—Es el más inteligente de tu grupo, y son unos estúpidos si no lo ven así —Leam se volvió sobre sus tacones—. Ve a buscar tú mismo un candidato adecuado, alguien que necesite trabajo, sin familia ni patrimonio por el que velar. Alguien que desee tus malditos secretos y mentiras —se subió al caballo de una zancada. La niebla se había transformado en lluvia y las gotas caían sobre su sombrero y sus hombros, sobre el pelaje brillante de su caballo. La ira bullía en su interior, caliente y desesperada. En sus ojos se había reflejado una traición más grande que el cielo que los cubría. Quizás ella había confiado en él, pero ahora ya no lo haría.
Era lo mejor.
—La gente te sigue, Leam —dijo Gray.
Él puso las riendas en su sitio antes de contestar.
—Si te refieres a Wyn y a Constance, por supuesto que me siguen. Prácticamente les he criado a ambos.
—Incluso Seton te ha escuchado de vez en cuando a pesar de su actitud indisciplinante hacia el Club y de su incierta lealtad a la corona. Absolutamente todos los de tu cantera han vuelto a casa sin rechistar. La gente va allí donde tú les digas, Leam. El reino te necesita.
Sí, la gente hacía lo que él quería, como su hermano, que se enfrentó a un duelo con su mejor amigo porque Leam así lo dispuso. Colocó un pie en el estribo y montó.
—No me interesa.
—¿Te interesaría si te dijera que no se molestará más a lady Katherine para obtener información si aceptas la oferta?
La cabeza de Leam se volvió en redondo.
—Quieren que retomes tu cargo anterior y encabeces el equipo de Francia —dijo Gray.
—¿Estás utilizándola a ella para convencerme?
—No exactamente. Su ayuda con Chamberlayne sería muy útil, incluso esencial. No dudan de que ella podría continuar siendo útil después de esto, con sus conexiones sociales y su habilidad natural. Como mujer soltera no tiene ningún marido que le estorbe —añadió haciendo un guiño—. Leam, lamento ser el mensajero. De verdad. Sólo te estoy diciendo lo que me han dicho que te transmitiera. Están dispuestos a prescindir de ella a cambio de tu promesa.
Leam respiró hondo. ¿Cómo podía haber permitido esto? Había estado ciego, no había visto nada de aquello a lo que debería haber dedicado toda su atención. Otra vez.
—Colin, debo encontrar a David Cox —este le había asegurado que trabajaba para Lloyd’s, la primera compañía aseguradora de Londres. Lo había buscado primero allí, pero al parecer Cox no había trabajado para Lloyd’s durante años. Otra razón para sospechar de él, quienquiera que fuese.
—Cuando este asunto concluya —dijo Gray—, podemos ayudarte con eso.
—El director, los ministros y su red de informantes son un hatajo de idiotas, unos aficionados —añadió Leam frunciendo el ceño—. ¿Por qué piensan que yo podría aliarme con ellos?
—Para asegurarte de que no invitarán a lady Katherine a que les ayude nunca más.
A Leam le dolía el pecho. Sacudió la cabeza.
—Fui realmente un idiota al acudir a ti para que me ayudaras a protegerla. Les dijiste exactamente el modo de tenderme una trampa.
—A mí me gusta tan poco como a ti. Pero me ordenaron hacer lo que debo hacer.
—Respóndeme a esto: si acepto, ¿cómo se me garantizará la protección de ella si yo estoy al otro lado del canal o en el norte?
—Tendrás la promesa del director, del príncipe regente, si ese es tu deseo. Di mi palabra y te prometo que el gobierno se olvidará para siempre de Katherine Savege.
Leam cogió las riendas con las manos heladas. Había hecho una promesa a su hijo. Se había hecho una promesa a sí mismo.
—No tengo corazón para eso, Colin —dijo a su antiguo amigo—. Sería un espía mediocre.
—Nunca has tenido corazón para eso, Leam. Eso es lo que te convierte en el espía perfecto —la cara del vizconde tenía la misma expresión de seguridad y confianza de cinco años atrás, cuando en un encuentro casual en su club, tomando un brandy, había hablado por primera vez con Leam del
Club Falcon
. Una nueva organización secreta, había dicho Gray, con una tarea para la cual Leam parecía especialmente idóneo en aquel momento. Necesitaban a un escocés, y eso le permitiría abandonar Inglaterra. Dejar todo atrás.
Pero ahora no deseaba marcharse. Por primera vez en años, deseaba quedarse, y en compañía de una mujer que no podía tener.
—Debo presentar a mi hermana en sociedad esta primavera.
Era lo último que podría hacer por ella. Si se casaba con un hombre de bien, Fiona podría llevarse a Jamie a su casa cuando Leam tuviera que marcharse fuera. El muchacho no podía quedarse solo en Alvamoor y que la amargura de Isobel le arruinara su juventud.
Levantó la cabeza y se encontró con la mirada de Gray.
—Diles que estoy dispuesto a hacer lo que deseen. Pero si alguien importuna de nuevo a lady Katherine, te haré pagar por ello personalmente, Colin.
—Por supuesto.
Leam giró la cabeza de su montura y se marchó cabalgando.
Kitty esperaba que su madre se levantara. La respetable viuda seguía en la cama. A las once, Kitty se dirigió a la habitación de su madre y llamó a la puerta. Una doncella respondió.
—Aún no ha vuelto hoy, milady.
Kitty mantuvo la calma.
—Vaya, qué extraño. Quizá se quedó en casa de mi hermano la noche pasada. Lord y lady Savege quieren que todos nos mudemos a su nueva casa antes de que nazca el bebé.
—Claro, señora —pero la doncella tampoco se lo creía.
No tendría ni siquiera un día, ni una hora para decidir qué decirle a su madre. A diferencia de su hija, la condesa viuda no se entregaría a un hombre ni se arriesgaría a ser descubierta teniendo relaciones con un caballero sin una promesa de matrimonio. Al parecer, lord Chamberlayne estaba destinado a ser un miembro de la familia. ¿Qué tendría que decir lord Gray acerca de ello? ¿Y cómo ocultaría Kitty eso a su querida madre?
No podría.
Fue a la sala e hizo sonar la campanilla, luego se sentó a su escritorio y sacó una hoja de papel y tinta.
—¿Milady? —dijo el lacayo desde la puerta.
—Si preguntan por mí, esta tarde no estoy en casa, John. Si mi madre llegara a casa, avíseme inmediatamente, por favor.
El criado se inclinó y cerró la puerta.
Se puso a escribir, pero no lo que lord Gray deseaba leer. No podía hacer lo que le pedían. Si buscaban información sobre lord Chamberlayne, deberían buscar a través de otra fuente. No diría nada a su madre, pero tampoco la traicionaría. Y ella no era una espía. Debía dejar eso a otros más cualificados. Si lord Chamberlayne fuera culpable de fomentar la rebelión entre los habitantes de las Tierras Altas, el gobierno lo llevaría ante la justicia con otros métodos. Tenía que creer en eso. Pero la conciencia le remordía, a lo que se le añadía la ansiedad por su madre.
Cuando la tinta se secó, selló la carta y escribió la dirección. Se levantó, las lágrimas le resbalaban por las mejillas, y se dirigió a la ventana.
—John —llamó, y se dirigió al rellano. Pero quien subía la escalera no era el criado. Era Leam.
Él se detuvo. Su mano se aferraba al pasamano de la escalera.
—Has estado llorando.
—¿Qué estás haciendo aquí? ¡Márchate! —no había preparado aquellas palabras, a ella le sorprendieron tanto como a él, que abrió más los ojos.
—Vuelve a entrar en la sala —dijo él, subiendo la escalera.
—Deja de darme órdenes. No tienes ningún derecho.
—¡Sí que lo tengo, maldita sea! —se acercó a ella y la agarró del brazo.
—No, nada de eso. Y deja de insultarme. No eres más que un cretino.
—No te estoy insultando a ti. No exactamente —le arrancó la carta de la mano—. No deberías haber escrito eso.
—Yo no…
—¿Milady? —el criado la observaba desde el vestíbulo de abajo.
—Estoy bien, John. ¿Quién permitió la entrada a lord Blackwood?
—La puerta estaba abierta —dijo bruscamente el conde.
—¿Y entraste tranquilamente sin ser invitado? En realidad «desinvitado»: te dije que no volvieras más por aquí.
—Tus criados deberían recibir unos buenos latigazos por dejarte desprotegida ante los intrusos.
—Nos estamos mudando a una casa al final de la calle, hay mucho movimiento de un lado a otro. De todos modos, pensaba que el señor Grimm se encargaba de los intrusos.
—Entra en la sala —le ordenó nuevamente.
—John, por favor, asegúrate de que la puerta principal esté bien cerrada —dijo ella, amonestando al criado—. No será necesario el té, lord Blackwood se quedará poco tiempo —se soltó de él, entró en la sala y cruzó la habitación, alejándose.
Él cerró la puerta y luego se dirigió a la puerta que lindaba con el salón y también la cerró.
Kitty sacudió la cabeza.
—¿Qué haces? Por favor, no hagas eso, abre la puerta ahora mismo —cuando él se aproximó, ella lo detuvo con la mano—.Detente, no te acerques más.
Pero Leam se acercó, no le permitió mantenerse distante de su cuerpo, su fuerza y su vigor. Él colocó la carta sobre la mesa, con ceño severo.
—¿Qué has escrito? —le preguntó.
—Al final, lo leerás. ¿Por qué no esperas a averiguarlo cuando lord Gray te lo entregue? Mejor mantener las expectativas que no frustrarlas ahora, ¿no te parece? De hecho, esta táctica funcionó muy bien con nosotros en Shropshire.
La sujetó por los hombros, atrayéndola hacia sí, y ella agradeció incluso aquel contacto tan poco amoroso.
Leam la observaba detenidamente; tenía los ojos extrañamente brillantes.
—Kitty, esto no es un juego —dijo.
—¿Cómo puedes decirme esto a mí? ¿A mí?
—No puedo dejar que te hagan daño.
—Eso lo entiendo. Pero por lo menos puedes respirar tranquilo, pues tu enemigo ha elegido amenazarme a mí en lugar de a algún inocente miembro de tu familia. Al fin y al cabo, yo he tenido tratos con un maleante durante años. Soy muy capaz de…
—Me dejas sin aliento —susurró él.
Se quedó aturdida, sintiendo que se derretía. Él parecía beber con sus ojos oscuros los detalles de su rostro. Levantó una mano y rodeó su mejilla. Luego hizo lo mismo con la otra mano. Hundió sus dedos en sus cabellos y la agarró con más fuerza.
—No permitiré que se te acerque nunca más —su voz era dura, destilaba violencia.
—¿Quién…? ¿De quién estamos hablando? De la persona que me disparó, de lord Gray, o…
—Cuando hablas, no oigo nada más. Cuando te mueves, no puedo dejar de mirarte —dijo él bruscamente—. No puedo resistirme a ti —se inclinó y sus labios rozaron la boca de ella.
Kitty tomó aire, estaba temblando.
—¿Pero tú intentas resistirte? —dijo ella a duras penas.
—Sí, pero he fracasado —al abrazarla, sus manos eran cálidas, seguras.
—Dime que antes no conocías las sospechas acerca de lord Chamberlayne, en Shropshire. Dímelo para que pueda creerte. Por favor, Leam.
—Sabía de tu mirada y tu sonrisa, de tus palabras y del roce de tu mano, nada más. Tu mera existencia me cautiva, Kitty Savege. Desde el momento en que te vi por primera vez, tres años atrás. ¿Basta eso para convencerte?
—Quizás…
Él apresó sus labios abiertos. Ella alzó los brazos y permitió que se acercara más, hasta que sus cuerpos se encontraron por completo y el alivio de tocarlo de nuevo la inundó. Las manos de Leam se deslizaron por su espalda, luego por sus glúteos, con fuerza. Ella se permitió tocarlo, deleitarse en las duras facetas de su cara, sus hombros, sus brazos fornidos, sintiendo el placer de hacerlo. Podría perderse en sus besos y desear no ser hallada jamás. Estaba a punto de dejar que eso sucediera.
Ya lo había permitido. Estaba perdida.
Él le acarició con su boca el mentón, luego la zona tierna detrás del oído.
—No he dejado de pensar en ti —dijo—. No ha pasado una sola hora en la que no haya rememorado la música de tu voz, el perfume de tu piel o el placer de estar dentro de ti.
—Te fuiste de Willows Hall tan de repente. Pensaba que me despreciabas por desearte. Y ahora me dices esto. Y me besas. No puedo pensar.
—No me dijiste la verdad, ¿no es cierto? —la boca de Leam se apretaba contra su cabello, su voz era baja—. Fue sólo Poole, ¿no? ¿Por qué querías hacerme creer otra cosa?
Ella cerró con fuerza los ojos.
—Quería que estuvieras seguro de que no soy fértil. ¿Qué importaba si había tenido un amante o cien?
—¿Qué te hizo él, Kitty?
—¿Que me empujó a vengarme de él? Nada —susurró ella—, no hizo nada.
Era ella quien se lo había hecho a sí misma, transformando su dolor en venganza. Ahora lo entendía.
La respiración de Leam era irregular.
—Algo tuvo que hacerte.
—No tienes de qué preocuparte, Leam. No te perseguiré cuando lo nuestro se haya acabado. La ruina de un hombre ya es suficiente para mí en esta vida.
—Kitty, no digas esas cosas. No, por favor —las enormes manos de Leam aferraron sus caderas y se deslizaron por su cintura; estaba al mando de su cuerpo, como si fuera suyo, para hacer con él lo que se le antojara. Le habló pegado a su mejilla—: Yo no quiero que esto se acabe.
—Ahora no, pero…
Su boca encontró la de ella. Kitty hundió los dedos en sus cabellos y dejó que la besara como si aquello no tuviera fin.
Él se separó, volvió a acariciarle la cara, rozando sus labios con el pulgar, tal como había hecho anteriormente.
—Ahora tengo que ir a ocuparme de algo —la mirada de Leam se paseó por su rostro, luego la miró a los ojos—. Prométeme que no harás lo que Gray te ha pedido.
—¿Por qué no?
—Porque no es propio de tu alma enturbiarse con tales engaños. Deja eso para aquellos cuyas almas ya se han mancillado —rozó ligeramente sus labios, con ternura, luego con más fuerza—. Debo irme —susurró pegado a su boca, luego la soltó y retrocedió, respirando hondo.
—¿Volverás? —Kitty se mordió los labios, pero las palabras ya habían escapado de su boca.
Él sonrió.
—¿Entonces se ha levantado la prohibición de mi entrada en esta casa?
Quería hacerle una pregunta. Si él volvía, ¿significaba eso que sus intenciones eran sinceras? Pero en lugar de eso, dijo:
—Quizá deberíamos dejarlo como un interrogante abierto.
Él asintió, hizo una reverencia y se marchó. Esta vez Kitty se deslizó sobre una silla, sus piernas parecían de gelatina, flaqueando, pero sin llorar. Tenía esperanzas.