Kitty intentaba abrocharse la capa. Se sentía como si se hubiera arrojado a un estanque de agua helada.
—Sí, señor Milch —dijo—. Pero no creo que llegue muy lejos… —notó que le ardían las mejillas.
—Tenga cuidado dónde pisa señora, y gracias, milord, por reparar el tejado del establo. No creí que hubiera sufrido tantos daños.
—Repararlo no me llevó más que un momento —añadió Leam.
Kitty no quería ni mirarlo. Odiaba tener miedo y odiaba ese descontrol. Pero lo que más odiaba era no entender qué le estaba pasando. Dios, lo había abrazado sin decoro alguno, a la vista de cualquiera que pudiera haber pasado por allí. Y ni por un instante había pensado en el riesgo que corría.
Y, lo más importante, si ella lo hubiera besado en un lugar menos expuesto, él todavía la tendría entre sus brazos.
Ella se puso la capucha para ocultarse el rostro, dio media vuelta y pasó junto al posadero y el conde. No podía regresar a la cocina. Quizá fuera de la casa encontrase la cordura que se le negaba dentro.
Leam descolgó el abrigo del perchero y se lo puso. Con un saludo rápido hacia el posadero, salió por la puerta trasera. Habría avanzado a través de la nieve hasta la taberna, buscado a Yale, y cavado un camino directo a Liverpool si fuera necesario.
El frío le golpeó la cara como la bofetada de una mujer. El galés y el carpintero habían hecho un singular camino a través de la nieve. Leam lo siguió, resbalando y tropezando, aunque apenas notaba que avanzaba.
Ella había dicho que estaban yendo muy rápido, y Leam no podía estar más de acuerdo. Nada bueno podía esperar de tomar a Kitty Savege entre sus brazos, sólo un dolor en la entrepierna y una fuerte bofetada si hubiera llegado demasiado lejos, justo lo que estaba a punto de hacer si ella hubiera seguido presionando su cuerpo contra el de él. Por Dios, no estaba hecho de piedra, aunque la comparación tal vez fuese en parte apropiada en este caso.
Pero quizás ella no le hubiese dado una bofetada. Quizá…
No importaba lo que hubiese hecho, ella no era para él. Parecía de hielo por fuera y de fuego por dentro, hacía que su corazón latiese con fuerza en su pecho, que se le secara la boca.
Por Dios, ¿hasta qué punto podía enloquecer un hombre?
Entró en la taberna, pidió una pinta de cerveza, la vació de un trago, pidió otra con un gesto de la cabeza y finalmente miró alrededor.
El local tenía el techo bajo, las ventanas estrechas y estaba lleno de rincones oscuros. Era el sitio ideal para los rufianes. Que lo colgasen si aún le importaban Colin Grey y el maldito Club. Todo lo que había aprendido como espía, cada lección sobre cómo estudiar un lugar, rápida y eficazmente lo había olvidado ya. Ahora Kitty Savege ocupaba toda su atención.
Se restregó los ojos cerrados y cogió a tientas la pinta.
Dios, realmente deseaba a esa mujer. Y cuanto más la deseaba, incitado por su punzante inocencia, más difícil le resultaba creer que había sido la amante de Poole.
Se pasó la mano por la cara. En Londres, el rumor había durado todo el verano y en el otoño ella había aportado pruebas criminales contra su ex amante ante el Consejo del Almirantazgo, porque él la había despreciado. Al escuchar esas historias y saber lo que ya sabía, Leam no había tenido ninguna razón para desconfiar de aquel rumor.
Respiró profundamente y abrió los ojos. Yale estaba sentado en una silla en actitud indolente, mirándolo. Leam se enderezó y el galés le hizo una seña de que se acercara y se sentara a la mesa con él.
—Prefiero estar de pie —dijo Leam con aspereza.
—Bebiendo así, ¿cuánto tiempo más crees que aguantarás?
—Más que tú, seguro —replicó Leam. Se apartó de la barra y se sentó frente a Yale. La mesa estaba pringosa, el lugar olía a cerveza rancia y serrín, algo desagradable crujía bajo sus pies.
—Tras la reprimenda que me diste anoche sólo he bebido esta jarra —dijo el galés.
—¿Todavía te acuerdas?
—Me lo recuerda mi mandíbula —dijo Yale, señalando una marca morada en la barbilla. Cogió la copa de cerveza medio llena, con los ojos entornados—. Feliz Navidad, viejo amigo.
Leam echó un vistazo a la clientela de la taberna, media docena de hombres con sombreros y pantalones bastos, granjeros y tenderos que parecían llevar la mitad de la vida en aquel tugurio.
—Es Cox.
—¿Fue interesante la fiesta? —dijo Yale, sin inmutarse.
—Eso creo, y creo también que está detrás de lo que le ocurrió al techo del establo. Pero todavía no tengo ni idea de la razón, o de por qué se mostró con nosotros como lo hizo.
—Quizás esperaba esconderse aquí y que yo lo guiara para salir. O quizá, sencillamente, admira tu exquisito estilo y está loco de envidia. Es un tipo muy peripuesto, ¿no crees?
—Maldito seas, Wyn —Leam empujó la silla hacia atrás y se puso de pie.
—¿Otra vez resoplando?
—Anoche también resoplaba, lo habrías advertido si no hubieses estado empapado en whisky.
Yale sonrió.
—¿Y dónde está ahora la bella lady Katherine?
—Rezo por que esté lejos y permanezca apartada de mí, como debe ser.
—Vaya, ahora rezas…
Leam se pasó una mano por la cara. Aún tenía el sabor de ella en la lengua. Era irremediable, la necesidad crecía dentro de sí, tan rápida y segura como el pánico.
El trabajo físico lo ayudaría. Quitaría más nieve. Quizá, si se cansaba lo suficiente, no tendría energía para desearla. O, si la lujuria no lo abandonaba, sería incapaz de levantar los brazos para hacer nada. Ella tenía muchas curvas y estaba ardiente, y Leam quería arrancarle aquel maldito vestido verde, sujetarla debajo de él, sobre un colchón, en el suelo o donde fuera.
Sí, tenía que ponerse a quitar más nieve.
Yale daba golpecitos secos con la uña contra la jarra de cerveza. Se olía algo.
—Blackwood, viejo amigo.
—¿Qué? —dijo Leam bruscamente.
—El tabernero me ha dicho que hay una preciosísima granjera que trabaja por aquí algunas noches —dijo Yale en tono despreocupado—. Me ha asegurado que la esperan esta tarde, a pesar de la nieve. Es muy puntual con los caballeros selectos que pasan por el pueblo. ¿Qué te parece? —añadió con una sonrisa.
—Wyn…
—¿Leam?
—Vete al infierno.
—Te guardaré sitio.
Leam se apoyó en la mesa y preguntó:
—¿Qué sabes de Lambert Poole?
—Sólo lo que sabe todo el mundo, que en julio le requisaron sus propiedades y lo enviaron al exilio por facilitar armas a los insurgentes e intento de soborno a los oficiales que traicionaban al Almirantazgo —Yale le miró directamente—. Y que en esos tres años lo investigaste bastante activamente.
Leam se retrepó en la silla. Le asombraba darse cuenta de todo lo que ignoraba sobre su compañero más cercano en los últimos cinco años.
—Si ahora tu interés por Poole tiene que ver con Katherine Savege, Leam, es asunto tuyo, claro —continuó Yale—. Pero si crees que guarda alguna relación con Cox, deberías decírmelo. ¿Lo harás?
—¿Por qué no iba a hacerlo?
—Porque has dejado el Club —los ojos de Yale parecían de piedra en la semipenumbra del local—. Aunque es difícil dejarlo por completo, ¿verdad?
—Para algunos, sin duda —respondió Leam, señalándolo.
El galés se echó a reír, relajando la tensión que había entre ellos.
—Bueno, no tengo nada mejor que hacer, después de todo —respondió, y de pronto adoptó una postura estudiadamente elegante.
Leam ya no volvería a su faceta de espía. Salió de la taberna. Los perros empezaron a dar vueltas en torno a él mientras avanzaba por la calle cubierta de blanco, el joven Ned los acompañaba. Aunque apenas tres o cuatro años mayor que Jamie, el joven de sonrisa dientuda no se parecía en nada al chico de dentadura perfecta que Leam habría encontrado en Alvamoor si hubiera dejado el pueblo.
—Ya fui a la carnicería, jefe. Tenemos un ganso joven y bien rico para la cena de Nochebuena —levantó una parte del envoltorio, sus mejillas se enrojecieron y un brillo de ilusión iluminó sus ojos. Leam no tenía ni idea de si Jamie alguna vez había sonreído así cuando no estaba en su presencia. Fiona, la hermana pequeña de Leam, le había dicho que era un niño feliz. Leam no quería saber. No quería recordar. Pero cuando volviese a casa estaría obligado a recordar cada hora de cada día.
En ese momento, sin embargo, se encontraba atrapado. Y no sólo por un pueblo bloqueado por la nieve.
Atrapado entre la vida que no había valorado y la vida que había evitado durante cinco años, por el lugar donde los cuerpos de su mujer y su hermano reposaban, a menos de dos metros el uno del otro, en un enorme mausoleo de mármol.
No quería reflexionar en profundidad sobre ello. Basta de reflexiones, se había jurado a sí mismo. Sería más fácil pensar continuamente en Kitty Savege, en acariciarla y seducirla, o dejar que fuese ella quien lo sedujera, como parecía que quería hacer, y exiliarse en el limbo del cautiverio hedonista.
—Ned, tengo dos preguntas para ti.
—¿Sí, jefe? —dijo el muchacho, caminando con paso vacilante por el camino helado.
—¿Qué puedes tocar en ese violín tuyo?
—Lo que quiera, milord —respondió Ned con una amplia sonrisa.
—Bien. Y ahora, dime: ¿hay alguien en este pueblo que pueda saber algo sobre fundir oro o plata? —ese mismo día, temprano, le había devuelto a Cox su bufanda de cachemir y las monedas, mientras observaba su reacción. Cox se lo agradeció afablemente, pero no dijo nada de la cadena de oro rota que Leam aún tenía en el bolsillo. Resultaría útil saber qué podía colgarse de una cadena como esa, pero se trataba de una información que Cox, evidentemente, no deseaba compartir.
—Claro, jefe. El viejo Freddie Jones. Trabajaba como relojero en Shrewsbury hasta que perdió tres dedos por culpa de una vaca hambrienta —explicó el muchacho con su inseparable sonrisa.
—¿Me puedes llevar ante él?
—¿Ahora?
Cualquier cosa con tal de evitar a una bella mujer con intenciones amorosas. Al menos hasta que se enfriara un poco.
—Ahora sería perfecto.
Echaron a andar por la calle cubierta de nieve hasta la altura de las rodillas, Ned cotorreaba todo el camino sobre su señor y su señora, sobre el cochero de lady Emily y de Freddie Jones, sobre el carpintero que los había ayudado a arreglar el tejado y sobre cualquier otro vecino. Leam escuchaba atentamente, feliz de hacer en ese momento lo que llevaba cinco años sin hacer. Y si se le estropeaban las botas por la necesidad de prepararse para el próximo encuentro con Kitty Savege, se lo tendría merecido.
Lord Blackwood no regresó a la posada. La señora Milch, que pensaba servir la cena a las cinco en punto, se había pasado el día en la cocina con Emily y había dejado a Kitty regodearse en el aturdimiento y la frustración de una tentativa fallida. Como era una mujer de acción, no estaba acostumbrada a esa clase de emociones.
Se puso a decorar la posada para la Navidad. Ató trocitos de ramas de pino al final del patio con cintas verdes y blancas, y dispuso un cesto con piñas y en medio un candelabro adornado con una cuerda dorada.
Estaba pensando qué se podría haber hecho para redistribuir el mobiliario de la sala y tener más comodidad cuando unas voces suaves le llegaron desde la parte trasera del vestíbulo.
—Es muy bonito, Milch —dijo el señor Cox en un tono extrañamente tenso—. Confío en que no lo haya cogido uno de los suyos.
El posadero carraspeó.
—Bien, no tiene por qué preocuparse, señor. Si a usted se le cayó por aquí, la señora Milch lo encontrará mientras limpia y se lo devolverá a usted rápida y perfectamente.
—Es mejor que sea así, o me ocuparé de que se sienta usted muy incómodo, señor Milch.
—Eso no será necesario, se lo aseguro. No obstante, ¿existe alguna posibilidad de que lo perdiera antes de llegar?
—No —respondió Cox, que no parecía muy convencido y sí muy impaciente. Se oyeron pasos en el pasillo. Kitty se puso a ordenar cojines. El señor Cox apareció en la sala.
—Qué bien que ha entrado, señor. Estaba pensando en cambiar esas sillas de sitio, pero pesan demasiado para que pueda moverlas sin ayuda.
Kitty nunca antes había estado ante un hombre tan obviamente presa de la ansiedad aun cuando intentaba mostrarse amable.
—Me encantaría ayudarla, milady.
Así pues, entre ambos reacomodaron los muebles. Ella le dio las gracias a Cox y se fue a su habitación para peinarse y ponerse los pocos adornos que tenía, entre ellos un par de pendientes que llevaba en su bolso de viaje, unas perlas engarzadas en oro viejo que su madre le había dado, el juego de perlas de oro antiguo en su primera temporada social en la ciudad. Por lo visto, el padre de Kitty los había escogido tres años antes, en ocasión de su decimoctavo cumpleaños, sin darse cuenta de que eran más para una mujer adulta que para una chica.
Ahora Kitty entendía mejor por qué su madre no había permitido que se los regalara. Quien los había escogido había sido la amante de su padre, a la que nunca conoció pero con la que compartió su vida durante treinta años.
Kitty jugueteaba con los pendientes entre los dedos. Lord Blackwood decía que no debería haber estado con Lambert. Suponía, como todo el mundo, que había sido la amante de este. No se equivocaban, al menos en parte. Se había entregado a Lambert Poole cuando era una joven alocada y enamoradiza, y también cuando buscaba la información capaz de hundirlo. Ella misma se había forjado su propia soltería; ahora muchos la considerarían poco respetable como novia de un caballero. Pero su comportamiento con el escocés bárbaro había dejado bien claro que ella necesitaba un hombre en su vida.
No. Necesitaba a ese hombre. Un hombre totalmente inadecuado para ella en todos los sentidos excepto en uno: le satisfacía mucho más de lo que jamás hubiera imaginado posible. Repentinas e insatisfactorias, sus experiencias con Lambert no la habían preparado para Leam Blackwood. Ante la mirada cálida del escocés y entre sus fuertes brazos se sentía tan desvalida como el ave que Ned había llevado a casa para la cena.
Inocente… como lo era en el momento en que conoció a Lambert, no fue durante su primera temporada social, sino años antes de eso, en Barbados, cuando tenía quince años. A esa edad, la amante de su padre ya había ocupado un lugar prioritario en la vida de este. La madre de Kitty intentó recuperarlo, y no quería que su hija presenciara esa lucha. Oportunamente, el conde llevó a su hijo mayor a vivir al campo, una circunstancia más de un comportamiento poco filial. Aaron iba acompañado de su gemelo, como siempre, y a Kitty la enviaron con su institutriz.