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Authors: Nicholas Sparks

Cuando te encuentre (7 page)

BOOK: Cuando te encuentre
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Beth echó un vistazo a su reloj de pulsera. Keith, su ex, no tardaría en llegar. A pesar de que no congeniaba con él —solo Dios sabía lo poquísimo que se avenían— compartían la custodia de su hijo, así de sencillo, y por consiguiente ella intentaba mantener una relación cordial. Se repetía sin parar que era importante que Ben pasara tiempo con su padre. Los chicos necesitaban pasar tiempo con sus padres, especialmente cuando se acercaban a la adolescencia, y en el fondo tenía que admitir que no era un mal tipo. Inmaduro, sí, pero no un mal tipo. De vez en cuando se pasaba con la cerveza, pero no era un alcohólico, no tomaba drogas, y jamás los había maltratado, ni a ella ni a Ben. Iba a misa cada sábado. Tenía un trabajo fijo y pagaba la parte correspondiente de la manutención de su hijo sin demora. O, mejor dicho, su familia pagaba. El dinero procedía de una fundación, una de las muchas que su familia había establecido a lo largo de los años. Y casi siempre en todos aquellos años, él había mantenido su interminable lista de novias alejadas de su casa durante los fines de semana que le tocaba tener a su hijo. No, Beth no se había equivocado con la expresión «casi siempre». Últimamente, se estaba comportando mejor al respecto, pero suponía que eso no se debía a unos votos renovados de Keith en cuanto a su intención de ser un buen padre, sino a la etapa amorosa que atravesaba —seguramente debía de estar a punto de acabar una relación para iniciar otra—. A ella no le habría importado tanto esa cuestión de no ser porque la edad de sus ligues estaba cada vez cercana a la de Ben que a la de su ex; además, por regla general, tenían el coeficiente intelectual de una lechuga. No estaba siendo despiadada; incluso Ben se daba cuenta de ello. Un par de meses antes, el niño había tenido que ayudar a una de ellas a preparar una segunda fuente de macarrones al horno con queso gratinado después de que el primer intento fracasara porque los macarrones se habían chamuscado. Por lo visto, la secuencia completa de «añadir leche, mantequilla, mezclarlo y remover» era superior a ella.

No obstante, aquello no era lo que más preocupaba a Ben. Las novias no le molestaban, solían tratarlo más como a un hermano menor que como a un hijo. Ni tampoco le angustiaban las tediosas tareas domésticas que su padre le ordenaba que hiciera. A lo mejor le mandaba recoger las hojas del jardín con el rastrillo o limpiar la cocina y sacar la basura, pero en ningún caso su ex trataba a Ben como a un criado con contrato de prácticas. Todas las tareas eran positivas para su formación; Ben también contribuía a los trabajos domésticos los fines de semana que pasaba con ella. No, el problema era la eterna decepción infantil que Keith mostraba respecto a Ben. Él quería un atleta, pero tenía un hijo que deseaba tocar el violín. Quería a alguien con quien salir a cazar, pero tenía un hijo que prefería leer. Quería un hijo con quien jugar al béisbol o al baloncesto, pero tenía que cargar con un hijo patoso y miope.

Jamás se lo había dicho abiertamente ni a Ben ni a ella, pero no hacía falta. Su frustración era demasiado evidente. Solo hacía falta ver con qué cara de reproche lo observaba mientras el chaval jugaba al fútbol, o cómo no le había hecho caso cuando Ben le dijo que había ganado el último torneo de ajedrez, o cómo intentaba convencerlo para que fuera alguien distinto. A Beth la sacaba de quicio y le partía el corazón al mismo tiempo, pero para el niño era peor. Durante varios años había intentado complacer a su padre, pero el esfuerzo únicamente había conseguido dejar al chiquillo completamente exhausto. No había nada malo en el béisbol. Podría ser que Ben llegara a disfrutar mientras aprendía las normas, e incluso que quisiera jugar en la liga de béisbol infantil. Todo parecía tener sentido cuando su ex se lo sugirió, y al principio Ben estaba entusiasmado. Pero después de unos meses, llegó a odiar todo lo concerniente al béisbol. Si atrapaba tres pelotas seguidas, su padre quería que intentara coger cuatro. Cuando lo conseguía, tenían que ser cinco. Y luego cogerlas mientras corría hacia delante. Cogerlas mientras corría hacia atrás. Cogerlas mientras patinaba sobre la hierba. Cogerlas mientras se lanzaba de cabeza sobre la hierba. Coger la pelota que su padre le lanzaba con una fuerza desmedida. ¿Y si se le escapaba una? Bueno, entonces era como si el mundo se viniera abajo. Su padre no era la clase de papá afectuoso capaz de infundirle ánimos con frasecitas como: «¡No está nada mal, no, señor!» o «¡Buen intento!». Él era la clase de papá que se ponía a gritar como un energúmeno: «¡Vamos, deja de hacer tonterías!».

Beth había hablado con Keith sobre la cuestión. Numerosas veces. Pero a él aquel sermón le entraba por una oreja y le salía por la otra, para no perder la costumbre. A pesar de su inmadurez (o quizá debido a ello), Keith se mostraba obstinado y con las ideas inamovibles respecto a un montón de cuestiones, y la forma de educar a Ben era una de ellas. Deseaba que su hijo fuera de una manera, y no tenía ninguna duda de que al final conseguiría transformarlo. Ben, como ya era de esperar, comenzó a reaccionar con su típico comportamiento pasivo-agresivo. Un día empezó a dejar caer las pelotas que su padre le lanzaba, incluso cuando se las tiraba sin apenas fuerza, hasta que su padre finalmente pateó su guante en el suelo y entró en casa enojadísimo, con una cara tan larga que ya no se la quitó durante el resto de la tarde. Ben fingió no darse cuenta del berrinche de su padre, se sentó debajo de un pino y se puso a leer hasta que su madre pasó a recogerlo unas horas más tarde.

Ella y su ex no solo discutían por Ben, en realidad eran tan antagónicos como el fuego y el hielo: él era el fuego; ella, el hielo. Keith todavía se sentía atraído físicamente por ella, lo cual sulfuraba a Beth hasta límites incontrolables. No podía entender cómo era posible que creyera que ella aún podía desear mantener una relación amorosa con él, pero por más que lo rechazara, Keith seguía intentándolo. Ya casi no podía recordar los motivos por los que se había sentido atraída por ese hombre hacía muchos años. Podía recitar las razones por las que se había casado —básicamente porque era demasiado joven e inexperta, aunque también había tenido mucho peso el hecho de haberse quedado embarazada—, pero ahora, cada vez que él la devoraba con los ojos de arriba abajo, ella sentía un profundo asco en su interior. Keith no era su tipo. Francamente, jamás lo había sido. Si alguien se hubiera dedicado a grabar su vida en vídeo, su matrimonio sería una de las etapas que no le importaría borrar de la cinta. Excepto por Ben, por supuesto.

Deseó que Drake estuviera allí, y como siempre la invadió una enorme tristeza al pensar en él. Siempre que su hermano menor venía de visita, Ben lo seguía como un perrito faldero, del mismo modo que los perros seguían a Nana. Se pasaban juntos todo el rato: salían a cazar mariposas o se encerraban durante horas en la cabaña del árbol que había construido el abuelo, a la que tan solo se podía acceder desde un puente destartalado que vadeaba uno de los dos arroyos de la finca. A diferencia de su ex, Drake aceptaba a Ben, lo que en muchos sentidos lo convertía más en una figura paterna para Ben que lo que su ex jamás había sido. Ben lo adoraba, y ella adoraba a Drake por el modo en que infundía alegría y confianza a su hijo, sin estridencias, de forma natural. Recordó la única vez que le había dado las gracias por ello y cómo Drake se había encogido de hombros y se había limitado a contestar: «No tienes que darme las gracias. Me encanta estar con él».

De repente sintió la necesidad de confirmar si Nana estaba bien. Se levantó del peldaño y se fijó en la luz encendida en el despacho, pero pensó que era improbable que Nana estuviera concentrada en el papeleo a aquellas horas. Seguramente la encontraría en el patio vallado situado detrás de los amplios caniles acondicionados para la residencia de los perros, y decidió enfilar directamente hacia allí. Solo esperaba que no se le hubiera ocurrido sacar a pasear a varios perros a la vez. En su estado, no podría mantener el equilibrio, ni tampoco lograría retenerlos a todos si tensaban las correas al mismo tiempo, pero esa actividad siempre había sido una de sus favoritas. Nana opinaba que la mayoría de los perros no hacían suficiente ejercicio, y la gran extensión de la finca era un excelente remedio para paliar ese problema. Con sus casi treinta hectáreas, la finca disponía de amplios campos abiertos flanqueados por unos bosques atravesados por una docena de senderos y por dos arroyos que llevaban agua del South River. La finca, comprada cincuenta años antes por una irrisoria cantidad de dinero, era ahora bastante valiosa. Eso les había dicho un abogado que se había personado un día para hablar con Nana por si estaba interesada en vender las tierras.

Ella sabía exactamente quién estaba detrás de aquel negocio. Igual que Nana, quien se comportó como si le acabaran deefectuar una lobotomía mientras el abogado hablaba con ella. De repente, se lo quedó mirando con los ojos desmesuradamente abiertos, como si no entendiera lo que le decía, dejó caer las uvas una a una al suelo, y se puso a balbucear de forma incomprensible. Ella y Beth se pasaron varias horas riendo después.

Beth echó un vistazo a través de la ventana del despacho y no vio a Nana, a pesar de que podía oír su voz en el patio vallado.

—¡Quieta! ¡Ven! ¡Muy bien, campeona! ¡Buena chica!

Al doblar la esquina, Beth vio a Nana felicitando a Sisú mientras la perrita trotaba hacia ella. Sisú le recordaba a uno de esos perritos de plástico hinchados con aire que se podían adquirir en cualquier gran supermercado.

—¿Qué haces, Nana? No deberías estar aquí.

—¡Ah, hola, Beth! —A diferencia de dos meses antes, ahora ya no arrastraba penosamente las sílabas al hablar.

Beth puso los brazos en jarras.

—No deberías estar aquí fuera sola.

—He cogido el móvil. Pensé que si me pasaba algo solo tenía que llamar a alguien.

—Tú no tienes móvil.

—He cogido el tuyo. Te lo he cogido del bolso esta mañana.

—¿Y a quién habrías llamado?

Nana no parecía haber considerado semejante cuestión, y su frente se arrugó mientras miraba fijamente a una de las perritas.

—¿Ves lo que tengo que soportar, preciosa? Ya te dije que mi nieta era más pesada que una tonelada de tu comida favorita. —Exhaló, emitiendo un sonido como una lechuza.

Beth sabía que su abuela se proponía cambiar de tema.

—¿Dónde está Ben? —inquirió la anciana.

—En casa, haciendo la maleta. Hoy le toca irse con su padre.

—Me apuesto lo que quieras a que estará entusiasmado con la idea. ¿Estás segura de que no se ha escondido en la cabaña del árbol?

—No te pases —la reprendió Beth—. Después de todo, es su padre.

—Eso dices tú.

—Estoy segura.

—¿Estás segura de que no flirteaste con nadie más en aquella época? ¿Ni siquiera una aventura de una noche con un camarero o un transportista, o un universitario? —Se lo preguntaba con un tono de esperanza. Siempre se mostraba esperanzada cuando le hacía esa misma pregunta.

—Segurísima. Ya te lo he dicho un millón de veces.

Nana le guiñó el ojo.

—Ya, pero no pierdo la esperanza de que algún día recobres la memoria.

—Por cierto, ¿cuánto rato hace que estás aquí?

—¿Qué hora es?

—Casi las cuatro.

—Entonces tres horas.

—¿Con este calor?

—No estoy acabada, Beth. Solo sufrí un pequeño incidente.

—Sufriste una embolia.

—Pero no fue muy grave.

—¡Pero si apenas puedes mover el brazo!

—Mientras pueda comer sopa, no lo necesito. Y ahora deja que vea a mi nieto. Quiero despedirme de él antes de que se marche.

Enfilaron hacia los caniles. La perrita las siguió, con la cola alzada y jadeando aceleradamente. Era preciosa.

—Esta noche me apetece comida china —apuntó Nana—. ¿Y a ti?

—Todavía no había pensado en la cena.

—Pues yo sí.

—De acuerdo. Cenaremos comida china. Pero no quiero nada que sea muy pesado. Y tampoco nada frito. Hace demasiado calor para comer frituras.

—¡Mira que eres sosa!

—Sí, y además me cuido.

—Es lo mismo. Ah, y ya que te cuidas tanto y que estás en tan buena forma, ¿te importaría encerrar a esta señorita? Está en la jaula número doce. He oído un chiste nuevo y se lo quiero contar a Ben.

—¿Dónde has oído el chiste?

—En la radio.—¿Es apropiado para su edad?

—¡Claro que es apropiado! ¿Por quién me tomas?

—Sé exactamente cómo eres. Por eso te lo pregunto. A ver, cuéntame el chiste.

—Dice que hay dos caníbales devorando a un comediante. Uno de ellos se gira hacia el otro y le pregunta: «¿Te parece gracioso?».

Beth resopló, divertida.

—Seguro que le gustará.

—Genial. Ese pobre niño necesita que alguien lo anime.

—Está bien.

—Ya, seguro. Para que lo sepas, no soy tan ingenua.

Cuando llegaron al recinto de los caniles, Nana siguió caminando hacia la casa, con una cojera más pronunciada que la que mostraba por la mañana. Se iba recuperando, aunque todavía le faltaba un largo trecho por recorrer.

Thibault

El Cuerpo de Marines está basado en el número tres. Esa fue una de las primeras lecciones que les inculcaron en el periodo de instrucción: a hacer las cosas fáciles. Tres marines formaban una escuadra; tres escuadras, una sección; tres secciones, un pelotón; tres pelotones, una compañía; tres compañías, un batallón; y tres batallones, un regimiento. Al menos, sobre el papel. Durante la invasión de Iraq, sin embargo, su regimiento había sido combinado con otras unidades, incluyendo el Primer Batallón Armado Ligero de Reconocimiento, batallones de artillería del 11.° Regimiento de Marines, el Segundo y el Tercer Batallón de Asalto Anfibio, la Compañía В del Primer Batallón de Ingenieros de Combate, y el 115.° Batallón de Apoyo de Servicio de Combate. Impresionante. Preparados para todo. Casi seis mil militares en total.

Mientras Thibault caminaba bajo un cielo que empezaba a cambiar de colores con el atardecer, recordó nuevamente aquella noche, técnicamente su primer combate en territorio hostil. Su regimiento, el Primero-Quinto, se convirtió en la primera unidad que se adentró en Iraq con la intención de ocupar los campos petrolíferos en Rumaylah. Todo el mundo recordaba que Saddam Hussein había incendiado la mayor parte de los pozos en Kuwait durante su retirada en la primera guerra del Golfo, y nadie quería que se repitiera la misma historia. Resumiendo la gesta: el Primero-Quinto, entre otros, llegó a tiempo. Solo siete pozos habían sido incendiados cuando se apoderaron de la zona. Desde allí, la sección de Thibault recibió la orden de dirigirse al norte, hacia Bagdad, para ayudar a conquistar la capital. En toda la historia de los Marines, el Primero-Quinto era el regimiento más condecorado del cuerpo, y por eso fue elegido para dirigir el asalto que requería adentrarse completamente en territorio enemigo. Su primer viaje a Iraq duró un poco más de cuatro meses.

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