Lambert, que dirigía la plantación colindante con la de su padre, empezó a rondarla y a incitarla a huir de la custodia de su institutriz para estar a solas con él. Aaron pronto lo descubrió todo y puso fin a la historia. Kitty fue enviada de regreso a Inglaterra con el corazón roto, no podía creer lo que le había contado Aaron: Lambert odiaba a Alex y sólo quería utilizarla para deshonrarla. Cuatro años después, tras el luto de su familia por la muerte del conde, Kitty se presentó en sociedad y se encontró con Lambert de nuevo en Londres. Él fingía que aún la quería. Ella se creyó sus promesas y finalmente le entregó su inocencia.
Pero jamás, ni en la agitación del enamoramiento juvenil, había sentido el puro y embriagador aturdimiento, el deseo implacable que ahora sentía.
Terminó de ponerse los pendientes, se alisó la falda y, por centésima vez ese día, intentó no pensar en las palabras del conde, cuando se refería a que él no sabía con quién había estado ella y que tres años atrás a punto había estado de gritarle a Lambert en aquel baile. En aquel momento no podía imaginar hasta qué punto enloquecería. Él había adorado a su esposa y no quería volver a casarse como una muestra de fidelidad a su recuerdo. La sociedad lo tachaba de ligón incorregible pero no de mujeriego; no se había involucrado en relaciones liosas. No se aprovecharía por completo de ella.
En el pasillo apareció Yale, llevando un lebrel irlandés de la traílla.
—Milady —hizo una reverencia—. Tengo entendido que quiere expresar su gratitud con detalles navideños a todos nuestros compañeros de encierro, por así decirlo. Es usted toda gentileza.
—Señor, soy consciente de que nuestra relación será breve.
—Y con todo, uno siente como si ya nos conociésemos de otra época —dijo él con una sonrisa.
—Supongo que esa sensación de familiaridad se debe a las circunstancias extraordinarias —una familiaridad, por cierto, que la había animado a abrazar y besar a alguien que era prácticamente un extraño justamente en el rincón en que ahora se encontraba.
—Sin duda —admitió él.
—¿Dejará de meterse con lady Emily?
Yale enarcó las cejas.
—Vaya, de modo que tenemos aquí a una defensora de Marie Antoine.
—No piense que me impresiona, señor Yale. Tengo dos hermanos y ambos son expertos en incomodarme.
—Sé que usted puede tener una compañía mucho mejor y más digna que la mía.
Kitty sintió que se le secaba la garganta. Todo el mundo parecía estar al corriente de su relación con el exilio de lord Poole. Nunca se olvidaría.
—¿La tratará educadamente, por favor, señor? Ella es joven, una lectora ávida, no tiene la picardía habitual de los círculos en que se desenvuelven las damas y los caballeros.
Él la estudió por un instante; su rostro reflejaba inteligencia y reflexión. Kitty no podía imaginarse cómo él y el conde habían llegado a ser compañeros tan cercanos.
Le cogió la mano e hizo una profunda reverencia.
—Será un placer cumplir con sus deseos, milady —dijo, pero una expresión pícara afloró a sus ojos.
Ella sonrió.
—De verdad, señor. Al menos podrá…
De pronto se oyeron pasos de botas en la escalera y el perro empezó a agitar la cola. Lord Blackwood apareció en el pasillo.
—¿No llegas demasiado tarde, Blackwood? —dijo Yale—. Tus animales volvieron hace horas.
—¿Qué, Yale, coqueteando con la señorita? —contestó Leam, esta vez en escocés. Parecía totalmente desenfadado y en absoluto como si la hubiera besado esa mañana hasta casi perder el sentido.
—Ni se me ocurriría soñar con algo así —Yale soltó la mano de Kitty y se dirigió a la escalera—. La dejo en manos de un hombre mejor que yo, milady —añadió, y bajó.
El conde fijó su oscura mirada en Kitty, que no pudo soportar ese contacto confuso, no después de ver algo diferente en sus ojos cuando la tomó entre sus brazos. Pero debía pasar por su lado para bajar por la escalera.
Se hizo el silencio. Ella se sentía cada vez más inquieta.
—Esto es muy embarazoso y en absoluto agradable —siseó, desprovista por completo de toda gracia social.
En la sumamente hábil boca de Leam se dibujó una sonrisa.
—¿Tengo que suponer entonces que ya no te echarás en mis brazos?
—¡Oh, Dios mío! —Kitty se ruborizó—. ¿Es que no tiene ni un poco de cortesía?
Él soltó una carcajada. A pesar de su consternación y profunda vergüenza, Kitty también estuvo a punto de echarse a reír.
—Bueno, no es necesario que sea tan directo —dijo ella mientras ocultaba su sonrisa—. Ya estoy demasiado mortificada —necesitaba con urgencia sentir sus manos sobre ella. Sólo con mirarlo se sentía caliente y húmeda.
—Los escoceses somos gente práctica, muchacha.
—Eso es lo que he oído. Pero nunca lo he visto y, francamente, preferiría no haberlo hecho.
—Entonces, perdona a este pobre hombre —dijo Leam, inclinándose sin dejar de mirarla.
—¿Por qué, exactamente? ¡No! No responda —Kitty se tapó la cara con una mano. Estaba perdiendo el control.
Entre los dedos vio los ojos de Leam brillar de satisfacción.
—La señora Milch ha avisado de que la cena estará pronto, —murmuró—. Horario de pueblo, me atrevería a decir —avanzó, en silencio y sintiéndose perfectamente, gloriosamente viva bajo la piel. Se sentía tan bien que reía por dentro, como si volviera a ser una niña, esa niña que había dejado de serlo a una edad tan temprana.
Pasó por delante de él, que la cogió del brazo. Fue apenas un roce, en realidad, pero ella sintió que se deshacía, como si un fuego la derritiese.
—Muchacha —dijo Leam con voz inequívocamente ronca—. Voy a tomármelo a mal si te arrojas de nuevo sobre mí.
Ella se sentía deliciosamente débil. Lo miró a los ojos y, sin aliento, susurró:
—¿Me mirarás fijamente la boca a menudo e inoportunamente? ¿Lo harás?
—Podría hacer que no se dieran cuenta.
Ella temblaba bajo sus manos. No podía evitarlo. Él inclinó la cabeza, su boca a pocos centímetros de la de Kitty, que suspiró y dijo:
—No está siendo coherente, milord.
—Tú, sin embargo, sí, muchacha.
Kitty sintió un nudo en la garganta.
—¿Qué hacemos ahora?
—Lo que desees —repuso él.
Ella respiró hondo, se apartó y bajó la escalera muy rápido.
No sabía exactamente lo que deseaba, pero sí que, por primera vez en años, tenía ganas de cada minuto, de cada hora siguiente. Se sentía como una niña esperando sus primeras Navidades. Como un regalo, envuelto y esperando a ser abierto por el conde de Blackwood.
No había pasado nada entre Kitty y el conde de Blackwood en aquel baile de disfraces de hacía tres años. Nada básicamente racional, en cualquier caso. Él aún lo recordaba como un hecho significativo. Y había cambiado la vida de Kitty, una vida marcada hasta ese momento por una única y desgraciada huella.
Cinco años antes, después de que le arrebatara su inocencia, Lambert le dijo que debía estar contenta de tenerlo como amante y no como marido. Y Kitty había aprendido a espiar. Con el propósito de vengarse. Para satisfacer la rabia que inundaba su alma.
Pronto se acostumbró a permanecer lo más cercana a él durante los actos sociales, a agudizar el oído para escuchar su conversación, sobre todo las que mantenía en voz baja con determinados caballeros. Ella lo seguía con discreción de un salón a otro. Ella se tenía por infinitamente lista; estaba recopilando información. Un hombre como él, que había usado a una chica inocente de la forma en que lo había hecho con ella, debía de tener otros secretos tanto o más deshonrosos.
Y, de hecho, los tenía.
Kitty redobló sus esfuerzos.
Cuando él se percató de su tenacidad, ella le permitió creer que aún albergaba esperanzas de casarse. Él se burló. En ocasiones incluso se jactaba, revelando más de lo que debía y despreciándola por haber admirado una vanidad y una arrogancia semejantes. A veces le hacía proposiciones, la buscaba en un lugar privado y se aseguraba de que no serían molestados. Kitty soportaba sus abrazos para poder tener acceso a sus bolsillos, a su billetera e incluso, en una ocasión, a sus aposentos privados.
Procurando parecer sincera, le sugirió que corría el riesgo de quedar embarazada, y que en tal caso debería casarse con ella, a lo que él respondió que lo que tenía que pasar ya debería haber pasado, que evidentemente ella no podía tener hijos y que, por lo demás, ciertamente no continuarían encontrándose a escondidas. Kitty se sometió a un examen secreto por parte de un médico para probarle su determinación, y lo que descubrió la hirió casi más de lo que podía soportar. Pero el deseo de desquitarse enmascaró su dolor. Todo fuera por su propósito de venganza.
Kitty había sido muy lista. Muy orgullosa. Y muy fría.
Pero de pronto, a sus veintitrés años, se acabó. La noche en que conoció a ese cretino de lord escocés. Un cretino muy guapo, por cierto. Un cretino de ojos oscuros e insondables. En un salón, entre vestidos de fiesta, la mirada del conde parecía decirle que su corazón ya le había dicho durante años que ella estaba por encima de todo deseo de venganza, que debía dejar atrás el pasado y permitirse vivir de nuevo.
Unos momentos después, tras recuperar su aplomo, le dijo a Lambert que ya no lo odiaba ni le importaba nada lo que le había hecho. Y desde entonces fue libre, hasta seis meses atrás, cuando él trató de hacerle daño a Alex y ella, finalmente, lo hundió.
Ahora, acomodada en un acogedor sillón en el salón del
Cock and Pitcher
, estudiaba al conde de Blackwood como antes había hecho con Lambert. Corrieron las cortinas para protegerse de la fría noche, los candelabros brillaban y la luz del fuego proyectaba en la estancia un cálido resplandor; los aromas de canela y vino se mezclaban con el ambiente suave. Ella hablaba con los demás, incluso con el conde, a quien sólo se dirigía en contadas ocasiones. Sin embargo, echando mano de sus viejas habilidades, lo escuchaba a él casi en exclusiva.
Descubrió cosas interesantes.
A medida que la tarde avanzaba y la cena daba paso al té y, más tarde, al whisky para los caballeros, la expresión de la mirada que dirigía a Yale varió. Al principio era atenta. Después, de preocupación. Yale no manifestó cambio alguno, excepto, quizá, que adoptó un aire más relajado cuando bebía a sorbos los licores.
Emily y el señor Milch habían preparado brandy caliente con pasas. Los presentes improvisaron un juego consistente en intentar coger estas últimas sin quemarse los dedos. Kitty no lo consiguió, y el conde declinó participar. Parecía sumido en sus pensamientos, si se podía decir que un hombre como él pensara profundamente.
Kitty se sentía como un espía, o como imaginaba que debía de sentirse un espía. Pero esta vez no había nada que le impidiese prestar atención disimulando, nada que la hiciera sentirse deshonrada: se dejaba llevar por el instinto, y el deseo no suscitaba en ella culpa alguna. O quizá no fuera simple deseo.
Él apartó la vista hacia el fuego que ardía en la chimenea. En sus ojos oscuros había un misterio que no debería existir, pero que ella había percibido de todos modos. Kitty temía que el deseo no fuera suficiente para aclarar sus sentimientos, lo cual, por otra parte, carecía de sentido; no sabía nada de él.
Sentado en el suelo, entre los perros, estaba Ned, sonriente y con el violín atrapado entre la barbilla y el hombro. Con una copa de vino en una mano y la mirada puesta en el conde, Kitty también sonreía, aunque por dentro le hervía la sangre. Hundida en un sillón blando, se sentía como un gatito mimoso acurrucado delante del fuego ante la atenta mirada de un perro. Un perro con intenciones poco claras y una mandíbula firme y magnífica.
—¡Ajá! —exclamó Cox de pronto—. Así que esta noche tendremos música para celebrar el nacimiento de nuestro Señor y Salvador. Y para cantar. Sí, debemos cantar —había un brillo extraño en sus ojos azules cuando paseaba la mirada entre Kitty y el conde.
—¿Cantará para nosotros lady Katherine? —dijo el escocés en su lengua.
—Ella nunca canta —Emily evitaba los licores esa noche, y ahora parecía concentrarse en su libro, aunque no por ello le desagradaba la compañía.
—Pues lo hizo una vez, y como una alondra.
Kitty no podía decir nada. Aquella noche en el baile de disfraces, después de repudiar a Lambert, había cantado. Leam estaba de pie cerca de ella, diciendo en voz baja que se arrepentiría de su decisión y volvería con él con el tiempo. Tras aquella noche, fue incapaz de volver a cantar.
Emily se volvió hacia Kitty.
—Entonces ¿por qué no cantas ahora?
—Ya no tengo talento para eso.
—No hace falta talento, Kitty, sólo unas cuerdas vocales en buen estado y una caja torácica apropiada.
—No salgo de mi asombro ante las habilidades de las damas —dijo Cox, con un raro matiz en la voz—. Cantan, bailan, pintan con acuarelas, hablan francés e italiano, bordan y realizan toda clase de tareas domésticas. Si tuviera una esposa con semejantes virtudes, le regalaría rosas y chocolate todos los días para agradecerle su talento generoso y sus esfuerzos.
—Se convertiría en un hábito un poco caro —apuntó Yale cogiendo una baraja.
Cox reía entre dientes, extrañamente crispado.
—Ah, pero ella se lo merecería —dijo, y miró al conde, que permanecía sumido en sus pensamientos, como ausente.
—¿Cómo es que aún no se ha casado, señor Cox? —preguntó Emily—. Debe de tener unos treinta años ya. ¿Los comerciantes como usted no se dedican a buscar a hijas de nobles empobrecidos para contraer matrimonio con ellas y asegurarse así contactos sociales útiles para los intereses de su negocio?
Yale sonrió con satisfacción manifiesta.
—Lo que mi amiga quiere decir… —intervino Kitty.
—Está bien, lady Katherine. No me importa; supongo que ella tiene derecho a decirlo —dijo Cox—. Me he pasado varios años viajando por América, de modo que no he tenido la oportunidad de buscar la compañera apropiada de mi vida.
Emily asintió levemente con la cabeza y dijo:
—Lord Blackwood, estuvo usted casado, ¿verdad? Creo que incluso tuvo un hijo.
Kitty sintió que el corazón empezaba a latirle con fuerza.
—Sí —respondió él.
—¿Cómo fue el matrimonio?
En el silencio las cartas chasqueaban mientras los dedos de Yale las repartía y el fuego crepitaba.