—Quiero decir… mi padre desea que me case pronto, y no estoy para nada segura —dijo Emily con sinceridad. Kitty no podía acudir en su ayuda, ni en la del conde, y estaba intrigada por oír la respuesta de este—. Creo que casarte con la persona a la que amas debe de ser maravilloso. Pero me pregunto cómo sería casarse con alguien a quien no quieres.
—Una auténtica desdicha, diría yo —Yale hizo un montón con las cartas.
Emily dejó el libro.
—Soy de su misma opinión.
Kitty no podía soportar que los bonitos ojos verdes de su amiga se apagaran.
—Creo que es la primera vez que oigo que vosotros dos estáis de acuerdo en algo —dijo, y se obligó a sonreír—. Qué bonito. Precisamente en Navidad.
Yale hizo una reverencia.
—A sus pies, señora.
Emily no contestó. Kitty se frotó las manos.
—¿Quién quiere jugar? —Yale blandía la baraja.
—Es Navidad, señor —dijo Emily, y en su voz había una nota de tristeza—. Kitty, ¿te apetece jugar esta noche?
—Claro, estaré encantada —no tenía ganas de jugar, pero Emily necesitaba distraerse de sus preocupaciones—. ¿Por qué no vas a buscar tu monedero y así te unes a nosotros?
—De acuerdo, y también traeré el tuyo —se puso de pie y subió la escalera.
—Cox, ¿será usted el cuarto jugador? —propuso Yale.
—Me temo que ya tengo suficiente por esta noche, señor —se volvió hacia el conde y añadió—: Sospecho que él juega muy bien.
Yale se echó a reír.
—Demasiado bien, ya lo creo. No me dejaría ni una moneda en el bolsillo al final de la noche —dispuso las sillas alrededor de la mesa—. Pero si ha de ser, que sea.
—Estupendo —Cox hizo una reverencia—. Milady, caballeros, les deseo una feliz Navidad —se marchó y subió la escalera con cierta prisa.
Kitty se sintió inquieta de pronto, Emily todavía estaba arriba, y sola. Se dispuso a ir tras Cox. El conde la cogió de la mano y puso un pie sobre la silla, impidiéndole pasar. Emily apareció en el rellano justo cuando Cox llegaba al mismo. Sonrió, esta vez con gesto de admiración.
—Buenas noches, lady Marie Antoine.
Le hizo una reverencia y pasaron cerca el uno del otro. Lord Blackwood salió al paso y Kitty dejó escapar un suspiro.
Emily regresó a la mesa de juego y colocó su monedero encima de esta.
—Me gustaría que lord Blackwood fuera mi compañero —dijo.
—Vaya sorpresa —murmuró Yale.
—Me negaré a jugar si los dos continuáis así, Kitty —dijo Emily—, lord Blackwood está considerado un magnífico jugador de cartas. Eso lo sé hasta yo. Aún no he oído ni una palabra sobre las habilidades del señor Yale. Estaría loca si no quisiera tener como compañero al conde.
—Se lo agradezco, milady —dijo Leam con una sonrisa, pero dirigiendo la mirada hacia la escalera.
Kitty, hecha un mar de nervios, se sentó junto a su amiga. No debía sospechar nada. Un verdadero caballero protegería a las damas en cualquier circunstancia, y ella sabía que era un verdadero caballero, a pesar de la forma en que la había besado.
—¡Ah, qué bella escena! —el señor Milch entró desde la cocina, con los ojos legañosos—. Ned, tu madre te está esperando en casa.
El chico se puso de pie de inmediato y el posadero levantó una gruesa mano.
—Feliz Navidad, damas y caballeros. Mi Gert les envía sus mejores deseos también —dijo, y abandonó la estancia.
—¿Lo veré por la mañana entonces, jefe? —dijo el chico mirando al conde.
Leam le puso una mano en el hombro y repuso:
—Cuento con ello, muchacho. Ahora, vete.
Ned salió disparado por la cocina y la puerta basculó hasta cerrarse.
Yale le dio la baraja a Emily.
—¿Repartirá primero, milady?
Ella así lo hizo. El calor del enorme fuego caldeaba la habitación, las puertas y las persianas estaban cerradas herméticamente para evitar el frío y por un desgarrón en las cortinas podía verse que era una noche oscura. Lord Blackwood se sentó cerca de Kitty, que podía mirarle las manos mientras cogía las cartas. Eran unas manos grandes y bellas, capaces de hacer toda clase de cosas.
Él quería que ella se lanzara a sus brazos de nuevo. No era una mujer que hubiese perdido sus principios morales, no importaba lo que dijeran los rumores. Se había entregado a Lambert locamente enamorada, o al menos eso creía. Pero Lambert Poole nunca hizo que se le acelerara el corazón por el simple hecho de sentarse a su lado. Kitty nunca le había mirado las manos y las había imaginado sobre ella. De hecho, nunca le había mirado las manos.
Jugaron a las cartas. Kitty se sentía cada vez más nerviosa. Contaron los puntos obtenidos y Emily dijo:
—Milord, ¿su hermano cayó en el campo de batalla?
—No, milady —repuso el conde sin levantar la mirada.
Lentamente, Yale miró a través de la sala hacia el vestíbulo. Kitty también lo hizo. No había nadie allí, pero sintió un escalofrío. Ella no creía en fantasmas, pero Emily insistía en hablar de uno.
—Es una pena —dijo Emily—. Tengo entendido que muchos soldados murieron por enfermedad, sobre todo en España.
—No estaba en España cuando pasó, milady.
Yale puso una carta sobre la mesa. El conde puso la suya. Kitty también lo hizo.
—Nuestra mano, milord —Emily enarcó las cejas—. Entonces, ¿dónde murió?
—En Lunnon, milady. Se batió en duelo.
Ella parpadeó tras las gafas con montura dorada.
—Espero que su oponente fuera debidamente castigado.
Él la miró por un momento, después torció la boca en una mueca que distaba mucho de ser una sonrisa.
—Lo fue.
Yale se retrepó en la silla, con la mirada fija, o eso parecía, en el vaso vacío que tenía cerca del codo.
—Blackwood, viejo amigo —dijo con una voz extrañamente baja—, me has vaciado los bolsillos.
—No sería la primera vez.
Yale se puso de pie.
—Entonces, por esta noche creo que es suficiente para mí —hizo una reverencia—. Señoritas, que pasen una buena noche —subió la escalera.
Emily contaba las monedas.
—Pues para nosotros ya está siendo una muy buena noche, milord —dijo—. Gratificante, de hecho, aunque supongo que el juego es así, si bien es de sensatos no dejarse atrapar por él. Mi padre y mi madre sin duda han caído en sus redes, pero, claro, no son para nada sensatos, y creo que lo hacen sobre todo para parecer modernos —arrugó la frente y se puso de pie—. Kitty, el señor Yale ha dado por finalizado el juego. ¿Te vas a la cama ahora?
Kitty sintió un nudo en el estómago.
—Subiré pronto, Marie —fue la respuesta de una Jezabel, ya que una hora sentada cerca de él la había dejado marcada.
Emily miró detenidamente el contenido de su monedero con aparente disgusto y subió por la escalera.
Lord Blackwood parecía estudiar la silla vacía mientras a Kitty el corazón parecía a punto de estallarle. Lentamente, su mirada se centró en ella.
—¿Qué hace esa niña aquí, con nosotros? —preguntó.
Sin duda era un maestro en decir mucho empleando pocas palabras. Kitty ahora lo entendía. Los tontos no hablaban sucintamente, sólo las personas sensatas lo hacían. Kitty tenía pocos amigos solteros. Muchas madres no permitían que sus hijas fueran vistas en su compañía.
—Me doy cuenta de que al parecer lady Emily y yo tenemos pocas cosas en común. Pero no es una niña, sólo una joven amable y desinteresada. Y está preocupada por la visita a sus padres. Intentan que se prometa con un caballero decididamente inadecuado.
—Vaya.
—Un amigote de ellos —prosiguió Kitty—. Un partido inapropiado para una chica como Emily. La situación la angustia. Pero normalmente es una muchacha encantadora —hizo una pausa—. Y acompañarla me ofreció la oportunidad… —añadió con una excitación que habría preferido no demostrar.
El conde enarcó una ceja.
—De escapar… —susurró, completando la frase y mirándola fijamente—. ¿Y de qué querría escapar una mujer como usted?
Kitty abrió la boca, pero volvió a cerrarla al instante. ¿Podría él comprender, como pareció hacerlo aquella noche, tres años atrás? ¿Podría comprender que ella no quería que su vida estuviese unida a la de Lambert Poole por más tiempo?
Por un instante que se hizo eterno, él guardó silencio. Por fin, preguntó:
—¿Otra partida, milady?
Kitty dejó escapar un profundo suspiro. Se alisó la falda y dijo:
—No me queda nada de dinero. Es usted muy listo, milord, como era de esperar —ella no podía sostenerle la mirada.
—Ni un solo día en mi vida he hecho trampas —replicó él—. Pero para ser justo, milady, le daré la oportunidad de recuperar su dinero.
—Ya le he dicho que no tengo un penique. ¿Me ha escuchado?
—Cada palabra —contestó él, que también la había escuchado cuando le pedía que lo besara. En otras ocasiones. Aunque su mirada era serena, se atisbaba en ella aquel brillo acerado. Ahora, sin embargo, no parecía frío sino a punto de derretirse—. Con o sin dinero, todavía tiene usted algo que me interesaría ganar.
Ella esperó.
Él añadió con voz profunda, tuteándola de nuevo:
—Esas finas prendas que llevas puestas.
Kitty se lo quedó mirando fijamente, boquiabierta, hecha un manojo de nervios.
—¿Mis prendas? —sonó como una perfecta boba. Y es que no se lo esperaba. Lo que había esperado era…
Más.
Al parecer, como siempre, se comportaba como una tonta patéticamente ingenua.
—Tú pierdes una mano y yo te quito una prenda. Tú ganas una mano y… —esbozó una media sonrisa.
—Un juego diabólicamente pícaro, ¿eh? —dijo ella, cada vez más agitada.
—¿Te intriga la idea?
—Veo que vas en serio —dijo Kitty. Decididamente, él no era un caballero. Ella se había imaginado el resto, su tolerancia silenciosa y su honor. Era casi un consuelo saberlo. Lo que él le había dicho acerca de Poole no tenía ninguna importancia, había sido sólo una excusa. Lo que quería era que se quitara la ropa delante de él, y quizá más. Sólo eso.
Sólo eso.
A Kitty le sorprendió lo horriblemente mal que le hizo comprenderlo, y también lo mucho que deseaba jugar a ese juego escandaloso. Quizá quienes la hacían objeto de sus murmuraciones la conocieran mejor que ella misma. Quizá fuese una libertina, o siempre lo hubiera sido.
—Pareces acalorada —dijo él.
—¿Qué?
—Tienes las mejillas sonrosadas. De un rosa delicioso —los ojos del conde brillaban con una excitación muda bajo la máscara de su elegancia.
—No, no es verdad —dijo ella, tocándose las mejillas y separando los labios.
Leam recordó cómo sabían, dulces como las cerezas, y entre ambos un sugestivo destello rosado. Deseaba esa lengua y estaba dispuesto a hacer lo que fuera para conseguirla. Lo que fuera. Sus creencias a lo largo de los últimos cinco años bien podían ayudarlo esta noche.
—Bueno, supongo que sí lo están —admitió ella por fin—. Pero no es para maravillarse.
—Tratándose de una mujer como tú, lo es.
Kitty lo miró con cautela, y debía tenerla. Él debería haber dicho eso. Poole, ese idiota libertino, la había condenado. Kitty Savege era una dama y se merecía ser tratada como tal, cosa que el conde no había hecho desde que ella pusiera un pie en la posada. Claro que Kitty no había ayudado mucho.
Pero era demasiado tarde para lamentaciones. Leam ya estaba condenado, y ella con él. La insensata no conocía la soledad.
—No me refería a eso —dijo ella, en tono tan gélido como la mirada que le dirigió.
—Sé a qué te referías.
—Yo no… —Kitty dejó la frase por la mitad. Bajó la mirada hacia su boca. Después fue descendiendo lentamente por su cuello y su pecho, buscando con curiosidad. Por Dios, a veces parecía una niña, vulnerable e insegura tras la fachada de princesa de hielo que quería mostrarse equilibrada y tentadoramente distante.
Volvió a mirarlo a los ojos.
—¿A qué jugamos, milord? —dijo en tono de sorna.
Leam no quería pensar en las consecuencias por más tiempo. No esa noche. La frustración de los primeros besos había sido demasiado para él. Ahora quería una cosa.
—¿Qué tal una partida de piquet? —propuso él.
Ella apretó los labios. Su pecho ardía en deseo.
—Acepto la oferta —dijo al fin—. Una idea espléndida. No sé por qué no lo pensé antes —añadió entre dientes mientras se sentaba delante de él—, excepto porque no soy un bárbaro pícaro como algunos.
—Claro.
—Creía que no le gustaba este vestido —dijo ella con un brillo travieso en los ojos que hizo enardecer aún más a Leam. Kitty quería jugar. Él debía recordar lo que sabía de ella y no hacer caso de lo que pensaba el poeta que llevaba dentro, aun cuando diera rienda suelta al mismo.
—Es la gracia del juego —dijo con suavidad.
—Pues no ganarás. Yale juega bien, pero yo no soy lady Emily. Estoy familiarizada con una mesa de juego —Kitty hizo una pausa—. Pero si llegas a ganar… —se ruborizó—. No puedes quemarlo o hacer cualquier otra tontería por el estilo. Necesito que me lo devuelvas, al menos hasta que llegue mi equipaje. No esperarás que me quede en enaguas, ¿verdad?
Leam contuvo la respiración y le pasó la baraja para que repartiera.
—¿Cómo vamos, milord, declaración y baza o mano? Yo diría de la forma antigua, puesto que ya es bastante tarde.
Leam sonrió, aunque lo que quería era reír. En ese momento vivía en una fantasía. Ella era inteligente, bonita, descarada y hasta risueña. Leam sintió deseos de cortarse la lengua, de encerrarse en su habitación, solo. Nunca debería haber hecho esto, por más razones de las que podía expresar.
—Declaración y baza.
Kitty pestañeó.
Jugaron y ella lo hizo bastante mejor que antes; extraordinariamente bien, de hecho.
—Cuatro damas —dijo sin levantar la vista de sus cartas.
Leam no tenía nada con qué igualarlas. Se desató la corbata y se la quitó.
Una jugada inesperada apareció a continuación sobre la mesa bajo los dedos de Kitty. A la que correspondió el anillo de sello de Leam.
—Antes has sabido ocultarme tus habilidades como jugadora —murmuró él.
—Entonces no tenía ningún interés especial por ganar —Kitty lo miró a los ojos, y luego fijó su atención en su cuello. Leam nunca se había sentido más desnudo a pesar de llevar bastante ropa.
Ella cogió otra baza.
—¿Y ahora qué, milord?