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Authors: Juan Valera

Tags: #Cuento, Relato

Cuentos (2 page)

BOOK: Cuentos
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Con esto, y como para consolarse algo, desenlazó el cordón de su vestido y sacó del pecho un rico guardapelo, donde guardaba un rizo de su madre, que se puso a besar. Mas apenas empezó a besarle, cuando acudió más rápido que nunca el pájaro verde, tocó con su ebúrneo pico los labios de la princesa y arrebató el guardapelo, que durante tantos años había reposado contra su corazón, y en tan oculto y deseado lugar había permanecido. El robador desapareció en seguida, remontando el vuelo y perdiéndose en las nubes.

Esta vez no se desmayó la princesa; antes bien, se paró muy colorada y dijo a la doncella:

—Mírame, mírame los labios; ese pájaro insolente me los ha herido, porque me arden.

La doncella los miró y no notó picadura ninguna; pero indudablemente el pájaro había puesto en ellos algo de ponzoña, porque el traidor no volvió a aparecer en adelante, y la princesa fue desmejorándose por grados, hasta caer enferma de mucho peligro. Una fiebre singular la consumía, y casi no hablaba sino para decir:

—Que no le maten… que me le traigan vivo… yo quiero poseerle.

Los médicos estaban de acuerdo en que la única medicina para curar a la princesa era traerle vivo el pájaro verde. Mas, ¿dónde hallarle? Inútil fue que le buscasen los más hábiles cazadores. Inútil que se ofreciesen sumas enormes a quien le trajera.

El
rey Venturoso
reunió un gran congreso de sabios a fin de qué averiguasen, so pena de incurrir en su justa indignación, quién era y dónde vivía el pájaro verde, cuyo recuerdo atormentaba a su hija.

Cuarenta días y cuarenta noches estuvieron los sabios reunidos, sin cesar de meditar y disertar sino para dormir un poco y alimentarse. Pronunciaron muy doctos y elocuentes discursos, pero nada averiguaron.

—Señor —dijeron al cabo todos ellos al rey, postrándose humildemente a sus pies e hiriendo el polvo con las respetables frentes—, somos unos mentecatos; haz que nos ahorquen; nuestra ciencia es una mentira: ignoramos quién sea el pájaro verde, y sólo nos atrevemos a sospechar si será acaso el ave fénix del Arabia.

—Levantaos —contestó el rey con notable magnanimidad—; yo os perdono y os agradezco la indicación sobre el ave fénix. Sin tardanza saldrán siete de vosotros con ricos presentes para la reina de Sabá y con todos los recursos de que yo puedo disponer para cazar pájaros vivos. El fénix debe de tener su nido en el país sabeo, y de allí habéis de traérmele, si no queréis que mi cólera regia os castigue, aunque tratéis de evitarla escondiéndoos en las entrañas de la tierra.

En efecto, salieron para el Arabia siete sabios de los más versados en lingüística, y entre ellos el ministro de Negocios Extranjeros, sobre lo cual tuvo mucho que reír el príncipe tártaro.

Este príncipe envió también cartas a su padre, que era el más famoso encantador de aquella edad, consultándole sobre el caso del pájaro verde.

La princesa, en el ínterin, seguía muy mal de salud y lloraba tan abundantes lágrimas, que diariamente empapaba en ellas más de cincuenta pañuelos. Las lavanderas de palacio estaban con esto muy afanadas, y como entonces ni la persona más poderosa tenía tanta ropa blanca como ahora se usa, no hacían más que ir a lavar al río.

III

Una de estas lavanderas, que era, valiéndonos de cierta expresión a la moda, una
pollita muy simpática
, volvía un día, al anochecer, de lavar en el río los lacrimosos pañuelos de la princesa.

En medio del camino, y muy distante aún de las puertas de la ciudad, se sintió algo cansada y se sentó al pie de un árbol. Sacó del bolsillo una naranja, y ya iba a mondarla para comérsela, cuando se le escapó de las manos y empezó a rodar por aquella cuesta abajo con singular ligereza. La muchachuela corrió en pos de su naranja; pero mientras más corría más la naranja se adelantaba, sin que jamás se parase y sin que ella llegase a alcanzarla en la carrera, si bien no la perdía de vista. Cansada de correr, y sospechando, aunque poco experimentada en las cosas del mundo, que aquella naranja tan corredora no era del todo natural, la pobre se detenía a veces y pensaba en desistir de su empeño; pero la naranja al punto se detenía también, como si ya hubiese cesado en su movimiento y convidase a su dueño a que de nuevo la cogiese. Llegaba ella a tocarla con la mano, y la naranja se le deslizaba otra vez y continuaba su camino.

Embelesada estaba la lavanderilla en tan inaudita persecución, cuando notó al fin que se hallaba en un bosque intrincado, y que la noche se le venía encima, obscura como boca de lobo. Entonces tuvo miedo, y rompió en desconsoladísimo llanto. La obscuridad creció rápidamente, y ya no le permitió ni ver la naranja, ni orientarse, ni dar con el camino para volverse atrás.

Iba, pues, vagando a la ventura, afligidísima y muerta de hambre y cansancio, cuando columbró no muy lejos unas brillantes lucecitas. Imaginó ser las de la ciudad; dio gracias a Dios, y enderezó sus pasos hacia aquellas luces. Pero ¡cuán grande no sería su sorpresa al encontrarse, a poco trecho y sin salir del intrincado bosque, a las puertas de un suntuosísimo palacio, que parecía un ascua de oro por lo que brillaba, y en cuya comparación pasaría por una pobre choza el espléndido alcázar del
rey Venturoso
!

No había guardia, ni portero, ni criados que impidiesen la entrada, y la chica, que no era corta y que además sentía el estímulo de la curiosidad y el deseo de albergarse y de comer algo, traspasó los umbrales, subió por una ancha y lujosa escalera de bruñido jaspe, y empezó a discurrir por los más ricos y elegantes salones que imaginarse pueden, aunque siempre sin ver a nadie. Los salones estaban, sin embargo, profusamente iluminados por mil lámparas de oro, cuyo perfumado aceite difundía suavísima fragancia. Los primorosos objetos que en los salones había eran para espantar por su riqueza y exquisito gusto, no ya a la lavanderilla, que poco de esto había disfrutado, sino a la mismísima reina Victoria, que hubiera confesado la relativa inferioridad de la industria inglesa, y hubiera dado patentes y medallas a los inventores y fabricantes de todos aquellos artículos.

La lavandera los admiró a su sabor, y admirándolos se fue poco a poco hacia un sitio de donde salía un rico olorcillo de viandas muy suculento y delicioso. De esta suerte llegó a la cocina, pero ni jefe, ni sota-cocineros, ni pinches, ni fregatrices había en ella; todo estaba desierto, como el resto del palacio. Ardían, no obstante, el fogón, el horno y las hornillas, y en ellos estaban al fuego infinito número de peroles, cacerolas y otras vasijas. Levantó nuestra aventurera la cubierta de una cacerola y vio en ella unas anguilas; levantó otra y vio una cabeza de jabalí desosada y rellena de pechugas de faisanes y de trufas; en resolución, vio los manjares más exquisitos que se presentan en las mesas de los reyes, emperadores y papas; y hasta vio algunos platos, al lado de los cuales los imperiales, papales y regios serían tan groseros como al lado de éstos un potaje de judías o un gazpacho.

Animada la chica con lo que veía y olía, se armó de un cuchillo y de un trinchante, y se lanzó con resolución sobre la cabeza de jabalí. Mas apenas hubo llegado a ella recibió en sus manos un golpe, dado al parecer por otra poderosa e invisible, y oyó una voz que le decía, tan de cerca que sintió la agitación del aire y el aliento caliente y vivo de las palabras:

—¡Tate… que es para mi señor el príncipe!

Se dirigió entonces a unas truchas salmonadas, creyéndolas manjar menos principesco y que le dejarían comer; pero la mano invisible vino de nuevo a castigar su atrevimiento, y la voz misteriosa a repetirle:

—¡Tate… que es para mi señor el príncipe!

Tentó, por último, mejor fortuna en tercero, cuarto y quinto plato; pero siempre le aconteció lo propio: así, tuvo con harta pena que resignarse a ayunar, y se salió despechada de la cocina.

Volvió luego a recorrer los salones, donde reinaba siempre la misma misteriosa soledad y donde el más profundo silencio parecía tener su morada, y llegó a una alcoba lindísima, en la cual sólo dos o tres luces, encerradas y amortecidas en vasos de alabastro, derramaban una claridad indecisa y voluptuosa, que estaba convidando al reposo y al sueño. Había en esta alcoba una cama tan cómoda y mullida, que nuestra lavandera, que estaba cansadísima, no pudo resistir a la tentación de tenderse en ella y descansar. Iba a poner en ejecución su propósito, y ya se había sentado y se disponía a tenderse, cuando en la parte misma de su cuerpo con que acababa de tocar la cama sintió una dolorosa picadura, como si con un alfiler de a ochavo la punzasen, y oyó de nuevo una voz que decía:

—¡Tate… que es para mi señor el príncipe!

No hay que decir que la lavanderilla se asustó y afligió con esto, resignándose a no dormir, como a no comer se había resignado, y para distraer el hambre y el sueño se puso a registrar cuantos objetos había en la alcoba, llevando su curiosidad hasta levantar las colgaduras y los tapices.

Detrás de uno de éstos descubrió nuestra heroína una primorosa puertecilla secreta de sándalo con embutidos de nácar. La empujó suavemente, y, cediendo la puerta, se encontró en una escalera de caracol, de mármol blanco. Por ella bajó sin detenerse a uno como invernáculo, donde crecían las plantas y las flores más aromáticas y extrañas, y en cuyo centro había una taza inmensa, hecha, al parecer, de un solo, limpio y diáfano topacio. Se levantaba del medio de la taza un surtidor tan gigantesco como el que hay ahora en la
Puerta del Sol
, pero con la diferencia de que el agua del de la
Puerta del Sol
es natural y ordinaria, y la de éste era agua de olor, y tenía además en sí misma todos los colores del iris y luz propia, lo cual, como ya calculará el lector, le daba un aspecto sumamente agradable. Hasta el murmullo que hacía esta agua al caer tenía algo más musical y acordado que el que producen otras, y se diría que aquel surtidor cantaba alguna de las más enamoradas canciones de Mozart o de Bellini.

Absorta estaba la lavandera mirando aquellas bellezas y gozando de aquella armonía, cuando oyó un grande estrépito y vio abrirse una ventana de cristales. La lavandera se escondió precipitadamente detrás de una masa de verdura, a fin de no ser vista y poder ver a las personas o seres que sin duda se acercaban.

Éstos eran tres pájaros rarísimos y lindísimos, uno de ellos todo verde y brillante como una esmeralda. En él creyó ver la lavandera, con notable contento, al que era causa, según todo el mundo aseguraba, de la pertinaz dolencia de la
princesa Venturosa
. Los otros dos pájaros no eran, ni con mucho, tan bellos; pero tampoco carecían de mérito singular. Los tres venían con muy ligero vuelo, y los tres se abatieron sobre la taza de topacio y se zambulleron en ella.

A poco rato vio la lavandera que del seno diáfano del agua salían tres mancebos tan lindos, bien formados y blancos, que parecían estatuas peregrinas hechas por mano maestra, con mármol teñido de rosas. La chica, que en honor de la verdad se debe decir que jamás había visto hombres desnudos, y que de ver a su padre, a sus hermanos y a otros amigos, vestidos y mal vestidos, no podía deducir hasta dónde era capaz de elevarse la hermosura humana masculina, se figuró que miraba a tres genios inmortales o a tres ángeles del cielo. Así es que, sin ruborizarse, los siguió mirando con bastante complacencia, como objetos santos y nada pecaminosos. Pero los tres salieron al punto del agua y pronto se vistieron de elegantes ropas.

Uno de ellos, el más hermoso de los tres, llevaba sobre la cabeza una diadema de esmeraldas, y era acatado de los otros como señor soberano. Si desnuda le pareció a la lavanderilla un ángel o un genio por la hermosura, ya vestido la deslumbró con su majestad, y le pareció el emperador del mundo y el príncipe más adorable de la tierra.

Aquellos señores se dirigieron en seguida al comedor y se sentaron en una espléndida mesa, donde había tres cubiertos preparados. Una música sumisa e invisible les hizo salva al llegar y les regaló los oídos mientras comían. Criados, invisibles también, iban trayendo los platos y sirviendo admirablemente la mesa. Todo esto lo veía y notaba la lavanderilla, que, sin ser vista ni oída, había seguido a aquellos señores y estaba escondida en el comedor detrás de un cortinaje.

Desde allí pudo oír algo de la conversación y comprender que el más hermoso de los mancebos era el príncipe heredero del grande Imperio de la China, y los otros dos, el uno su secretario y el otro su escudero más querido; los cuales estaban encantados y transformados en pájaros durante todo el día, y sólo por la noche recobraban su ser natural, previo el baño de la fuente.

Notó asimismo la curiosa lavandera que el príncipe de las esmeraldas apenas comía, aunque sus familiares le rogaban que comiese, y que se mostraba melancólico y arrobado, exhalando a veces de lo más hondo del hermosísimo pecho un ardiente suspiro.

IV

Refieren las crónicas que vamos extractando que, terminado ya aquel opíparo y poco alegre festín, el príncipe de las esmeraldas, volviendo en sí como de algún sueño, alzó la voz y dijo:

—Secretario, tráeme la cajita de mis entretenimientos.

El secretario se levantó de la mesa y volvió de allí a poco con la cajita más preciosa que han visto ojos mortales. Aquella en que encerró Alejandro la Iliada era, en comparación de ésta, más chapucera y pobre que una caja de turrón de Jijona.

El príncipe tomó la cajita en sus manos, la abrió y estuvo largo rato contemplando con ojos amorosos lo que había en el fondo de ella. Metió luego la mano en la cajita y sacó un cordón. Le besó apasionadamente, derramó sobre él lágrimas de ternura y prorrumpió en estas palabras:

¡Ay, cordoncito de mi señora!

¡Quién la viera ahora!

Colocó de nuevo el cordón en la cajita, y sacó de ella una liga bordada y muy limpia. La besó, la acarició también y exclamó al besarla:

¡Ay, linda liga de mi señora!

¡Quién la viera ahora!

Sacó, por último, un precioso guardapelo, y si mucho había besado cordón y liga, más le besó y más le acarició aún, diciendo con acento tristísimo, que partía los corazones y hasta las peñas:

¡Ay, guardapelo de mi señora!

¡Quién la viera ahora!

A poco el príncipe y los dos familiares se retiraron a sus alcobas, y la lavanderilla no se atrevió a seguirlos. Viéndose sola en el comedor, se acercó a la mesa, donde aún estaban casi intactos los ricos manjares, los confites, las frutas y los generosos y chispeantes vinos; pero el recuerdo de la voz misteriosa y de la mano invisible la detenían y la obligaban a contentarse con mirar y oler.

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