«No pueden tardar mucho más», pensaba Feliz Hearne, «La cuestión es no perder los estribos. Se va a tratar de policías ingleses, policías ingleses extremadamente corteses haciendo preguntas estrictamente de acuerdo con las normas establecidas por los jueces. El miedo es difícil de ocultar. Me imagino la cara de Dalgliesh si me decidiera a explicarlo. Inspector, discúlpeme si doy la impresión de tenerle pánico. La reacción es puramente automática, una jugarreta del sistema nervioso. Tengo aversión a los interrogatorios formales, y más todavía a las sesiones informales cuidadosamente montadas. Tuve alguna experiencia de eso en Francia. Me he recuperado completamente de sus efectos, comprende, excepto por este pequeño legado. Tiendo a perder los estribos. No es más que puro, simple y maldito miedo. Estoy seguro de que usted lo comprenderá, Herr inspector. Sus preguntas son tan razonables. Es una desgracia que yo desconfíe de las preguntas razonables. No debemos exagerar esto está claro. Es una incapacidad menor. Uno pasa una parte relativamente pequeña de su vida siendo interrogado por la policía. Me libré de una buena. Hasta me dejaron algunas de mis uñas. Sólo estoy tratando de explicarle que me puede resultar difícil darle las respuestas que usted espera».
Stephen se dio la vuelta.
—¿Qué les parece si llamamos a un abogado? —preguntó repentinamente—. ¿No deberíamos hacer venir a Jephson?
Su madre alzó la vista de la silenciosa contemplación de sus manos entrelazadas.
—Mathew Jephson está paseando en coche por algún lugar de Europa. Lionel está en Londres. Podríamos avisarle si crees que es necesario.
Su voz tenía un matiz de interrogación. Deborah dijo impulsivamente:
—¡No, mamá! No a Lionel Jephson. Es el pelmazo más pomposo del mundo. Esperemos a que nos arresten antes de alentarlo a que venga hasta aquí a darse aires. Además no es un abogado penalista. Sólo entiende de fideicomisos, declaraciones juradas y documentos. Esto lo escandalizaría hasta el fondo de su alma honorable. No serviría de nada.
—¿Y qué hay de usted, Hearne? —preguntó Stephen.
—Me puedo arreglar sin ayuda, gracias.
—Tendríamos que pedirle disculpas por mezclarle en esto —dijo Stephen con una formalidad afectada—. Es desagradable para usted y puede resultarle inoportuno. No sé cuándo podrá estar de vuelta en Londres.
Felix pensó que esas disculpas más bien correspondía dárselas a Catherine Bowers. Aparentemente, Stephen estaba decidido a ignorar a la joven. ¿Es que este joven estúpido y arrogante pensaba seriamente que esta muerte no era más que algo desagradable e inoportuno? Miró hacia la señora Maxie mientras respondía:
—Me sentiré muy feliz de permanecer aquí, voluntaria o involuntariamente, si puedo ser de alguna utilidad.
Catherine estaba añadiendo sus entusiastas afirmaciones en el mismo sentido cuando el sargento silencioso, súbitamente revivido, se cuadró en un solo movimiento. La puerta se abrió y entraron tres policías de civil. Al superintendente Manning ya lo conocían. Rápidamente presentó a sus acompañantes como el inspector en jefe de detectives Adam Dalgliesh y el sargento de detectives George Martin. Cinco pares de ojos se volvieron simultáneamente hacia el más alto de los desconocidos con miradas de temor, apreciación o abierta curiosidad.
Catherine Bowers pensó: «Alto, moreno y buen mozo. No lo que yo esperaba. Realmente una cara muy interesante».
Stephen Maxie pensó: «Un tipo con aire arrogante. Se tomó su tiempo antes de venir. Me imagino que la idea es ablandarnos. O si no, ha estado husmeando por la casa. Este es el fin de la intimidad».
Felix Hearne pensó: «Bueno, aquí está. Adam Dalgliesh, he oído hablar de él. Implacable, poco ortodoxo, siempre trabajando en contra del reloj. Supongo que tiene sus propias compulsiones particulares. Por lo menos nos han considerado adversarios dignos de lo más selecto».
Eleanor Maxie pensó: «Dónde he visto antes esa cabeza. Claro. Ese Durero. ¿Fue en Munich?
Retrato de un desconocido
. Por qué es que uno siempre espera que los oficiales de policía usen bombines y gabardinas».
Durante el intercambio de presentaciones y cortesías Deborah lo miró fijamente como si lo viera a través de una red de cabello dorado rojizo. Cuando habló lo hizo con una voz extrañamente profunda, reposada e inexpresiva:
—El superintendente Manning me ha dado a entender que el pequeño despacho contiguo ha sido puesto a mi disposición. Espero que no resulte necesario monopolizarlo ni a él ni a ustedes por mucho tiempo. Quisiera verlos por separado, por favor, y en este orden.
—Ven a verme a mi estudio a las nueve, a las nueve y cinco, a las nueve y diez… —le susurró Felix a Deborah.
No sabía si buscaba alivio para sí o para ella, pero no le respondió ninguna sonrisa. Dalgliesh dejó que su mirada recorriera brevemente el grupo.
—El señor Stephen Maxie, la señorita Bowers, la señora Maxie, la señora Riscoe, el señor Hearne y la señora Bultitaft. Los que esperen tengan a bien quedarse aquí. Si alguno de ustedes tiene necesidad de dejar la habitación hay una policía femenina y un agente afuera en el vestíbulo que pueden acompañarlos. Esta vigilancia será menos rigurosa en cuanto todos hayan sido entrevistados. ¿Me haría el favor de venir conmigo, señor Maxie?
S
TEPHEN Maxie tomó la iniciativa.
—Creo que sería mejor que empezara por hacerle saber que la señorita Jupp y yo estábamos comprometidos para casarnos. Le pedí su mano ayer al anochecer. No es ningún secreto. No puedo tener nada que ver con su muerte y podría no haberme molestado en mencionárselo si no fuera porque ella lo dio a conocer delante de la chismosa mayor del pueblo, de modo que usted probablemente se enteraría bastante pronto.
Dalgliesh, que ya se había enterado y no estaba en modo alguno convencido de que el pedido de mano no tuviera nada que ver con el asesinato, agradeció gravemente al señor Maxie por su franqueza y le expresó formales condolencias por la muerte de su prometida. El muchacho levantó la cabeza y le dirigió una repentina mirada directa.
—No siento que tenga derecho alguno a aceptar condolencias. Ni siquiera puedo sentirme afligido. Supongo que lo sentiré cuando se me haya borrado un poco el impacto. Nos comprometimos tan sólo ayer y hoy está muerta. Aún no resulta creíble.
—¿Su madre sabía de este compromiso?
—Sí. Toda la familia lo sabía, salvo mi padre.
—¿La señora Maxie lo aprobaba?
—¿No sería mejor que eso se lo preguntara a ella?
—Quizá sí. ¿Cuáles eran sus relaciones con la señorita Jupp antes de la noche de ayer, doctor Maxie?
—Si usted está preguntando si éramos amantes la respuesta es no. Sentía pena por ella. La admiraba y me atraía. No tengo la menor idea acerca de lo que pensaba de mí.
—Sin embargo, ¿había aceptado su propuesta de matrimonio?
—No explícitamente. Les dijo a mi madre y a sus invitados que yo había pedido su mano de modo que naturalmente di por sentado que tenía la intención de aceptarme. De no ser así no hubiera tenido sentido dar la noticia.
Dalgliesh podía pensar en muchas razones por las que la chica hubiese dado la noticia, pero no estaba dispuesto a comentarlas. En cambio, instó a su testigo a que diera su propia versión de los hechos recientes desde el momento en que los comprimidos faltantes de Sommeil fueron introducidos por vez primera en la casa.
—¿De modo que piensa que estaba narcotizada, inspector? Le conté al superintendente lo de los comprimidos cuando llegó. Con toda seguridad estaban en el botiquín de mi padre esta mañana temprano. La señorita Bowers los vio cuando fue a buscar una aspirina. Ahora no están allí. El único Sommeil que hay en el botiquín está ahora en un envoltorio sellado. El frasco ha desaparecido.
—Sin duda lo encontraremos, doctor Maxie. La autopsia nos hará saber si la señorita Jupp estaba o no narcotizada y, en caso afirmativo, qué cantidad ingirió. Es casi seguro que hay algo además del chocolate en esa taza junto a la cama. Claro que pudo haberlo puesto ella misma.
—¿Y si no lo hizo, inspector, quién fue? La droga podía no estar destinada a Sally. La taza que estaba junto a la cama era el de mi hermana. Cada uno de nosotros tiene una propia y son todas diferentes. Si el Sommeil estaba destinado para Sally debe haber sido echado en la bebida después de que lo llevara a su habitación.
—Si las tazas son tan diferentes es curioso que la señorita Jupp haya cogido la que no le correspondía. Ése es un error poco probable, ¿no?
—Puede no haber sido un error —dijo Stephen secamente.
Dalgliesh no le pidió que lo aclarara sino que escuchó en silencio mientras su testigo describía la visita de Sally al hospital de St. Luke el jueves pasado, lo ocurrido en la kermés de la iglesia, el súbito impulso que le había llevado a la propuesta matrimonial y el hallazgo del cuerpo de su prometida. Su relato fue fáctico, conciso y casi carente de emoción. Cuando describió la escena en el dormitorio de Sally su voz sonó casi clínicamente objetiva. O tenía un enorme control de sí mismo o había previsto esta entrevista y se había preparado por adelantado para no revelar en momento alguno miedo o remordimiento.
—Fui con Felix Hearne a buscar la escalera. Él estaba vestido pero yo todavía llevaba mi bata. De camino al cobertizo que está frente a la ventana de Sally perdí una de mis pantuflas, así que él llegó antes y cogió la escalera. Siempre se guarda allí. Para cuando le alcancé ya la había sacado y preguntaba adónde había que llevarla. Le indiqué en dirección a la ventana de Sally. Transportamos la escalera entre los dos aunque es muy liviana. Una persona sola podría manejarla, aunque no sé si se tratara de una mujer. La apoyamos contra la pared y Hearne subió primero mientras yo la sostenía. Le seguí inmediatamente. La ventana estaba abierta pero con las cortinas corridas. Como ya ha visto, la cama está en ángulo recto con la ventana con la cabecera en esa dirección. Hay un antepecho ancho en la parte en la que la ventana sobresale y aparentemente Sally tenía allí una colección de pequeños animales de vidrio en miniatura. Vi que estaban desparramados y la mayoría rotos. Hearne fue hasta la puerta y corrió el cerrojo. Me quedé parado mirando a Sally. La ropa de cama le cubría hasta el mentón, pero me di cuenta en seguida de que estaba muerta. A esas alturas el resto de la familia estaba alrededor de la cama, y cuando la descubrí pudimos ver lo que había pasado. Estaba acostada de espaldas, no la movimos, y tenía un aire muy sereno. Pero usted sabe qué aspecto tenía. La vio.
—Sé lo que yo vi —dijo Dalgliesh—. Ahora estoy preguntando qué es lo que vio usted.
El joven le miró con extrañeza y luego cerró los ojos por un segundo antes de responder. Habló con una voz apagada y sin expresión, como si repitiera una lección aprendida de memoria.
—Había un hilo de sangre en la comisura de su boca. Los ojos estaban casi cerrados. Había una marca bastante clara de un pulgar bajo la mandíbula inferior derecha, sobre el asta del cartílago tiroides, y señales menos claras de huellas de dedos sobre el lado izquierdo del cuello a lo largo del cartílago tiroides. Era un caso evidente de estrangulación manual llevada a cabo con la mano derecha y desde una posición frontal. Se debe haber usado bastante fuerza, pero pensé que la muerte podía haberse debido a la inhibición del vago y puede haber sido muy súbita. Encontré pocos de los signos clásicos de asfixia. Pero sin duda obtendrá todos los datos de la autopsia.
—Creo que van a concordar con su opinión. ¿Pudo hacerse alguna idea de la hora de la muerte?
—Había algo de
rigor mortis
en la mandíbula y en los músculos del cuello. No sé si se había difundido más allá de eso. Estoy describiendo los signos que percibí casi de manera subconsciente. En esas circunstancias no puede esperar un informe
post mortem
completo.
El sargento Martin, con la cabeza inclinada sobre su libreta, detectó infaliblemente la primera señal cercana a la histeria y pensó: «Pobre diablo. El viejo puede ser bastante cruel. Sin embargo, hasta ahora ha aguantado bastante bien. Demasiado bien para un hombre que acaba de descubrir el cadáver de su chica. Si es que era su chica».
—A su debido tiempo tendré el informe completo de la autopsia —dijo Dalgliesh con tranquilidad—. Me interesaba su estimación de la hora del deceso.
—Pese a la lluvia era una noche bastante calurosa. Diría que no menos de cinco horas ni más de ocho.
—¿Mató usted a Sally Jupp, doctor?
—No.
—¿Sabe quién lo hizo?
—No.
—¿Cuales fueron sus movimientos a partir del momento en que terminó de cenar la noche del sábado hasta que la señorita Bowers lo llamó esta mañana con la noticia de que la puerta de Sally Jupp estaba cerrada con cerrojo?
—Tomamos el café en el salón. A eso de las nueve mi madre sugirió que comenzáramos a contar el dinero. Estaba en la caja de seguridad, aquí en el despacho. Pensé que estarían más a gusto sin mí y me sentía inquieto, así que salí a dar una vuelta. Le dije a mi madre que podía demorarme y le pedí que me dejara abierta la puerta sur. No tenía un rumbo fijo en mente, pero en cuanto salí de la casa sentí que me gustaría ver a Sam Bocock. Vive solo en la cabaña que está en el extremo más alejado del prado de la casa. Caminé a través del jardín y por el prado hasta su cabaña y me quedé allí con él hasta bastante tarde. No puedo recordar exactamente a qué hora me fui, pero quizás él pueda ayudar. Pienso que fue justo después de las once. Caminé de vuelta solo, entré en la casa por la puerta sur, corrí el cerrojo y me fui a la cama. Eso es todo.
—¿Volvió directamente a su casa?
Dalgliesh no dejó de notar la vacilación casi imperceptible.
—Sí.
—¿Eso significa que hubiese estado de vuelta a qué hora?
—Desde la cabaña de Bocock son cinco minutos a pie pero yo no tenía prisa. Supongo que habré estado de vuelta y en la cama hacia las once y media.
—Es una lástima que no pueda ser preciso respecto de la hora, doctor Maxie. También es desde todo punto de vista sorprendente si se toma en cuenta que en su mesa de noche tiene un pequeño reloj de esfera luminosa.
—Puede que lo tenga. Eso no quiere decir que siempre tome nota de las horas en que me duermo o me levanto.
—Usted pasó más o menos dos horas con el señor Bocock. ¿De qué hablaron?
—Principalmente de caballos y de música. Tiene un tocadiscos bastante bueno. Escuchamos su nuevo disco, Klemperer dirigiendo la
Heroica
, para ser preciso.