La cena se sirvió y disfrutaron de una velada en general divertida. Leam participó cuando era necesario. Bebió apenas un poco de vino y no quitó el ojo de encima al agente de seguros. Cox, por su parte, se mostró agradable con todos y ni por un instante discrepó con nadie. Mientras Yale buscaba una astilla ardiente para encender un puro, Cox le dio lumbre. Cuando lady Emily se quejó del humo del tabaco, que la ponía enferma, Cox abrió una ventana y la mantuvo así para que respirase aire fresco, mientras que Yale apagaba su puro de inmediato. Cuando lady Katherine aplaudió al joven Ned por lo bien que había tocado el violín, Cox pidió un bis.
Después de un rato, Leam ya había visto suficiente. Ningún hombre era tan agradable con todo el mundo sin una buena razón. Lo sabía por experiencia propia.
Descolgó su abrigo del perchero y anunció que se iba afuera para fumar. Yale lo siguió dejando a las damas con Ned, el señor Milch y el pretencioso Cox.
—Ya estoy harto de ese agente de seguros, ¿y tú? —Yale blandió su puro y con la mano avivó la brasa. Dio una calada larga y soltó el humo con satisfacción, mirando hacia la nieve y el río estrecho iluminado por la luz de la luna.
No había nadie a la vista, un murmullo de voces provenía del interior de la taberna unas puertas más allá, haciendo eco entre la doble hilera de edificios modestos cubiertos de nieve.
Como suele ocurrir tras una tormenta, el cielo se había despejado por fin. Diez mil diamantes brillaban en el cielo nocturno, una eternidad de deseos sin cumplir. Un estudiante universitario infinitamente ridículo al que le gustara la poesía quizá los hubiera deseado.
Leam caminaba por el sendero que había abierto aquella misma tarde para evitar la compañía de una mujer de ojos grandes y atormentados.
—¿Adónde va tan rápido, milord? —lo preguntó Yale desde atrás—. ¿A tu balcón, desde el que deberás lanzar pétalos de rosa y lirios para ser pisados por los delicados pies de tu dama esquiva? —estaba completamente borracho, y en ese estado solía cometer tonterías.
Leam retrocedió y le propinó un puñetazo a su amigo en la mandíbula.
Yale cayó sobre la nieve compacta.
—¡Maldita sea, Blackwood! —masculló, llevándose una mano al lugar donde había recibido el golpe—. Me has hecho perder el puro.
—He descubierto una escalera en la parte trasera de la casa —dijo Leam—. Si no estuvieras siempre bebido te propondría ir arriba e investigar las pertenencias de Cox. Pero me limitaré a pedirte que entres e intentes mantenerlo distraído lo máximo que puedas —se volvió y a punto estuvo de perder el equilibrio al patinar en el hielo—. Por Dios, cómo me gustaría estar de regreso en Escocia.
—Ah, pero entonces no habrías conocido a la bella lady Katherine —Yale encontró su puro y le quitaba la nieve adherida con la solapa del abrigo.
Lo cierto era que Leam no la había conocido allí sino en un salón de baile, tres años antes, y había sido incapaz de quitarle los ojos de encima. Pero ella había estado con otro hombre. Un hombre que no la merecía.
—Te volvería a pegar, Wyn, si no estuvieses en el suelo.
—¿Acaso pretendes impresionarme con tus talentos pugilísticos? —Yale sonrió y mordió el puro. Tenía la mandíbula roja marcada con los nudillos de Leam. Quería pelea y mucho más. Quería olvidar, y Leam no lo culpaba. Se volvió sobre sus talones y se marchó.
Tras la puerta de la cocina que daba al callejón, no lejos de la entrada trasera, subía otra escalera.
Ya hacía rato que los propietarios de la posada se habían ido a la cama; en la cocina sólo había pilas de platos limpios y un par de ratones que campaban a sus anchas.
Leam cruzó una despensa notablemente bien abastecida en dirección a la estrecha escalera. Estaba a medio camino cuando una puerta de arriba chirrió. Se detuvo y permaneció inmóvil en medio de la oscuridad. Al cabo de un instante vislumbró la figura de Katty Savege, que sostenía un candelabro en la mano.
Leam contuvo el aliento. Quizá se dirigiera hacia la habitación del ático, la que ocupaba el pretencioso agente de seguros. Pero empezó a descender.
Leam no podía hacer otra cosa que anunciar su presencia, puesto que ella acabaría topando con él. Decidió continuar subiendo, procurando hacer mucho ruido con las botas.
Con un pequeño grito de sorpresa, ella se paró y surgió de la oscuridad detrás del candelabro. A la luz dorada de la llama, sus ojos grandes y hermosos resplandecían, sus mejillas proyectaban un tono rosado y las pestañas eran como abanicos.
—¿Milord?
—Milady…
—Pensaba que estaba fuera, en el patio, fumando con el señor Yale —el whisky que había bebido parecía suavizar su altivez—. ¿Qué hace usted aquí?
—Yo podría preguntar lo mismo —contestó él en escocés.
—Voy a la cocina en busca de agua. Quiero tomar un baño —se tambaleó ligeramente hacia él—. Cielos, aquí estamos, en un rincón de la escalera increíblemente oscuro y a punto de darle todo tipo de detalles sobre mi baño. De lo que es capaz el whisky.
—En efecto —dijo él mirando sus labios a la luz tenue. De pronto pensó que Cox podía presentarse en cualquier momento y descubrirlos.
La imagen de Kitty Savege bañándose lo perturbó profundamente.
—Y ahora es su turno —dijo ella—. Le he informado de mi plan, así que usted debe explicarme adónde iba. El ocultarse al amparo de las sombras le hace parecer un espía.
Leam seguía mirando fijamente sus labios generosos a los que asomaba una sonrisa traviesa, algo muy poco usual en aquella adusta dama de ciudad.
—¿Acaso es usted espía, lord Blackwood? —continuó ella.
—No —respondió él con voz ronca sin apartar la vista de su boca, mientras sentía un cosquilleo en la entrepierna, mientras la luz del candelabro ondulaba y ella buscaba con las manos el inexistente pasamano y mientras, al fin y al cabo, él deseaba haber bebido más whisky. Así al menos por la mañana dispondría de una excusa para justificar la conducta imprudente que estaba a punto de tener.
El conde cogió la mano de Kitty y le quitó el oscilante candelabro.
—Tenga cuidado, o se le caerá —dijo en escocés.
De todos modos, no lo necesitaría. Tampoco necesitaba realmente un baño, eso podía esperar hasta la mañana.
Lo que posiblemente más necesitaba era dormir, pero su sangre parecía estar a punto de hacer estallar sus venas. No había duda de que el whisky tenía algo que ver en todo ello, y la fantasía de ser besada por el conde de Blackwood se repetía en su mente. Una fantasía que ella había alimentado durante horas, al igual que la copa que el señor Yale rellenaba una y otra vez.
Y lord Blackwood estaba cada vez más cerca de su boca.
—Si está usted tan empeñado en besarme —se oyó decir con voz ronca—, pues hágalo y acabe con esta tontería. No soy una escolar y puedo, espero, soportar semejante humillación.
Él esbozó una sonrisa provocadora y dijo, tuteándola:
—¿Estás segura de que puedes?
—Claro. He vivido cerca de Londres toda mi vida, ya sabe.
A él no pareció gustarle ese comentario. Pero tras aquella noche de hacía ya tres años, a ella no le sorprendía. Él seguía mirándola intensamente, aunque con cierta expresión de reproche. A Kitty nunca le habían gustado los reproches.
Pero le gustaba lord Blackwood. Le gustaba la forma en que contemplaba sus labios y el modo en que hacía hervir su sangre. Que hubiera encendido un fuego cuando el posadero estaba ocupado en otras cosas, que el señor Yale lo escuchara incluso cuando le hacía creer lo contrario, y que su hermano hubiese llevado su retrato en la batalla. Hasta le gustaba que también podía comportarse como un caballero.
¿Caballero o bárbaro? ¿Espía acaso?
Era absurdo. Años de mostrarse fría, contenida, para que ahora este hombre altamente inadecuado le hiciera perder la cabeza… Quería que la besase, jamás en su vida había deseado nada tanto.
La cercanía era perturbadora, insoportable, llenaba cada uno de sus sentidos. Y ese olor a cuero y a pino, tan impropio de un caballero y, al mismo tiempo, tan delicioso. Ella respiró hondo, hasta sentirse mareada. Él permanecía inmóvil, mirándola.
Ella finalmente se inclinó y presionó sus labios contra los de él, un extraño, en medio de la oscuridad de aquella escalera. Dejó escapar un suspiro.
Él se sentía tan bien.
Kitty apoyó una mano en la pechera de su chaqueta. Comenzó a acariciar los fuertes músculos a través de la fina lana. Profundizó en el beso, aunque con delicadeza, disfrutando del sabor y la textura de sus labios, del delicioso calor que crecía en su vientre y descendía lentamente. Se le escapó un breve jadeo, y en señal de placer, abrió la boca.
Una brazo fuerte y musculoso rodeó sus hombros. Con un control absoluto de la situación, lord Blackwood la apartó de sí.
Kitty abrió los ojos, desconcertada.
No vio su rostro, como esperaba. Pero percibió el brillo de sus ojos oscuros, y también una cierta expresión de sorpresa y confusión ante lo que no había esperado que ocurriese a pesar de lo mucho que lo deseaba. Kitty sintió que le fallaban las piernas. Buscó la barandilla con mano trémula, pero no dio con ella. Lord Blackwood siguió su ademán con la mirada, que pronto volvió a centrarse en su rostro.
Con un movimiento deliberado, la acercó contra su pecho y la besó en la boca.
Esta vez el beso no era un simple roce de labios. Esta vez tomó su mandíbula con la mano para acercarla todavía más. Kitty echó la cabeza hacia atrás y sintió en el pecho un estallido de placer que recorrió todo su cuerpo, tan intenso que casi dolía.
Él introdujo la lengua en su boca, lentamente, saboreando primero el interior suave y delicado de sus labios. Ella lo dejó hacer entre jadeos, deseando también succionar aquella lengua.
«
Por Dios, no
», pensó.
Pero era inútil resistirse. Ella imploraba a sus manos que empujaran los brazos de él para apartarlo, pero no querían obedecerla. Ella ordenaba a sus labios que se sellaran, pero adoraban la sensación de aquella lengua, dominante y húmeda, en su boca. Por fin, se rindió.
Él deslizó la mano desde su cara hasta la espalda, apretándola contra su pecho. Kitty se sintió transportada al cielo. Ser deseada por un hombre… Por ese hombre… Y se dijo que quizás a lo largo de esos tres años se había engañado a sí misma. Tal vez aquella noche se había librado de la influencia de Lambert Poole no por el mensaje preciso que había leído en los ojos insondables de lord Blackwood, sino, sencillamente, porque había querido ser abrazada por él en un sentido abolutamente literal.
«
Qué locura
», pensó. Ella no era una libertina. Poseía una mente fría y racional. No tenía nada que ver con el hombre que en ese momento la abrazaba y besaba, excepto que, claramente, ambos disfrutaban haciéndolo. Ebria de pasión, acarició los musculosos brazos, mientras aquella lengua en su boca prolongaba su locura. Le tocó la cara. Sus pómulos y su mandíbula eran perfectos, firmes y ligeramente ásperos a causa de la barba de dos días.
—Quería que me besaras —se oyó decir Kitty, sin aliento, temblorosa, incapaz de controlar nada.
El whisky, la escalera oscura, aquel hombre que la sujetaba contra su cuerpo… Sus ojos brillaban en la penumbra, ardientes de deseo. Él tomó su boca de nuevo y ella se entregó a las caricias de sus labios y su lengua mientras se deshacía entre sus brazos. Su aliento fue cálido y su corazón latía cada vez más mientras sus manos le acariciaban la espalda, los pechos, el vientre. Kitty quería sentir aún más, convertir esa indiscreción secreta en un momento para recordar todas las noches mientras yacía en su cama de solterona.
Movió las caderas.
Inesperadamente, él la soltó.
Kitty, nuevamente azorada, no podía hacer más que mirar fijamente la boca que poseía aquel don maravilloso y unos ojos que no parecían para nada complacidos.
—Bien, ahora ya tiene su beso, milady —dijo Leam con voz áspera.
Quizá más áspera de lo normal. La apartó de él y le tendió el candelabro, que ahora sostenía en una mano. Permanecieron inmóviles, Kitty todavía boquiabierta.
—Si no deseaba besarme —dijo por fin, y le pareció que su voz sonaba extraña—, no necesitaba hacerlo.
—Se equivoca, lo deseaba —él dejó escapar un profundo suspiro, se volvió y bajó ruidosamente la escalera. La puerta de la cocina se cerró con un golpe a sus espaldas.
Sosteniendo el candelabro con mano temblorosa, Kitty se apoyó contra la pared y cerró los ojos.
No lo lamentaría. Hasta el día siguiente al menos. Por la mañana volvería a estar sobria y tendría la mente despejada. Por el momento, sin embargo, seguían reinando el whisky, la sensación de aquellos labios en los suyos y un deseo que era maravillosamente bien recibido.
El día de mañana sería demasiado pronto para lamentarse.
A la mañana siguiente a Kitty le dolía la cabeza, le escocían los ojos y tenía el estómago revuelto. Pero todo aquello no era nada en comparación con las noticias que Emily le dio al levantarse.
—Una parte del tejado del establo se ha venido abajo por el peso de la nieve y casi ha lesionado al caballo de lord Blackwood. Afortunadamente, sólo sufrió un pequeño rasguño.
—¡Oh, Dios! —Kitty se sentó en la cama—. ¿Alguien resultó herido?
Emily la miró detenidamente.
—Qué pregunta tan extraña cuando acabo de decir que únicamente el caballo ha sufrido heridas.
—¿Cómo lo han descubierto? Imagino que debió de ser Ned —dijo Kitty. Emily no iba sobrada de luces, pero tampoco era tan tonta.
—Lord Blackwood. Fue a alimentar a los caballos y el tejado se derrumbó mientras estaba dentro.
El hombre que besaba como un dios atendía a sus propios caballos como un vulgar peón de establo, y había estado a punto de resultar herido a causa de ello. Kitty se restregó los ojos con manos temblorosas.
—Debemos estar contentas, entonces, que tanto él como el animal estén bien —se quitó el camisón que la señora Milch le había prestado y se estremeció de frío. A continuación se puso una fina prenda de lino y las medias. Emily se acercó para atarle el corsé.
—Los caballeros y algunos hombres de la taberna están intentando repararlo ahora.
—Espero que no estén bajo los efectos del whisky —dijo Kitty, pensando en sí misma. De hecho, ni siquiera podía asegurar que hubiese sido él quien la noche anterior estaba en el hueco de la escalera. Y sin embargo, sí estaba completamente segura de que la había besado.