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Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

Cuando un hombre se enamora (26 page)

BOOK: Cuando un hombre se enamora
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Entró en el vestidor. La ropa seguía colgada en las perchas. Siempre se vestía a la última; los tonos pálidos y la moda del momento se ajustaban a su figura delicadamente redondeada. Cuando se conocieron, sólo tenía dieciocho años, y la redondez de sus carnes era visible en los hoyuelos de los codos y en las mejillas.

En aquel salón, los admiradores se arremolinaban a su alrededor. Recién llegada a Edimburgo, de su perfecto rostro inglés emanaba frivolidad. Sin embargo, en cuanto él encontró una persona conocida para que se la presentase, todas las sonrisas de sus labios rosados fueron para Leam. O, por lo menos, eso creyó. En el curso de las dos semanas siguientes, la cortejó sin cesar. Ella cedió rápidamente, y pensó que estaba tan loca por él como él por ella.

Leam admitía que en su ira había habido mucho orgullo herido. Durante las tres semanas previas a la boda, cuando se publicaron las amonestaciones, tanto Cornelia como James podían haberla impedido; sin embargo, en vez de ello dejaron que se comportara como un patético idiota.

En la pequeña habitación destacaba un contundente arcón de cedro. Aquel era un sitio tan bueno como cualquier otro para empezar. Abrió la aldaba y su contenido quedó a la vista. Se trataba de cosas propias de la vida de una joven mujer: pañuelos de encaje, lazos, un ramillete seco, e incluso una nota que él le había escrito durante esa primera semana, repleta de poéticas declaraciones de amor.

Curiosamente, todo aquello no le hizo sentir mal. Mientras arreglaba las pertenencias de su esposa no le asaltó el dolor por la traición o por las esperanzas frustradas, ni siquiera un atisbo de resentimiento. Tal vez por fin la había perdonado. Ella sólo había sido una muchacha impetuosa y egoísta, no muy distinta del joven impetuoso y egoísta con el que se había casado para salvarse de la perdición.

Sin embargo, al final, él la había llevado a la perdición de verdad. La había conducido a la muerte, igual que hizo con su hermano. Aquel dolor lo acompañaría para siempre, como si tuviera un cuchillo clavado en el pecho.

—Así que al final te has decidido.

Isobel estaba de pie en la puerta. Su rostro, antaño tan delicado, tenía una expresión adusta, que contrastaba con el encanto femenino de las estancias de Cornelia.

—Ya era hora —dijo señalando el baúl abierto.

Él asintió.

—Es posible.

Ella permaneció de pie en silencio y lo miró fijamente.

—¿Te gustaría ayudarme? —dijo él al final.

—¿Con esas tonterías? No me insultes.

—Si no te interesa hacer esto, ¿por qué estás aquí?

Ella se le acercó y le mostró un cuaderno delgado de color negro.

—Encontré esto cuando guardaba las pertenencias de James después del funeral.

Leam no lo cogió.

—¿Qué es? —preguntó.

—Él te lo regaló por Navidad, cuando ambos estabais en la universidad.

—¿Por qué no me lo enseñaste antes?

—Porque hasta ahora nunca habías vivido aquí de forma permanente. Y esto debería quedarse aquí. Donde está él —le acercó el cuaderno—. Tómalo.

Él se puso de pie y lo cogió.

—Supongo que te da igual tenerlo o no —dijo ella con voz tensa—, pero es tuyo y yo no soy una ladrona.

Sin levantar la vista él dijo:

—Yo también lo quería, Isa.

—Entonces ¿por qué lo mataste?

Alzó la cabeza; el corazón le latía con fuerza. Ella nunca había dicho eso en voz alta. En todos aquellos años, nunca hasta entonces lo había acusado directamente. Sin embargo, ambos sabían por qué ella le había retirado su afecto. Tras el funeral, él le había hablado del duelo. Había sentido la necesidad de admitirlo en voz alta; de lo contrario, ese secreto le habría carcomido por dentro. Algo que, de todos modos, había ocurrido.

—Yo… —intentó hallar las palabras que tenía enterradas en su corazón—. Nunca pensé que ellos harían eso, Isobel. Es preciso que sepas que nunca lo pensé. No deseé su muerte. Nunca la deseé. Jamás.

—¿Y no te parece que organizar un duelo para él fue la peor manera de demostrar eso?

—Ellos eran amigos íntimos.

—¡Y tú eras su hermano!

—Yo era… —«
un marido cornudo
», pensó.

No del todo, ya que Cornelia y James habían estado juntos antes de la boda, no después. James insistió en ello. Incluso Cornelia admitió eso, abatida ante ese amor no correspondido y debilitada tras dar a luz a su hijo. Al borde casi de la locura, ella lo había confesado todo, admitiendo que se había aprovechado de Leam porque, en su estado, no tenía otra opción más que casarse pronto. Además, al casarse con él, había creído que podría estar cerca de James. Sin embargo este, a pesar de la insistencia de ella, no la amaba, y ella no dejó de repetir una y otra vez el dolor que había sentido ante el rechazo de su hermano.

Así las cosas, Leam la abandonó, desterrándola en Alvamoor, adonde juró no regresar mientras ella viviera. Luego partió hacia la ciudad a buscar a su hermano.

Pero Isobel, por entonces recién salida de la escuela, no sabía esas cosas. Igual que los demás; su recuerdo de James Blackwood era el de un muchacho risueño y pícaro; un hombre atlético y burlón, de deseos francos y diversiones simples. Ésa era la imagen que tenía que perdurar. Nadie conocería jamás la verdad. Por el bien de James y por el de su hijo, Leam jamás la revelaría.

Sólo había otro hombre que la conocía, Felix Vaucoeur. El hombre que lo había matado.

—Yo estaba enfadado con él —dijo con voz queda—. Quise asustarlo. Fue sólo eso, Isa. Y con ese error ahora tenemos que vivir.

—Eres una persona cruel y sin sentimientos, Leam.

Por Dios, cómo le gustaría serlo. Lo había deseado durante cinco años, pero había sido en vano. Cuando se entregaba de corazón, todavía sentía demasiado intensa y profundamente.

Sostuvo la mirada de Isa, mientras la frialdad lo envolvía de nuevo como un abrigo. Y agradeció esa sensación.

—Tú no tienes ni idea de cómo soy.

—Ni ganas —ella se dio la vuelta y desapareció por el pasillo a pasos inquietantemente quedos, como ese fantasma que ella adoraba.

Leam miró el cuaderno y su corazón comenzó a tranquilizarse. Acarició la cubierta de piel con los dedos, temeroso de abrirlo. En efecto, su hermano se lo había dado cuando ambos habían regresado de Cambridge para pasar las vacaciones. James había vuelto a casa semanas antes que él, engañando a sus profesores para que lo dejasen salir, porque él era James Blackwood y se lo podía permitir. Campeón de cricket, jinete arrojado, remero destacado y, en suma, un diablo hermoso que, al principio del segundo curso tenía encandiladas a las esposas de los decanos, a sus hijas e incluso a los propios decanos. Los libros no le importaban lo más mínimo, tan sólo el deporte o las fiestas, y no se molestaba en disimularlo.

Nadie le había reprochado nada. Todos lo adoraban. Generoso incorregible y siempre riendo de corazón por cualquier cosa, ya fuese una comedia subida de tono o el gusto por los libros de su hermano, nadie le había echado la culpa de nada, ni siquiera por las lágrimas que habían vertido por su culpa varias jóvenes damas. Su corazón era un libro abierto para todo el mundo, siempre lo había sido. Si una muchacha llegaba a creer que un granuja tan encantador y voluptuoso sólo la quería a ella, es que era demasiado ingenua.

Sin embargo, aquel otoño, cuando apenas habían pasado dos meses desde que habían regresado a la escuela, James se escapó a Alvamoor. Cuando Leam llegó por fin a casa tras terminar el trimestre, el joven que encontró no tenía nada que ver con el granuja despreocupado que todo el mundo conocía. Durante las fiestas de San Miguel, James había conocido a otro estudiante, el joven conde francés Felix Vaucoeur, y había descubierto algo de sí mismo que no podía soportar y que lo hacía sufrir. Del mismo modo que Leam hacía ahora, James había huido a Alvamoor en un intento por escapar de sí mismo.

Leam abrió lentamente la tapa de aquel cuaderno delgado y contempló la portada.

Su hermano no había sido un gran estudiante, pero tenía el cerebro de los Blackwood, y en la universidad no se había pasado todas las horas en los campos de juego. Aquel año, el regalo de Navidad de Leam lo había escogido con sumo esmero.

Era un libro de poesía de un escritor francés. Al principio, teniendo en cuenta las burlas constantes que le hacía James por su amor a los versos, Leam se sorprendió mucho. Sin embargo, cuando leyó los poemas, lo comprendió. Siglos atrás, el poeta Théophile de Viau había escrito, se había emborrachado y había exhibido su conducta libertina por las principales cortes de Europa. Pero al final, su rey lo traicionó y fue vilipendiado en público, abandonado a morir en el anonimato. Exiliado por amar a la persona equivocada.

Leam pasó la portada y se sintió invadido por una profunda desazón. Dos líneas de letras audaces y llamativas atravesaban el papel, en sintonía con el carácter confiado de James. Era el único poema que había escrito en su vida, una confesión para Leam, la única persona con la que él podía ser sincero.

«
Si amar libremente pudiera a aquel que yo escogiera, amaría uniéndome con el mejor de los hombres
».

Leam no contuvo las lágrimas que le asomaron a los ojos. Dejó el cuaderno sobre el tocador y se oprimió los ojos con los dedos, luego con las palmas de las manos, luego con la manga de la chaqueta. No había llorado cuando vio morir a su hermano, ni tampoco cuando, dos meses después, encontró a su esposa en el río con el cuerpo hinchado y desfigurado, sólo reconocible por su vestido y el anillo de casada. En esa época, el dolor lo había paralizado.

Pero ahora las lágrimas fluían. Sin saber cómo, Leam se encontró en el establo, luego se vio a horcajadas montado en su caballo ruano, galopando a toda velocidad en dirección al bosque. Cuando alcanzó el interior oscuro, se dejó perder en él, necesitado de la penumbra de los viejos árboles. Cabalgó, ajeno a las ramas que le arañaban la cara y le tiraban de la ropa. Su montura se resintió, hasta que Leam desmontó y soltó el caballo. Se dejó caer de rodillas, y a solas en el bosque con su alma imperfecta, inclinó la cabeza y lloró.

Su hermano le había confiado el mayor secreto de su vida. Desde ese momento, James había luchado a diario por desafiar su propia naturaleza, como si algún día pudiera dejarla atrás, derribarla y abatirla. Quiso superarla amando a cuantas mujeres encontraba. Al final, no había traicionado a Leam. De hecho, había sido al revés. Él se había servido de lo que su hermano le había confiado y lo había vuelto en su contra.

Se merecía que Cornelia fuera la única mujer que hubiera amado jamás. Merecía el castigo eterno de un corazón vacío. Aunque Isobel sólo conocía una parte de la historia, tenía razón. No se podía vivir con lo que había hecho.

Cuando Bella lo encontró, el sol se estaba poniendo detrás de un muro de cielo gris. Regresó a pie al establo acompañado por su perra; allí encontró el caballo. Luego se encaminó hasta la casa. Pidió que le trajeran el té a su estudio; después fue a los aposentos de Cornelia, y sacó del baúl sus cartas de amor y el diario de ella. A continuación, cerró el baúl con llave.

Entregó la llave al ama, y le dio instrucciones para que rebuscara entre las pertenencias de lady Blackwood los objetos personales, y los guardara en el desván para que el señor Jamie pudiera tenerlos en su momento. También le dijo que entregara la ropa y todo lo demás a instituciones benéficas.

Tras ello, se dirigió a su despacho y se encerró en él. Había permanecido ausente todo un año; tenía mucho que hacer y esa noche no vería a su familia. Al día siguiente, los encontraría con una nueva cara. Ya no era un poeta. Lo que en la oscuridad del bosque frío le había parecido una verdad inmutable, ante el calor de la chimenea, en la comodidad de su hogar le pareció un exceso dramático. Tenía que planificar el futuro de Fiona y tenía un hijo al que cuidar. Con algo de suerte, tal vez incluso algún día convencería a Isobel de que se casara y se marchase de Alvamoor. Y tenía otro hermano. Si Gavin lo necesitaba, también estaría ahí por él. Recordó el poema de Robert Burns: «
Que en todo el mundo, los hombres sean hermanos por todo eso
». La vida tiene que seguir para los vivos y él no estaba dispuesto a eludir por más tiempo sus responsabilidades.

Se acercó a la chimenea y sacó el diario de Cornelia y su nota. Los colocó cuidadosamente en la rejilla y removió las brasas hasta que ardieron. Luego se sirvió una copa de brandy y se sentó para dedicarse a los asuntos de negocios que su administrador le había dejado. Aquella era una ocupación limpia, sin emoción alguna, y le venía muy bien.

Al cabo de un rato, el criado nuevo entró para encender las velas acompañado de una muchacha que traía más carbón. Leam dio las gracias con un ademán de cabeza y les indicó que salieran, dispuesto a seguir con sus documentos.

Al cabo de un rato reparó en una nota plegada que había en una esquina de su escritorio. La cogió.

Sé que lo tienes. Quiero que me lo devuelvas. Nada de juegos y te dejaré en paz.

Lady Katherine ha regresado a Londres. Sería bueno que tú hicieras lo mismo. Me pondré en contacto contigo cuando llegues allí. Si no vienes, o si continúas jugando conmigo, esta vez apuntaré hacia ella adrede.

A Leam se le helaron las manos. De pronto se incorporó y tiró de la cuerda para llamar al servicio mientras salía a toda prisa al pasillo. El mayordomo se levantó sobresaltado de su asiento.

—¿Milord?

—¿Dónde está ese chico nuevo, el criado? Y Jessie, la criada que antes ha venido con el carbón. Tráemelos enseguida.

—Puedo llamar a Jessie, milord. Pero el chico nuevo pidió que le permitiese bajar al pueblo y asistir a la pelea de gallos de esta noche. Como no había librado ningún día desde que entró en la casa hace un mes, le he dado permiso.

Aunque sintió pánico, lo apartó de sí.

—¿Cuánto hace que lo dejaste marchar?

—Yo diría que fue hace sólo una hora, señor.

—Que ensillen de inmediato mi caballo —todavía había tiempo. Si la pelea duraba lo bastante, tal vez encontraría al muchacho.

Con una antorcha que atravesaba la noche fría y nebulosa, en la sencilla ciudad de la colina situada a kilómetro y medio de Alvamoor, Leam escrutaba las caras del gentío, hombres bebidos que empujaban, maldecían y se reían alrededor de los animales que luchaban con sus picos y garras. Pero, como Leam ya sospechaba, no había ningún criado que encontrar. Había perdido el tiempo.

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