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Authors: Juan Valera

Tags: #Cuento, Relato

Cuentos (28 page)

BOOK: Cuentos
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En el espléndido club, donde iba yo a comer casi de diario, me encontré a un rico y amable comerciante de origen español, trabé con él amistad y acabamos por hacernos muy íntimos.

Era hombre de cuarenta y cinco años a lo más, pero parecía más joven por lo muy guapo, alegre y elegante.

Nos reconocimos como paisanos de la patria chica, o sea de determinada comarca, porque si no él, no pocos de sus antepasados fueron cabreños.

Ya adivinará o sospechará el lector que este amigo mío, aunque naturalizado ciudadano de la Gran República, era y se llamaba Don Isidoro Castillo de Cabra.

Pronto me contó hasta los ápices y hasta los más escondidos lances de su vida. Poldy había luchado, durante algunos meses, en espantosa indecisión, entre el amor que Isidoro le inspiraba y los deberes más o menos artificiales, que la ligaban a su patria, a su familia y a la alta clase a que pertenecía.

Por último, el amor triunfó en el alma de Poldy, mas no para quedarse en Austria desdeñada y aborrecida de sus hermanos y parientes. No: esto era imposible. Poldy tomó una resolución extrema, pero, en su caso, bastante justificada. Hizo correr la voz de que había muerto, se casó católicamente con el judío converso, y cambiando, o mejor dicho traduciendo su nombre, se vino a vivir con él a los Estados Unidos.

Isidoro se trajo todo el dinero que tenía y no pequeña parte de los preciosos chirimbolos, joyas y antiguallas de su bazar. El resto, así como los predios urbanos y rústicos de que en Austria era dueño, lo dejó al cuidado de un tío suyo muy de fiar y muy hábil.

En los Estados Unidos entró en grandes empresas y especulaciones y aumentó sus bienes de fortuna en vez de disminuirlos.

Él venía a Nueva York dos o tres días cada semana para despachar sus negocios que, por haber muy entendidos dependientes en su escritorio, no requerían de continuo su presencia. De aquí que la mayor parte del tiempo se le pasase en una quinta que había hecho construir a las orillas del Hudson, imitando en lo posible la traza y arquitectura del castillo de Liebestein. Como la quinta estaba sobre una peña, a semejanza del castillo, tuvo Isidoro la ocurrencia de darle casi el mismo nombre, aunque en lengua castellana y recordando un sitio muy romántico que hay entre Antequera y Archidona. La quinta de Poldy se llamó la
Peña de los Enamorados
.

Distaba la quinta mucho más de Nueva York que de Albany, capital del Estado de Nueva York, pero, como los trenes del ferrocarril van con extraordinaria rapidez en aquella tierra, y es deliciosa la navegación en los magníficos vapores que suben y bajan por el río, poco molestaba a Isidoro para ir y venir que fuese algo mayor la distancia. En cambio Poldy gustaba del sosiego y de la tranquilidad del campo y aborrecía el bullicio malsano de las ciudades muy populosas.

Rara vez Poldy iba a Albany y más rara vez aún iba a Nueva York. En su quinta gozaba ella de todo el bienestar, lujo y regalo, que ofrece la civilización moderna a los que son muy ricos.

Poldy, aun saliendo poco, y para verse al espejo, y para que su marido la viese, se vestía a la última moda, con esmero, buen gusto y acendrada elegancia.

Isidoro me llevó a la quinta, me presentó a Poldy y tuve el placer y la satisfacción de admirarla. Aunque frisaba ya en los cuarenta años, el sol de su hermosura brillaba en el cenit y ella parecía una diosa.

Admirable era la hospitalidad conque acogía en su casa a los huéspedes, contribuyendo a este fin el privilegiado talento de su cocinero, artista de primer orden.

Dos hijos tenía Poldy: una niña de ocho años y un niño de seis, que eran dos ángeles de puro bonitos.

Garuda, la cigüeña blanca, animal que goza de larguísima vida, vivía mansa, doméstica y feliz en la quinta, como si para ella el tiempo no corriese. Más bien había ganado que perdido, porque el plumaje de la pechuga, que tenía antes un viso ceniciento, había adquirido el brillo y la blancura de la nieve. Garuda parecía el genio familiar de la casa, el vivo resumen de los lares y penates de aquel hogar transportado desde el centro de Europa a la opuesta orilla del Atlántico.

No quiero decir más para encarecer la felicidad de que Isidoro y Poldy gozaban, a fin de no excitar la envidia de los que me lean. Voy, pues, a terminar, haciendo una súplica a los lectores: que se callen lo que aquí revelo y no se lo escriban a los treinta o cuarenta condes y condesas, hermanos, tíos, cuñados y sobrinos de Poldy, para que no se aflijan ni se escandalicen.

El espejo de Matsuyama

Mucho tiempo ha vivían dos jóvenes esposos en lugar muy apartado y rústico. Tenían una hija y ambos la amaban de todo corazón. No diré los nombres de marido y mujer, que ya cayeron en olvido, pero diré que el sitio en que vivían se llamaba Matsuyama, en la provincia de Echigo.

Hubo de acontecer, cuando la niña era aún muy pequeñita, que el padre se vio obligado a ir a la gran ciudad, capital del Imperio. Como era tan lejos, ni la madre ni la niña podían acompañarle, y él se fue solo, despidiéndose de ellas y prometiendo traerles, a la vuelta, muy lindos regalos.

La madre no había ido nunca más allá de la cercana aldea, y así no podía desechar cierto temor al considerar que su marido emprendía tan largo viaje; pero al mismo tiempo sentía orgullosa satisfacción de que fuese él, por todos aquellos contornos, el primer hombre que iba a la rica ciudad, donde el rey y los magnates habitaban, y donde había que ver tantos primores y maravillas.

En fin, cuando supo la mujer que volvía su marido, vistió a la niña de gala, lo mejor que pudo, y ella se vistió un precioso traje azul que sabía que a él le gustaba en extremo.

No atino a encarecer el contento de esta buena mujer cuando vio al marido volver a casa sano y salvo. La chiquitina daba palmadas y sonreía con deleite al ver los juguetes que su padre le trajo. Y él no se hartaba de contar las cosas extraordinarias que había visto, durante la peregrinación, y en la capital misma.

—¡A ti —dijo a su mujer— te he traído un objeto de extraño mérito; se llama espejo! Mírale y dime qué ves dentro.

Le dio entonces una cajita chata, de madera blanca, donde, cuando la abrió ella, encontró un disco de metal. Por un lado era blanco como plata mate, con adornos en realce de pájaros y flores, y por el otro, brillante y pulido como cristal. Allí miró la joven esposa con placer y asombro, porque desde su profundidad vio que la miraba, con labios entreabiertos y ojos animados, un rostro que alegre sonreía.

—¿Qué ves? —preguntó el marido, encantado del pasmo de ella y muy ufano de mostrar que había aprendido algo durante su ausencia.

—Veo a una linda moza, que me mira y que mueve los labios como si hablase, y que lleva, ¡caso extraño!, un vestido azul, exactamente como el mío.

—Tonta, es tu propia cara la que ves —le replicó el marido, muy satisfecho de saber algo que su mujer no sabía—. Ese redondel de metal se llama espejo. En la ciudad cada persona tiene uno, por más que nosotros, aquí en el campo, no los hayamos visto hasta hoy.

Encantada la mujer con el presente, pasó algunos días mirándose a cada momento, porque como ya dije, era la primera vez que había visto un espejo, y por consiguiente, la imagen de su linda cara. Consideró, con todo, que tan prodigiosa alhaja tenía sobrado precio para usada de diario, y la guardó en su cajita y la ocultó con cuidado entre sus más estimados tesoros.

Pasaron años, y marido y mujer vivían aún muy dichosos. El hechizo de su vida era la niña, que iba creciendo y era el vivo retrato de su madre, y tan cariñosa y buena que todos la amaban. Pensando la madre en su propia pasajera vanidad, al verse tan bonita, conservó escondido el espejo, recelando que su uso pudiera engreír a la niña. Como no hablaba nunca del espejo, el padre le olvidó del todo. De esta suerte se crió la muchacha tan sencilla y candorosa como había sido su madre, ignorando su propia hermosura, y que la reflejaba el espejo.

Pero llegó un día en que sobrevino tremendo infortunio para esta familia hasta entonces tan dichosa. La excelente y amorosa madre cayó enferma, y aunque la hija la cuidó con tierno afecto y solícito desvelo, se fue empeorando cada vez más, hasta que no quedó esperanza, sino la muerte.

Cuando conoció ella que pronto debía abandonar a su marido y a su hija, se puso muy triste, afligiéndose por los que dejaba en la tierra y sobre todo por la niña.

La llamó, pues, y le dijo:

—Querida hija mía, ya ves que estoy muy enferma y que pronto voy a morir y a dejaros solos a ti y a tu amado padre. Cuando yo desaparezca, prométeme que mirarás en el espejo, todos los días, al despertar y al acostarte. En él me verás y conocerás que estoy siempre velando por ti. Dichas estas palabras, le mostró el sitio donde estaba oculto el espejo. La niña prometió con lágrimas lo que su madre pedía, y ésta, tranquila y resignada, expiró a poco.

En adelante, la obediente y virtuosa niña jamás olvidó el precepto materno, y cada mañana y cada tarde tomaba el espejo del lugar en que estaba oculto, y miraba en él, por largo rato e intensamente. Allí veía la cara de su perdida madre, brillante y sonriendo. No estaba pálida y enferma como en sus últimos días, sino hermosa y joven. A ella confiaba de noche sus disgustos y penas del día, y en ella, al despertar, buscaba aliento y cariño para cumplir con sus deberes.

De esta manera vivió la niña, como vigilada por su madre, procurando complacerla, en todo como cuando vivía, y cuidando siempre de no hacer cosa alguna que pudiera afligirla o enojarla. Su más puro contento era mirar en el espejo y poder decir:

—Madre, hoy he sido como tú quieres que yo sea.

Advirtió el padre, al cabo, que la niña miraba sin falta en el espejo, cada mañana y cada noche, y parecía que conversaba con él. Entonces le preguntó la causa de tan extraña conducta.

La niña contestó:

—Padre, yo miro todos los días en el espejo para ver a mi querida madre y hablar con ella.

Le refirió además el deseo de su madre moribunda y que ella nunca había dejado de cumplirle.

Enternecido por tanta sencillez y tan fiel y amorosa obediencia, vertió lágrimas de piedad y de afecto, y nunca tuvo corazón para descubrir a su hija que la imagen que veía en el espejo era el trasunto de su propia dulce figura, que el poderoso y blando lazo del amor filial hacía cada vez más semejante a la de su difunta madre.

Madrid, 1887.

Un poco de crematística

Meditación

I

Cuando Virgilio, inspirado por los antiguos versos de la Sibila, por la esperanza general entre todas las gentes de que había de venir un Salvador, y tal vez por alguna noticia que tuvo de los profetas hebreos, vaticinó con más ó menos vaguedad, en su famosa égloga IV, la redención del mundo, todavía le pareció que esta redención no había de ser instantánea, por muy milagrosa que fuese, y así es que dijo:
suberunt priscæ vestigia fraudis
: quedarán no pocos restos de las pasadas tunanterías y miserias.

Si esto pudo decir el Cisne de Mantua, tratándose de un milagro tan grande, de un caso sobrenatural que lo renovaba todo y que todo lo purificaba, ¿qué extraño es que después de una revolución, al cabo hecha por hombres, y no por hombres de otra casta que la nuestra, sino por hombres de aquí, educados entre nosotros, haya aún no poco que censurar y no poco de que la mentarse? Pues qué, ¿pudo nadie creer con seriedad que la revolución iba en un momento á hacer que desapareciesen todos nuestros males, todos los vicios y los abusos que la produjeron? La revolución podrá, á la larga, si es que logra afirmarse, corregir muchos de estos males, vicios y abusos, pero en el día es inevitable que aparezcan aún. Aparecerían, aunque los que combatieron en Alcolea en pro de la revolución hubieran sido unos ángeles del cielo, de lo cual ni ellos presumen, ni nadie les presta el carácter, la condición y la virtud sobrehumana.

Mediten bien lo que acabo de decir aquéllos que vieron con júbilo la revolución, que la aceptaron y hoy se arrepienten, y aquéllos también que siempre la tuvieron por un mal y que siguen con más ahinco teniéndola por un mal en el día de hoy. Medítenlo, y ya conocerán que no hay mal ahora que no se derive de los pasados, como se deriva de la premisa la consecuencia; como nace el retoño de la raíz de toda planta antigua, si no se arrancó de cuajo y si no se extirpó; operación más difícil de lo que se piensa.

No es esto afirmar que el estado de nuestro país sea delicioso, envidiable y floreciente. Nada menos que eso. En nuestro país hay mucho desabrimiento, muchísimo mal humor y un disgusto enorme. Y no hay que rastrear demasiado, ni que sumirse en obscuras profundidades para desentrañar la causa. La causa es que donde
no hay harina, todo es mohina
. El mal, fundamento de todos los males, es entre nosotros la escasez de dinero, ó para valernos de término más comprensivo, la penuria ó la inopia. En nuestra época nos dolemos más de este mal, porque la aspiración y el conocimiento del bien contrario están más difundidos, no porque el mal sea nuevo.
De atrás le viene el pico al garbanzo
, como dice el refrán. Sería, pues, una insolencia exigir de la revolución que renovara el milagro de pan y peces, ó que convirtiera las piedras en hogazas. ¿Qué ha de hacer la revolución sino lo que siempre se ha hecho? Esto me retrae á la memoria el modo de saludar que suelen tener en algunos lugares de Andalucía, y que no puede ser ni más castizo ni más propio. Salen dos hidalgos á tomar el sol muy embozados en sus capas, y se encuentran al revolver de una esquina. —«Hola, compadre, dice el uno: ¿cómo vamos?» —Y el otro contesta: «Trampeando: ¿y V., compadre?» —«Trampeando, trampeando también», replica el que hizo la pregunta. Así nada tienen que echarse en cara, y se van juntos de paseo, en buen amor y compaña.

Contra un achaque tan inveterado no sé qué remedio pueda haber. El arte de producir oro, la Crisopeya, se ha perdido por completo, y ya no tenemos más arte ó ciencia en que cifrar nuestras esperanzas, á ver si nos saca del atolladero, que la Economía política. Dios ponga tiento en las manos de los que la saben y la aplican á la gestión de los negocios del Estado. Y no lo digo porque dude yo de la ciencia. ¿Cómo dudar, cuando la ciencia es, ha sido y será siempre mi amor, aunque desgraciado? Dígolo á tanto de que pudiera ocurrir con algunos economistas lo que con ciertos filólogos que estudian un idioma, pongo por caso, el chino ó el árabe, tan por principios, con tal recondidez gramatical y tan profundamente, que luego nadie los entiende, ni ellos se entienden entre sí, ni logran entender á los verdaderos chinos y árabes de nacimiento, contra los cuales declaman, asegurando que son ignorantes del dialecto literario ó del habla mandarina, y que no saben su propio idioma, sino de un modo vernáculo, rutinario y del todo ininteligible para los eruditos: pero lo cierto es que por más que se lamenten, quizás con razón, no sirven para dragomanes.

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