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Authors: P. D. James

Tags: #Intriga, Policíaco

Cubridle el rostro (14 page)

BOOK: Cubridle el rostro
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—No se preocupe —dijo Dalgliesh bondadosamente—, sólo haga saber a la señorita Liddell que hay dos policías de Martingale para verla. Ella sabrá de qué se trata.

—Por favor, tengo que tomar el nombre. Me están preparando para ser criada —vacilaba con una persistencia desesperada, desgarrada entre el temor a la reprobación de la señorita Liddell y la turbación de estar en la misma habitación con dos hombres desconocidos, y ambos policías además. Dalgliesh le entregó su tarjeta—. Sólo dele esto entonces. Será aún más apropiado y correcto. Y no se preocupe. Será una muy buena criada. En estos días son más apreciadas que los rubíes, sabe usted.

—No si van cargadas con un hijo ilegítimo —dijo el sargento Martin mientras la figura menuda desaparecía por la puerta con lo que podría haber sido un «Gracias» susurrado.

—Es curioso encontrar aquí a una muchachita tan poco agraciada como esa, señor. Un poco lela por la forma de actuar. Alguien se aprovechó de ella, me imagino.

—Es el tipo de persona de la que se aprovechan desde el día en que nace.

—Muy asustada, además, ¿no es cierto? ¿Supongo que esta señorita Liddell tratará bien a las chicas, señor?

—Muy bien, me imagino, según su propio criterio. Es fácil ponerse sentimental acerca de su trabajo, pero tiene que vérselas con un grupo bastante variado. Lo que se requiere aquí es esperanza, fe y caridad ilimitadas. En otras palabras, se necesita una santa y no podemos esperar que la señorita Liddell alcance ese nivel.

—Sí, señor —dijo el sargento Martin.

Pensándolo mejor sintió que: «No, señor» hubiera sido más apropiado. Inconsciente de haber pronunciado heterodoxia alguna, Dalgliesh se paseó lentamente por la habitación. Era confortable pero no ostentosa y, pensó, estaba amueblada con muchos de los efectos personales de la señorita Liddell. Toda la madera relucía por lo lustrada. La espineta y la mesa de palo rosa daban la impresión de poder resultar calientes al tacto por el vigor y la energía empleadas en ellas. La única ventana grande que miraba al jardín tenía una cortina floreada de cretona ahora corrida contra el sol. La alfombra, pese a mostrar señales de edad, no era del tipo provisto por organismos oficiales por más buena voluntad y espíritu cívico que tuvieran. La habitación era tan de la señorita Liddell en espíritu como si ella hubiera sido la dueña de la casa. A lo largo de las paredes había fotografías de bebés. Bebés acostados desnudos sobre alfombras, sus cabezas alzadas hacia la cámara con un aire absurdo e indefenso. Bebés sonriendo desdentados en cochecitos y cunas. Bebés vestidos con lanas en brazos de sus madres. Hasta había uno o dos alzados torpemente en brazos por un hombre incómodo. Presumiblemente estos eran los afortunados, los que por fin habían logrado un padre oficial. Encima de un pequeño escritorio de caoba había un grabado enmarcado de una mujer sentada a una rueca con una placa en la base del marco. «Otorgado por la Comisión de Chadfleet y del Distrito para el Bienestar Moral a la señorita Alice Liddell en conmemoración de veinte años de servicios consagrados como directora del Hogar St. Mary». Dalgliesh y Martin la observaron juntos.

—No creo que llamaría a esto justamente un hogar —dijo el sargento.

Dalgliesh miró de nuevo los muebles, los legados esmeradamente cuidados de la infancia de la señorita Liddell.

—Bien podría serlo para una mujer soltera de la edad de la señorita Liddell. Ha hecho de este lugar su hogar por más de veinte años. Podría llegar muy lejos para evitar que se la forzara a dejarlo.

La entrada de la dama impidió que el sargento Martin respondiera. La señorita Liddell siempre estaba más cómoda en su propio terreno. Les dio la mano con aplomo y se disculpó por hacerlos esperar. Al observarla, Dalgliesh dedujo que había dedicado ese tiempo a empolvarse la cara y componer su mente. Evidentemente estaba resuelta a considerar esta visita, en la medida de lo posible, como de carácter social y los invitó a sentarse con todo el encanto poco espontáneo de una anfitriona inexperta. Dalgliesh declinó su ofrecimiento de té, evitando cuidadosamente la mirada de reproche de su sargento. Martin sudaba copiosamente. Su propia opinión era que se podía ser excesivamente puntilloso con un posible sospechoso y que una buena taza de té en un día caluroso jamás había obstruido la justicia.

—Trataremos de no demorarla demasiado, señorita Liddell. Como estoy seguro de que usted ya se ha dado cuenta, estoy investigando la muerte de Sally Jupp. Tengo entendido que usted cenó en Martingale ayer por la noche. También estuvo en la kermés por la tarde y, naturalmente, conoció a la señorita Jupp mientras estuvo con usted aquí en St. Mary. Hay una o dos cuestiones que espero que usted pueda explicar.

La señorita Liddell se sobresaltó por el uso de su última palabra. Cuando el sargento Martin sacó su libreta con algo parecido a la resignación, Dalgliesh notó que en seguida la mujer se humedecía los labios a la vez que la casi imperceptible tensión de sus manos le demostró que se había puesto en guardia.

—Claro, cualquier cosa que quiera preguntar, inspector. ¿Es inspector, no es cierto? Naturalmente conocía a Sally muy bien y todo esto me resulta un golpe espantoso. Lo mismo que a todas nosotras. Pero me temo que no es probable que pueda serle de mucha ayuda. No soy muy hábil en eso de observar y recordar cosas, le diré. A veces resulta una desventaja, pero no todos podemos ser detectives, ¿no es cierto?

La risa nerviosa era un tanto aguda como para ser natural. «Sí que la tenemos asustada», pensó el sargento Martin. «Podría haber algo aquí después de todo».

—Quizá podríamos empezar con Sally Jupp misma —dijo Dalgliesh suavemente—. Tengo entendido que vivió aquí durante los últimos cinco meses de su embarazo y volvió con ustedes al dejar el hospital después del nacimiento. Permaneció aquí hasta que comenzó su trabajo en Martingale, lo que ocurrió cuando el bebé tenía cuatro meses. Hasta ese momento ayudaba aquí en las tareas de la casa. Debe haber llegado a conocerla muy bien durante este tiempo. ¿Ella le gustaba, señorita Liddell?

—¿Gustarme? —la mujer rió nerviosamente— ¿No es esa una pregunta un tanto extraña, inspector?

—¿Lo es? ¿En qué sentido?

Hizo un esfuerzo por ocultar su turbación y por hacerle a la pregunta el cumplido de pensarla cuidadosamente.

—Casi no sé qué decir. Si me hubiera hecho esa pregunta hace una semana no habría dudado en decirle que Sally era una excelente trabajadora y una chica muy meritoria que estaba haciendo lo posible por reparar su falta. Pero ahora, claro, no puedo evitar preguntarme si no estaba equivocada acerca de ella, si a fin de cuentas era realmente sincera —habló con el pesar de un experto cuyo criterio hasta entonces infalible ha sido finalmente encontrado erróneo—. Supongo que ahora nunca sabremos si era sincera o no.

—Por sincera supongo que quiere decir si era sincera en su afecto por el señor Stephen Maxie.

La señorita Liddell sacudió su cabeza con tristeza.

—Las apariencias estaban en contra. Nunca en mi vida me había sentido tan escandalizada, inspector, nunca. Está claro que no tenía ningún derecho a aceptarle, no importa lo que sintiera por él. Parecía realmente triunfante cuando se detuvo en esa puerta y nos lo dijo. Él estaba espantosamente turbado, claro, y se puso blanco como el papel. Fue un momento horrible para la pobre señora Maxie. Me temo que siempre me culparé por lo que ocurrió. Yo recomendé a Sally en Martingale, usted sabe. Parecía una oportunidad tan maravillosa en todo sentido para ella. Y ahora esto.

—¿Entonces, usted cree que la muerte de Sally Jupp es el resultado directo de su compromiso con el señor Maxie?

—Bueno, así parece, ¿no es cierto?

—Estoy de acuerdo en que su muerte fue altamente conveniente para cualquiera que tuviera un motivo para desaprobar el matrimonio. La familia Maxie, por ejemplo.

La cara de la señorita Liddell se inflamó.

—Pero eso es ridículo, inspector. Es una cosa tremenda de decir. Tremenda. Naturalmente usted no conoce a la familia como nosotros, pero debe creerme si le digo que la suposición es completamente fantástica. ¡No puede haber pensado que quise decir eso! Para mí está perfectamente claro lo que ocurrió. Sally habrá estado jugando con algún hombre que no conocemos y cuando se enteró del compromiso, él… bueno, perdió el control. ¿Entró por la ventana, no es cierto? Eso es lo que me dijo la señorita Bowers. Y bien, eso prueba que no fue la familia.

—El asesino posiblemente salió de la habitación por la ventana. Todavía no sabemos cómo él o ella entraron.

—Seguramente no puede imaginarse a la señora Maxie bajando por esa pared. ¡Ella no podría hacerlo!

—No imagino nada. Había una escalera en el lugar de siempre, a mano, para cualquiera que quisiera usarla. Pudo haber sido colocada para ser usada aunque el asesino hubiese entrado por la puerta.

—¡Pero Sally hubiera oído algo! Aunque se apoyara la escalera con mucha suavidad. ¡O podía mirar por su ventana y haberla visto!

—Quizá. Si estuviese despierta.

—Inspector, no puedo comprenderlo. Parece decidido a sospechar de la familia. Si sólo supiera lo que han hecho por esa chica.

—Me gustaría que alguien me lo dijera. Y no debe entenderme mal. Sospecho de todos los que conocieron a Sally Jupp y no tienen una coartada para la hora en que la mataron. Es por eso que estoy aquí ahora.

—Bueno, presumiblemente usted ya sabe acerca de mis movimientos. No tengo ningún deseo de mantenerlos en secreto. El doctor Epps me trajo aquí de vuelta en su coche. Dejamos Martingale alrededor de las diez y media. Estuve un rato corto escribiendo en este cuarto y después di un paseo por el jardín. Me acosté a eso de las once, más tarde de lo que acostumbro. Me enteré de este asunto espantoso mientras terminaba mi desayuno. La señorita Bowers llamó y me preguntó si podía traerme de vuelta a Jimmy por un tiempo hasta que supieran qué iba a ser de él. Naturalmente, dejé a mi asistente, la señorita Pollack, a cargo de las chicas y fui para allá en seguida. Telefoneé a George Hopgood y le dije que viniera con su taxi.

—Usted dijo un poco antes que pensaba que la noticia del compromiso de la señorita Jupp y el señor Maxie era la razón de su muerte. ¿Se conocía la noticia fuera de la casa? Se me dio a entender que el señor Maxie le propuso matrimonio el sábado por la noche de modo que nadie que no estuviese en Martingale después de esa hora podría haberse enterado.

—El doctor Maxie se le puede haber declarado el sábado, pero no cabe duda de que la chica había decidido atraparle antes de entonces. Algo había estado sucediendo. Estoy segura. La vi en la kermés y estuvo sonrojada por la excitación toda la tarde. ¿Y le dijeron que copió el vestido de la señora Riscoe?

—No me está sugiriendo que eso constituía otro motivo.

—Mostraba en qué estaba pensando. No se equivoque, Sally se estaba buscando lo que le ocurrió. Sólo me apena muchísimo que los Maxie se hayan visto envueltos en todo este problema a causa de ella.

—Me dijo que se acostó alrededor de las once después de un paseo por el jardín. ¿Hay alguien que pueda confirmar esa afirmación?

—Que yo sepa nadie me vio, inspector. La señorita Pollack y las chicas ya estaban acostadas a las diez. Naturalmente tengo mi propia llave. Fue algo inusual que saliera de nuevo así, pero estaba perturbada. No podía dejar de pensar en Sally y el señor Maxie, y sabía que no podría dormirme si me acostaba demasiado temprano.

—Gracias. Sólo dos preguntas más. ¿En qué lugar de la casa guarda sus papeles privados? Me refiero a documentos vinculados con la administración de este Hogar. Cartas de la comisión, por ejemplo.

La señorita Liddell fue hasta el escritorio de palo de rosa.

—Se guardan en este cajón, inspector. Naturalmente lo mantengo cerrado con llave, pese a que sólo se permite ocuparse de este cuarto a las chicas de más confianza. La llave está guardada en este pequeño compartimento en la parte superior.

Levantó la tapa del escritorio mientras hablaba e indicó el lugar. Dalgliesh reflexionó que sólo la más estúpida o la menos curiosa de las criadas podía no haberla encontrado si se hubiese animado a buscar. Era evidente que la señorita Liddell estaba acostumbrada a tratar con chicas que tenían un temor reverencial tal a los papeles y a los documentos oficiales como para hurgar en ellos voluntariamente. Pero Sally no había sido torpe ni, sospechaba, falta de curiosidad. Se lo sugirió a la señorita Liddell y, tal como esperaba, la imagen de los dedos ágiles de Sally y de sus ojos divertidos e irónicos despertó en ella un resentimiento aún mayor que sus preguntas anteriores acerca de los Maxie.

—¿Quiere decir que Sally puede haber husmeado entre mis cosas? En un tiempo jamás lo hubiera creído, pero puede que tenga razón. Oh sí, ahora lo veo. Es por eso que le gustaba trabajar aquí dentro. ¡Toda esa docilidad, esa cortesía no eran más que simulación! ¡Y pensar que yo confiaba en ella! Pensaba realmente que sentía afecto por mí, que la estaba ayudando. Se confiaba a mí, sabe. Pero ahora supongo que todas esas historias eran mentiras. Debió haberse reído de mí todo el tiempo. Me imagino que usted también piensa que soy una tonta. Y bien, quizá lo sea, pero no he hecho nada de qué avergonzarme. ¡Nada! Sin duda le han hablado de esa escena en el comedor de los Maxie. No podía asustarme. Puede haber habido algunos problemas aquí en el pasado. No soy muy diestra con los números y las cuentas. Nunca he pretendido serlo. Pero no he hecho nada de malo. Puede preguntárselo a cualquier miembro de la comisión. Sally Jupp podía husmear todo lo que quisiera. Ya ve de lo que le ha servido.

Estaba temblando de ira y no hizo el menor intento de ocultar la amarga satisfacción que había detrás de sus últimas palabras. Pero Dalgliesh no estaba preparado para el efecto de su última pregunta.

—Uno de mis hombres ha ido a ver a los Proctor, los parientes más próximos de Sally. Naturalmente esperábamos que pudieran darnos alguna información sobre su vida que nos fuera útil. La hija menor estaba allí y nos ofreció alguna información. ¿Señorita Liddell, por qué llamó por teléfono al señor Proctor el sábado por la mañana temprano, la mañana de la kermés? La chica dice que ella atendió el teléfono.

La transformación de un resentimiento furioso a la mayor de las sorpresas fue casi ridículo. La señorita Liddell se quedó mirándolo literalmente boquiabierta.

—¿Yo? ¿Telefonear al señor Proctor? ¡No sé qué quiere decir! No he estado en contacto con los Proctor desde que Sally fue a Martingale. Nunca se interesaron por ella. ¿De qué tendría yo que hablar por teléfono con el señor Proctor?

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