La pequeña tienda del pueblo estaba bastante más activa que de costumbre y el zumbido de la conversación que se detuvo en cuanto ella apareció no le dejó ninguna duda en cuanto al tema. Estaban la señora Nelson, la señorita Pollack, el viejo Simon de la cabaña Weir, de quien se afirmaba que era el habitante más viejo y que parecía pensar que eso le dispensaba de cualquier esfuerzo por su higiene personal, y una o dos mujeres de las nuevas cabañas agrícolas cuyas caras y personalidades, si las tenían, todavía le eran desconocidas. Hubo un murmullo general de «buenos días» en respuesta a su propio saludo, y la señorita Pollack llegó tan lejos como para decir: «Un hermoso día de nuevo, ¿no es cierto?», antes de consultar apresuradamente su lista de la compra y tratar de ocultar su cara ruborizada detrás de las barricadas de cereal para el desayuno. El propio señor Wilson dejó a un lado las facturas de las que se estaba ocupando entre bastidores y se adelantó, silenciosamente deferente como siempre, para atender a la señora Maxie. Era un hombre alto, flaco, de aire cadavérico y con una cara de una tristeza tan sorprendente que resultaba difícil creer que no estaba al borde de la quiebra sino que era el dueño de un pequeño negocio floreciente. Escuchaba más chismes que casi cualquier otra persona del pueblo, pero él mismo expresaba una opinión tan pocas veces que sus pronunciamientos se escuchaban con gran respeto y eran recordados por todos. Hasta ahora se había mantenido uniformemente silencioso sobre el tema de Sally Jupp, pero no por eso se pensaba que lo consideraba un tema impropio para el comentario o que se veía constreñido por reverencia alguna frente a la muerte repentina. Tarde o temprano, se presentía, dictaría sentencia, y el pueblo se sentiría muy sorprendido si la sentencia de la justicia misma, emitida más tarde y con más ceremonia, no fuese sustancialmente la misma. Tomó el pedido de la señora Maxie en silencio y se ocupó en persona de atender a su clienta más preciada, mientras una por una, los miembros del pequeño grupo de mujeres murmuraban sus despedidas y salían sigilosa o majestuosamente de su tienda.
Cuando se hubieren ido, el señor Wilson echó a su alrededor una mirada de conspirador, miró hacia arriba con sus ojos acuosos como si buscara consejo y luego se inclinó a través del mostrador hacia la señora Maxie.
—Derek Pullen —dijo—. Ese es.
—Me temo que no sé que es lo que quiere decir, señor Wilson.
La señora Maxie decía la verdad. Podría haber añadido que no tenía ningún interés especial en saberlo.
—Yo no digo nada, descuide señora. Dejen que la policía haga su propio trabajo, eso es lo que digo. Pero si la molestan en Martingale, pregúnteles adónde iba Derek Pullen el último sábado por la noche. Pregúnteles eso. Pasó por aquí a las doce más o menos. Lo vi desde la ventana del dormitorio.
El señor Wilson se irguió con el aire de complacencia de un hombre que ha enunciado un argumento definitivo e irrefutable, y retornó, con un cambio completo de talante, a la tarea de sumar la cuenta de la señora Maxie. Ella sintió que debía decir que cualquier evidencia que tuviese o creyese tener debería ser comunicada a la policía, pero no pudo resignarse a decir las palabras necesarias. Recordaba a Derek Pullen tal como lo había visto por última vez, un joven bajo, con bastantes lunares, que vestía trajes de ciudad de un corte ostentoso y zapatos baratos. Su madre era miembro del Instituto de Mujeres y su padre trabajaba para sir Reynold en la mayor de sus dos granjas. Era demasiado ridículo e injusto. Si Wilson no podía mantener cerrada la boca, la policía estaría en la cabaña de los Pullen antes de que cayera la noche, y era imposible saber qué podían llegar a averiguar. El chico parecía tímido y probablemente se asustaría tanto que perdería el poco juicio que parecía tener. Entonces, la señora Maxie recordó que alguien había estado en la habitación de Sally Jupp esa noche. Podía haber sido Derek Pullen. Si había que evitarle a Martingale cualquier sufrimiento adicional debía dejar aclarado de qué lado estaba.
—Si tiene información, señor Wilson —dijo—, creo que debería dársela al inspector Dalgliesh. Sino podría causarle daño a mucha gente inocente haciendo acusaciones de ese tipo.
El señor Wilson recibió este moderado reproche con la más vivaz satisfacción, como si fuera la única confirmación que necesitaban sus propias teorías. Obviamente, había dicho ya todo lo que se había propuesto decir y el tema estaba acabado. «Cuatro con cinco y diez con nueve y una libra y un chelín hacen una libra dieciséis con dos, si le parece, señora», entonó. La señora Maxie pagó.
M
IENTRAS tanto Dalgliesh entrevistaba a Johnny Wilcox en el despacho, un chico de doce años mugriento y pequeño para su edad. Se había presentado en Martingale con la notificación de que el vicario lo había enviado a ver al inspector y era importante. Dalgliesh le recibió con solemne cortesía y le invitó a sentarse y contar su historia cómodamente. La contó claramente y bien, y fue el testimonio más intrigante que Dalgliesh había escuchado desde hacía un tiempo.
Aparentemente, Johnny, junto con otros miembros de su clase de la escuela dominical, había sido asignado para ayudar con los tés y el lavado de la vajilla. Había surgido cierta susceptibilidad acerca de este arreglo que fue considerado por los chicos como doméstico, degradante, y francamente, no muy divertido. Es cierto que hubo de por medio promesas de festines posteriores con los restos, pero los tés siempre gozaban de popularidad y el año pasado muchos ayudantes habían llegado para echar una mano tardía y compartir el magro botín con aquellos que habían soportado la parte más dura del día. Johnny Wilcox no había encontrado ventaja alguna en demorarse más de lo necesario y en cuanto hubieron llegado suficientes chicos como para que su ausencia fuera menos notable se hizo con dos emparedados de pescado, tres bollos de chocolate y un par de pastelillos de mermelada y se los había llevado al establo del señor Bocock confiado en que éste estaba ocupado con los paseos en pony y no ofrecía peligro.
Johnny había estado por algún tiempo sentado tranquilamente en el establo comiendo y leyendo su revista de historietas (era inútil esperar que pudiera calcular cuánto tiempo, pero sólo quedaba un bollo) cuando escuchó pasos y voces. No había estado solo por un deseo de intimidad y ahora dos personas entraban al establo. No esperó a ver si también pensaban en subir al henil, sino que tomó la precaución sensata de trasladarse con su bollo a un rincón donde se escondió detrás de un gran fardo de heno. Esta acción no le parecía innecesariamente timorata. En el mundo de Johnny, una gran cantidad de disgustos, desde palizas hasta irse a la cama temprano, se evitaban con el sencillo recurso de saber cuando no ser visto. Esta vez la cautela se vio de nuevo justificada. Las pisadas subieron hasta el henil y escuchó el golpe sordo de la trampilla que volvía a su lugar. Después de eso se vio forzado a permanecer sentado en silencio y un tanto aburrido, mordisqueando quedamente su bollo y tratando de hacerlo durar hasta que se fueran los visitantes. Eran sólo dos, de eso estaba seguro, y uno de ellos era Sally Jupp. Había visto fugazmente su cabello cuando entraba por la trampilla, pero había tenido que retroceder antes de poder verla por entero. Pero no cabía duda. Johnny conocía a Sally lo suficientemente bien como para estar completamente seguro de que la había visto y oído en el henil el sábado por la tarde. Pero no había visto ni reconocido al hombre que estaba con ella. Una vez que Sally entró al henil hubiera sido arriesgado mirar a hurtadillas por el costado del atado de heno porque hasta el menor movimiento provocaba un crujido inesperadamente fuerte, y Johnny había dedicado todas sus energías a quedarse completa y casi forzadamente inmóvil. En parte quizá porque el pesado atado de heno había amortiguado sus voces, y en parte porque estaba acostumbrado a encontrar la conversación de la gente mayor a la vez aburrida e incomprensible, no hizo ningún esfuerzo por entender lo que se decía. Todo lo que Dalgliesh podía considerar como fiable era que los dos visitantes discutían, pero en voz baja, que algo se mencionó sobre cuarenta libras y que Sally Jupp había terminado diciendo algo acerca de que no había ningún riesgo si no perdía la cabeza y esperaba la luz. Johnny dijo que habían hablado mucho, pero la mayor parte en voz baja y rápidamente. Sólo esas pocas frases le quedaban en la memoria. No podía decir cuánto tiempo permanecieron los tres en el henil. Había parecido un tiempo tremendamente largo y estaba entumecido y completamente aburrido antes de escuchar el golpe de la trampilla cuando la chica y su acompañante salieron. Johnny no consideró seguro espiar desde su escondite hasta escuchar el sonido de sus pisadas bajando los escalones. Entonces estuvo a tiempo de ver una mano enguantada marrón que volvía a colocar en su lugar la trampilla. Había esperado unos minutos más y después corrió de vuelta a la kermés donde su ausencia había despertado muy poco interés. Eso, en efecto, era toda la aventura del sábado por la tarde de Johnny Wilcox y era exasperante pensar cómo unas pocas variantes en las circunstancias podrían haber aumentado su valor. Si Johnny hubiese sido un poco más arriesgado podría haber visto al hombre. Si hubiese tenido unos años más o hubiese sido de distinto sexo seguramente hubiese considerado esta entrevista clandestina como algo más intrigante que la mera interrupción de una comida y, ciertamente, habría escuchado y recordado lo más posible de la conversación. Ahora era difícil darle alguna interpretación a los fragmentos que había oído. Parecía un muchachito honrado y digno de confianza, pero dispuesto a admitir que podía haberse equivocado. Pensó que Sally había hablado acerca de «la luz», pero podía haberlo imaginado. No había estado escuchando realmente y hablaban en voz baja. Por otra parte, no tenía ninguna duda de que era Sally a quien había visto y estaba igualmente seguro de que no era una entrevista amistosa. No podía estar seguro de la hora en que dejó el establo. Los tés empezaron alrededor de las tres y media y continuaron mientras hubo gente que los pidiera y quedase comida. Johnny pensaba que debía haber sido alrededor de las cuatro y media cuando se escapó de la señora Cope. No podía recordar cuánto tiempo estuvo escondido en el establo. Había parecido un tiempo muy largo. Con eso debía contentarse Dalgliesh. Todo el asunto se parecía sospechosamente a un caso de chantaje y parecía probable que se hubiera concertado otra entrevista. Pero el hecho de que Johnny no hubiera reconocido la voz del hombre parecía una prueba concluyente de que no se trataba de Stephen Maxie o de un hombre del lugar, a la mayoría de los cuales conocería bien. Eso al menos apoyaba la teoría de que había otro hombre a considerar. Si Sally estaba chantajeando a ese extraño y éste estaba efectivamente en la kermés, entonces las cosas tomaban mejor color para los Maxie. Mientras le daba las gracias al joven Johnny, le advertía que no hablara con nadie sobre su experiencia y lo dejaba ir hacia el reconfortante placer de contarle todo lo que había sucedido al vicario, la mente de Dalgliesh ya estaba considerando nuevas evidencias.
L
A encuesta se fijó para las tres del martes y los Maxie se dieron cuenta de que casi la esperaban con interés, o por lo menos como una obligación conocida que podría ayudar a acelerar el paso de las horas lentas, incómodas. Había una sensación de desasosiego constante similar a la tensión de un día con truenos cuando la tormenta es inevitable pero no termina de estallar. La tácita presuposición de que nadie en Martingale podía ser un asesino impedía cualquier discusión realista de la muerte de Sally. Todos tenían miedo de decir demasiado o de decírselo a la persona equivocada. A veces Deborah deseaba que los de la casa pudieran reunirse y por lo menos ponerse de acuerdo sobre alguna base sólida de estrategia. Pero cuando Stephen, vacilante, expresó el mismo deseo ella retrocedió presa de un súbito pánico. Stephen hablando sobre Sally era algo que no se podía soportar.
Felix Hearne era diferente. Con él era posible hablar casi de cualquier cosa. No temía a la muerte propia ni estaba receloso de ella y, aparentemente, no veía infracción alguna al buen gusto en discutir la muerte de Sally Jupp desapasionadamente o aun a la ligera. Al principio Deborah tomó parte en estas conversaciones con una actitud de bravata. Luego comprendió que el humor sólo era una pobre tentativa de denigrar el miedo. Ahora, antes del almuerzo del martes, paseaba entre las rosas junto a Felix mientras él dejaba fluir su torrente de charla felizmente disparatada provocándole un flujo de teorías igualmente desapasionadas y entretenidas.
—Hablando en serio, Deborah. Si estuviese escribiendo un libro haría que fuera uno de los muchachos del pueblo. Derek Pullen, por ejemplo.
—Pero él no lo hizo. De todos modos, no tiene un motivo.
—El motivo es lo último que hay que buscar. Siempre se puede encontrar un motivo. Quizás el cadáver lo estaba chantajeando. Quizá lo estaba presionando para que se casara con ella y él no quería. Podía decirle que había otro bebé en camino. No es cierto, claro, pero él no tenía por qué saberlo. Verás, estaban teniendo el habitual
affaire
apasionado. A él le haría del tipo tranquilo, intenso. Son capaces de cualquier cosa. En la ficción, al menos.
—Pero no quería que él se casara con ella. Tenía a Stephen para casarse. No querría a Derek Pullen si podía tener a Stephen.
—Hablas, si me permites, con la ciega parcialidad de una hermana. Pero que sea como quieres. ¿A quién sugieres?
—Suponte que hagamos que sea papá.
—¿Te refieres al caballero anciano, atado a su cama?
—Sí. Salvo que no lo estaba. Podría ser uno de esos argumentos de Gran Guiñol. El caballero anciano no quería que su hijo se casara con la intrigante desvergonzada, de modo que se arrastró escaleras arriba, peldaño a peldaño y la estranguló con su vieja corbata de la escuela.
Felix consideró este producto y lo rechazó.
—Por qué no hacer que sea el visitante misterioso con un nombre como el de un gato del cine. ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Podría ser el padre del chico?
—Oh, no creo.
—Y bien, lo era. Había conocido al cadáver cuando era una niña inocente en su primer trabajo. Echaré un velo sobre ese penoso episodio pero puedes imaginarte su sorpresa y horror cuando vuelve a encontrarla, la muchacha que ha agraviado, en la casa de su prometida. ¡Y con su hijo además!