Avanzando por el pasillo fuera del alcance de su voz, Deborah pensó tristemente: «Stephen y yo nos hemos apartado tanto qué podría preguntarle a bocajarro si mató a Sally sin estar segura de qué respuesta obtendría».
D
ALGLIESH y Martin estaban sentados en el pequeño salón del Moonraker’s Arms en ese estado de hartazgo insatisfecho que generalmente sucede a una mala comida. Les habían asegurado que la señora Piggott, quien junto con su marido estaba a cargo de la hostería, era conocida por su comida sencilla y abundante. La expresión había sonado ominosamente en los oídos de hombres a quienes sus viajes habían acostumbrado a los caprichos de la buena y sencilla comida inglesa. Es probable que fuera Martin quien más sufriera. Su servicio durante la guerra en Francia e Italia le había dado un gusto por la comida europea que desde entonces satisfacía durante sus vacaciones en el extranjero. La mayor parte de su tiempo libre y todo su dinero sobrante lo empleaba en eso. Él y su mujer, jovial y emprendedora, eran viajeros entusiastas y sencillos, confiados en su habilidad para ser entendidos, tolerados y bien alimentados en casi cualquier rincón de Europa. Por extraño que parezca, hasta ahora nunca se habían visto defraudados. Sentado con un profundo malestar abdominal, Martin dejó vagar su mente por la
cassoulet de Toulouse
y recordó con añoranza la
poularde en vessu
que había comido por primera vez en un modesto hotel en la Ardèche. Las necesidades de Dalgliesh eran a la vez más simples y más exigentes. Sólo ansiaba comida inglesa sencilla y correctamente cocinada.
La señora Piggot tenía fama de preocuparse por sus sopas. Esto era cierto en la medida en que los ingredientes envasados eran lo suficientemente bien mezclados como para evitar grumos. Hasta había experimentado con sabores y la mezcla de hoy de tomate (anaranjado) y rabo de buey (pardo rojizo), lo bastante espesa como para sostener la cuchara sin ayuda, resultaba tan sorprendente para el paladar como para la vista. Después de la sopa vinieron un par de chuletas de carnero, artísticamente colocadas sobre un montículo de patatas y flanqueadas por guisantes enlatados más grandes y brillantes que cualquier guisante que alguna vez conociera una vaina. Tenían sabor a harina de soja. Rezumaban un colorante verde que tenía poca semejanza con el color de cualquier vegetal conocido y se mezclaba desagradablemente con el jugo de la carne. A continuación un pastel de manzanas y casis, en la que ninguna de las frutas se habían encontrado, ni entre sí ni con la pasta, hasta haber sido dispuestas sobre el plato por la mano cuidadosa de la señora Piggott y generosamente cubiertas con crema sintética.
Martin arrancó su mente de la contemplación de esos horrores culinarios y la centró en el asunto entre manos.
—Es extraño, señor, que el doctor Maxie haya hecho venir al señor Hearne para ayudarle con la escalera. Un hombre fuerte puede manejarla solo. El camino más rápido a la vieja cuadra de los establos habría sido por la escalera trasera. En cambio, Maxie va a buscar a Hearne. Parece como si hubiera querido tener un testigo del hallazgo del cadáver.
—Eso es posible, claro. Aunque no haya matado a la chica puede haber querido tener un testigo de lo que fuera a encontrarse en la habitación. Además, estaba en pijama y bata. No diría que es la vestimenta más adecuada para subir escaleras y entrar por ventanas.
—Sam Bocock confirmó hasta cierto punto la historia del doctor Maxie. No es que signifique mucho hasta que se establezca la hora de la muerte. Sin embargo, sí prueba que sobre una cosa estaba diciendo la verdad.
—Sam Bocock confirmaría cualquier cosa que dijesen los Maxie. Ese hombre sería un regalo para el abogado de la defensa. Además de su don natural para decir poco mientras crea una impresión de veracidad absoluta e incorruptible, cree honradamente que los Maxie son inocentes. Usted lo escuchó. «Son buena gente los de la casa». La sencilla afirmación de una verdad. La sostendría contra la evidencia de Dios Todopoderoso sentado en el mismo trono del Juicio. No es probable que los tribunales de Old Bailey puedan asustarlo.
—Le consideré un testigo sincero, señor.
—Claro que sí, Martin. A mí mismo me hubiera gustado más si no me hubiera mirado con esa expresión extraña, mitad divertida, mitad de lástima, que he observado antes en las caras de la gente vieja de campo. Usted mismo es un hombre de campo. Sin duda puede explicarlo.
Martin sin duda podía, pero la suya era una naturaleza en la que la discreción se anteponía al valor.
—Parecía un viejo señor muy aficionado a la música. Es un muy buen tocadiscos el que tiene. Resulta curioso ver un aparato de alta fidelidad en una cabaña como ésa.
El tocadiscos, rodeado por anaqueles de discos de larga duración, efectivamente resultaba incongruente en la sala de estar de la cabaña donde casi todos los demás objetos eran un legado del pasado. Resultaba evidente que Bocock compartía el respeto habitual del hombre de campo por el aire fresco. Las dos ventanas estaban cerradas; en verdad, no mostraban señales de haber sido jamás abiertas. El empapelado mostraba las rosas entrelazadas y descoloridas de otra época. Colgados en caprichosa profusión estaban los trofeos y recuerdos de la Primera Guerra Mundial, un grupo de soldados de caballería a caballo, un pequeño cuadro de medallas con cristal, una estampa chocantemente coloreada del Rey Jorge V y su Reina. Estaban las fotos de familia, parientes que ningún observador casual podría esperar identificar. ¿Ese hombre joven serio de patillas con su novia eduardiana era el padre de Bocock o su abuelo? ¿Podía realmente tener un recuerdo personal de esos grupos color sepia de campesinos con bombín endomingados, con sus esposas e hijas sólidas y de pechos caídos, o se trataba de lealtad familiar? Sobre la repisa del hogar estaban las fotos más nuevas. Stephen Maxie, orgulloso sobre su primer pony peludo con un Bocock inconfundible pero más joven a su lado. Una Deborah Maxie con trenza inclinándose en su silla para recibir su premio. Pese a toda esa aglomeración de lo viejo y lo nuevo, la habitación daba muestras del cuidado ordenado de un viejo soldado por sus objetos personales.
Bocock les había recibido con una sencilla dignidad. Había estado tomando su té. Pese a vivir solo tenía la costumbre femenina de colocar de una vez sobre la mesa todo lo comestible, quizá para satisfacer cualquier capricho gustativo. Había una hogaza de pan de corteza dura, un bote de mermelada que sostenía su cuchara, un tarro de vidrio tallado con remolacha en rodajas y otro con cebolletas, y un pepino en precario equilibrio en una taza pequeña. En el medio de la mesa disputaban el mejor lugar una fuente de lechuga y un gran pastel obviamente casero. Dalgliesh recordó que la hija de Bocock estaba casada con un granjero de Nessingford, y no perdía de vista a su padre. El pastel probablemente era una muestra reciente de deber filial. Además de esta generosidad, la vista y el olfato daban pruebas de que Bocock acababa de terminar una comida de pescado frito y patatas fritas.
Dalgliesh y Martin se acomodaron en los pesados sillones que flanqueaban el hogar (aún en ese cálido día de junio ardía un pequeño fuego, su tenue llama incandescente apenas visible en un rayo de sol que entraba por la ventana oeste) y les fueron ofrecidas tazas de té. Hecho esto, Bocock, evidentemente, consideró cumplidos los deberes de la hospitalidad y que correspondía a sus huéspedes dar a conocer el motivo de su visita. Prosiguió con su té, arrancando trozos de pan con sus delgadas manos morenas y echándoselos casi al descuido en la boca donde eran masticados y dados vuelta con silenciosa concentración. No ofreció ningún comentario propio, contestó las preguntas de Dalgliesh con una deliberación que daba la impresión de desinterés antes que una falta de voluntad de colaborar, y observaba a los dos policías con ese aire franco de divertida evaluación que Dalgliesh con sus muslos pinchados por la crin y la cara sudando por el calor, encontraba un tanto desconcertante y más que un tanto irritante.
El lento catecismo no había producido nada nuevo, nada inesperado. Stephen Maxie había estado en la cabaña la noche anterior. Llegó cuando pasaban las noticias de las nueve. Bocock no podía afirmar cuándo se fue. Había sido más bien tarde. ¿Muy tarde? «Ajá. Después de las once. Quizá más tarde. Quizá bastante más tarde». Dalgliesh observó secamente que sin duda el señor Bocock lo recordaría con más precisión cuando hubiese tenido tiempo para pensarlo. Bocock admitió el peso de esta posibilidad. ¿De qué habían hablado? «Escuchamos a Beethoven más que nada. El señor Stephen no era de hablar mucho». Bocock hablaba como deplorando su propia locuacidad y la lamentable garrulez del mundo en general y de los policías en particular. No surgió nada más. No había visto a Sally en la kermés salvo al final de la tarde, cuando ella le hizo dar una vuelta a caballo con el bebé en sus brazos, y a eso de las seis cuando el globo de uno de los chicos de la escuela dominical se enganchó en un olmo y el señor Stephen trajo la escalera para bajarlo. Sally había estado con él entonces con su hijo en el cochecito. Bocock recordó que ella sostenía el pie de la escalera. Aparte de eso no la había visto por ahí. Sí, había visto al joven Johnnie Wilcox. Alrededor de las tres y cincuenta más o menos. Escapándose a escondidas de la carpa del té con un bulto de lo más sospechoso. No, no había detenido al chico. El joven Wilcox era bastante buen muchacho. A ninguno de los chicos les gustaba ayudar con el té. En sus días de juventud, a Bocock tampoco le había gustado. Si Wilcox decía que había dejado la carpa a las dos y media estaba un poco confundido, eso es todo. El chico había trabajado treinta minutos a lo sumo. Si el viejo se preguntaba por qué estaba la policía interesada en Johnnie Wilcox y sus travesuras, no dio señal alguna. Todas las preguntas de Dalgliesh fueron contestadas con la misma compostura y aparente sinceridad. No sabía nada del compromiso del señor Maxie y no había oído hablar acerca de él en el pueblo, ni antes ni después del asesinato. «Hay gente que dice cualquier cosa. No hay que hacerle caso a las habladurías del pueblo. Son buena gente los de la casa». Esa había sido su última palabra. Sin duda, cuando hablara con Stephen Maxie y supiese qué se requería, recordaría con más claridad a qué hora lo había dejado Maxie la noche anterior. Por el momento andaba con cautela. Pero estaba claro hacia dónde se inclinaba su lealtad. Cuando lo dejaron seguía comiendo, sentado con gran pompa y soledad, rodeado de su música y sus recuerdos.
—No —dijo Dalgliesh—. No es probable que saquemos de Bocock algo que nos sirva sobre los Maxie. Si el joven Maxie buscaba un aliado sabía dónde recurrir. Sin embargo algo hemos obtenido. Si Bocock está en lo cierto sobre las horas, y ciertamente es probable que sea más exacto que Johnnie Wilcox, el encuentro en el henil probablemente tuvo lugar antes de las cuatro y media. Eso encajaría con lo que sabemos de los movimientos siguientes de Jupp, incluida la escena en la carpa del té cuando apareció con un duplicado del vestido de la señora Riscoe. A Jupp no la habían visto con él antes de las cuatro cuarenta y cinco, así que se debe haber cambiado después de la entrevista en el henil.
—Fue una cosa rara de hacer, señor. ¿Y por qué esperar hasta entonces?
—Puede haber comprado el vestido con la idea de usarlo públicamente en una ocasión u otra. Quizás algo ocurrió en esa entrevista que la liberó de cualquier dependencia futura de Martingale. Podía darse el lujo de un último gesto. Por otra parte, si sabía antes del sábado que iba a casarse con Maxie, presumiblemente estaba en libertad de tener ese gesto cuando le viniera en gana. Hay un extraño conflicto de evidencias acerca de esa propuesta de matrimonio. Si hemos de creer al señor Hinks, ¿y por qué no?, Saily Jupp ciertamente sabía que iba a casarse con alguien cuando lo encontró el jueves anterior. Me parece difícil de creer que tuviese dos futuros maridos en perspectiva, y no hay un exceso de candidatos obvios. Y ya que estamos tratando la vida amorosa del joven Maxie, aquí hay algo que usted no ha visto.
Le entregó una hoja delgada de papel de carta de aspecto formal. Llevaba el membrete de un pequeño hotel de la costa.
Estimado señor:
Pese a que debo pensar en mi reputación y no tengo ningún interés especial en verme mezclada en cuestiones policiales, creo que es mi deber informarle que un señor Maxie estuvo en este hotel el veinticuatro de mayo pasado con una mujer por la que firmó como su esposa. He visto una fotografía en el
Evening Clarion
del doctor Maxie que está envuelto en el caso de asesinato de Chadfleet y del que los periódicos dicen que es soltero, y es el mismo. No he visto retratos de la chica muerta de modo que no podría jurar nada acerca de ella, pero pensé que era mi deber llevar esto a su conocimiento. Claro que puede no significar nada y no quiero verme mezclada en nada desagradable, de modo que agradecería que mi nombre no se mencionara. También el nombre de mi hotel que siempre ha tenido una clientela de categoría. El señor Maxie sólo se quedó por una noche y eran una pareja muy tranquila, pero mi marido piensa que es nuestro deber hacerle llegar esta información. Naturalmente, lo hacemos por completo sin prejuicio.
Le saluda atentamente,
Sra. Lily Burwood
—La dama parece extrañamente preocupada por su deber —dijo Dalgliesh—, y es un poco difícil ver qué quiere decir con «sin prejuicio». Me parece que su marido tiene mucho que ver con esta carta, incluida la fraseología, pero no ha conseguido decidirse a firmarla. De todos modos, envié a ese joven novato impaciente, Robson, a que investigara, y no tengo dudas de que se divirtió muchísimo. Consiguió convencerlos de que la noche en cuestión no tiene nada que ver con el asesinato y que lo más conveniente para los intereses del hotel será olvidarlo todo. No es tan sencillo como todo eso, sin embargo. Robson llevó algunas fotos, una o dos de ellas tomadas en la kermés, y confirmaron una pequeña teoría bastante interesante. ¿Tiene alguna idea de quién era la compañera en el pecado del joven Maxie?
—¿No sería la señorita Bowers, señor?
—Lo era. Esperaba poder sorprenderlo.
—Bueno, señor, si tenía que ser alguien de aquí, ella era la única. No hay prueba alguna de que el doctor Maxie y Sally Jupp hubieran estado andando juntos. Y esto fue hace casi un año.
—¿Así que no se siente dispuesto a darle mucha importancia?