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Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

Cuando un hombre se enamora (20 page)

BOOK: Cuando un hombre se enamora
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—Lady Katherine —dijo él carraspeando—, ¿puede dedicarme un momento antes de la tarde? —le señaló la capa que llevaba en el brazo. Ella se levantó y fue hacia él, que le puso la capa sobre los hombros. El roce de sus dedos mientras le sujetaba el cuello fue directamente a la ingle de Leam.

—¿A solas?

Él asintió.

La francesa miraba sin disimular. Leam le indicó a Kitty que saliera afuera, por delante de él. Empujó la pesada puerta para cerrarla y la siguió por el ángulo soleado que cruzaba el porche bajo la azotea, donde un millón de latidos antes había tenido su primer contacto con ella y había descubierto sus ojos grises. Los carámbanos formaban una cortina sobre su cabeza y ella levantó la cara para mirarlo.

—¿Has decidido explicarme la verdad al fin? —dijo sin preámbulos y todas sus suaves curvas convergieron con su mente inteligente. Él observó su preciosa cara, era tan bonita que los ángeles podrían haberla esculpido en un trozo de cielo.

—No.

—Pensaba que mi posición al respecto había quedado clara ayer por la tarde, milord. Me dirás la verdad sobre el disparo, sobre la poesía y todo lo demás, o no sabrás nada más de mí.

Él no pudo responderle.

—Bien, por lo tanto… —ella se puso tensa—. No puedo imaginarme qué es lo que debes decirme que necesite tanta privacidad.

La ira se apoderó de él. Ella había insistido en que no era una colegiala. Su tacto en la oscuridad de la noche lo había probado. Pero, por Dios, ella se había entregado a cualquier otro sinvergüenza antes que a él. Por lo menos a uno que Leam ya conocía.

—Muchacha —él se le acercó. No había otra forma de decir algo así—. Si esperases un niño, me ocuparía de ti. Sólo tienes que decírmelo —le dijo en escocés.

A juzgar por el intenso brillo de sus ojos, parecía que quizás había escogido la forma más equivocada de decirlo.

—Es muy galante de tu parte, milord, diría que me debo sentir consolada. Pero no tienes nada por lo que preocuparte —se dirigió hacia la puerta rozándole al pasar. Él la cogió con cuidado del brazo sano. Ella se detuvo. Su boca voluptuosa se mantuvo distante, pero sus ojos no podían ocultar su emoción. Él ahora sabía que ella no revelaría esa debilidad. Leam sintió un cosquilleo en el estómago. Quizá ya no era la muchacha que él había imaginado.

—No tenía intención de insultarte, muchacha.

—No puedo entender qué idea tienes de lo que yo pienso.

A él le costó tragar saliva. Ella no tenía ni idea de cómo un hombre podía ser cautivado por una mirada, una vulnerabilidad encubierta por una lucidez sofisticada. Que deseara ponerse de rodillas y declararse a ella.

Él abrió la boca para responderle. Pero ella habló antes.

—No puedo engendrar niños —evitó su mirada volviéndose hacia la capa blanca de nieve—. No puedo, aunque he sido tonta y descuidada. En realidad, muy tonta —parecía sumamente preocupada por eso. Leam se sintió tan mal como hacía cinco años, cuando estuvo perdido en Bengala, con una bala de plomo en el hombro y con fiebre por el calor de la selva.

—Ya veo —respondió.

—Sí. Ahora lo sabes. Tan claramente que no deberás preocuparte por nada —ella dio un paso para irse, pero él la sostuvo con firmeza.

—No me preocupo —ella se quedó petrificada. Le empezó a doler el estómago. Pero ahora, mucho más, porque él no necesitaba preocuparse y se dio cuenta de que quizás él lo deseaba.

Ella sólo lo miraba extrañada, como si él hubiera dicho algo fuera de lugar, pero no tan grave.

Esta vez apartó el brazo con firmeza, con control y compostura, y con indolencia. El hermano de Leam, James, había perfeccionado esta desenvoltura y no era mayor que esta mujer.

Él vio cómo se marchaba. No podía seguirla. Había conseguido una tregua que no se merecía.

Él frunció el entrecejo. Así eran los tontos inmaduros.

Pero deseaba tocarla. Deseaba su cuerpo, su boca, ansiaba meter la lengua en ella hasta hacerla gemir. No tenía bastante de ella. Deseaba más. Quería recitarle la maldita poesía en sus seis idiomas. La quería tan desesperadamente que no podía disfrutar de las palabras, de sus reacciones, de su mirada húmeda.

Al parecer, ella se había deshecho de Poole sin miramientos. Quizá de otro hombre también. Ella decía que había sido imprudente.

Un repiqueteo en el hombro sacó a Leam de su aturdimiento. Unas gotitas de agua formaban un charco en su capote y cada vez caían más rápido. El deshielo había comenzado. Él tenía los puños cerrados.

¿Dónde estaba aquel servicial galés cuando se le necesitaba?

—¡He trazado un plan d’attaque! —anunció madame Roche en voz muy alta con un perfumado pañuelo floreado de puntillas. Sentada en el sofá con su teatral pose, toda en blanco y negro, con las mejillas y los labios rojos. Rondaba los cincuenta, era una mujer bonita, viuda de cuatro maridos.

Lord Blackwood entró desde la parte trasera del vestíbulo. Kitty habló tratando de no caer en la tentación de mirarlo.

—¿Un plan de ataque para que podamos volver a ponernos en camino pronto, madame? —preguntó sin coger su taza de té. No confiaba en la estabilidad de sus manos y en todo caso el té se enfriaría mientras él la pedía en matrimonio si fuera necesario y ella prodigaría en voz alta su secreto por primera vez. El secreto que sólo Lambert Poole conocía. Cuando supo que era estéril, aún muy enfadada y vengativa, lo agradeció; así, ningún embarazo inconveniente la apartaría de la sociedad. Y ella podría continuar obteniendo información sobre él sin inquietarse.

En aquel momento le había parecido ideal, porque entonces ignoraba el dolor interno que le explicaba lo muy equivocada que estaba. Ahora se sentía asqueada por la mujer que había sido.

—¡Oh, no, no, lady Katrine! Los caballeros harán eso mañana por la mañana, ¿no es así, señores?

El conde asintió.

—Será un gran placer —dijo Yale.

—Son tan amables estos caballeros. ¡Y muy guapos! Por eso he trazado mon plan.

—Clarice —intervino Emily apartando el libro que estaba leyendo—, ¿de qué demonios estás hablando?

—Sólo de esto: iremos todos juntos a Willows Hall, donde su señoría y monsieur Yale te cortejarán diligentemente, haciéndote la corte con descaro, con bonitas palabras y gestos hasta que tus padres desistan de los planes inconcebibles de casarte con le gros canard, Warts More —madame cruzó los brazos encima de su pecho, muy satisfecha.

El señor Yale palideció.

—¿El señor Worthmore es en verdad un pato gordo? —preguntó Emily sin pestañear.

—Mais oui! Todos los hombres que te triplican la edad y quieren casarse contigo, ma petite, son unos patos gordos. Y él es… ¿cómo se dice? ¡Un dandi! Con el cuello hasta aquí arriba —se sacudió la barbilla con los dedos—. ¿Qué les parece mi plan?

—Conmigo no cuentes —dijo Emily volviendo a concentrarse en su libro—. Toda la sociedad sabe que lord Blackwood nunca se volverá a casar por la trágica pérdida de su joven esposa tras nacer su hijo, y al señor Yale yo no le gusto.

—Es usted demasiado modesta, señora —la voz de Yale sonó sincera.

—Y a mí él no me gusta.

—De todas formas, ahora carezco de fondos para casarme.

—No importa. Mi dote es realmente espléndida. Mis padres quieren darme una estabilidad.

—¡No, no, señor! Ma petite! —madame Roche levantó el dedo índice y dio dos golpes sobre la mesa con un chasquido de la uña—. Nadie va a casarse. Tan sólo será, ¿cómo se dice?, una simulación.

—¿Para hacer una pantomima, Clarice?

—Oui. Una pantomima. Tus padres enviarán lejos a le gros canard y tú y yo, Emily, regresaremos a Londres, donde podrás escoger entre todos los caballeros que te admiran.

—Mis padres son bastante vanidosos —dijo Emily dejando el libro—, y admiran a la gente que tiene grandes carruajes y ropas de valor. ¿Qué tienen ustedes? Ellos no tendrían en cuenta a un pretendiente que careciera de posesiones o de una finca importante, o al menos unos ingresos holgados. Lord Blackwood es bastante rico pero el señor Yale no tiene dinero.

—Yo dije, «por ahora».

—Bien, entonces ¿está dispuesto a pretenderme o no? —Emily lo miró frunciendo el ceño.

Él enarcó las cejas.

Kitty sentía náuseas. El conde parecía estudiar los tablones del suelo. La idea del matrimonio con él no le había desagradado. La había embriagado falsamente y, algo más alarmante, le había resultado placentera. ¿Le habría ofrecido lo mismo a cada mujer con la que había hecho el amor desde la muerte de su esposa, a pesar de la promesa de no casarse? ¿También les habría recitado poesía?

Kitty volvió a sentir una sensación de mareo mucho más intensa, ahora le ascendía desde el pecho.

—Entonces, todos de acuerdo. Monsieur Yale y monseigneur Blackwood serán les galants extraordinaires —la francesa dio unas palmadas—. ¡Cómo nos vamos a divertir!

El señor Yale se recostó, cerró los ojos y se presionó el tabique de la nariz con dos dedos.

—Si lo hace —le dijo Emily—, es posible que le tenga en más alta consideración. Sería un gesto desinteresado y demostraría que no sólo se mueve por vanidad.

—Soy todo gratitud, milady —él entreabrió un ojo.

—Usted es un narcisista empedernido —dijo Emily, pero su voz carecía de su convicción habitual—. Sin embargo, aun así, apreciaré su ayuda. Y la de lord Blackwood —en ese momento sonaba tan joven como insegura, Kitty nunca le había oído hablar así.

—No permitiremos que te obliguen a un matrimonio inaceptable, Marie —dijo Kitty tomando las manos de su amiga entre las suyas—. Haremos todo lo que esté en nuestras manos, ¿verdad, caballeros?

Yale asintió desde su silla:

—A sus pies, lady Katherine.

Ella se llenó de coraje y cruzó una mirada con el conde. Luego se apoyó en la repisa de la chimenea, con los ojos penetrantes.

Un torbellino de aire frío atravesó el salón, avivando las llamas de la chimenea. El señor Pen entró dando fuertes pisadas en la estancia; su ruda cara papuda estaba helada.

—El camino ya es transitable, señorita. Hace un cuarto de hora que ha pasado un carruaje de seis caballos. El cochero decía que el camino está bien para llegar hasta Oswestry.

—¿Oswestry? ¿Tan lejos? —la voz de Emily todavía no se había recuperado.

—El deshielo está yendo bastante rápido. Sería mejor que partiésemos ahora antes de que se formen charcos en la calzada. Iré yo mismo a desenganchar los animales para que podamos llegar a Willows Hall esta noche —volvió a marcharse dando fuertes pisadas.

—Bon —una sonrisa apareció en el rostro de madame Roche—.¡Entonces ahora comenzará el plan del cortejo! Los guapos caballeros se enamorarán de ma petite ante los ojos de sus padres y todo irá bien.

—Bueno, supongo que debemos preparar nuestro equipaje —dijo Emily mientras soltaba las manos de Kitty y se dirigía a la escalera para cumplir con su objetivo.

Kitty la siguió imaginando que el conde la miraba y deseando no verse obligada a verle flirtear con otra mujer, aunque fuera su amiga y todo fuera un montaje.

Especialmente un montaje.

Sus idílicas Navidades se habían acabado. Su fantasía de escapar había terminado sin nadie más herido que ella misma.

Capítulo 13

Willows Hall se erguía en lo alto de una suave colina, a menos de ocho kilómetros de la ciudad y del castillo de Shrewsbury, y a sólo tres de la pequeña posada en la que Kitty había pasado las Navidades haciendo el amor con un escocés exasperante. Aquel sólido edificio de piedra gris, con un único gablete estilo Tudor sobre la entrada y un pórtico bien proporcionado de columnas y barandillas de piedra caliza, resultaba demasiado sencillo para ser de los padres de Emily, tan pendientes siempre de estar a la moda.

El carruaje recorrió al camino circular de acceso. El parque se extendía por la cuesta entre bosquecillos de robles y sauces. Hacia el sur de la mansión se extendía un jardín escalonado, cubierto de nieve, sólo perceptible por la presencia de una fuente y una colección de esculturas que asomaban de los ventisqueros. A lo lejos, el amplio lecho del Severn refulgía en su lento recorrido hacia el sudeste.

Mientras Pen las ayudaba a descender del carruaje y los caballeros descabalgaban, seis chiquillas, vestidas todas con faldas y delantales vaporosos, y por orden de mayor a menor en estatura y edad, salieron en estampida de la casa, resbalando por la nieve medio derretida de los escalones entre exclamaciones de regocijo. Todas menos una tenían el pelo rizado y de un encantador tono dorado pálido, igual que Emily; la sexta chica, en cambio, que parecía la mayor, lo tenía del color del fuego.

—¡Hermanita!

—¡Emily!

—¡Estás en casa!

—¡Reesey!

—¡Hurra!

—¡Oh, madame!

Empezaron a dar vueltas en torno a Emily y a su compañera, asiéndolas por la cintura y las piernas, en un amasijo blanco y dorado, de brazos y sonrisas.

—¡Esos juegos de enaguas! —murmuró Yale a espaldas de lord Blackwood.

—¡Contrólate, chaval!

—Me atrevo a decir que especialmente con esa pelirroja.

—Muy especialmente.

Kitty, irritada, se alejó para no oír la voz inconfundible del conde. Hablaba a su amigo como si fuera inglés. Eso debería enfurecerla. Sin embargo, se sentía simplemente dolida. Esta vez, su habilidad para escuchar lo que no debía le hacía un flaco favor.

Los padres de Emily aparecieron en lo alto de la escalera. Formaban una pareja elegante. Lord Vale tenía unos diez años más que su joven esposa; aunque, sin duda, en otros tiempos había tenido una complexión atlética, ahora se había deteriorado; vestía de punta en blanco, con el cuello hasta las orejas, una chaquetilla con chaleco y grandes botones dorados. Tras hacer una reverencia, cedió el paso a su esposa. Lady Vale extendió sus manos diminutas, cubiertas de encaje italiano con incrustaciones de pedrería, y tomó las de Kitty.

—Queridísima lady Katherine, ¡cómo nos alegramos de su visita!

Kitty, hundida por un momento en una nube de rizos pálidos, organza y olor a lirios, dejó que su anfitriona la besara en la mejilla.

—¡Tienen ustedes una casa preciosa! ¿Disfruta usted con la nieve?

—La verdad: es bastante molesto. Pero lord Vale se preocupa para que me sienta feliz.

En general, a Kitty la madre de Emily le parecía una mujer de pocas luces, juicio escaso y pobre conversación. Al parecer, su única habilidad era adorar a su adorable marido. Sin embargo, parecían estar tan enamorados el uno del otro como de sus hijas, que eran su vivo retrato, por lo que ella los admiraba. Eran personas honradas.

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