Aquel «lo» tenía que ser la cadena de oro rota que Cox había dejado caer, o el objeto que llevaba colgado, un objeto que, según el viejo joyero del pueblo, Freddie Jones, era de escaso valor. Leam no tenía ni idea de los juegos a los que Cox creía que jugaba, pero la nota era una amenaza clara. Cox quería ese objeto y creía que Leam lo tenía. Y sabía que iría a Londres si Kitty estaba en peligro.
Tras dar orden a su criado para que le preparara las alforjas, corrió al cuarto de su hijo subiendo los escalones de tres en tres. Jamie dormía. Leam contempló la respiración plácida de aquella pequeña réplica de la cara de su hermano, y le prometió en silencio regresar en cuanto le fuera posible.
Fiona le salió al encuentro en el pasillo.
—La señora Phillips me ha dicho que has pedido a Albert que te prepare el equipaje —se arrebujó en su bata para abrigarse—. ¿Te marchas ahora?
Le acarició la barbilla.
—No me queda otro remedio. Pero regresaré.
—¿En medio de la noche? ¿Qué ocurre, Leam? Y no finjas que no es nada. No sé lo que has hecho todos estos años en Londres, pero sé que no te dedicabas a jugar ni a perseguir faldas —ella se expresaba apresurada—. ¿Sabes? Leo las columnas de chismorreos de Londres, y el hombre del que hablan no es mi hermano.
—No, no lo es, y tú eres una muchacha muy astuta. Pero ahora no tengo tiempo para explicártelo. Basta con que confíes en mí.
Ella frunció el ceño, pero le ofreció la mejilla para que la besara y luego se abrazó a él.
—No te marches por mucho tiempo. Y regresa más contento de lo que estabas hoy. No me gusta verte triste. Me recuerdas a James.
—Dile a mi hijo que prometo regresar pronto —se dio la vuelta y partió a toda prisa hacia su caballo.
Compañeros británicos:
Prometí no cejar en mi búsqueda de información relativa al exclusivo club para caballeros del 14½ de Dover Street. Y no lo he hecho. Dispongo ahora de una curiosa información. El club se llama
Club Falcon
. Sus miembros se conocen por el nombre de pájaros. Desconozco el motivo de ello, pero en cuanto lo averigüe os lo haré saber.Sería fantástico que ahora descubriera que se trata de una sociedad de observadores de aves. De tener tiempo, tal vez me uniría a ella. Pero dudo que lo encuentre. Los observadores de aves son gente silenciosa, pero, por lo que sé, no son especialmente herméticos.
La Dama de la Justicia
Capítulo 17Señor:
Le ruego que lea el folleto adjunto. ¿Desea que esta vez emprenda alguna acción?
El
Águila
ha vuelto a la ciudad y ha pedido que el señor Grimm sea asignado a la vigilancia de una casa para la seguridad de su moradora. He consentido en ello, a condición de que el
Águila
acceda en el otro asunto en el que usted desea su ayuda.La moradora del lugar es alguien bien conocido por usted a causa de su intervención en el asunto concerniente a L. P. de junio. El
Águila
cree que ella puede estar en peligro. No hemos establecido con exactitud una fuente, pero, por supuesto, lo haremos en breve. Entretanto, el
Gavilán
ha hecho correr la voz de que la moradora podría sernos de utilidad en el proyecto en el que actualmente está inmerso. El
Águila
se niega a dar más información, pero me resulta imposible creer que se trata de una coincidencia. ¿Puedo contar con su permiso para tratar este asunto del modo que me parezca oportuno?Halcón Peregrino
Era la única dama soltera en el almuerzo político. ¡De ninguna manera debería estar allí! Nunca debería haber ido. Pero su madre siempre se lo consentía, fingiendo no darse cuenta de los susurros de desaprobación, incluso en actos en los que una mente informada contaba más que el estatus de soltera o la reputación mancillada de una dama. La viuda lady Savege era una figura demasiado destacada para que le importasen los rumores, y, además, siempre estaba allí para hacer de carabina.
Sin embargo, corrían rumores y Kitty no podía evitar oír algunos. Nunca se había sentido tan censurada como en aquel momento. Quizá fuera porque ya no tenía ningún sentido estar en sociedad constantemente. O quizá sencillamente ya no le importaba la política, puesto que no deseaba casarse con ningún político corrupto. Emily debería castigarla a ella por su superficialidad y no al pobre Yale.
—No ha tocado el soufflé de berenjena, Kitty —dijo su anfitriona, la condesa de March—. Pedí al chef que lo hiciera expresamente para usted.
—¿De verdad? Es usted muy amable, señora.
Era predecible. Sus amigos sabían lo que le gustaba comer en una fiesta. Se podía tener la certeza de que acudiría a las reuniones porque no tenía ninguna otra cosa que hacer. Iría incluso cuando tuviera ochenta años, con las medias arrugadas en los tobillos, y contaría historias escandalosas a cualquiera que la escuchara.
Pero pensar en medias arrugadas le hizo recordar a Leam Blackwood. Casi cualquier cosa le hacía pensar en él. Y no quería, porque cada vez que lo hacía sus mejillas se encendían de vergüenza.
¡Dios mío! Aquel recuerdo le hacía querer desplomarse en el suelo y morir. ¿Cómo podía haber hecho un ridículo tan espantoso? Ella le había rogado que le hiciera el amor. Rogado. Pero peor que la vergüenza era la tristeza que sentía en su interior y que no remitía. Pensó que volver a la ciudad aliviaría aquel sentimiento. Cuando Worthmore, una hora después de que Yale dejara Willows Hall y Emily volviera a estar tan seria, volvió a ser el de siempre, Kitty se había sentido libre de irse a casa y dejar el lugar en el que él le había hecho el amor y, más tarde, la había abandonado.
Pero nada había cambiado en absoluto. Todavía se sentía tonta y deprimida.
—Kitty, usted está irreconocible desde que ha vuelto del campo —dijo lady March, acercándose en el sofá. La condesa era muy lista y a Kitty le gustaba la tranquilidad que transmitía. Sin embargo, en aquel momento, la condesa frunció el ceño al mirar a Kitty.
—Oh, estoy feliz como una perdiz —respondió, quizá con demasiada alegría.
La condesa enarcó una ceja.
—¿Una perdiz?
—O lo que sea —Kitty hizo un gesto vago con la mano.
Los murmullos se fueron ampliando hasta que todo el salón estalló en carcajadas durante un momento. Luego, se hizo el silencio de nuevo.
—Dígame, ¿qué hizo usted en Shropshire?
Alimentó un afecto absolutamente desesperado por un hombre inadecuado y que no era en absoluto de fiar.
—Terminé un bonito bordado. Mi madre ya se lo ha enviado a los ebanistas. Usted conoce al de Cheapside. Lo colocará en un taburete. Rosas y cerezas sobre un fondo bermellón. Me encanta el color rojo.
—Kitty Savege, usted habla como una perfecta boba.
Kitty abrió los ojos de par en par.
—¿Qué ha ocurrido con la joven dama admirada por todo el mundo que podía conversar sobre política, libros, teatro, y todo lo demás? —la condesa apretó los labios—. ¿Le molesta el cortejo de Chamberlayne?
—Oh, no. Me cae muy bien —el pretendiente de su madre era indefectiblemente amable con ella. No había satisfecho del todo las esperanzas de Kitty durante las vacaciones, pero tenía razones para pensar que pronto habría una propuesta de matrimonio. Al regresar, había visto que su madre poseía un collar precioso de plata y lapislázuli, un regalo del caballero. Kitty había abrochado la joya alrededor del cuello de su madre poco antes, alabando su delicada belleza, y las mejillas de la viuda se habían sonrojado. El padre de Kitty nunca le había regalado joyas, sino que reservaba aquel tipo de regalos para su amante.
En aquel instante, Ellen Savege apareció junto a lord Chamberlayne en el salón. En sus ojos se adivinaba un destello brillante.
—Entonces ¿cuál es el problema? —preguntó lady March.
—No me cabe duda de que, sencillamente, estoy aburrida —o quizá se trataba de algo más profundo.
Sin duda, era algo más profundo.
—Como todavía quedan semanas para la temporada, hay muy pocos entretenimientos y no son especialmente atractivos —su voz sonó sumamente triste. En verdad, no era propio de ella.
La condesa frunció el ceño.
—Kitty Savege, usted no ha sido maleducada ni un día en toda su vida.
—Oh, de eso no cabe duda —había sido horriblemente maleducada con lord Blackwood. Después, le había hecho exactamente lo mismo que él le había estado haciendo a ella para justificar su falta de educación: lo había retenido durante demasiado tiempo.
—Usted me ha ofendido y ni siquiera se ha dado cuenta —dijo la condesa sin rencor—. Me preocupa su cabeza, querida.
—¿Y qué es lo que le podría preocupar de una cabeza tan bonita, milady? —dijo lord Chamberlayne con calidez cuando se detuvo ante ellas, tomando a su madre del brazo. No había el mínimo atisbo de falsos halagos en él, lo que le agradaba a Kitty. Parecía tan sincero, a diferencia de cierto escocés que escondía secretos y que, en ocasiones, hablaba con una voz tan rica y profunda que ella deseaba comérselo poco a poco.
—Es cierto que me siento un poco intranquila estos días —admitió.
Lady March la observó con detenimiento. Lord Chamberlayne frunció el ceño y miró a la madre de Kitty, que como siempre la contemplaba sin alterarse.
—Quizás una velada tranquila jugando a los naipes te sentará bien —sugirió su madre.
—Mamá —dijo ella levantándose—, no deseo jugar. Las cartas ya no me interesan —ya nunca lo volverían a hacer después de la partida que había jugado en Nochebuena.
—Bueno, esto es una novedad, hija.
Kitty se apartó de su madre.
—Milord, ¿me sustituirá en la partida de cartas de esta noche?
—Lo haré encantado —respondió Chamberlayne, mirando con admiración el rostro resplandeciente de la madre de Kitty. Realmente, estaban hechos el uno para el otro, los gustos de dos personas nunca habían sido más similares. ¿Por qué no la había pedido en matrimonio todavía? ¿Acaso Kitty se había lanzado a una tormenta de nieve y, posteriormente, a los brazos de un granuja escocés para nada?
Se volvió hacia su anfitriona, con un abatimiento del tamaño de un puño presionándole en el estómago.
—Milady, debo dejar su hospitalidad ahora. Ha sido un placer.
—El aburrimiento también puede ser divertido —murmuró la condesa.
Kitty hizo una reverencia.
—Que tenga un buen día, milady. Mamá, milord —y salió huyendo.
El criado de Alex le abrió la puerta principal, con su librea blanca y dorada, pulcra como el oro. Kitty le dejó la capa, el sombrero y los guantes, y subió las elegantes escaleras que llevaban a la sala.
La casa estaba prácticamente vacía. Durante las vacaciones, Alex y Serena habían comprado una residencia más grande a dos manzanas de allí, anticipándose al bebé. Kitty y su madre debían trasladarse a la casa nueva en dos semanas. En aquel momento, eso significaba que Kitty estaba sola.
Quizá solamente necesitaba un buen libro. La distracción podría ayudarla, aunque no había resultado de ayuda durante el último mes.
Era evidente que necesitaba un cambio. Podría contratar una dama de compañía y marcharse a Francia. Todo el mundo decía que París era agradable en primavera. Podría limitarse a escapar una y otra y otra vez hasta que la vejez o algún accidente trágico acabasen con ella.
Abrió la puerta de cristal de la librería y recorrió las cubiertas doradas de los libros con los dedos. Su mano se detuvo en un volumen. Lo cogió.
Historia de los clanes levantiscos de Escocia
, sería una lectura interesante. Informaría al criado de que no estaba disponible para visitas y se perdería en las páginas del libro.
Dejó el volumen en una mesa, se deslizó en una silla tal como lo habría hecho Emily, y se cubrió los ojos con un brazo. Aquello no iba a funcionar. Nunca se curaría de aquel encaprichamiento, si lo alimentaba constantemente.
Se levantó y cogió el libro para volver a colocarlo en el estante. El criado apareció en la puerta.
—Milady, ha llegado un caballero. Le he invitado a esperar en la sala.
Kitty volvió a poner el libro en el hueco correspondiente y cerró la librería, procurando no fijarse en la elocuente mirada del criado. En los últimos años, los sirvientes se habían llegado a familiarizar con la cuestión de las visitas que le hacían los caballeros. El ama de llaves, la señora Hopkins, incluso había informado a Kitty de cuáles eran los caballeros que ella aprobaba en particular.
—Gracias, John. Por favor, quédese en el pasillo —se pasó las manos por el pelo y por la falda, y atravesó el corto pasillo.
El conde de Blackwood estaba de pie en su sala.
Sencillamente, ella se quedó sin habla.
El pelo le llegaba a la altura del cuello, pero tenía la cara bien afeitada. Su chaqueta, su chaleco y sus pantalones eran extremadamente elegantes, de una calidad excelente y del mejor corte, sus botas brillaban y tenía una expresión perfectamente benigna. No había perros a la vista.
—Buenas tardes —Leam hizo una reverencia, un gesto cortés y sin la mínima afectación—. Confío en que esté bien, milady.
—¿Ah sí? —es todo lo que ella consiguió decir. No hizo ninguna reverencia ni dijo ninguna otra palabra. Nunca se habría imaginado que él volviera, y menos con aquel aspecto y con aquellas palabras. Él tenía el sombrero y la fusta en una mano como si no tuviera la intención de quedarse mucho rato.
—¿Te puedo preguntar por la herida? La herida del brazo —dijo él.
—Oh, está bien —ella no podía pensar. Pero él solamente permitió una pausa breve.
—Vengo a pedirte ayuda. Espero que, a pesar de las circunstancias, consideres dármela.
—¿Circunstancias? —las sílabas le requerían un esfuerzo.
—Las circunstancias de haberte ocultado la verdad.
Kitty se sujetó las manos para calmar su temblor.
—¿Cuál es la verdad, milord?
—Que, durante varios años, he sido agente secreto de la corona, interpretando un papel para hacer mi trabajo. Recientemente lo he dejado, excepto por un último cabo suelto que debo atar ahora. Para esta tarea es para la que busco tu ayuda.
Ella no sabía si gritar, reír o llorar. Tenía sentimientos encontrados.
—¿Eres un espía?
—Era, y no era. La organización a la que pertenecía buscaba a personas desaparecidas de gran importancia cuya recuperación exigía una discreción especial. Reuníamos información solamente para encontrar a esas personas —hablaba como si se refiriese al tiempo que hacía, mientras que el mundo de Kitty daba vueltas.