Lady Emily y la señora Milch aparecieron en la puerta de la posada.
—Vayan adentro —les gritó Leam.
Ellas se retiraron y la puerta se cerró.
Yale apareció de entre los edificios de alrededor, se movía rápido y Hermes lo seguía de cerca.
—Alguien ha huido en una barcaza al otro lado del dique de los castores, pero no sé si será el que disparó —dijo mientras se acercaba—. Bella está rastreando la orilla. Iré a caballo.
—No —él se puso al lado del galés y el lebrel para entrar y cerró de golpe la puerta—. No conocemos el terreno.
—Tampoco sabemos si está solo —añadió Yale guardándose la pistola en el bolsillo del abrigo—. Machácalo y cuélgalo, Leam.
—¡Yale! —Leam se acercó a Kitty. Tenía las piernas recogidas, como la había dejado—. Perdón, mi amigo a veces es un imprudente.
—He oído cómo te enfadabas, milord. Él también puede hacerlo —ella lo miró inmóvil mientras él se agachaba a su lado y le apartaba la manta. El pañuelo había absorbido parte de la sangre del vestido pero sólo un poco de sangre fresca lo había traspasado. La herida era tan sólo un corte. El pistolero no tenía la intención de darle a ella y quizá se había arrepentido en el último momento. Pero el nudo en el estómago de Leam no se desharía.
—Necesitaremos ver bien la herida, muchacha. Y tú lo puedes soportar todo, yo…
—Milord, me he dado cuenta de que a ti y a Yale no os ha sorprendido mucho el que alguien me haya disparado hace un momento —su voz sonó temblorosa.
—Nada, en absoluto.
—Señor, ya hemos hablado de tonterías. Por favor, recuérdalo.
—Vosotros dos tenéis conversaciones interesantes —dijo Yale.
Leam lo fulminó con la mirada. Luego miró hacia atrás a aquella hermosa dama sentada en una bala de paja por su culpa.
—Milady.
—¿Me vas a decir ahora qué es lo que está pasando aquí? O…
—¿O qué? —su genio se iba avivando—. ¿Irás a todo correr tras el pistolero y se lo preguntarás a él?
—Algunas mujeres tienen más cabello que cerebro —murmuró Yale.
—Te agradeceré que te mantengas al margen de esto, palurdo. Si insultas a la dama otra vez, te zurraré.
—¿Dos veces en una semana? Me halagas con tus atenciones, viejo amigo.
—Lo haré cuando haya terminado con esto.
—Yo diría que ya has terminado —la voz de ella era cortante, pero la tensión se notaba en sus carnosos labios y en sus preciosos ojos.
—Muchacha, voy a llevarte hasta la posada. Te agradecería que no protestases.
—¿Importa si lo hago?
—Sí.
Ella le dejó que la cogiese, se acurrucó en su pecho y le rodeó el cuello con su brazo. Pero apartó la cara. Él podía olerla, sentirla y desearla, y ahora se estaba enfadando consigo mismo por su imprudencia. Bella apareció y Yale cruzó deprisa el patio mientras los perros buscaban por los edificios cercanos. Leam esperó en la entrada hasta que el galés llamó, con una mano en el arma que tenía en el bolsillo. La puerta se abrió. Leam la cruzó.
Los otros caminaban por el vestíbulo.
—¡Gracias a Dios!
—Kitty. ¡Santo cielo! ¿Ella está bien?
—Sí, señorita, sólo fue un rasguño —Leam la depositó en el sofá.
—Alguien me ha disparado, Marie —dijo Kitty con tranquilidad—. Ten cuidado cuando hoy pasees por el patio.
—¡Te han disparado! La señora Milch me lo dijo, pero yo no podía creerlo. Oh, Kitty. ¿Por qué demonios querría alguien atacarte? ¿Y quién?
—No lo sé. Pero quizá yo no era su objetivo.
La mujer del posadero trajo una manta y lady Emily la arropó.
—Milch —dijo Yale—, su señoría necesita agua hirviendo, tijeras afiladas, vendas y bálsamo si usted tiene alguno.
—Yo tengo alguno en mi neceser —dijo Leam.
Yale se dirigió a las escaleras.
—¿Lord Blackwood lleva un bálsamo para las heridas en su equipaje? ¿Y por qué motivo?
—Yo diría que su peligrosa vida le hace tener a menudo rasguños —ahora las mejillas de Kitty estaban grises. Milch parecía haber ido a buscar provisiones. Leam se inclinó y apiló los troncos en la chimenea.
—Milord, es mejor que los caballeros no hagan esas cosas —dijo la señora Milch con voz entrecortada. Al parecer, no había habido muchos disparos en ese pequeño pueblo de Shropshire.
—Señora, a milady ahora le vendría bien una taza de té y unas galletas —dijo Leam.
—De acuerdo, milord.
—Kitty —dijo lady Emily sacudiendo la cabeza—. Me temo que no sé nada sobre cómo tratar las heridas. Pero tampoco sé si la señora Milch sería más útil, ya que se desmayó cuando te vio en la nieve. La tuve que reanimar con sales aromáticas.
—¿No son demasiadas sensiblerías para la clase trabajadora? —preguntó Yale con ironía, trayendo el bálsamo—. Pero no hay que preocuparse, Blackwood es un hacha haciendo vendajes.
—Señor —intervino Cox con formalidad—. No creo que eso sea del todo adecuado. Lady Katherine debería ser trasladada a su habitación y ser atendida por las mujeres.
Yale esbozó una sonrisa burlona.
—Estoy segura de que no hay ninguna razón para hacerlo, señor Cox —dijo lady Emily—. Si lord Blackwood es quien mejor puede hacer esa tarea, ciertas formalidades insignificantes no deben permitir que lady Katherine corra ningún peligro.
—Ella no corre peligro, señorita —agregó Leam, poniéndose en cuclillas al lado de Kitty. No, con él sentado a su lado eso no ocurriría.
—Tan sólo estoy muy incómoda —dijo Kitty reclinándose sobre él y añadió en voz baja—: ¿Me dolerá?
—No más que un pequeño pellizco.
—Entonces ¿por qué no te creo? —ella le miró los hombros y luego le acarició el pecho con su mirada.
—Yo aún sostengo que esto no es correcto —añadió Cox, ahora con un tono más enérgico—. Tampoco lo es que un caballero esté jugando a hacer de niñera ni que una dama esté expuesta al público.
—Señor, ¿le apetece una taza de té? —la señora Milch le señalaba el comedor.
—Así es, Cox —murmuró Yale—. Váyase y la exposición será mucho menos pública. Lady Marie Antoine, ¿una taza de té?
—Uno de los perros ha alcanzado las galletas y se las ha comido todas.
—Entonces, señora, usted deberá volver a demostrar su habilidad para hacer dulces.
—Señor, sus falsos halagos no podrán mejorar la opinión que tengo sobre usted.
—Pero es cierto, el pan estaba muy bueno —replicó Yale. Ambos se acercaron a la mesa. Lady Emily miraba hacia atrás preocupada.
—Tengo que cortar la manga —dijo Leam en voz baja.
—¿Entonces te vas a quedar con una parte, en vez de todo el vestido? —preguntó Kitty con los ojos brillantes.
—Déjame ver —contestó Leam sonriente y puso las tijeras en la tela.
—Me temo que lo has planeado todo —ella lo miraba mientras él cortaba—. Al final, no soportabas tener que renunciar a este vestido. Pero ahora sólo tendrás un trozo. Un trozo roto.
Sonriendo, Leam le levantó el brazo con cuidado y sacó la maltrecha manga. Le puso la manta alrededor de su mano. Ella tenía una piel bonita, pálida y suave como un amanecer invernal en Lodainn. Quería tocar cada centímetro de esa piel, besar cada sedosa concavidad y cada curva.
—Sí, pero este trozo de tela guarda el tesoro de una dama de sangre azul.
—Si me recitas poesía ahora, milord, volveré a gritar.
—Tú me inspiras, Kitty Savege —y así era. Hasta la médula de sus huesos—. Supongo que esto te debe doler. Aunque parece una herida superficial es muy dolorosa.
Kitty apretaba los labios mientras miraba la herida.
—No mires —le pidió él.
—No me desmayaré. No soy una posadera de Shropshire.
Él la miró con sus oscuros ojos y, como siempre, Kitty no pudo apartar la mirada.
—No. Tú eres una dama —con el máximo cuidado le aplicó unos toques de bálsamo directamente sobre la herida.
Ella no debía sorprenderse. Él le asombraba a cada instante.
—Lord Blackwood, ¿dónde aprendiste a hacer vendajes?
—En la India, lady Katherine.
—Admirable —respondió, para ocultar la satisfacción que él le brindaba en cada pequeño detalle, lo que le parecía tan natural como respirar. Y tan imprudente como respirar fuego—. ¿Tuviste algún ayudante para hacer tantas cosas a la vez?
—Pasé once años, muchacha. Y no tuve a nadie.
Su hermano y su mujer habían fallecido en una década. Pero tenía a su hijo. Por supuesto, algunos hombres se preocupan poco por sus hijos, como el propio padre de Kitty.
Él cogió un trozo de lino limpio para vendarle el brazo, mientras le rozaba el pecho con una mano como si nada. Y como si no se diera cuenta de que Kitty estaba completamente despierta.
Sus manos se detuvieron.
—Entonces ¿has terminado?
—Sí. Ahora te encontrarás mejor —le cubrió el brazo con la manta, se puso de pie y se apartó.
Pero ella no se encontraría mejor. Él la desconcertaba, la mantenía entre el placer y la frustración.
Kitty no entendía a Leam Blackwood. Un hombre le había disparado, al parecer intentando dispararle a él. El conde no le explicaría la verdad sobre la poesía ni sobre el pistolero, ni nada de eso. Superficialmente, parecía el hombre más simple, de buen carácter y algo indolente, siempre pendiente de sus enormes perros. Pero ella temía que ocultara algo muy importante tras su rudo acento y sus oscuros y penetrantes ojos.
Se sentía enfadada y herida, enamorada y confundida. El hombre que le causaba todo aquello parecía completamente incorregible. Al final, lo que quedaría de su sueño en una posada perdida de Shropshire no parecía prometer mucho.
A la mañana siguiente, temprano, después de una noche agitada en la que le dolieron terriblemente el brazo y otra parte más interna, la estancia de Kitty en la posada de pronto se acortó.
Madame Roche apareció en la puerta, con la capa llena de nieve, con manchas rosadas en las mejillas y su increíble acento francés de siempre. Llevaba su cabello negro con reflejos plateados recogido bajo un tocado de tafetán violeta y plumas de avestruz teñidas. Su vestido era sumamente inapropiado tanto para viajar como para la temporada, con mangas cortas abullonadas y un tul drapeado, salpicado de diminutas lentejuelas moradas y negras.
Alzó sus impertinentes para estudiar la sala y el comedor, y con una pequeña aspiración dijo:
—Bon.
—El carruaje del correo llegó al amanecer de esta mañana —explicó Yale, quien entró y le ayudó a quitarse el abrigo—. Blackwood envió a Cox a la granja. Él nos lo contó y los encontramos. Y ahora estamos rodeados de damas —sonrió y salió para recibir a otras dos mujeres.
—Estamos muy contentas de que esté bien —Kitty se acercó y le cogió las manos a madame Roche, mientras sonreía a su doncella y a la de Emily.
—¡Bon Dieu, lady Katrine, está paliducha! —la mujer francesa cogió la mano de Kitty y con la otra chasqueó para llamar a las criadas—. ¡Vite, vite, filles perezosas! Debe de haber brandy para preparar agua de rosas. Tout de suite! —se llevó a Kitty hacia la escalera—. Y el vestido, ¡Hélas, los vestidos! ¡Ven ma petite! —volvió a chasquear los dedos delante de Emily.
—Lady Marie Antoine —dijo en voz baja el galés— tiene los sirvientes más raros.
—Sí. Pero son muy buenos conmigo.
Kitty miró hacia atrás. El conde entró, cargaba con una sombrerera y otro paquete del segundo carruaje. Ella se volvió y corrió por la escalera arriba. Parecía que no podía esperar ni un momento para ponerse un vestido limpio.
Si una mujer mortal había sido creada para tentar a un hombre mortal, entonces Leam era el primero en la cola de los pecadores.
Ella apareció para el almuerzo con un elegante vestido rosa y marfil que acentuaba sus curvas, su cabello reluciente ligeramente arreglado con horquillas que él le había quitado una vez. Kitty relucía como una diosa por la sala. Él prefería verla sin nada encima y con el pelo suelto sobre los hombros; durante la interminable noche había estado pensando en esas curvas y esforzándose por no ir a llamar a su puerta, aunque seguramente ella le habría rechazado.
Se escapó, de nuevo se lanzó a la fría nieve, pero esta vez no le iba a dar ningún uso en especial. Fingía buscar al que había disparado. Sabía perfectamente que ese tipo ya se había ido hace mucho. Esos hombres sabían protegerse bien; los perros habían buscado a conciencia por el pueblo la noche anterior y no habían encontrado nada.
Cox se había marchado antes del amanecer, incluso antes de que el carruaje del correo llegara, alegando que tenía una cita ineludible. Pen, que estaba vigilando en ese momento, dijo que había salido rumbo al este. Yale se quedó pálido cuando lo supo. Al parecer, estaba fuera del salón cuando el atacante había disparado. De todos modos, Leam se abrió paso por entre los montículos de nieve que le llegaban a las rodillas a lo largo del río, sus pies eran bloques de hielo y tenía la nariz y la cabeza congeladas. Al menos los perros hacían ejercicio. Cox bien podía ser el tipo que lo perseguía y el que intentó dispararle. O quizá no. Leam sólo había sospechado de él porque había coqueteado con Kitty. Porque él quería acaparar toda su atención.
Por Dios, dejar de ser un agente de la corona era algo bueno. Francamente, no lo había pensado. Desde el momento en que Kitty Savege lo había besado dos días antes no había estado en su sano juicio. Él no se llevaba a la cama a damas respetables, incluso a las que ya tenían amantes. Tampoco las llevaba hasta las paredes de un establo para toquetearlas. La mera idea de que algún sinvergüenza lo hiciera a sus hermanas o a su prima Constance le llevaba a empuñar su pistola.
Él la había puesto en peligro. Ahora la dejaría tranquila, al igual que la había dejado la última noche, con gran esfuerzo por su parte. Tan pronto como pudiera hablaría con ella.
Dio la vuelta por la herrería y volvió hacia la posada por la parte trasera del patio. Encontró a los huéspedes en el salón. Wyn estaba apoyado en la chimenea, haciendo como que dormía. Su actitud nunca engañaba a Leam. El galés estaba tan alerta como él con un asesino rondando. También fingiendo leer, madame Roche miraba de reojo a Yale con sumo interés. Lady Emily estaba sentada inmersa en un libro, como siempre.
Kitty removía una taza de té. Levantó las oscuras pestañas, sus ojos grises tan expresivos como lo habían sido en la intimidad de su habitación y en el establo cuando se despidió de él. Igual que había hecho antes con otros hombres, se decía.