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Authors: Nicholas Sparks

Cuando te encuentre (5 page)

BOOK: Cuando te encuentre
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Pero además había realizado conjeturas, empezando por Hampton. Se trataba de un nombre relativamente común. Una rápida búsqueda en Internet mostraba en pantalla un montón de lugares con ese nombre. Condados y pueblos: en Carolina del Sur, en Virginia, en New Hampshire, en Iowa, en Nebraska. En Georgia. Y en otros sitios más. Muchos sitios más. Y, por supuesto, había un Hampton en el condado de Hampton, en Carolina del Norte.

A pesar de que no se veía ningún edificio prominente o lugar conocido de fondo —ningún poste en el que pusiera «¡BIENVENIDO A IOWA!», por ejemplo—, la foto sí que contenía información relevante. No sobre la mujer, pero era una información que se podía extraer de la imagen de los dos jóvenes que hacían cola para comprar entradas. Los dos llevaban unas camisetas con logotipos. Uno de los logos no le servía de pista, ya que simplemente era una imagen de Homer Simpson. El otro, con la palabra «DAVIDSON» escrita en la parte frontal de la camiseta, tampoco había representado nada significativo al principio, incluso después de que Thibault le diera varias vueltas. Primero había supuesto que era una referencia abreviada de Harley-Davidson, la marca de motocicletas. Otra búsqueda en Google aclaró la confusión. Por lo visto, Davidson era también el nombre de una famosa universidad cerca de Charlotte, en Carolina del Norte. Una universidad selectiva, competitiva, enfocada a las artes liberales. Tras echar un vistazo al catálogo en la librería virtual de la universidad vio una muestra de la misma camiseta.

Thibault sabía que la camiseta no era ninguna garantía de que la foto hubiera sido hecha en Carolina del Norte. Quizás alguien que había estudiado en aquella universidad le había regalado la camiseta a aquel chico; quizá se trataba de un estudiante de aquella universidad que había ido a pasar un fin de semana a otra localidad; quizá simplemente le habían gustado los colores de la camiseta y por eso se la había comprado; quizás era un antiguo alumno y se había mudado a una nueva ciudad. Como no tenía nada a lo que aferrarse, Thibault había realizado una rápida llamada a la Cámara de Comercio de Hampton antes de partir de Colorado, y había verificado que allí se celebraba una importante feria cada verano. Otra buena señal. Tenía un sitio al que dirigirse, pero todavía no sabía si iba tras la pista correcta. Había supuesto que ese era el lugar que buscaba y, por alguna razón que no podía explicar, le parecía que no se equivocaba.

También había otras suposiciones, pero pensaba ocuparse de ellas más tarde. Lo primero que tenía que hacer era encontrar el recinto ferial. Con un poco de suerte, la feria del condado se celebraría en el mismo sitio cada año; esperaba que la persona que pudiera indicarle la dirección correcta pudiera contestar también esa pregunta. Lo ideal era buscar en una de las tiendas en pleno centro. No una de suvenires o antigüedades, porque esa clase de negocios estaban normalmente regentados por gente recién llegada a la localidad, gente que escapaba del norte en busca de una vida más tranquila en un lugar con un clima más benigno. Thibault pensó que lo mejor sería preguntar en una tienda del barrio, como, por ejemplo, en una ferretería, en un bar o en una agencia inmobiliaria. Seguro que, cuando pasara por delante, sabría cuál era el sitio idóneo para preguntar.

Quería ver el lugar exacto que aparecía en la foto. No para hacerse una idea más clara del posible quién o cómo era aquella mujer. Lo que deseaba saber era si allí había tres abetos puntiagudos juntos, aquella clase de árboles ornamentales que estaban por todas partes.

Beth

Seth dejó a un lado la lata de Coca-Cola Diet, encantada de que Ben se lo estuviera pasando bien en la fiesta de cumpleaños de su amigo Zach. Estaba pensando que era una pena que a su hijo le tocara ir a casa de su padre cuando Melody se acercó a ella y se sentó a su lado.

—Muchas gracias por el regalo. Las pistolas de agua son el no va más.

Melody sonrió. Sus dientes eran excesivamente blancos y su piel demasiado bronceada, como si acabara de salir de una sesión de rayos UVA, lo cual probablemente era cierto. Desde el instituto, Melody siempre había estado muy pendiente de su físico, pero últimamente parecía más que preocupada.

—Espero que no nos ataquen con las Super Soaker.

Melody frunció el ceño.

—Ya se lo he advertido a Zach: como se le ocurra hacerlo, lo mando derechito a su cuarto. —Melody se reclinó en la silla, buscando una postura más cómoda—. ¿Qué has hecho este verano? No se te ha visto el pelo, y tampoco has contestado a mis llamadas.

—Lo sé. Lo siento. Este verano me ha tocado hacer vida de ermitaña. Es que cuidar a Nana y encargarme de la residencia canina y del adiestramiento de los perros es realmente agotador. No sé cómo Nana ha podido cargar sola con tanta responsabilidad hasta ahora, sin ayuda.

—¿Y cómo está?

Nana era la abuela de Beth. La había criado desde los tres años, después de que sus padres fallecieran en un accidente de tráfico.

—Mejor, aunque después de la embolia no ha vuelto a ser la misma. Todavía tiene el lado izquierdo del cuerpo parcialmente paralizado. Puede encargarse de una parte del adiestramiento, pero no de gestionar la residencia y del curso completo, sería demasiado para ella. ¡Pero ya la conoces! ¡Siempre incansable! Es incapaz de estarse quieta ni un segundo. Temo que esté forzando demasiado la máquina.

—Veo que ha decidido volver a incorporarse al coro.

Nana llevaba más de treinta años en el coro de la Primera Iglesia Bautista de la localidad, y Beth sabía que esa actividad constituía una de sus mayores pasiones.

—Sí, decidió reincorporarse la semana pasada, aunque no estoy segura de que tenga muchas fuerzas para cantar. Después del ensayo se pasó dos horas durmiendo.

Melody asintió.

—¿Qué pasará cuando empiece el curso escolar?

—No lo sé.

—Pero seguirás dando clases, ¿no?

—Eso espero.

—¿Eso esperas? ¿Acaso los maestros no tenéis ya reuniones la semana que viene para preparar el curso?

Beth no quería pensar en el tema, y menos hablar de ello, pero sabía que Melody no lo hacía con mala intención.

—Sí, pienso asistir a las reuniones, pero eso no significa que finalmente me incorpore al equipo de docentes este año. Sé que podría dedicar unas horas a dar clases, pero no puedo dejar a Nana sola todo el día. De momento no. ¿Quién la ayudaría con la residencia canina? No está en condiciones de pasarse todo el día entrenando perros.

—¿Por qué no contratas a alguien? —sugirió Melody.

—Ya lo he intentado. ¿No te conté lo que ocurrió a principios de verano? Contraté a un chico que solo vino un par de días a trabajar; al tercero, que coincidía con el fin de semana, no se presentó. Y lo mismo sucedió con el siguiente candidato que contraté. Después de eso, no ha entrado nadie más interesándose por el puesto vacante. El cartel de «se necesita ayudante» se ha convertido en una pieza decorativa del escaparate.

—David siempre se queja de que hoy día cuesta mucho encontrar buenos empleados.

—Dile que les ofrezca el salario mínimo. ¡Entonces tendrá verdaderos motivos para quejarse! ¡Incluso los jovencitos que vienen del instituto se niegan a limpiar los caniles! Aseguran que les da asco hacer ese trabajo.

—Y tienen razón. Es un trabajo asqueroso.

Beth se rio.

—Sí, lo es —admitió—. Pero yo no tengo tiempo para hacerlo. Mira, solo espero un milagro antes de la semana que viene. Y si no… ¡Qué le vamos a hacer! Tendré que olvidarme de las clases. La verdad es que me gusta adiestrar perros. La mitad de las veces son más dóciles que los estudiantes.

—¿Cómo mi hijo?

—Tu hijo se porta muy bien. En serio.

Melody señaló con la cabeza a Ben.

—Ha crecido mucho desde la última vez que lo vi.

—Casi tres centímetros —contestó Beth, satisfecha de que Melody se hubiera fijado.

Ben siempre había sido bajito para su edad. En la foto de la clase solían ponerlo en la primera fila del flanco izquierdo, y el niño sentado a su lado le sacaba casi diez centímetros. En cambio, Zach, el hijo de Melody, era todo lo contrario: en la foto siempre lo colocaban en la última fila del flanco derecho. Siempre había sido el más alto de la clase.

—He oído que Ben no jugará al fútbol esta temporada —comentó Melody.

—Le apetece probar algo distinto.

—¿Cómo qué?

—Quiere aprender a tocar el violín. La señorita Hastings le dará clases particulares.

—¿Todavía da clases esa señora? ¡Pero si por lo menos debe de tener noventa años!

—Ya, pero cuenta con la paciencia necesaria para enseñar a un principiante. O por lo menos eso es lo que me ha dicho ella misma. Y a Ben le cae bien la señora Hastings, que es lo que importa.

—Me alegro por él —dijo Melody—. Estoy segura de que lo hará estupendamente. Pero Zach se llevará una gran decepción.

—De todos modos, no estarían en el mismo equipo. Zach empezará a jugar con la selección, ¿no?

—Bueno, eso si lo consigue.

—Lo conseguirá.

Seguro que lo conseguiría. Zach era uno de esos niños competitivos y con una gran confianza en sí mismos que maduraban antes y destacaban en el campo rápidamente por delante de jugadores con menos talento. Como Ben. Incluso ahora, correteando por el jardín con su Super Soaker, Ben no podía seguir el ritmo de Zach. A pesar de que era un niño encantador y con una gran nobleza, no era muy atlético, algo que el exmarido de Beth no soportaba. El año anterior, cierto día, su ex se había puesto de pie casi pisando la línea del campo de fútbol con cara de mala gaita, y esa era otra razón por la que Ben no quería jugar al fútbol.

—¿David seguirá entrenando al equipo este año?

David era el marido de Melody y uno de los dos pediatras de la localidad.

—Todavía no lo ha decidido. Desde que Hoskins se marchó, siempre está de guardia. No le hace ninguna gracia, pero ¿qué puede hacer? Están intentando contratar a otro médico, aunque de momento no tienen suerte. No todo el mundo está dispuesto a trabajar en un pueblo, especialmente teniendo el hospital más cercano a cuarenta y cinco minutos de aquí, en Wilmington. Hay que dedicarle muchas horas. La mitad de los días llega a casa pasadas las ocho de la noche. A veces, más tarde.

Beth había notado el tono preocupado en la voz de Melody, y pensó que su amiga estaba otra vez preocupada por la aventura amorosa que David le había confesado el invierno anterior. Beth sabía lo bastante como para no hacer ningún comentario al respecto. Desde el primer momento había tomado la decisión de que solo hablarían del tema cuando Melody quisiera hacerlo. ¿Y si no? No pasaba nada. En realidad, no era un asunto de su incumbencia.

—Y tú, ¿qué tal? ¿Sales con alguien?

Beth esbozó una mueca de fastidio.

—No, desde Adam no.

—¿Y se puede saber qué es lo que salió mal?

—No tengo ni idea.

Melody sacudió la cabeza.

—No puedo decir que te envidie. Jamás me ha gustado eso de tener que salir con chicos.

—Ya, pero por lo menos a ti no se te daba mal. En cambio, yo soy un desastre.

—¡Anda ya! ¡Exageras!

—No, no exagero. Aunque tampoco me preocupo excesivamente. Ni tan solo estoy segura de tener la energía necesaria para iniciar una nueva relación. Ya sabes, todo eso de llevar tacones altos, depilarme, flirtear, fingir que me llevo bien con sus amigos… Me parece un esfuerzo sobrehumano.

Melody arrugó la nariz.

—¿No te depilas?

—¡Claro que me depilo! —contestó. Luego, bajando la voz, agregó—: Siempre que puedo. —Se sentó con la espalda erguida—. Pero ya me entiendes, ¿no? Eso de salir con un hombre supone un gran esfuerzo. Especialmente a mi edad.

—¡Vamos! ¡Si ni tan solo has cumplido los treinta años! Y además tienes un tipazo estupendo.

Beth había oído el mismo halago toda la vida, y no era inmune al hecho de que los hombres —incluso algunos casados— a menudo giraran la cabeza por encima del hombro al verla pasar. Durante sus primeros tres años como maestra, solo había mantenido una reunión con un padre que se había presentado solo. El resto de las ocasiones, siempre eran las madres las que asistían a las reuniones. Recordaba cómo se lo había comentado a Nana unos años antes, desconcertada. Su abuela le había contestado: «No quieren que te quedes sola con sus mariditos porque eres tan bonita como un osito de peluche».

Nana tenía una forma muy especial de decir las cosas.

—Te olvidas de dónde vivimos —contrarrestó Beth—. No quedan muchos hombres solteros de mi edad por aquí. Y si no se han casado, por algo será.

—Eso no es verdad.

—Quizás en una gran ciudad no sea así. Pero ¿aquí? ¿En este pueblo? Mira, he vivido aquí toda mi vida, e incluso cuando estudiaba en la universidad iba a dormir a casa. En las escasísimas ocasiones en que algún chico me ha pedido una cita, hemos salido dos o tres veces y después ya no ha vuelto a mostrar ningún interés por mí. No me preguntes el porqué. —Agitó la mano en una actitud filosófica—. Pero tampoco es que me importe demasiado. Tengo a Ben y a Nana. No es como si viviera sola con una docena de gatos.

—No, en vez de gatos tienes perros.

—Pero no son míos. Son los perros de mis clientes, que es distinto.

—Ya, muy distinto —replicó Melody burlonamente.

Al otro lado del jardín, Ben perseguía al grupo de niños con su Super Soaker, intentando no quedar rezagado. De repente tropezó. Sus gafas salieron disparadas y desaparecieron entre el césped. Beth sabía que lo mejor era no levantarse para ir a ver si su hijo estaba bien. La última vez que había intentado ayudarlo, él se había mostrado avergonzado. Ben palpó el césped a su alrededor hasta que encontró las gafas. Se las puso y reemprendió la carrera.

—¡Qué rápido crecen! ¿No te parece? —apuntó Melody, interrumpiendo los pensamientos de Beth—. Ya sé que es un cliché, pero es verdad. Recuerdo que mi madre me lo decía y yo pensaba que exageraba. Me moría de ganas de que Zach fuera un poco mayor. Claro, por entonces él tenía cólicos y me pasé por lo menos un mes sin apenas pegar ojo por las noches. Pero ahora, de repente, está a punto de empezar secundaria.

—Todavía no. Les queda un año.

—Lo sé. Pero de todos modos estoy nerviosa.

—¿Por qué?

—Ya sabes, la edad del pavo y todo eso. Los niños se ponen insoportables cuando empiezan a comprender el mundo de los adultos, sin tener la madurez de los adultos para enfrentarse a todo lo que pasa a su alrededor. Si a eso añadimos un sinfín de tentaciones, y el hecho de que ya no te hacen caso de la misma forma que lo harían antes, y los repentinos cambios de humor en la adolescencia, seré la primera en admitir que no me apetece nada pasar por esa etapa. Tú eres maestra. Por consiguiente, ya sabes de qué hablo.

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