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Authors: P. D. James

Tags: #Intriga, Policíaco

Cubridle el rostro (13 page)

BOOK: Cubridle el rostro
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—Ese reloj está siempre adelantado cinco minutos, señor. ¿Podría continuar, por favor?

—Entonces volvimos a las diez y cuarenta. No me fijé en mi reloj. La señora Riscoe me ofreció un whisky, que rechacé. También rechacé una bebida con leche y ella fue a la cocina a prepararse la suya. Unos minutos después volvió y dijo que había cambiado de idea. También dijo que, aparentemente, su hermano todavía estaba afuera. Hablamos un poco y convenimos encontrarnos para salir a cabalgar a la mañana siguiente a las siete. Luego nos fuimos a dormir. Yo pasé una noche razonablemente buena. Y hasta donde yo sé, la señora Riscoe también. Me había vestido y la estaba esperando en el vestíbulo cuando escuché a Stephen Maxie llamarme. Quería mi ayuda con la escalera. El resto ya lo sabe.

—¿Mató usted a Sally Jupp, señor Hearne?

—No, que yo sepa.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Simplemente que supongo que podría haberlo hecho en un estado de amnesia, pero no es una suposición práctica.

—Creo que podemos dejar a un lado esa posibilidad. La señorita Jupp fue muerta por alguien que sabía lo que, él o ella, estaba haciendo. ¿Tiene alguna idea de quién?

—¿Espera que tome esa pregunta en serio?

—Espero que tome todas mis preguntas en serio. Esta joven madre fue asesinada. Me propongo averiguar quién la mató sin malgastar demasiado de mi tiempo ni del de ninguna otra persona y espero que coopere conmigo.

—No tengo la menor idea de quién la mató y no sé si, de tenerla, se lo diría. No tengo su pasión evidente por la justicia abstracta. Sin embargo, estoy dispuesto a cooperar hasta el punto de señalar algunos hechos que, con su entusiasmo por los interrogatorios prolongados de sus sospechosos, puede posiblemente haber pasado por alto. Alguien había entrado por la ventana de esa chica. Tenía animales de vidrio sobre el antepecho y habían sido desparramados. La ventana estaba abierta y su cabello húmedo. Anoche llovió desde las doce y media hasta las tres. Deduzco que estaba muerta antes de las doce y media o hubiese cerrado la ventana. El niño no se despertó hasta que llegó su hora habitual. Entonces, presumiblemente, el visitante hizo poco ruido. No es probable que haya habido una disputa violenta. Me imagino que la misma Sally dejó entrar a su visitante por la ventana. Probablemente usó la escalera. Ella sabría dónde se guardaba. Tal vez lo había citado. En cuanto al porqué, su opinión vale tanto como la mía. Yo no la conocía pero, de algún modo, nunca me impresionó como de una fuerte sexualidad o promiscua. El hombre probablemente estaba enamorado de ella y, cuando le habló de su propósito de casarse con Stephen Maxie, la mató en un acceso súbito de celos o de ira. No puedo creer que se trate de un crimen premeditado. Sally había cerrado la puerta con llave para asegurarse de no ser molestados y el hombre salió por la ventana sin quitar la llave. Puede no haberse dado cuenta de que estaba con cerrojo. De lo contrario, probablemente lo hubiera descorrido y efectuado su salida con más cuidado. Esa puerta con cerrojo debe ser una gran decepción para usted, inspector. Ni siquiera usted puede imaginarse a alguien de la familia subiendo y bajando una escalera para entrar y salir de su propia casa. Sé lo excitado que debe estar con el compromiso Maxie-Jupp, pero no necesita que yo le señale que, si tuviésemos que cometer asesinatos para romper un compromiso inoportuno, la tasa de mortalidad entre las mujeres sería muy alta.

A medida que iba hablando, Felix supo que era un error. El miedo le había hecho caer en la trampa de la locuacidad, al igual que en el enojo. El sargento de policía le observaba con la mirada resignada y ligeramente compadecida de quien ha visto a demasiados hombres ponerse en ridículo como para sorprenderse, pero que, sin embargo, desearía que no lo hicieran. Dalgliesh habló suavemente:

—Creí que había pasado una buena noche. Sin embargo notó que llovió desde las doce y media hasta las tres.

—Para mí fue una buena noche.

—¿Entonces sufre de insomnio? ¿Qué toma?

—Whisky. Pero muy pocas veces en casa ajena.

—Antes describió cómo se descubrió el cuerpo y cómo fue al cuarto de baño contiguo con la señora Riscoe mientras el doctor Maxie telefoneaba a la policía. Al cabo de un rato la señora Riscoe le dejó para ir junto con su madre. ¿Qué hizo usted después de eso?

—Pensé que sería mejor ir a ver si la señora Bultitaft estaba bien. No me imaginaba que nadie se sintiera con ganas de desayunar, pero era obvio que íbamos a necesitar abundante café caliente, y sería una buena idea que hubiera emparedados. Parecía aturdida y repetía continuamente que Sally debió haberse matado. Le señalé lo más suavemente posible que era anatómicamente imposible, y eso pareció perturbarla más. Me echó una mirada curiosa como si fuera un extraño y luego rompió a sollozar fuertemente. Para cuando conseguí calmarla, la señorita Bowers ya había llegado con la criatura y se ocupaba con obvia eficiencia de su desayuno. Martha se recompuso y nos dedicamos al café y al desayuno del señor Maxie. A esas alturas la policía había llegado y se nos dijo que esperáramos en el salón.

—¿Cuando la señora Bultitaft se echó a llorar, fue ésa la primera señal de dolor que había mostrado?

—¿Dolor? —la pausa fue casi imperceptible—. Obviamente estaba muy conmocionada, como todos nosotros.

—Gracias, señor. Esto ha sido de mucha ayuda. Haré que pasen a máquina su declaración y luego le pediré que la lea y, si está de acuerdo con ella, la firme. Si hay algo más que quiera decirme habrá muchas oportunidades. Andaré por aquí. Ya que vuelve al salón, ¿quiere preguntarle a la señora Bultitaft si puede venir ahora?

Fue una orden, no un pedido. Cuando llegó a la puerta oyó hablar nuevamente a la voz tranquila:

—No será apenas una sorpresa para usted enterarse de que su relato de los hechos coincide casi exactamente con el de la señora Riscoe. Con una excepción. La señora Riscoe dice que usted pasó casi toda la noche en la habitación de ella, no en la suya. Dice, concretamente, que durmieron juntos.

Felix se detuvo un instante mirando la puerta y luego se volvió hacia el hombre sentado al escritorio.

—Eso fue muy dulce por parte de la señora Riscoe, pero a mí me complica las cosas, ¿no es cierto? Me temo, inspector, que tendrá que decidir cuál de los dos está mintiendo.

—Gracias —dijo Dalgliesh—. Ya lo he hecho.

7

D
ALGLIESH se había encontrado a estas alturas con una buena cantidad de Marthas y nunca había pensado que fueran personas complicadas. Estaban ocupadas con el bienestar del cuerpo, la preparación de la comida, el sinfín de trabajos humildes que alguien debe llevar a cabo antes de que la vida intelectual pueda realizarse. Sus propias modestas necesidades emocionales encontraban su satisfacción en el servicio. Eran leales, trabajadoras y resultaban buenos testigos porque carecían a la vez de la imaginación y la práctica necesarias para mentir con éxito. Podían ser un estorbo si se decidían a proteger a quienes se habían ganado su lealtad, pero éste era un peligro manifiesto que podía preverse. No esperaba dificultad alguna con Martha. Fue con un sentimiento de irritación que Dalgliesh se dio cuenta de que alguien había estado hablando con ella. Sería correcta, sería respetuosa, pero cualquier información que extrajese la obtendría por la vía difícil. Martha había sido preparada y no era difícil adivinar por quién. Avanzó con paciencia.

—De modo que usted cocina y ayuda a atender al señor Maxie. Debe ser una carga pesada. ¿Usted le sugirió a la señora Maxie que empleara a Sally Jupp?

—No.

—¿Sabe quién lo hizo?

Martha calló por varios segundos, como preguntándose si podría arriesgar una indiscreción.

—Puede haber sido la señorita Liddell. Se le puede haber ocurrido a la misma señora. No lo sé.

—Pero me imagino que la señora lo habló con usted antes de emplear a la chica.

—Me habló acerca de Sally. Era a la señora a quien le correspondía decidir.

Dalgliesh comenzó a encontrar irritante este servilismo, pero su voz no cambió. Nunca se supo que hubiese perdido la paciencia con un testigo.

—¿La señora Maxie había empleado antes alguna vez a una madre soltera?

—A nadie se le hubiera ocurrido en los viejos tiempos. Todas nuestras muchachas vinieron con recomendaciones excelentes.

—Así que esta fue una empresa nueva. ¿Le parece que fue un éxito? Usted es quien más tuvo que ver con la señorita Jupp. ¿Qué clase de chica era?

Martha no contestó.

—¿Usted estaba satisfecha con la forma en que trabajaba?

—Estaba bastante satisfecha. Al principio, por lo menos.

—¿Qué le hizo cambiar de opinión? ¿Qué se levantaba tarde? —los ojos de párpados pesados y obstinados giraron súbitamente de lado a lado.

—Hay cosas peores que quedarse en la cama.

—¿Por ejemplo?

—Empezó a volverse impertinente.

—Eso le debe haber resultado molesto a usted. Me pregunto qué habrá hecho que Sally se volviera impertinente.

—Las chicas son así. Empiezan muy tranquilas y después comienzan a actuar como si fueran la dueña de casa.

—Supóngase que Sally Jupp hubiese empezado a pensar que podría ser la dueña aquí algún día.

—Entonces estaba loca.

—Pero el doctor Maxie le propuso matrimonio la noche del sábado.

—No sé nada de eso. El doctor Maxie no podría haberse casado con Sally Jupp.

—Alguien parece haberse asegurado de eso, ¿no es cierto? ¿Tiene alguna idea de quién?

Martha no contestó. No había, efectivamente, nada que decir. Si Sally Jupp realmente había sido asesinada por ese motivo, el círculo de sospechosos no era muy grande. Dalgliesh comenzó a hacerle repasar con tediosa meticulosidad los acontecimientos de la tarde y la noche del sábado. Poco podía decir de la kermés. Aparentemente no había participado en ella, salvo una vuelta por el jardín antes de darle al señor Maxie su cena y acomodarlo para la noche. Cuando volvió a la cocina, era evidente que Sally le había dado a Jimmy su té y le había llevado arriba para bañarlo porque el cochecito estaba en el fregadero y la bandeja y la taza del niño estaban en la pileta. La muchacha no apareció y Martha no había perdido el tiempo en buscarla. La familia se había servido sola la cena que era comida fría, y la señora Maxie no la había hecho venir. Después la señora Riscoe y el señor Hearne habían ido a la cocina para ayudar a lavar los platos. No preguntaron si Sally había vuelto. Nadie la mencionó. Hablaron más que nada de la kermés. El señor Hearne se había reído y bromeado con la señora Riscoe mientras lavaban. Era un señor muy divertido. No habían ayudado a preparar las bebidas calientes. Eso se hacía más tarde. La lata de chocolate estaba en un aparador con las demás provisiones. Y ni la señora Riscoe ni el señor Hearne se habían acercado al aparador. Ella se había quedado en la cocina todo el tiempo que estuvieron allí.

Cuando se fueron vio la televisión durante media hora. No, no se había preocupado por Sally. La chica volvería cuando le viniera en gana. A eso de las nueve menos cinco Martha había puesto una cacerola con leche a calentar despacio al lado de la cocina. Esto se hacía en Martingale la mayoría de las noches para que ella pudiera acostarse temprano. Había colocado las tazas en una bandeja. Había tazas grandes y platillos dispuestos para cualquier huésped que quisiera una bebida caliente por la noche. Sally sabía muy bien que la taza azul pertenecía a la señora Riscoe. Todos en Martingale lo sabían. Después de ocuparse de la leche caliente, Martha se acostó. Estaba en la cama antes de las diez y media y no había escuchado nada anormal en toda la noche. Por la mañana había ido a despertar a Sally y había encontrado la puerta cerrada. Fue a decírselo a la señora. El resto él ya lo sabía.

Llevó más de cuarenta minutos extraer esta información nada notable, pero Dalgliesh no mostró ningún signo de impaciencia. Ahora llegaron al hallazgo en sí mismo del cuerpo. Era importante descubrir hasta qué punto el relato de Martha coincidía con el de Catherine Bowers. Si coincidía, entonces al menos una de sus teorías provisionales podía resultar acertada. El relato coincidió. Pacientemente siguió adelante y preguntó por el Sommeil faltante. Pero aquí tuvo menos éxito. Martha Bultitaft no creía que Sally hubiese encontrado comprimidos en la cama de su amo.

—A Sally le gustaba hacer creer que se ocupaba del amo. A veces hacía un turno por la noche si la señora estaba muy cansada. Pero a él no le gustaba que estuviera con él nadie que no fuera yo. Me encargo de todas las tareas pesadas. Si hubo algo escondido en la cama yo lo habría encontrado.

Había sido su discurso más extenso. Dalgliesh sintió que había en ella convencimiento. Finalmente le preguntó por la lata de chocolate vacía. Aquí, de nuevo, habló tranquilamente pero con una certeza serena. Había encontrado la lata vacía sobre la mesa de la cocina cuando bajó a preparar el té por la mañana temprano. Había quemado el papel de adentro, lavado la lata, y luego la había dejado en el cubo de basura. ¿Por qué la había lavado antes? Porque a la señora no le gustaba que se echaran al cubo latas pegajosas o grasosas. La de chocolate no estaba grasosa, naturalmente, pero eso no importaba. En Martingale se lavaban todas las latas usadas. ¿Y por qué había quemado el papel de dentro? Bueno, no podía limpiar el interior de la lata con el forro dentro, ¿no es cierto? La lata estaba vacía, de modo que la enjuagó y la tiró. Su tono sugería que ninguna persona razonable podría haber hecho otra cosa.

Realmente, Dalgliesh no veía cómo su historia podía ser eficazmente puesta en tela de juicio. Se le cayó el alma a los pies ante la idea de interrogar a la señora Maxie sobre el método habitual de disponer de las latas usadas de la familia. Pero, una vez más, sospechó que Martha había sido aleccionada. Estaba empezando a ver el esbozo de una trama. La infinita paciencia de la última hora bien había valido la pena.

Capítulo V
1

E
L asilo St. Mary estaba aproximadamente a una milla de la parte central del pueblo, un edificio feo de ladrillo colorado con una multiplicidad de gabletes y torrecillas, retirado del camino principal tras un discreto escudo de arbustos de laurel. El camino de grava de la entrada llevaba a una puerta principal cuyo gastado llamador relucía gracias a constantes lustrados. Cortinas de tul blancas como la nieve en cada una de las ventanas. Unos escalones bajos de piedra a un costado de la casa descendían a un jardín cuadrado donde estaban apiñados varios cochecitos de bebé. Una criada de cofia y delantal los hizo entrar, probablemente una de las madres, pensó Dalgliesh, y los hizo pasar a una pequeña habitación a la izquierda del vestíbulo. Parecía no estar segura de qué hacer y no pudo captar el nombre de Dalgliesh pese a que se lo repitió dos veces. Unos grandes ojos le miraban sin comprender a través de las gafas con montura de acero mientras vacilaba desdichada en el vano de la puerta.

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