Se separó de ella, apartándola con brusquedad, mientras las imágenes acudían a su recuerdo. Unos ojos azules suplicantes, el llanto, las lágrimas empapándole la piel, los celos y la rabia desgarrándolo por dentro. El cuerpo desmadejado de su hermano, la sangre sobre la tierra. Una falda sucia por las aguas del río y un deslucido anillo de compromiso.
«
Ni siquiera me quería. No me quería
», dijo para sí Leam.
Se puso en pie, tomó aire y se dio la vuelta. Cinco años y medio de rabia, impotencia y dolor salieron a la luz.
—No —dijo con voz entrecortada, sintiendo un nudo en el estómago y la cabeza que le daba vueltas—. No, Kitty, te lo ruego, por favor, te ruego que me perdones. Por todo. No puedo.
Sin volver la vista atrás, se marchó a toda prisa por el jardín iluminado por la luna.
Sin esperar al alba, Leam recogió sus pertenencias y se escapó de Willows Hall, apartándose de una tentación que superaba su capacidad de resistencia. Espoleó a su caballo y a sus perros, y cabalgó en dirección este y luego hacia el norte. Al norte, hacia Alvamoor, donde su esposa y su hermano lo esperaban sumidos en una paz sepulcral, alejados del tumulto que ellos habían creado en su alma. Al norte, donde, con suerte, también podría darse sepultura a sí mismo en un lugar donde el alma no podía volver a ser tentada.
Leam encontró a sus hermanas en la terraza. La elegante mole de Alvamoor se erguía a su espalda con el esplendor rojo y almenado de sus sillares de arenisca. El parque se extendía en distintos desniveles hasta unos campos de barbecho parduscos y unos pastos de ovejas sumidos en la neblina, limitados por unos muros serpenteantes de piedra. Más allá de los establos, el bosque que había dado el nombre a sus ancestros descendía como una gran sombra oscura por la colina, como burlándose de los parques y del jardín que rodeaba la casa. Aquella mezcla de naturaleza salvaje escocesa y de elegante orden inglés era algo que había echado mucho de menos.
Fiona e Isobel tomaban el té bajo el sol brillante, arropadas con pieles y bufandas. Su hermana menor se levantó de un salto, deslizándose por la terraza como una sílfide graciosa envuelta en muselina a rayas, con una capa roja y rizos oscuros. Se arrojó sobre él y Leam la aupó.
—¡Has venido! —ella lo apretó con sus finos brazos. Él se inclinó para besarla en una mejilla y luego en la otra. Cuando murió su madre, Leam tenía quince años y Fiona era muy pequeña. Ahora, a punto de cumplir los dieciocho, era toda una belleza, alta como Isobel pero esbelta como un junco—. Pensábamos que no volverías jamás.
Él sonrió contemplando sus ojos risueños.
—Yo también empecé a creer que nunca lo haría.
—¿Qué te retuvo?
—Una tormenta de nieve en Shropshire —la asió de la mano y la acompañó de vuelta a la mesa—. ¿Qué hacéis aquí fuera? ¿Acaso no tenéis dentro un lugar caldeado para tomar el té?
—No he podido resistir la tentación de disfrutar del sol. Es la primera vez que sale después de muchas semanas grises. Ahora ya entiendo: la naturaleza sabía que hoy volverías a casa —la sonrisa iluminaba el rostro de la chica.
—¿Qué hacías en Shropshire? —preguntó Isobel sin levantarse ni tenderle la mano.
A diferencia de Fiona y de su hermano Gavin, en esos cinco años ella no le había perdonado. Aunque ninguno de ellos había hablado nunca del tema, Leam suponía que Gavin lo entendía; Fiona, por su parte, nunca había sentido un gran apego por James. De pequeña, había convertido a Leam en su favorito, y su personalidad estaba impregnada de lealtad; tal como Leam había hecho creer a la sociedad respecto de su esposa durante años. Sin embargo, el afecto inquebrantable de Fiona era sincero.
Ella le apretó la mano y se le colgó del brazo.
—Sí, cuéntanos. Quiero saber todo lo que has hecho desde que te vimos en las pasadas Navidades. ¡Oh! ¡Qué lástima que este año te las perdieras! Jamie y yo hicimos una croque-en-bouche.
—¿Se supone que yo debería saber qué es eso?
—Una torre francesa de profiteroles de crema. ¡Bobo! —Fiona le pellizcó el brazo—. Leí sobre ese pastel en una revista de moda de París y pensé que en tus viajes por el mundo tenías que haberlo comido en alguna ocasión. Así que lo hicimos para ti. Se aguantó en pie durante casi una hora, hasta que Mary lo acercó demasiado a la chimenea y el azúcar se fundió. De todos modos, los profiteroles estaban muy buenos, aunque, claro, quedaron un poco pegajosos.
—Claro.
—Todavía no nos has contado qué te llevó a Shropshire, hermanito —Isobel tenía la piel pálida, las mejillas demasiado hundidas y llevaba un peinado muy austero. Había llegado a eso por propia voluntad, y él no se lo había impedido.
—Yale me pidió que lo acompañara a la casa de unos conocidos adonde él no quería llegar solo.
A Fiona le brillaron los ojos.
—Ojalá lo hubieses traído contigo en vez de ir allí.
—Seguro que te hubiera gustado —Leam sacudió la cabeza—. ¿Qué voy a hacer contigo cuando te permita entrar en sociedad esta primavera?
—¿Lo harás, Leam? —por un instante los ojos de Fiona se iluminaron, pero al poco adoptó una expresión compungida—. Pero no tendré a nadie para acompañarme. Isa, como no está casada, no puede.
—Lo haré yo —tomó aire lentamente—. Tengo intención de quedarme en Alvamoor de forma permanente.
Ella le agarró el brazo con fuerza.
—¿En serio? —la esperanza le brillaba en los ojos.
—Vas a cumplir dieciocho años —por mucho que quisiera mantenerse recluido en su casa, llegaría la primavera y tendría la obligación de acompañarla por la campiña en torno a Edimburgo y presentarla a las madres de posibles candidatos. Su hermano Gavin aún era muy joven para encargarse de ello; sólo tenía veinticinco años, la edad de Leam cuando conoció a miss Cornelia Cobb en el salón de actos.
—Tendré dieciocho años y tú me acompañarás a las fiestas y tal vez incluso a algún baile —lo abrazó de nuevo.
—No si para entonces todavía no has aprendido a comportarte un poco —murmuró Isobel.
Fiona lo soltó y contuvo la risa.
—Me comportaré, Leam. Lo prometo —era todo sonrisas—. ¿Has visto a Jamie?
—Acabo de llegar.
—Está con su tutor, pero iré corriendo a buscarlo.
—No. Disfruta del té mientras haya sol. Iré yo, pero me preocupa que os constipéis si permanecéis aquí fuera mucho rato.
Fiona sacudió la cabeza con una sonrisa; Isobel, en cambio, le dirigió una mirada imperturbable:
—Con las pocas veces que estás por aquí es de suponer que no te importa mucho qué hacemos en tu casa.
—También es tu casa, Isobel. Tanto tiempo como quieras.
Isobel frunció el ceño y Fiona hizo un gesto nervioso. Leam dirigió una sonrisa a su hermana pequeña y entró en la casa.
Al atravesar el recibidor percibió el olor a lirios como un puñetazo en el vientre. Había un ramo de flores decorando una mesa. Se acercó allí a grandes zancadas y sacó el ramillete del jarrón. Se dio la vuelta y vio a un criado.
—Retira eso —se lo endosó a un muchacho a quien no supo reconocer—. ¿Tú quién eres?
—Es el chico nuevo —dijo el ama de llaves de Leam, un ejemplo de eficiencia, apresurándose hacia el recibidor—. Vino el mes pasado —hizo salir al criado e hizo una reverencia a Leam.
—Bienvenido a casa, milord.
—Hola, señora Phillips. ¿Cómo está usted?
—Bien, señor. Pensé que tal vez usted querría que retirara los efectos personales de milady para poder disponer de ese dormitorio de invitados y demás. Sobre todo ahora que va a quedarse.
—Al parecer, las noticias vuelan —él asintió—. Sí. Yo mismo me encargaré del dormitorio de lady Blackwood.
Se dirigió entonces hacia la escalera, disgustado por el olor penetrante de los lirios en la nariz. El día del funeral de James la iglesia había estado embebida de esa fragancia. Dos meses más tarde, cuando Leam enterró a Cornelia, desgarrado entre el dolor y el alivio, de nuevo había percibido ese olor. Al cabo de unas semanas, tras aquel segundo funeral, se había unido al club de Colin Gray y poco después había conocido en Calcuta a Wyn Yale.
Había huido, había cambiado de vida, pero él no había cambiado.
Imaginar a Kitty con otros hombres era suficiente para hacerle perder la cabeza. Sin embargo, aún era peor verse entregándole el corazón y ella rechazándolo. Seguía siendo el mismo loco apasionado, incapaz de controlar la intensidad de sus sentimientos cuando les permitía aflorar; unas emociones que conducían sin remedio a la violencia contra sus seres queridos, como antes ya había ocurrido. La quemazón que sentía en su interior nunca se extinguiría por completo, y en especial si había sido inspirada por una mujer como Kitty Savege.
Cinco años rehuyendo su propio hogar no lo habían cambiado en absoluto. Pero, al menos, había aprendido a huir. Al recordar la cara de asombro de Kitty bajo los árboles nevados, supo que era todo un maestro en eso.
Se detuvo junto al rellano y alzó la mirada hacia el retrato sonriente de su esposa. Como siempre, se quedó sin aliento. Su belleza rubia resultaba asombrosa incluso en el lienzo. Mas eso ya no lo afectaba. Durante los últimos cinco años, cada vez que regresaba a casa y veía aquel cuadro, no sentía más que remordimientos.
Había encargado esa obra durante el primer mes de matrimonio. Ella había posado para Ramsay, el pintor más caro que Leam pudo encontrar, lo mejor para su novia perfecta, ese alguien incomparable de origen nada destacable y cuyos padres, sin embargo, no habían visto con buenos ojos su boda con un escocés, aunque fuera noble. Por su origen inferior, no habían tenido los medios para presentar de forma adecuada a su hija en sociedad, aunque, en cambio, la habían enviado a visitar a una amiga escocesa de la escuela, durante su primera temporada en Edimburgo. Pese a todo, su esnobismo y reticencia de ingleses respecto a él, un escocés, eran profundas.
Pero Cornelia insistió. Lloró, vertió lágrimas desesperadas y suplicó que la dejaran casarse con él porque ella, simplemente, era incapaz de vivir sin él. Al final, accedieron.
Contempló el retrato. Mientras posaba para Ramsay, ella dirigía a Leam justamente esa sonrisa, con sus brillantes ojos azules y su mentón con hoyuelos. Él se había pasado todos esos largos días mirando, pegado a su silla cada minuto, como un idiota enamorado, sin saber que en el vientre de ella crecía el hijo de su hermano. Antes de que Leam la conociera, su hermano James se había negado a casarse con ella porque tenía el corazón roto.
—Madre era muy bella.
La voz a su lado era firme y joven. Bajó la vista y dio con la mirada grave de su sobrino. Con casi seis años, seguía pareciéndose más a James que a Cornelia. Por eso, se dijo Leam, también se parecía a él. Era un Blackwood.
Volvió de nuevo su atención al retrato.
—En efecto, lo era —hermosa, egoísta y manipuladora. Sin embargo, no sintió la antigua rabia que antes siempre le sobrevenía. Tenía remordimientos por lo que les había hecho cuando descubrió su secreto, pero no se sentía furioso por lo que ellos le habían hecho.
Inspiró lentamente, comprobando esa sensación. Persistía. ¿Cuándo había desaparecido la rabia?
—Bienvenido a casa, padre —Jamie le tendió la mano. El muchacho era de complexión robusta y apretó con firmeza la mano.
—Parece que has crecido unos diez centímetros desde las últimas Navidades.
—No, padre. Sólo han sido cinco centímetros y medio. La señora Phillips me midió la semana pasada.
—¿De veras? Bueno, en tal caso, la señora Phillips tiene que estar en lo cierto. Me atrevería a decir que ella nunca se equivoca.
—Se equivocó cuando dijo que vendrías a casa para Navidad —hablaba muy serio, como si después de dar vueltas a este asunto, al fin hubiera aceptado aquel hecho equivocado.
Leam se agachó para ponerse a la misma altura que el niño y mirarlo a los ojos.
—Siento no haber podido llegar a tiempo para las Navidades. ¿Me perdonas?
—Sí, padre —los ojos negros del pequeño reflejaban demasiada seriedad para ser alguien tan joven—. ¿Te retrasaste por negocios? Tía Fiona dice que la mayor parte del tiempo estás muy ocupado con los negocios y que, por eso, no puedes quedarte mucho tiempo.
—Esta vez mi intención es quedarme, Jamie. ¿Te gustaría?
El muchacho abrió los ojos con sorpresa y tragó saliva.
—Sí, señor. Eso sería la cosa que más me gustaría.
Leam asintió, sintiendo en su pecho una inquietud que no remitía. Pese a todo, amaba a ese chico, el hijo de su hermano. Había permanecido ausente demasiado tiempo.
—Muy bien. Entonces, ya está decidido —se incorporó—. Seguro que cuando me has encontrado ibas a algún sitio.
—El señor Wadsmere dice que me leerá algo sobre Hércules si termino la caligrafía antes de la cena.
—¿Conque Hércules, eh? Entonces, será mejor que no te retrases y termines la tarea —posó la mano sobre el hombro del chico—. ¿Puedo acompañarte y mirar cómo lo haces? Hubo un tiempo en que yo era algo así como un maestro en caligrafía, pero creo que tengo ese asunto un poco oxidado. Tal vez tú me podrías refrescar la memoria.
La boca del muchacho dibujó un amago de sonrisa.
—No creo que eso sea verdad. Pero tía Isobel dice que a menudo los caballeros explican cuentos para que los demás hagan lo que ellos quieren. Pero a mí no me importa. Puedes venir conmigo, incluso si dices la verdad —la sonrisa fue completa. Subió la escalera y Leam lo siguió, sintiendo una opresión en la garganta.
Al cabo de tres semanas de haber regresado a su casa entró por fin en las estancias de Cornelia para ordenar sus pertenencias. No había polvo en su habitación, ni en el vestidor. Ninguna criada escocesa supersticiosa habría limpiado durante cinco años y medio por voluntad propia los objetos de una mujer muerta, pero el ama de llaves, la señora Phillips, era implacable.
El lugar seguía irradiando la coquetería femenina de Cornelia; era todo de color melocotón y rosa a fin de resaltar sus encantos de color marfil y dorado. Sobre el tocador había tres frascos de perfume sobre una bandeja de plata y un juego de peine y cepillo de plata. Rozó con las yemas de los dedos el mango del cepillo, a un centímetro apenas de donde un único mechón de color dorado estaba adherido a las cerdas.
Contuvo el aliento. Hacía años que el corazón ya no se le aceleraba al pensar en ella, tan sólo se limitaba a latirle lentamente por lo que él le había hecho. Por lo que le había hecho hacerse a sí misma.