Read Cuentos breves y extraordinarios Online
Authors: Adolfo Bioy Casares,Jorge Luis Borges
Tags: #Relato, #Cuentos
Una característica de estos animales, capaces de enloquecer a un solitario, es que, pocos o muchos, todos lo miran a uno. Son amarillos y rojos, y, después de las arañas, parecen las más abominables criaturas en esta tierra de Dios.
Apsley Cherry Garrard
,
The Worst Journey in the World
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Una demostración de que también recursos insuficientes y hasta pueriles pueden servir como medios de salvación:
Para preservarse de las sirenas, Ulises se tapó los oídos con cera y se hizo aherrojar al mástil. Algo parecido hubieran podido hacer desde antiguo, claro está, todos los viajeros, salvo aquellos a quienes las sirenas seducían ya de lejos; pero se sabía en todo el mundo que era imposible que esto fuese remedio. El canto de las sirenas lo penetraba todo, y la pasión de los seducidos hubiera roto trabas más fuertes que cadenas y mástiles. Ulises, aunque acaso enterado, no pensó en eso. Confió plenamente en su puñado de cera, en su manojo de cadenas, y con inocente alegría, contentísimo con sus pequeñas astucias, navegó al encuentro de las sirenas.
Pero sucede que las sirenas disponen de un arma más terrible aún que su canto. Es su silencio. Acaso era imaginable —aunque, por cierto, eso tampoco había ocurrido— que alguien se salvara de su canto; pero sin duda alguna nadie podía salvarse de su silencio. No hay nada terrenal que pudiera resistir a la sensación de haberlas vencido con fuerzas propias, a la infatuación consiguiente que se sobrepone a todo.
En efecto, al llegar Ulises, las formidables cantoras no cantaron, sea porque creyeron que semejante adversario ya sólo podía afrontarse con el silencio, sea porque esa visión de bienaventuranza en el rostro de Ulises, que no pensaba más que en cera y cadenas, les hizo olvidar cualquier canto.
Pero Ulises, por así decirlo, no oyó su silencio; creía que cantaban, sólo que él se veía librado de oírlas. Vio primero, fugazmente, las torsiones de sus cuellos, la honda respiración, los ojos arrasados en lágrimas, la boca entreabierta, y creyó que todo esto formaba parte de las arias que, sin ser escuchadas, resonaban y se perdían a su alrededor. Pero pronto todas las cosas rebotaban en su mirada abstraída; era como si las sirenas desaparecieran ante su resolución, y justamente cuando más cerca estuvo de ellas, ya nada sabía de su presencia.
Y ellas —más hermosas que nunca— se estiraban y se retorcían, tendían sus garras abiertas sobre la roca y sus hórridas cabelleras ondeaban al viento, libremente. Ya no pretendían seducir: tan sólo deseaban atrapar, mientras fuera posible, el reflejo de los dos grandes ojos de Ulises.
Si las sirenas tuvieran conciencia, habrían sido destruidas en aquella oportunidad.
Pero así perduraron, y únicamente se les escapó Ulises.
Por lo demás, la tradición refiere también un epílogo al respecto. Ulises, así cuentan, fue tan zorro, tan rico en astucias, que ni aun la diosa del destino logró penetrar en su fuero más íntimo. Quizá —aunque esto ya no pueda concebirlo la razón humana— advirtió realmente que las sirenas callaban, y sólo, por decirlo así, a manera de escudo, les opuso a ellas y a los dioses el referido simulacro.
Franz Kafka
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Algunas eran traicioneras, como Haigerda la Hermosa. Tres maridos tuvo y causó la muerte de todos. Su último señor fue Gunnar de Lithend, el más valiente y el más pacífico de los hombres. Una vez, ella obró de un modo mezquino, y él le dio una bofetada. Ella no se lo perdonó. Años después, el enemigo sitió su casa. Las puertas estaban cerradas; la casa, silenciosa. Uno de los enemigos trepó hasta el alféizar de una ventana y Gunnar lo atravesó de un lanzazo.
—¿Está Gunnar en casa? —preguntaron los sitiadores.
—Él, no sé, pero está su lanza —dijo el herido, y murió con esa broma en los labios.
Gunnar los tuvo a raya con sus flechas, pero al fin uno de ellos le cortó la cuerda del arco.
—Téjeme una cuerda con tu pelo —le dijo a su mujer, Halgerda, cuyos largos cabellos eran rubios y relucientes.
—¿Te va en ello la vida? —ella preguntó.
—Sí —respondió Gunnar.
—Entonces recuerdo esa bofetada y te veré morir.
Así Gunnar murió, vencido por muchos, y mataron a Samr, su perro, pero no antes que Samr matara a un hombre.
Andrew Lang
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Essays in Little
(1891).
Recordé el cuento de Henry James,
El dibujo del tapiz
: la historia de un hombre de letras que ha publicado muchas novelas y que oye con alguna perplejidad que uno de sus lectores no había notado que todas eran variaciones de un mismo tema y que un solo dibujo las recorría, como el dibujo de un tapiz oriental. Si no me engaño: el novelista muere, sin haber declarado el secreto, y la historia concluye de una manera muy delicada, dejándonos con el lector que, nos dan a entender, se consagrará a descubrir ese reiterado dibujo, que está oculto en muchos volúmenes.
Arthur Machen
,
The London Adventure
(1924).
Por las noches se disfrazaba de mercader y recorría los barrios bajos de la ciudad para oír la voz del pueblo. Él mismo sacaba a relucir el tema.
—¿Y el Gran Tamerlán? —preguntaba—. ¿Qué opináis del Gran Tamerlán?
Invariablemente se levantaba a su alrededor un coro de insultos, de maldiciones, de rabiosas quejas. El mercader sentía que la cólera del pueblo se le contagiaba, hervía de indignación, añadía sus propios denuestos.
A la mañana siguiente, en su palacio, mientras trataba de resolver los arduos problemas de las guerras, las coaliciones, las intrigas de sus enemigos y el déficit del presupuesto, el Gran Tamerlán se enfurecía contra el pueblo.
"¿Sabe toda esa chusma —pensaba— lo que es manejar las riendas de un imperio? ¿Cree que no tengo otra cosa que hacer sino ocuparme de sus minúsculos intereses, de sus chismes de comadres?".
Pero a la noche siguiente el mercader volvía a oír las pequeñas historias de atropellos, sobornos, prevaricatos, abusos de la soldadesca e injusticias de los funcionarios, y de nuevo hervía de indignación.
Al cabo de un tiempo el mercader organizó una conspiración contra el Gran Tamerlán: su astucia, su valor, su conocimiento de los secretos de gobierno, su dominio del arte de la guerra lo convirtieron, no sólo en el jefe de la conjura, sino también en el líder de su pueblo. Pero el Gran Tamerlán, desde su palacio, le desbarataba todos los planes. Este juego se prolongó durante varios meses. Hasta que el pueblo sospechó que el mercader era en realidad un espía del Gran Tamerlán y lo mató, a la misma hora en que los dignatarios de la corte, maliciando que el Gran Tamerlán los traicionaba, lo asesinaron en su lecho.
Marco Denevi
,
Parque de diversiones
(Buenos Aires, 1970).
Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un gran rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde.
Entonces imploró el socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía un laberinto mejor, y que si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: «¡Oh rey del tiempo y sustancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso».
Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde pereció de hambre y de sed. La gloria sea con aquel que no muere.
R. F. Burton
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The Land of Midian Revisited
(1879).
En la primavera de 1232, cerca de Avignon, el caballero Gontran D'Orville mató por la espalda al odiado conde Geoffroy, señor del lugar. Inmediatamente, confesó que había vengado una ofensa; pues su mujer lo engañaba con el conde.
Lo sentenciaron a morir decapitado, y diez minutos antes de la ejecución le permitieron recibir a su mujer, en la celda.
—¿Por qué mentiste? —preguntó Giselle D'Orville—. ¿Por qué me llenas de vergüenza?
—Porque soy débil —repuso—. De este modo me cortarán la cabeza, simplemente. Si hubiera confesado que lo maté porque era un tirano, primero me torturarían.
Manuel Peyrou
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Por aquellos años, los Podestá recorrían la provincia de Buenos Aires, representando piezas gauchescas. En casi todos los pueblos, la primera función correspondía al Juan Moreira, pero, al llegar a San Nicolás, juzgaron de buen tono anunciar Hormiga Negra. Huelga recordar que el epónimo había sido en sus mocedades el matrero más famoso de los contornos.
La víspera de la función, un sujeto más bien bajo y entrado en años, trajeado con aseada pobreza, se presentó en la carpa.
—Andan diciendo —dijo— que uno de ustedes va a salir el domingo delante de toda la gente y va a decir que es Hormiga Negra. Les prevengo que no van a engañar a nadie, porque Hormiga Negra soy yo y todos me conocen.
Los hermanos Podestá lo atendieron con esa deferencia tan suya y trataron de hacerle comprender que la pieza en cuestión comportaba el homenaje más conceptuoso a su figura legendaria. Todo fue inútil, aunque mandaron pedir al hotel unas copas de ginebra. El hombre, firme en su decisión, hizo valer que nunca le habían faltado al respeto y que si alguno salía diciendo que era Hormiga Negra, él, viejo y todo, lo iba a atropellar.
¡Hubo que rendirse a la evidencia! El domingo, a la hora anunciada, los Podestá representaban Juan Moreira.
Fra Diavolo
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Vistazos críticos a los orígenes de nuestro teatro
, "Caras y Caretas", 1911.
Volvió mi hermano a golpear, casi indignado, el muro resonante. Dio un golpe más que sentí como un trueno subterráneo. Súbitas grietas se dibujaron sobre la pared y de pronto, como si el mazo hubiera encontrado una piedra clave, bloques desiguales desprendiéronse y un hueco, sombrío y polvoriento, quedó frente a nosotros. Al principio sólo percibimos algo que era una sombra dentro de la oscuridad, una zona más negra en las tinieblas. Ávido, mi hermano agrandó el hueco y acercó una lámpara. Entonces lo vimos, estaba parado, rígido y pomposo. Pudimos ver, por un instante, su opulenta vestidura brocada, el resplandor de sus joyas, el ramillete de huesos de su mano alrededor de un crucifijo dorado, su calavera terrosa soportando una altísima mitra. Creció todavía con la luz que mi hermano aproximaba y luego, vertiginosamente, silenciosa y pulverizada, la figura del obispo se derrumbó. Los huesos eran ahora polvo, eran polvo la mitra y la capa magna. Pesadas, ominosas, eternas, las joyas eran nuestras.
Básteme decir hoy que el tesoro —que vendimos con paciencia y éxito— se componía de varios anillos episcopales, ocho admirables custodias enjoyadas, pesados copones, crucifijos, una petaca altoperuana con viejas monedas y grandes medallas de oro.
Después, ni yo sé por qué tuvimos tanta urgencia por separarnos. La historia ulterior de mi hermano la conozco porque él mismo, aburrido y brusco, hace poco me la contó. Había empezado cautelosamente vigilando su parte; luego, casi sin proponérselo, multiplicó el dinero. Se hizo muy rico, se casó, engendró, se hizo más rico, alcanzó la cima. Y después, sin tregua, gradualmente, vio perderse su riqueza y, según adiviné, perderse el placer que antes le proporcionaba acumularla. Terminó por no tener un solo centavo. Así está él ahora, indiferente.
Yo, en cambio, empecé gastando mi parte. No sé si antes dije que soy —o creí ser— pintor, y que en la época en que descubrimos el nicho secreto, yo comenzaba a dibujar en la academia de mi antigua ciudad. Es razonable, pues, que dedicara el dinero a alimentar mi vocación. Emprendí un largo viaje a Europa y busqué ardientemente a quien debería ser mi maestro. De París pasé a Venecia, de Venecia a Madrid. Y allá me detuve, más de doce años. Allá encontré al verdadero Maestro y trabajé y viví y transcurrí a su lado. Y también progresé. Secretamente, porque el secreto era su método, me transmitió su arte. Aprendí su técnica y su concepto de la realidad; vi los colores que él veía, mi mano se movió con su pulso. Mi Maestro me enseñó todo lo que sabía y acaso más aún; a veces llegué a pensar que las nociones que me inculcaba, prodigiosamente acababa él de inventarlas. Sin embargo, llegó el día que consideró terminado mi aprendizaje; tuve, con dolor, que despedirme de mi Maestro.
Sólo algunos meses después de haber regresado, durante una noche interminable, comencé a sentir aquella oscura incertidumbre: tal vez no fuera yo un buen pintor.
Había conocido, sin interés, a otros pintores; había visto, desdeñoso, otros cuadros.
Pero ahora, repentinamente, una inquietud abundaba en mi interior. Mortificado, agraviado por la íntima desconfianza, decidí desplegar todas mis obras ante los ojos de la gente. Por otra parte, mi Maestro me lo había autorizado al separarnos. Y así, expuse mis cuadros. El resultado fue que alguno dijo que mi pintura era incomprensible; la mayoría la encontró trivial.
Pronto entendí que no valía nada, que yo no era, absolutamente, un artista. Escribí, desde luego, a mi Maestro una vez, otra vez; nunca supe más de él.