Londres no descansaba nunca, ni bajo el frío de la lluvia de febrero. Leam se abría paso entre carruajes, carros y peatones, atravesando charcos y calles centelleantes, donde se alzaba el hedor de una ciudad inundada por el frenesí del comercio, decidido a alcanzar su destino.
Dejó su caballo al cuidado de un mozo en una cuadra cercana. Por un momento, contempló la estrecha casa que se hallaba ante él; no había nada especial que observar en su sobria fachada marrón con vigas de hierro negro. Puede que la persona que la habitaba no estuviera en casa. Sin embargo, la aldaba estaba colocada hacia arriba; el hombre estaba por lo menos en la ciudad.
Leam seguía siendo tan impetuoso como siempre. Su presencia aquí lo corroboraba y la breve visita a Kitty del día anterior lo ratificaba con seguridad. La amaba y necesitaba estar con ella. Si eso significaba enfrentarse con los demonios, así lo haría. Primero tenía que encontrar a David Cox. Transcurrida una semana tras su vuelta a la ciudad, Cox aún no se había puesto en contacto con él. Leam y su abogado habían visitado Lloyd’s en busca de información sobre el agente de seguros, pero nadie sabía nada desde su partida hacia América, cinco años atrás.
No se daría por vencido. Pero sintió tensión en su interior cuando se dirigió a la puerta y llamó. Respondió un criado de cara angulosa y pálida, quien evaluó la apariencia desaliñada de Leam antes de alzar las cejas.
—¿En qué puedo ayudarle, monsieur?
Leam le entregó una tarjeta de visita.
—Tráeme a tu señor —dijo en escocés.
Las ventanas de la nariz del sirviente aletearon. Asintió con la cabeza, lo hizo pasar al vestíbulo y cogió su abrigo y su sombrero.
—Ve rápido —siguió diciendo Leam en escocés, con un gesto de impaciencia—, no tengo todo el día —con mucho gusto habría esperado eternamente a tener esta conversación, pero el momento había llegado, y ahora tenía una determinación que nunca había tenido antes.
—Je vous en prie, milord —dijo el criado con evidente desagrado—, si quiere, puede esperar en el salón.
Leam entró en la habitación, se dirigió a la ventana y contempló el día gris, observando la ordenada fila de edificios elegantes de aquella calle. Por Dios, quería huir de aquellas casas señoriales. De Londres. De Inglaterra. De todos modos, él jamás pertenecería a ese mundo, al que le había mentido durante años.
Unos pasos en el umbral le hicieron girar la cabeza. Casi tan alto como Leam, con un mechón de pelo negro en medio de la frente, los ojos verdes y penetrantes, y una elegancia gala en su aspecto y su vestimenta, Felix Vaucoeur era un hombre apuesto.
—He visto tu tarjeta —dijo sin ningún rastro de acento; su inglés era tan fluido como el de Leam cuando este se lo proponía—, pero no me lo acababa de creer.
—Tu criado es un esnob impertinente, Vaucoeur. ¿Le pagas para que asuste a las visitas?
El conde se dirigió a la vitrina y sacó una botella de un líquido oscuro.
—Es bastante tarde para que finalmente me hagas una visita, Blackwood —llenó dos vasos y cruzó la habitación. Ofreció uno a Leam y sus miradas se encontraron—. Y también es una hipocresía.
Leam estudió al hombre que había matado a su hermano. Durante casi seis años sus caminos no se habían cruzado en absoluto. Para proteger a Leam y a James del escándalo, su tío, el duque de Read, había logrado que Vaucoeur fuera indultado, y se hizo correr la voz de que el duelo había sido un accidente de caza. Vaucoeur se marchó al campo para evitar las murmuraciones, donde permaneció hasta el final de la guerra y volvió durante algún tiempo a sus propiedades en el continente. Pero a pesar de su título francés, la parte de sangre inglesa de Vaucoeur siempre había sido más fuerte.
Leam depositó el vaso en una mesa.
—No tienes idea de por qué estoy aquí.
—Ah —el conde dio media vuelta y volvió a la vitrina.
—Necesito tu ayuda.
Vaucoeur se detuvo mientras levantaba la botella.
—Estoy buscando a un hombre que afirma haber luchado contigo y con mi hermano en la Península —dijo Leam—. David Cox, rubio, guapo. Se dice que ahora se dedica a los seguros. ¿Te acuerdas de un tipo así?
—¿Por qué no lo preguntas directamente en el Ministerio de Defensa?
—Estoy más interesado en él que en su dirección.
Los ojos de Vaucoeur se entrecerraron.
—¿Y qué me importa eso a mí?
—No sé si te importa o no. Cox me ha estado siguiendo, y ha amenazado a personas cercanas a mí. Debo asegurarme de que no tiene nada que ver con mi hermano antes de contemplar otras posibilidades.
—Imaginas que yo podría haber tenido algo que ver con él, con ese comerciante que afirma haber conocido a James. Un tipo guapo, uno de nuestros compañeros de regimiento —Vaucoeur dejó su vaso con un suave chasquido—. ¿Y?
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué asunto podría haber tenido yo con ese señor Cox que hubiera implicado a tu hermano?
Durante un largo silencio, los dos se miraron.
—¿Por qué me permitiste que te empujara a ello? —preguntó Leam finalmente—. Incluso estoy exagerando: apenas tuve que animarte para que le retaras.
Vaucoeur habló lentamente:
—Él sedujo a mi hermana.
—Sedujo a algunas hermanas de otros hombres… —replicó Leam—, pero estaba enamorado de ti.
—Esa fue su desgracia —la respuesta fue demasiado rápida, demasiado fluida, ensayada, como si hubiera estado esperando para decir aquellas palabras durante casi seis años.
No le cuadraba a Leam. No después de tanto tiempo.
—¿Qué sucedió en la Península, Felix? Dos hombres jóvenes que han sido lanzados juntos a la guerra, que comparten campo de batalla y tienda, como Felipe Augusto y Ricardo Corazón de León marchando a través del desierto contra el enemigo infiel. ¿Cuál de los dos eras tú? ¿El joven rey Felipe, el provocador, el aprovechado? —su boca tenía un sabor metálico—. Y mi hermano, el desconsolado Ricardo.
—Fuera de aquí, Blackwood —las palabras eran de hielo, pero algo en sus ojos detuvo a Leam, algo profundo y que parecía haber dejado una profunda huella, incluso años después. Vaucoeur aún no había hecho las paces con su papel en la muerte de James.
—Cuidabas de él, ¿no es cierto? —nunca se le había ocurrido antes a Leam. No de esta manera.
—Por supuesto. Era mi mejor amigo.
—Pero no tu amante.
—Nunca —su mirada se cruzó con la de Leam—. Sabes, a mí me gustan las mujeres muy en exclusiva.
Finalmente Leam entendió el tormento de su hermano, y quizás el dolor y remordimiento de este hombre también. Vaucoeur nunca había sido lo que James quería y a la vez temía que fuese. Durante años la ira había ardido en Leam porque su hermano había mentido al no hablarle acerca del hijo de Cornelia. James podría haberse casado con ella; los hombres como él se casaban con mujeres a las que generalmente no querían. Pero la desesperación que había llevado a James a acostarse con todas las mujeres que encontraba hizo que un matrimonio real, con una mujer, fuera imposible. Su hermano había querido a alguien que no podía ser suyo y eso lo había llevado al borde de la locura. La pasión de los Blackwood no le había sido reservada únicamente a Leam.
—¿Debo entender entonces —dijo— que no sabes nada que pueda ayudarme en el asunto de David Cox?
El conde le dio la espalda y volvió a colocar el tapón en la botella de brandy.
—No me acuerdo de él.
Leam lo saludó con la cabeza y se dirigió a la puerta, sintiendo un vacío extraño en su pecho.
—Él se odiaba a sí mismo —la voz de Vaucoeur le dio alcance, firme y segura.
—Sí —dijo Leam tranquilamente—, y sufría por ser quien era —de un modo que Leam no había sufrido en su vida.
Mientras que James despreciaba su propia naturaleza, a Leam no le importaba en absoluto lo que sus compañeros de clase pensaran de él. Discretamente, estudió, escribió y sobrellevó las burlas con excelentes notas y elogios del maestro. Pero nada de todo esto le había importado, únicamente la poesía, la expresión de la verdadera emoción, en la que tan profundamente había creído en aquella época.
Pero había visto sufrir demasiado a su hermano, y lo sentía en su propio corazón. Después de un tiempo, él también quiso sufrir para poder compartir al fin algo de aquel dolor. Y Cornelia Cobb le ofreció la oportunidad perfecta para ello.
Le atrajo su frivolidad juvenil, ahora lo entendía. Enamorarse de ella le había hecho sentirse finalmente como si traicionara a su propia naturaleza. Como el insensato que era, le seducía saber que no era la mujer adecuada para él, con aquellas risas alegres y superficiales, con sus frívolos devaneos. Después de todos esos años observando a su hermano y sufriendo por él, Leam había recibido el sufrimiento con los brazos abiertos.
No se había parado a pensar ni por un momento qué pasaría realmente si ella lo aceptaba.
—Tú no lo mataste —la voz de Vaucoeur era dura—, me gustaría creer que incluso yo no lo hice. Él quería morir y nos utilizó porque le faltaba el coraje para apretar él mismo el gatillo.
Leam miró los ojos brillantes de Vaucoeur y vio en ellos tal frialdad que deseó no sentirla nunca más, una frialdad que la mirada franca y el contacto anhelante de Kitty estaba empezando a derretir en su interior.
Hizo una reverencia.
—Vaucoeur.
El conde se inclinó.
—Milord.
Leam salió. Las calles de la ciudad seguían atestadas de gente y de vehículos, el cielo cubierto de espesas nubes de lluvia con el color de los ojos de ella. Debía poner rumbo al Ministerio de Defensa en busca de la información sobre Cox que pudiera encontrar allí. Todavía se sentía extrañamente a la deriva, sin ancla.
Se detuvo para dejar pasar un carro por la fangosa calle, rodeado por el traqueteo de las ruedas, los gritos y el olor a lluvia.
Ya no se sentía a la deriva, sino libre. Libre de culpa. Libre de remordimientos y de dolor.
Sus manos tensaron las riendas y aspiró una gran bocanada de aire, el agua goteó sobre el faldón de su capote y el ala de su sombrero. Dirigió el caballo hacia el Ministerio de Defensa.
Kitty no habló a su madre de las sospechas del vizconde Gray respecto a lord Chamberlayne. Sencillamente, no sabía por dónde empezar. «
Mamá, he tenido una aventura (y al parecer, aún la sigo teniendo) con lord Blackwood, y sus compañeros espías creen que tu pretendiente tiene tratos con personas que planean una rebelión, y me han pedido que les ayude a obtener información sobre la familia de lord Chamberlayne y sus posibles actividades delictivas
». No, no haría eso. No podía hacer lo que lord Gray le había pedido, pero tampoco ocultárselo a su madre.
De pie ante la chimenea de su alcoba, sacó la carta que había escrito de su bolsillo y la depositó sobre la repisa. Necesitaba tiempo para reflexionar, especialmente para averiguar hasta qué punto lord Chamberlayne era importante para su madre en realidad.
Al día siguiente la acompañó a hacer visitas. El día después transcurrió de un modo muy similar, e incluyó un paseo con lord Chamberlayne por el parque. Los días se sucedieron lentamente hasta sumar una semana. Leam no volvió.
—Kitty, estás inquieta —le dijo su madre cuando el carruaje se detuvo en el bordillo de la plaza Berkeley para recoger a Emily y a madame Roche.
—No es cierto. Yo nunca estoy inquieta —con gestos rápidos trataba de liberar sus dedos de la redecilla del bolso—. Mamá, ¿dónde estabas, hace una semana, cuando no regresaste a casa por la noche?
La respetable viuda la miró con ojos brillantes.
—Me preguntaba cuándo me harías esta pregunta.
—Estaba aguardando a que tú me lo contaras. Es lo que esperaba que hicieras. ¿Dónde estuviste?
—No hay nada que contar. Estuve en casa de tu hermano. Serena se sentía mal y, como bien sabes, soy la única madre que tiene ahora. Podrías habérmelo preguntado en cualquier momento —la viuda cruzó las manos enguantadas en fina cabritilla sobre su regazo de tafetán rayado.
—Lamento que Serena se encuentre mal. La visitaré mañana —dijo Kitty bruscamente—. Pero esto es ridículo. ¿Cuándo va a hacerte una proposición lord Chamberlayne?
—Ya lo ha hecho.
La miró con una mezcla de alivio y decepción en su interior.
—¿No lo aceptaste?
Su madre extendió el brazo a lo largo del asiento y la tomó por el mentón, como si fuera una niña.
—Kitty, he pasado casi treinta años casada con un hombre que era poco indicado para mí. Es muy tentador, pero no voy a embarcarme en un nuevo matrimonio con tanta rapidez.
Kitty apartó la mirada. Tenía que estar segura.
—Pero has tenido tiempo de sobras. Te ha estado cortejando durante meses.
—¿Y qué hay de tus pretendientes, hija? Algunos te han estado visitando durante años.
Kitty miró por la ventanilla del carruaje. Emily y su acompañante descendían por la escalera de su casa. Su madre nunca le había preguntado eso. Nunca la presionaba. ¿Por qué lo hacía ahora?
—Normalmente lo hacen atraídos por la novedad —dijo—, pero ninguno de ellos siente un afecto sincero. Es mi imagen de inaccesibilidad, de frialdad y reserva frente a los rumores lo que les atrae, no yo.
Las delgadas cejas de su madre se unieron formando una uve.
—Katherine, espero no oírte decir nunca más algo así. Es ofensivo para un caballero juzgar sus atenciones de ese modo.
Kitty volvió la cabeza bruscamente.
—Mamá, no hablarás en serio, ¿verdad?
—Tu orgullo te ha superado, hija mía. Estás tan acostumbrada a rechazar a los hombres, que no crees que ninguno pueda estar a la altura de tu exaltada idea sobre cómo debería ser un caballero.
Las mejillas de Kitty llameaban.
—¿Y cómo debería ser?
—Extraordinariamente culto, bien situado en los círculos elegantes, un conversador excepcional, con títulos y riquezas, un hombre de buen gusto y elegancia, tan leal como tú con sus seres queridos, y me atrevería a decir que también apuesto.
—Nunca he dicho algo así —su corazón latía con gran rapidez.
—No es necesario. Lo sientes. Pero no hallarás tal ideal, hija. Los hombres así no existen. La mayoría de ellos son más bien como tu padre —no había amargura en la voz de su madre, sólo aquel buen juicio claro y simple que Kitty siempre había admirado. Pero a pesar de ello, le faltaba franqueza.