su cocker spaniel para el curso de adiestramiento de obediencia. Habían llamado media hora antes para comunicarle que ya estaban de camino. «¡Llegaremos dentro de diez minutos!», le habían dicho. Y parecía esa clase de gente que se molestaría si su perro tenía que quedarse encerrado en una jaula un minuto más de lo necesario, especialmente después de pasar dos semanas fuera de casa.

Pero ¿habían llegado ya? No, por supuesto que no.

Si Ben hubiera estado en casa, todo habría sido más fácil. Lo había visto durante la misa aquella mañana, y el pobre ofrecía un semblante tan alicaído como ella ya había esperado. Para no perder la costumbre, Ben no lo estaba pasando bien con su padre. La noche previa la había llamado antes de acostarse y le había contado que Keith se había pasado un buen rato sentado solo en el porche mientras él limpiaba la cocina. Beth se preguntaba a menudo qué era lo que le pasaba a su ex. ¿Por qué no era capaz de disfrutar de la compañía de su hijo? ¿O simplemente sentarse y charlar con él? Ben era el niño más dócil y más bueno del mundo, y no lo decía porque fuera su madre. En fin, de acuerdo, lo admitía, quizá no era del todo objetiva, pero como maestra le tocaba pasar muchas horas con un montón de niños y sabía lo que se decía. Ben era listo. Tenía un sentido del humor muy sutil. Era noble. Era educado. Era fantástico. Y ella se irritaba al ver que Keith era tan zoquete como para no saber apreciar todas aquellas cualidades.

¡Oh, cómo deseaba estar en casa ocupada haciendo… algo! ¡Cualquier cosa! Hasta hacer la colada se le antojaba una tarea más satisfactoria que estar allí sentada. Así tenía demasiado tiempo para pensar. No solo acerca de Ben, sino también sobre Nana. Y sobre las materias que le tocaría enseñar aquel curso escolar. E incluso acerca del patético estado de su vida amorosa, cosa que jamás dejaba de deprimirla. Pensó en lo maravilloso que sería conocer a una persona especial, alguien con quien poder reír, alguien que amara a Ben tanto como lo amaba ella. O simplemente conocer a un hombre con quien poder salir a cenar y luego ir al cine. Un hombre normal, un tipo que se acordara de ponerse la servilleta en el regazo en un restaurante y que, de vez en cuando, fuera tan caballeroso como para abrirle la puerta. No pedía nada del otro mundo, ¿no? No le había mentido a Melody cuando le había dicho que sus opciones en el pueblo eran limitadísimas. Era la primera en admitir que podía ser un poco quisquillosa, pero aparte de durante su corta relación con Adam, durante aquel último año, se había pasado casi todos los fines de semana en los que Ben estaba con su padre sola en casa. Pero tampoco era tan quisquillosa. Adam había sido el único que le había pedido salir; sin embargo, por una razón que aún no acertaba a entender, de repente había dejado de llamarla. Lo cual resumía con bastante precisión su vida amorosa en los últimos cinco años.

Aunque, en el fondo, tampoco era un problema tan grave. Hasta ese momento había sobrevivido sin pareja, y a pesar de todo había seguido adelante. Además, la mayor parte del tiempo no le importaba estar sola. De no haber sido porque el día tan caluroso, seguramente tampoco le habría dado tantas vueltas a aquella cuestión. Estaba claro: necesitaba refrescarse. Si no, probablemente empezaría a pensar en el pasado, y eso sí que no quería hacerlo, de ninguna manera. Jugueteando con el vaso vacío, decidió ir en busca de un poco más de agua con hielo. Y de paso, coger una toalla pequeña para sentarse encima.

Mientras se incorporaba de la silla, echó un vistazo al caminito de gravilla donde aparcaban los coches, luego garabateó una nota en la que ponía que volvería dentro de diez minutos y la clavó en la puerta del despacho. Fuera, el sol implacable la obligó a resguardarse a la sombra del viejo magnolio. Desde allí ascendió por el sendero de gravilla hasta la casa donde había crecido. Construida alrededor de 1920, tenía el aspecto del típico rancho norteamericano, flanqueado por un enorme porche y con los aleros ornamentados con elementos de estuco esculpidos en relieve. El patio trasero, que quedaba resguardado de cualquier mirada indiscreta desde los caniles y el despacho por un macizo de setos, era un lugar apacible para comer, gracias al suelo parcialmente cubierto por una bonita tarima de madera y la sombra que le conferían unos robles centenarios. Aquel sitio debía de haber sido idílico en el pasado, pero al igual que muchas otras casas en Hampton, el tiempo y las inclemencias climáticas habían conspirado contra él. En la actualidad el porche estaba combado, los suelos chirriaban, y cuando el viento arreciaba fuerte, los papeles volaban de las repisas aunque las ventanas estuvieran cerradas. En el interior, la historia se repetía de un modo similar: una buena estructura, pero las estancias necesitaban una puesta al día, especialmente la соcina y los baños. Nana lo sabía y a veces mencionaba que tenían que hacer algo al respecto, pero aquellos proyectos siempre quedaban relegados por otras historias. Además, Beth tenía que admitir que la casa destilaba un ambiente muy especial. No solo el patio trasero —que era sin lugar a dudas un oasis— sino también el interior. Durante años, Nana había frecuentado anticuarios y había adquirido objetos antiguos curiosos del siglo XIX francés. También invertía muchas horas de sus fines de semana en visitar mercadillos, en busca de cuadros antiguos. En general tenía buen gusto a la hora de elegir cuadros, y había entablado amistad con los dueños de varias galerías de arte del sur del país. Había lienzos colgados en casi todas las paredes de la casa. En un arrebato, a Beth se le ocurrió un día buscar en Google el nombre de un par de los artistas que firmaban aquellas obras y descubrió que otros trabajos de esos mismos pintores estaban expuestos en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York y en la Hungtington Library de San Marino, en California. Cuando mencionó a Nana aquel descubrimiento, su abuela le guiñó un ojo y le dijo: «Es como saborear un buen champán, ¿verdad?». Las ingeniosas e inesperadas respuestas de Nana a menudo enmascaraban sus verdaderas intenciones, tan afiladas y precisas.

Cuando llegó al porche principal y abrió la puerta, Beth recibió el impacto de una bocanada de aire fresco tan gratificante que permaneció en el umbral unos segundos, saboreando la sensación.

—¡Cierra la puerta, que se escapa el aire frío! —gritó Nana por encima del hombro. Se giró en su silla y observó a Beth de arriba abajo—. ¡Pero si estás sudando!

—Ya, estoy muerta de calor.

—Supongo que hoy el despacho es como un horno, ¿eh?

—¡No me digas! ¿Cómo lo sabes?

—¿Por qué no me haces caso y abres la puerta de los caniles? ¡Qué pregunta! Ya sé que nunca me haces caso. Ven, entra y refréscate un poco.

Beth avanzó hacia el sofá.

—¿Qué tal van los Braves?

—Como un manojo de zanahorias.

—¿Y eso es bueno o malo?

—¿Tú crees que las zanahorias saben jugar al béisbol?

—Supongo que no.

—Entonces ya tienes la respuesta.

Beth sonrió mientras enfilaba hacia la cocina. Nana siempre se ponía de mal humor cuando su equipo perdía.

Sacó del congelador una bandeja con cubitos de hielo y echó unos cuantos en el vaso. Luego lo llenó de agua y tomó un sorbo largo y refrescante. Entonces se dio cuenta de que también tenía hambre, y tomó un plátano del frutero y regresó al comedor. Se acomodó en el reposabrazos del sofá. Mientras el sudor se iba evaporando lentamente de su cuerpo bajo la corriente de aire frío, empezó a mirar alternativamente a Nana y el partido en la tele. En parte deseaba preguntar cuántos puntos habían marcado, pero sabía que Nana no apreciaría su sentido del humor. Si los Braves estaban jugando como un manojo de zanahorias, entonces, mejor no preguntar. Echó un vistazo al reloj y exhaló abiertamente, consciente de que tenía que volver al despacho.

—Se acabó el descanso, Nana. Tengo que irme.

—Muy bien. Procura no acalorarte demasiado.

—Lo intentaré.

Beth volvió a bajar hasta el despacho de la residencia canina, fijándose con decepción en que no había ningún coche aparcado, lo cual quería decir que los dueños no habían llegado todavía. Había, sin embargo, un hombre que subía por el caminito de gravilla, con un pastor alemán a su lado. Iba levantando una polvareda a su paso, y el perro caminaba con la cabeza gacha y la lengua colgando. Se preguntó a quién se le podía ocurrir dar un paseo en un día tan caluroso. Incluso los animales se mostraban reacios a salir al exterior. Beth también pensó que era la primera vez que veía a alguien que llegaba andando a la residencia canina con su perro. Quienquiera que fuese aquel hombre, no había hecho ninguna reserva. La gente que venía a dejar a sus mascotas siempre llamaba con antelación para confirmar la reserva.

Calculando la distancia, Beth pensó que los dos llegarían al despacho al mismo tiempo, por lo que alzó un brazo para saludar al desconocido, y se quedó sorprendida al ver que el hombre se detenía para mirarla. El perro alzó las orejas e hizo lo mismo, y su primera impresión fue que se parecía mucho a OLIVER, el pastor alemán que Nana había llevado a casa cuando Beth tenía trece años. Tenía el mismo pelaje negro y pardo, la misma inclinación de la cabeza, la misma mirada intimidatoria hacia los desconocidos. Pero Beth nunca había tenido miedo de él. Durante el día había sido más el perro de Drake, pero OLIVER siempre dormía junto a su cama por la noche, como si se sintiera a gusto con su presencia.

Ensimismada con aquellos recuerdos acerca de Drake y OLIVER, no se dio cuenta de que el desconocido no se había movido. Ni tampoco había dicho nada. Qué extraño. Quizás esperaba encontrar a Nana. Puesto que su cara quedaba oculta entre las sombras, Beth no podía saber qué le pasaba, pero no le dio importancia. Cuando llegó a la puerta, arrancó la nota y abrió la puerta, pensando que el desconocido ya entraría en el despacho cuando estuviera listo. Rodeó el mostrador y vio la silla de vinilo. Entonces cayó en la cuenta de que se había olvidado la toalla. ¡Qué cabeza la suya!

Con el propósito de preparar los formularios que el desconocido tendría que rellenar antes de dejar a su perro en la residencia, asió una hoja del archivador y la sujetó a una tablilla con un clip. Buscó por la mesa un bolígrafo y depositó ambos objetos sobre el mostrador justo en el instante en que el desconocido entraba con su perro. Él sonrió. Cuando sus miradas se cruzaron, Beth se quedó completamente sin habla, algo que pocas veces le había pasado.

No era tanto por el hecho de que él la estuviera mirando de aquel modo. Aunque pareciera una insensatez, la estaba mirando como si la «reconociera». Pero ella nunca lo había visto antes; estaba completamente segura. Lo habría reconocido, aunque solo fuera porque le recordaba a Drake en el modo en que, con su presencia, parecía llenar la estancia. Medía aproximadamente un metro ochenta y era muy delgado, tenía los brazos largos y estilizados y era ancho de hombros. Ofrecía un aspecto más bien tosco, subrayado por sus pantalones vaqueros desteñidos con lejía y su vieja camiseta.

Pero allí acababan los parecidos. Mientras que los ojos de Drake eran marrones y moteados por puntitos castaños, los ojos del desconocido eran azules; mientras que Drake siempre llevaba el pelo corto, aquel tipo lucía una melena larga, con greñas. Beth se fijó en que, a pesar de que había llegado andando hasta allí, parecía sudar menos que ella.

De repente se sintió incómoda y se giró de espaldas justo en el momento en que el desconocido daba un paso hacia el mostrador. Con el rabillo del ojo lo vio alzar la palma de la mano levemente hacia su perro. Beth había visto a Nana hacer lo mismo un montón de veces; el animal, adiestrado para obedecer cualquier movimiento sutil, se quedó quieto en su sitio. Aquel ejemplar estaba bien amaestrado, y eso significaba que ese hombre probablemente había ido a la residencia canina para reforzar el adiestramiento.

—Qué perro más bonito —comentó ella, al tiempo que le ofrecía el formulario de ingreso al desconocido. El sonido de su voz logró romper el incómodo silencio—. Yo también tuve un pastor alemán hace tiempo. ¿Cómo se llama?

—Zeus. Y gracias por el cumplido.

—Hola,
Zeus
.

El perro ladeó la cabeza.

—Solo necesito que rellene este formulario —informó ella—. Y si quiere añadir una fotocopia del historial veterinario, fantástico. O el teléfono de contacto.

—¿Cómo dice?

—El historial veterinario. Está aquí para dejar a
Zeus
, ¿no?

—No —contestó Thibault. Hizo una señal por encima del hombro—. De hecho, vengo por el anuncio de la ventana. Estoy buscando trabajo, y me preguntaba si el puesto estaba todavía vacante.

—¡Oh! —Beth no se lo esperaba, e intentó reorientar la conversación hacia la dirección correcta.

Él se encogió de hombros.

—Sé que debería haber llamado antes, pero me venía de paso, así que he pensado que era mejor venir en persona y ver si el sitio seguía vacante. Si lo prefiere, puedo volver mañana.

—No, no es eso. Solo es que estoy sorprendida. La gente no suele salir a buscar trabajo los domingos. —De hecho, nadie pasaba por allí a preguntar por el puesto vacante ningún otro día de la semana, pero Beth prefirió omitir aquel comentario—. Debo de tener un formulario por aquí —dijo, girándose hacia el archivador situado a su espalda—. Solo deme un segundo para buscarlo. —Abrió el cajón inferior y empezó a rebuscar entre los archivos—. ¿Cómo se llama?

—Logan Thibault.

—¿Es usted francés?

—Por parte paterna.

—No le había visto antes por aquí.

—Acabo de llegar al pueblo.

—¡Ya te tengo! —Pescó el formulario—. Aquí está.

Depositó la hoja delante de él, encima del mostrador, junto con un bolígrafo. Mientras él escribía su nombre, Beth se fijó en su piel curtida y pensó que debía de haber pasado muchas horas expuesto al sol. Cuando llegó a la segunda línea del formulario, él alzó la vista, y sus ojos volvieron a encontrarse por segunda vez. Beth notó un leve sofoco en el cuello e intentó ocultarlo ajustándose la camisa.

—No estoy seguro de qué dirección debo escribir. Como ya le he dicho, no había planeado quedarme aquí. En Charlotte, sí. En Raleigh, también. En Greensboro, desde luego. Pero ¿en Hampton? Ni se me había ocurrido.

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