La encontró en su habitación rodeada de vestidos y ropa interior. Vio un baúl de viaje en el centro.
—¡Leam! —se levantó de la mesa donde tomaba un té—. ¿Qué haces aquí?
—¿Adónde vas? —Él le señalaba la ropa que estaba guardando.
—A Alvamoor, claro. A ver a mi hijo —añadió ella precipitadamente.
Leam se le acercó. Ella se sintió intimidada. Él nunca había querido atemorizarla, pero ahora no tenía paciencia para sus mentiras.
—Cornelia, ¿sabes algo sobre un hombre llamado David Cox?
—¿Qué es lo que debería saber? —respondió, pálida.
A Leam se le aceleró el corazón.
—Entonces, lo conoces. ¿Cómo? ¿Qué relación tienes con él?
Ella se escabulló por detrás de la mesa y caminó por la habitación.
—¿De qué me estás hablando, Leam? —le temblaba la voz—. Ya te lo he explicado, desde que me fui no he estado con ningún hombre, sólo mis padres y mi dama de compañía, Chiara —se volvió hacia él con los ojos bien abiertos y pestañeando.
—¿Conociste a Cox antes de nuestra boda?
Ella retorcía la servilleta entre sus pálidos dedos, con los ojos bruscamente afligidos.
—¿Qué es lo que quieres que te diga?
—Cornelia, la verdad. Después de todos aquellos años de engaños, me lo merezco.
—Sí, lo conocí —cerró con fuerza los ojos, las manos envueltas en la servilleta—. Lo había conocido antes.
—¿Cuándo?
Tenía los ojos bien abiertos, llenos de inseguridad.
—Tu hermano me lo presentó. Estaban en el mismo regimiento. ¿Eso es lo que querías oír?
—¿Le regalaste un camafeo?
—¿Qué, un camafeo?
—Quizás un retrato tuyo, o de James.
—¿De James?
—¿Lo hiciste?
—¡Sí! —era como si la palabra hubiera sido arrancada de su interior—. Sí. Un retrato mío. Él me lo pidió —presionaba la servilleta contra la boca—. ¿Qué vas a hacer ahora, Leam? ¿Me vas a castigar por eso?
—No he pretendido nunca castigarte, Cornelia. Estaba dolido y no entendía por qué tú y James no podíais haberme explicado la verdad, antes de que fuese demasiado tarde —ahora todo parecía tan simple. Tan claro.
—Eso es lo que yo hubiese querido —se le escapó una lágrima por la mejilla—. Quizás entonces me habrías perdonado.
—Mucho antes, seguramente —pero entonces no podría haber conocido a Kitty. No habría conocido el amor.
—¿Me has perdonado, Leam?
Él asintió.
—Entonces ¿por qué no vuelves conmigo?
—¡Cornelia! —la tensión se apoderó de él. Debía partir hacia Shropshire sin demora. Pero ella lo miraba ansiosa, y él quería terminar de una vez por todas—. ¿Por qué has vuelto? Ya sé que tu hijo no te importa. Entonces ¿qué es lo que quieres de mí?
Cornelia se quitó la servilleta de los labios temblorosos y se le escapó otra lágrima.
—Sí que me importa Jamie y no quiero nada de ti —reveló a media voz—. Él sí.
Leam se quedó helado.
—Cuéntamelo ya.
Ella tenía los ojos como platos.
—Le fue fatal con el comercio en América. Necesita desesperadamente dinero y dice que hará daño a Jamie si no consigo dinero para dárselo a él —su tono de voz iba subiendo.
—¿Quién, Cornelia?
—¡David! ¿No lo entiendes? Es muy ambicioso. Al principio yo no lo entendía, pero después vi que quería mucho más. Más de lo que yo podía darle, incluso con la generosa asignación que me proporcionabas. Entonces, el bebé llegó tan rápido después de nuestra boda y James murió… yo no podía pensar con claridad. Estaba aterrada por ti y por David, además de aturdida.
—Cornelia —Leam interrumpió su creciente nerviosismo—. ¿Por qué necesita David Cox ese camafeo?
—Lo perdió en Shropshire, en esa posada. Pensaba que lo habías encontrado tú y se puso furioso por miedo a que estuvieras jugando con él para atemorizarlo. Buscó en tu habitación en Nochebuena cuando todos jugabais a cartas, dijo, pero no pudo encontrarlo. Así que pensó que si morías, él obtendría el dinero de todos modos a través de mí, cuando yo regresara a la sociedad; por eso intentó matarte. Pero le salió mal y se dio cuenta de que, después de todo, no era un asesino, aunque sea un ladrón temible y un extorsionador.
—¿Por qué querría yo haber jugado con él? ¿Con qué objetivo?
—Pensó que yo ya te lo había contado todo y que no te importaba porque ahora estabas con lady Katherine.
—¿Qué?
Pero ella parecía que no le había oído, sus palabras se agolpaban con rapidez.
—Cuando me negué a ir a Almavoor para demostrarte que no estaba muerta y sacarte dinero, él amenazó a Katherine para que volvieras a Londres y yo me viera forzada a verte. Le dije que no lo haría, incluso más, que volvería a Italia y tú nunca sabrías nada. Pero me aseguró que iría a Alvamoor y que le haría daño a mi hijo. No podía permitir que eso pasase, Leam. En cinco años no he visto a Jamie, pero él es parte de mi carne y de mi sangre, y siempre lo querré. ¡Te ruego que me creas!
—Te creo —era demasiado fantástico para no creerlo y sus ojos parpadeaban con la misma angustia frenética que el día en que ella le contó su aventura con James—. Aunque lo que todavía no comprendo, Cornelia, es ¿qué significa ese camafeo para él?
—Es su seguro, pero sólo hasta que lo necesite. Lo grabé con una inscripción antes de regalárselo.
—¿Qué pone en la inscripción?
—Pone… —ella dejó escapar un gemido, como un animal herido—. Pone: «
Para David, mi querido esposo
».
La respiración de Leam se volvió irregular y entrecortada.
—Nuestro… —parecía que un océano le empujaba la cabeza—. ¿Nuestro hijo es…?
—No es suyo. A pesar de todas las mentiras que te dije, esto te lo juro por mi alma. Es de James.
Debía serlo. El niño era exactamente igual que su hermano a su edad.
—Pero ¿cuánto tiempo antes…?
—Me casé con David tres semanas antes de que tú me lo pidieras —ella parecía recular contra la pared—. Sobre un yunque, en un pueblo cerca de la frontera.
Él movía la cabeza intentando entender. La verdad. La asombrosa verdad.
—Entonces ¿para qué me necesitabas? Ya tenías un marido. No hubieras sufrido ninguna deshonra.
—Ya te lo dije. No podía soportar la idea de estar lejos de tu hermano. Todavía no lo soporto —le temblaba la voz—. A veces no me creo que esté muerto. Sueño con él por las noches y cuando me despierto, pienso que estará ahí.
—¿Y Cox?
Ella volvió la cara hacia otro lado.
—Antes de conocerte me sentía desesperada, temía explicar a mis padres que estaba embarazada. Sólo lo sabía James y él me abandonó. David me decía cosas bonitas, que me protegería y me cuidaría. Yo tenía el corazón roto. Me marché con él, pero David insistía en que nadie lo supiera, a pesar de que yo se lo suplicaba. Esa misma semana comenzaste a cortejarme, a admirarme tanto. Pienso que él aprovechó la oportunidad. Tú tenías una fortuna e ibas a ser duque…
—¡Cornelia!
Ella permaneció en silencio, mirándolo fijamente con los ojos muy abiertos. Él se pasaba las manos por la cara. No debería haber sido así. Pero había sido.
—¿Tienes otra prueba de tu matrimonio aparte de la inscripción en el camafeo?
—Guardé el comprobante de pago del herrero que ofició la ceremonia. Y tampoco ha pasado tanto tiempo, después de todo. Creo que podría reconocer a los testigos si los tuviera delante. David nunca ha tenido dinero, por lo que no puede haberlos sobornado para mantenerlos callados, incluso ahora. Él quería chantajearte pero no es capaz de hacerlo durante mucho tiempo. Creo que no lo ha planeado a fondo con mucha lucidez. Es muy impetuoso y siempre piensa que lo persiguen para hacerle daño.
Él atravesó la estancia, y con tanta amabilidad como le permitía su pulso acelerado le agarró los brazos y la miró.
—No estamos casados. No estamos casados —repetía una y otra vez. Su vida de repente volvía a empezar.
Ella negó con la cabeza.
—Nunca lo estuvimos —dijo suspirando—. ¿Qué vas a hacer con Jamie?
En medio de la felicidad que se apoderaba de él, se filtró algo de remordimiento.
—Quedármelo, si tú me lo permites. Él lleva mi sangre. Es inevitable que sepa lo de tu matrimonio, pero no es necesario que sepa que no es mi hijo. Además, siempre lo he tratado como a mi propio hijo, Cornelia. No podría hacerlo de otro modo.
Ella titubeaba. Levantó el brazo y puso su pequeña mano sobre la de él.
—Leam, te ruego que me perdones por lo que te he hecho. Por lo que te hice. Ahora, al explicártelo todo, es como si me hubiese quitado un gran peso de encima.
Él se apartó.
—¿Dónde está Cox ahora?
—No lo sé. Esta mañana vino y estaba muy nervioso. Comentó algo acerca de regresar a Shropshire, pero…
—Me voy tras él. Ha cometido unos delitos y debe pagar por ellos. La verdad deberá contarse públicamente.
Ella asintió. Después apartó la mirada y apretó la servilleta contra sus labios una vez más.
—Cornelia, ¿saben tus padres lo de tu verdadero matrimonio?
Ella negó con la cabeza.
—Yo puedo ayudarte.
—¿Después de todo lo que te he hecho? No. Me merezco todo lo que me pueda pasar —de nuevo alzó la mirada—. No es necesario que te preocupes por mí. Ahora creo que tienes otra dama de la que ocuparte.
Él sólo podía tener esperanzas y rezar. Y pedirle un deseo a cada estrella del firmamento.
—Adiós, Cornelia.
—Adiós, Leam. Si quieres, escríbeme sobre mi hijo, de tanto en tanto. Me gustaría saber de él.
Él se marchó.
El día estaba avanzado y su aliento se convertía en humo por el frío. Pero el cielo fuera estaba blanquecino y profundo, la luz difusa del sol poniente se enfrentaba a las primeras nubes primaverales cargadas de una lluvia incierta. Leam se montó en el caballo y partió hacia Shropshire. Para dar caza a un hombre decidido a hacer daño. Y para buscar a una dama que valía más que las estrellas y el cielo juntos.
Encontró a Cox muy cerca de Bridgnorth, en la barra de una taberna. No resultó difícil seguirle la pista. En cada parada para comer o beber, Cox se iba sin pagar.
Leam cruzó la taberna.
Cox se percató de que lo miraba y palideció.
Era realmente exagerado decir, como hicieron más tarde algunos que no estaban en ese momento, que al igual que el sol tardío de invierno se ponía cerca del río Severn, un bárbaro de Escocia, que nadie sabía por qué estaba furioso, había lanzado sillas hasta dejar cinco inservibles y otras tres hechas añicos, y después se había comportado de una forma más o menos civilizada, como era de esperar de un caballero londinense incapaz de molestar a nadie.
Aquel escocés, mientras miraba a su víctima derrotada y herida, tuvo el descaro de pedir la presencia de un juez, lo que tampoco fue bien recibido por los vecinos. Sin embargo el magistrado, tras escucharlo todo, se fue con los dos forasteros y regresó unas horas más tarde para aclarar que el bruto era en realidad el heredero de un ducado, y el niño bonito, un personaje de baja estofa sin ningún título, lo cual hizo que algunos reconsideraran su opinión. En su debido momento, se supo que el heredero del ducado era conde, y que no sólo había pagado al tabernero por los destrozos de su propiedad, sino que, además, había dejado un montón de guineas para que invitaran a todos por las molestias causadas; el perdón circuló como la misma cerveza por todo el pub.
¿Acaso no eran esas las ventajas de ser un gran señor, el poder dar unos buenos puñetazos a un sinvergüenza en algún momento?
—El burro se ha pasado toda la noche haciendo ruidos. ¡Estoy, ¿cómo se dice?, agotada! ¿Et toi, belle Katrine? —la francesa puso su mano con mitones de encaje negro sobre la rodilla de Kitty, mostrando su preocupación—. Debes irte a dormir arriba tout de suite.
Kitty hojeó una página de su libro e intentó concentrarse.
—Aún no. Quiero leer un poco más, después me acostaré —quería estar despierta contemplando el cielo, bajo el cual había hecho el amor con un bárbaro escocés, esta vez con los nervios en tensión por el pánico y la expectativa.
No debería haber hecho eso; había sido un acto de precipitación imperdonable. O bien el señor Cox no llegaría nunca y ella se cansaría de esperarle en la pequeña posada de Shropshire con una viuda francesa como única compañía, además de un niño y de los posaderos más atentos que jamás había conocido, debido a que madame Roche les había informado de la delicada situación de Kitty. O bien el señor Cox vendría y ella correría un grave peligro.
Madame Roche se puso de pie.
—En ese caso, buenas noches, ma belle —Kitty la miró subir la escalera, algo aturdida por la mujer, como siempre. La viuda le había comenzado a llamar ma belle, mientras que a Emily la llamaba ma petite. Evidentemente, durante este viaje ella se había convertido en una de sus preocupaciones. Era muy propio de madame. Kitty iba a necesitar rodearse de amigos en los meses siguientes mientras decidía qué hacer con su vida, puesto que esta iba a cambiar por completo.
De golpe, se oyeron unos golpes en la puerta principal. El corazón de Kitty se sobresaltó. Se puso en pie con los nervios de punta. Golpeaban la puerta con fuerza. El señor Milch vino de la cocina. Gesticulaba con la cabeza mientras se acercaba a la entrada.
—Milady, no se preocupe por esto. No vamos a dejar entrar a nadie que no conozcamos.
Ella asintió. Era una posada, por amor de Dios, y el dueño ya había despejado todo el lugar para que así ella y su compañera de viaje pudieran esperar a un hombre que quizá no aparecería nunca.
Sin embargo, ella tenía el camafeo en su bolsillo, en el que había una encantadora y angelical dama, como prueba de que si el señor Cox había leído el panfleto, como mínimo ya debería estar de camino.
Desde la sala de estar, donde se encontraba, escuchó el ruido seco que hacía el señor Milch al abrir el cerrojo de la mirilla.
—¡Vaya, buenas noches, señor! ¡Bienvenido otra vez!
Se oyeron los cerrojos de la puerta. Kitty tenía las manos húmedas y la puerta se abrió. No podía ser el señor Cox. Una ráfaga de aire con olor a nieve llegó hasta las llamas de la chimenea.
El sonido de las botas en la entrada precedió la voz del recién llegado, profunda y conocida.
—Confío en que esté bien, Milch.
Las rodillas se le hicieron papilla. No era tan difícil, tan sólo tenía que recostarse en el sillón para contenerse y confiar en no desmayarse.