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Authors: Juan Valera

Tags: #Cuento, Relato

Cuentos (32 page)

BOOK: Cuentos
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Yo no temo que ninguna nación europea, por muy plagada que esté de los mencionados achaques, venga al fin á perderse y á destruirse, como se destruyeron y perdieron aquellos imperios colosales del centro del Asia; como se hundieron aquellas poderosas civilizaciones, asombro del mundo antiguo. Yo no temo que á Madrid, á Sevilla, á Lisboa ó á Florencia, les venga á suceder lo que á Sidón y Tiro, Susa, Ecbatana, Nínive, Bactra y Babilonia. Aunque consumiesen mucho más de lo que produjesen, el castigo se limitaría á largos períodos de forzada abstinencia y de lastimosos apuros, á que el atraso con relación á otros pueblos de Europa fuese mayor, y á que siguiesen arrastrándonos y llevándonos como á remolque las demás naciones. Pero tal es la fe que yo tengo en la virtud progresiva, en la energía vital de la civilización europea, que ni siquiera puedo concebir que muera una nación que esté en su seno poderoso y vivificante. Sin embargo, la abstinencia de que hemos hablado, los apuros, el ir á remolque y la vergüenza del atraso y de la inferioridad, no dejan de ser rudo castigo.

Para discurrir, partiendo de un punto fijo, sobre estos asuntos tan difíciles, convendría primero explicarse el por qué de ciertos fenómenos que ofrece la moderna civilización europea, fenómenos al parecer contrarios á todo aquello que en las antiguas civilizaciones se notaba; de donde proviene el que haya hoy sentencias, que se dan por axiomáticas, y que son enteramente contrarias á otras sentencias que poco há pasaban por axiomáticas también.

En lo antiguo, y al decir en lo antiguo no vamos muy lejos (Miguel Montaigne y Machiavelli pensaban así), la rudeza y la pobreza se creía que daban bríos y nervio á las naciones, mientras que la riqueza y la cultura las enervaban. Pobre era Alejandro y venció al rico Darío; pobres y rudos eran los romanos y subyugaron á los ilustrados, cultos y ricos reinos de Macedonia, Siria y Egipto. Cuando los godos invadieron la Grecia, se refiere que intentaron quemar todas las bibliotecas; pero un astuto y discreto capitán de los godos hubo de persuadirles de que con las bibliotecas los griegos se hacían afeminados, muelles y cobardes, y que así era conveniente dejarles los libros para tenerlos siempre bajo el yugo. De esta suerte las bibliotecas se salvaron.

En nuestros días, por el contrario, si una nación se propusiese debilitar á otra, procuraría hacerla ignorante y pobre. La ciencia y la riqueza, lejos de enflaquecer hoy á los pueblos, les dan energía y pujanza; pero, bien consideradas las cosas, no hay en esto la menor contradicción. En lo antiguo, solía ser uno de los más usuales modos de adquirir riqueza el despojar á los vecinos por medio de la guerra. En el día de hoy, si bien estos despojos, estos robos violentos siguen haciéndose, no se hacen en tan grande escala. Las costumbres más suaves no lo consienten. La guerra, además, este modo de despojar violentamente una nación á otra, se ha hecho harto costosa. Los
gastos de producción
suelen en la guerra moderna ser mucho mayores que lo
producido
, si
producido
puede llamarse lo que se toma contra la voluntad de su dueño. De aquí, en primer lugar, que apenas se emprenda ya guerra alguna con el propósito de enriquecerse; y en segundo lugar, que los pueblos enriquecidos sean los que tienen más medio de hacer la guerra y más probabilidad de vencer. Antes, los pueblos se hacían fuertes y guerreros, á fin de enriquecerse: en el día los pueblos se enriquecen con el propósito de ser fuertes y guerreros. Sin duda que será un progreso más cuando los pueblos se enriquezcan sólo para ser más morales, más felices y más ilustrados; pero esto aún está lejos. La manía de dominar y de prevalecer sobre los demás no se curará en muchos siglos.

Sostienen hoy no pocos autores, Buckle entre otros, tan celebrado por todo el mundo, que la Economía política conspira de un modo incontrastable á que terminen las guerras sangrientas, á que la utopía de la paz perpetua venga á realizarse. Por esto, sin duda, y por otras razones no menos singulares, han llegado á tan loco extremo la admiración, la adoración y el fanatismo por la Economía política. Para Buckle, Adam Smith ha hecho más por la humanidad que todos los sabios, que todos los profetas y que todos los genios inmortales que han nacido de madre y que han revestido carne humana en este pícaro mundo. Ni las leyes de Solón, de Numa y de Manú, ni todos los libros de filosofía, ni los mismos Evangelios, importan un pito comparados con la
Riqueza de las naciones
. Según Buckle, la
Riqueza de las naciones
es «el libro más importante que se ha escrito jamás: su publicación ha contribuído en mayor grado á la dicha del humano linaje que el talento reunido de todos los hombres de Estado y de todos los legisladores, de quienes nos conserva la historia un recuerdo auténtico».

Todo esto podrá ser verdad; pero también lo es que, desde el año de 1776, en que salió á luz por vez primera el libro divino, salvador redentor y pacificador, las guerras han sido tan frecuentes como siempre y mil veces más espantosas por los millones de hombres que en ellas miserablemente han perecido. Cuando no hay guerra, hay una cosa tan mala, tal vez peor que la guerra: la paz armada. El dinero se gasta desatinadamente en sostener ejércitos inmensos, y los hombres más robustos, jóvenes y fuertes de Europa, apartados de todo trabajo útil, están siempre con las armas en la mano, acechándose, espiándose y amenazándose. Cierto que la Economía política y el libro maravilloso de Adam Smith no han puesto remedio á tanto mal. Si algo ha de ponerle remedio, ha de ser la filosofía; la religión, mejor entendida que en otros siglos, y el exceso mismo del mal, que tal vez acabe por hacerle imposible.

Los medios de destrucción se aumentan por tal arte, que es de temer que dentro de poco puedan matarse en un minuto millones de hombres; puedan dispararse en un segundo más bombas, balas y metralla que un siglo há se disparaban en treinta ó cuarenta años; y tales y tan estruendosos podrán ser los disparos, que el coste de uno solo baste á mantener durante un año á toda una familia. Horrorizados de tanto gasto y de tanta efusión de sangre, los hombres políticos clamarán, y claman ya muchos, por la paz y aun por el desarme, no porque Adam Smith y sus discípulos los hayan convencido. No creo yo que Napoleón III tenga el corazón de mantequilla y de jalea; pero el tremendo espectáculo del campo de batalla de Solferino, de tantos millares de cadáveres, hubo de oprimirle y angustiarle el corazón decidiéndole á la paz, aun antes de cumplir su promesa de hacer libre á Italia hasta el Adriático. Adam Smith y todas sus teorías no tuvieron parte alguna en esta determinación.

Si algún pensamiento económico impide la guerra ó la hace más difícil en lo venidero, es independiente de la ciencia: no es menester haber leído á los economistas para concebirle. El pensamiento es sencillo y claro: es el pensamiento de lo mucho que la guerra cuesta. Los Gobiernos, además, tienen casi siempre que acudir á empréstitos para hacer la guerra. Los que prestan el dinero tienen interés en que el del dinero prestado sea lo más crecido posible; por donde, aun sin contar con otras causas, el papel de la Deuda baja, y la fortuna pública padece.

Los que tienen que perder, los hombres acaudalados, son, por consiguiente, pacíficos; y como los que tienen dinero mandan en el día más que nunca y ejercen una influencia grandísima sobre la opinión, resulta que las guerras son condenadas por la opinión, cuando no hay un fuerte estímulo de egoísmo que induzca á hacerlas: como, por ejemplo, abrir un nuevo mercado para los productos nacionales; introducir en algún país poco culto la libertad de comercio, las obras divinas de Adam Smith, el opio ú otra droga peor, á cañonazos y á bayonetazos; entretener, y recrear, y embriagar al pueblo con gloria para que no se fastidie y se subleve; y tal vez deshacerse, siguiendo las doctrinas de algún economista, de aquella parte de la población que está de sobra, que no tiene cubierto preparado en el festín de la vida, que turba ó rompe el justo equilibrio que debe haber entre el producto y el consumo, entre los que subsisten y los medios de subsistencia.

Además de la guerra material y sangrienta, ha tomado en nuestros días más auge que nunca otra guerra que trae á la humanidad infinitos bienes, y que la lleva en volandas, no ya por el camino real del progreso, sino por una trocha ó atajo. Pero como
no hay atajo sin trabajo
, de esta otra guerra, que es la industrial y comercial, nacen temerosas perturbaciones, duros padecimientos, horribles desengaños y desconsoladoras ruinas. No me incumbe explicar esto ni hacer aquí la sátira del modo de ser de las sociedades modernas. Remito al lector á los socialistas, hijos legítimos de los economistas y sus más crueles y acérrimos adversarios. Aunque la Economía política no tuviese más pecado que el haber criado á sus pechos al socialismo, no podría ser absuelta del todo. Por lo demás, el socialismo, salvo que hasta hoy no es más que un conato, un
desideratum
, una aspiración, es, según algunos, esto es, será con respecto á la empírica y pedestre Economía política, lo que son las matemáticas sublimes con respecto á las cuatro reglas de la Aritmética. La ciencia social ó dígase la Sociología (¡híbrido y ridículo vocablo!) está aún por inventar, aunque sostengan lo contrario los positivistas. Lo malo es que los problemas que esta ciencia ha planteado y no ha resuelto, y la crítica audaz, inteligente y destructora con que ha hecho vacilar la fe en el orden social existente, tienen á los hombres todos llenos de recelo, dentro de cada Estado, presumiendo siempre que pueda sobrevenir la violencia á resolverlos intrincados problemas de la ciencia novísima; á desgajar de sus cimientos todo el edificio de la sociedad, con el fin de fundarle sobre otros mejores y más sólidos. De aquí el que no haya sólo guerra ó paz armada, entre unos Estados y otros, sino también guerra ó paz armada, esto es, peligro y sobresalto constante, dentro de cada Estado. En todo lo cual no parece que ha puesto remedio la Economía política, sino que ha venido á empeorarlo.

No crea el discreto lector que no conozco lo que podrá decir de mis divagaciones en este escrito. Sírvame de excusa el haberle llamado
meditación
, y el ser la meditación sobre un asunto tan vasto y tan en relación con todos los asuntos como es el dinero. Para tratarle á fondo, y con la claridad, el orden y el método convenientes, me hubiera sido necesario escribir un grueso volumen. ¿Pero por qué, se me dirá, has elegido tan vasto asunto, cuando no pensabas escribir ese grueso volumen, sino un artículo de periódico? A lo cual respondo: que la falta de dinero, la penuria pública, los apuros del Tesoro, las lamentaciones que oigo por todas partes, la esperanza que muestran algunos de que los economistas nos van á salvar, la poca confianza que advierto en otros en la eficacia saludable de los economistas, los discreteos de todos, los medios que tantos proponen, convertidos en arbitristas, para llevarnos á puerto de salvación, y las diversas explicaciones que dan sobre las causas del grave mal que padecemos, todo me ha impulsado con irresistible vehemencia á meditar y discurrir sobre estos asuntos, en los cuales confieso mi escaso ó ningún saber. Pero, considerándome yo como vulgo, como profano, todavía he creído que, si no útil, al menos podría ser entretenido y curioso el exponer lo que cavila el vulgo, lo que alambica y divaga sobre el particular. Así es que me he hecho eco fiel del vulgo en esta meditación, adornándola con algunas sentencias morales sacadas de la lectura de los filósofos. No se extrañe, pues, que yo no pruebe nada, que yo no concluya nada, que no presida un pensamiento dominante á todo este escrito mío.

Mucho temo dilatarle haciéndome pesado; pero se me ocurren varias observaciones que no tengo valor para pasar en silencio.

Es la primera que, en el estado actual de la civilización, y aun estoy por afirmar que siempre, no acontece con las naciones lo que con los individuos, los cuales, como ya dijimos, pueden ser sabios, santos ó poetas, y ser pobres. Una nación, si es inteligente y activa, por santa, por sabia y por heróica y poética que sea, tiene que hacerse rica también. Si se queda pobre, da marcadas y evidentes señales de que no es inteligente, ó de que no es activa, ó de que padece alguna enfermedad secular de que no ha logrado curarse.

Decía, en 1629, el Padre Maestro Fray Benito de Peñalosa y Mondragón, en un curiosísimo libro que dió á la estampa, que el ser España muy católica y muy monárquica, y el tener otras tres excelencias más, causaban su despoblación y su ruina. Lo mismo asegura Buckle, en perfecta consonancia con el Padre Peñalosa, á quien ha adivinado y no leído. Nuestra religiosidad y nuestro amor y fidelidad á los Reyes nos han traído tan perdidos y tan atrasados. En cambio, según el mismo Buckle, en Escocia ha habido y hay gran prosperidad y progreso. Allí, aunque también tienen la desgracia de ser sobrado religiosos, han tenido la fortuna y la excelente cualidad de ser muy desleales á sus soberanos.

Los escoceses, dice Buckle, han hecho la guerra á casi todos sus Reyes, han decapitado á varios, han asesinado á otros, y hasta han vendido á uno de ellos por cierta suma de dinero que les hacía mucha falta. Esta cordura de los escoceses les ha valido el progresar, y sobre todo, la gloria de que el salvador Adam Smith nazca entre ellos.

La extraña doctrina que acabo de exponer, idéntica en Buckle y en Peñalosa, no puede refutarse ó censurarse con ironía. Es menester desecharla con seriedad. No es asunto de burla. No. La riqueza, y la prosperidad, y la cultura no acuden á los pueblos porque los pueblos abandonen á Dios y maten ó vendan á sus príncipes.

En un individuo, tal vez la bondad y excelencia del carácter han sido obstáculo á la fortuna: en un pueblo, no queremos ni podemos creerlo. Por consiguiente, si España está hoy pobre y atrasada, culpa es, no de sus virtudes, sino de sus vicios; no de buenas cualidades, sino de malas.

Dan otros por causa de nuestro atraso y de nuestra pobreza la aridez y esterilidad del suelo, que ofrece pocos recursos; pero aunque dicha aridez y dicha esterilidad fuesen ciertas, como una nación no vive sólo del suelo, sino del ingenio y de la laboriosidad de sus hijos, no podría esta falta ser origen del mal. En los siglos pasados y en los presentes hubo y hay naciones ilustres que han florecido en suelo estéril. El suelo del Ática es un ejemplo de esto, y á su esterilidad atribuye Tucídides el que allí viniese á formarse tan glorioso y próspero Estado, porque, en los principios de la civilización griega, los hombres huyeron de los terrenos fértiles, invadidos é infestados continuamente de ladrones y piratas, y vinieron á refugiarse en Ática para estar al abrigo de las depredaciones y devastaciones. Venecia, que fué tan poderosa y rica, tuvo también un origen semejante, y fué fundada en unas lagunas por gente fugitiva de los bárbaros invasores de Italia. La misma Escocia será todo lo pintoresca y linda que se quiera, pero no hay quien no convenga en que naturalmente es estéril; sin duda, más estéril que España. Lo propio puede afirmarse de Holanda y de otros muchos países, si apartamos de ellos con la imaginación lo que por mejorarlos han hecho ya el arte y el ingenio.

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