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Authors: Juan Valera

Tags: #Cuento, Relato

Cuentos (36 page)

BOOK: Cuentos
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En una tarde apacible del mes de mayo subió Silveria al castillo a ver al anciano Juan, que allí vivía solo.

Extraordinarios fueron su júbilo y su sorpresa cuando supo que la noche anterior, sin previo aviso, había llegado Ricardo después de cinco años de ausente.

Como cuando ella tenía once años, con igual sencillez, si bien con mayor ímpetu, apartó Silveria al criado, corrió por la escalera arriba, y, conmovida, jadeante y bañadas las mejillas en encendido carmín, se lanzó en la sala, donde, por dicha, se encontraba el poeta.

Recordando entonces, de súbito, el saludo angélico de la noche de Navidad, le repitió, diciendo:

—¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!

Pasmado, mudo, extático se quedó él, como si una portentosa deidad hubiera llegado a visitarle.

—¿Qué…, no me conoces? —añadió ella.

Y se arrojó cariñosamente en sus brazos.

Él la apartó de sí blandamente, con honrado temor, y con una admiración y un asombro que Silveria no comprendía.

—¿No eres va mi hermano? —le dijo melancólicamente.

Entonces le contempló por breve espacio, y creyó advertir que una nube de tristeza velaba su faz; pero halló su faz aún más hermosa que en los antiguos días.

Ricardo tomó con afecto en sus manos las manos de ella, y le habló de cosas que ella escuchó con entreabierta boca y con ojos que, por el interés y el espanto con que le miraba y le oía, parecían más dulces y más luminosos y grandes.

Silveria no entendió bien todo el sentido de lo que él decía; pero percibió que se lamentaba de que era muy desventurado, de que ya no podía hacer dichosa a mujer alguna, de que su corazón estaba marchito, y de que, si bien el Hechicero podía volverle aún toda su juvenil lozanía, le había buscado en vano en sus largas peregrinaciones y no había podido hallarle.

En extremo afligieron a Silveria tan dolorosas confesiones. Dos gruesas lágrimas brotaron de sus ojos y se deslizaron por sus frescas mejillas.

Ansiando luego consolar al poeta, y con el mismo candor, con el mismo abandono purísimo con que ella acariciaba a su madre, se acercó a él y empezó a hacerle caricias.

En aquel punto, y con disgusto idéntico al que siente quien recela que alguien trata de impulsarle a cometer un crimen, Ricardo rechazó violentamente a Silveria, exclamando:

—¡No me toques! ¡No me beses! ¡Vete pronto de aquí!

La gentil moza, sin penetrar el motivo de aquellos aparentes y generosos desdenes, se consideró profundamente agraviada.

No se quejó; no rogó; no lloró. Su soberbia cegó la fuente del llanto y ahogó los ruegos y las quejas; pero huyó, volando como lastimada paloma, escapando como cierva herida por emponzoñada flecha clavada en las entrañas.

En hondo estupor había caído el poeta al notar el efecto desastroso del desvío que acababa de mostrar por un irreflexivo primer movimiento.

Apenas volvió en sí, fuerza es confesar que desechó todos los escrúpulos y se arrepintió y hasta se avergonzó de su conducta. Se rió de sí mismo con risa nerviosa y se calificó de imbécil.

A fin de enmendar la que ya juzgaba falta, salió corriendo en pos de Silveria, pero era tarde.

¿Cómo descubrir sus huellas? ¿Cómo reconocer el sendero por donde había huido? El bosque era espesísimo y dilatado. Ricardo vagaba por aquel laberinto; llamaba a voces a Silveria, y el eco sólo le respondía.

Pronto llegó la noche sin luna y con nubes que ocultaban la luz de las estrellas. Completa obscuridad reinaba en el bosque. Tal vez rompía su solemne silencio el silbar de las lechuzas o el tenue gemido del viento manso que agitaba por momentos las hojas.

En los giros y rodeos, que iba dando como loco, vino a parar el poeta cerca de la alquería.

Alegres presentimientos y gratos planes le volvieron de súbito la serenidad.

«Silveria —pensaba él— no se habrá ido a otra parte. Debe de hallarse en su casa. Entraré allí; informaré de todo a los padres, y delante de ellos pediré perdón a Silveria, asegurándole que, lejos de desdeñarla, soy suyo para siempre».

En la alquería ignoraban aún la vuelta del poeta.

Con singular asombro recibieron el Indiano y su mujer a un hombre a quien sólo de oídas conocían y de quien apenas habían oído hablar en más de cinco años. Pero todo era allí consternación y alboroto. El Indiano acababa de llegar de una larga excursión, y su mujer le había dicho, llorando y sollozando, que Silveria no había vuelto; que Silveria no parecía. Sin más explicaciones, porque no lo consintió la zozobra con que estaban, todos salieron de nuevo al campo a buscar a Silveria.

Inútilmente anduvieron buscándola hasta el amanecer. El día los sorprendió rendidos y desesperados.

La madre imaginaba que el Hechicero le había robado a su hija; el Indiano que se la habían comido los lobos; los criados que se la había tragado la tierra.

Sospechando que se hubiera podido caer en los estanques, revolvieron las aguas y sondearon el fondo sin dar con ella ni muerta ni viva.

Durante todo aquel día, sin reposar apenas, los amos y los dos criados hicieron pesquisas y como un ojeo por varios puntos del bosque, que se extendía leguas.

A las poblaciones más cercanas enviaron avisos de la fuga, con las señas de la fugitiva; ¡pero nada valió! Y aunque entonces no había telégrafos, ni teléfonos, y o no había policía o andaba menos lista que ahora, se empleó tanta diligencia en buscar a Silveria, que al persistir su desaparición, adquiría visos y vislumbres de milagrosa o dígase de fuera del orden natural y ordinario.

Retrocedamos ya al tiempo, en que nos hemos adelantado, y volvamos a cuando huyó Silveria, juzgándose agraviada.

Delirante de rabia y despecho, corrió primero, sin parar y sin saber por donde, internándose en un agreste e intrincado laberinto, por el cual no había ido jamás, y donde no había sendas ni rastro de pies humanos, sino abundancia de brezos, helechos, jaras y otras plantas, que entre los árboles crecían, formando enmarañados matorrales.

Se detuvo un rato, reflexionó y reconoció que se había perdido.

La asaltó grandísimo temor, figurándose el horrible pesar que iba a dar a sus padres si no volvía pronto a su casa.

Pugnó por volver, buscó el camino, se dirigió, ya por un lado, ya por otro; pero a cada paso se desorientaba más y se veía en más desconocido terreno…

La esquividad de aquellos sitios se hizo pronto más temerosa y solemne. Obscurísima noche sorprendió en ellos a Silveria.

Por fortuna, Silveria no sabía lo que era miedo. A pesar de su dolor y de su enojo, gustaba cierto sublime deleite al sentirse circundada de tinieblas y de misterio en medio de lo inexplorado. Quizá el Hechicero iba a aparecérsele allí de repente.

Ideas y sentimientos muy distintos surgieron en su alma. La ira contra el poeta se trocó en piedad. Le creyó enfermo del corazón; le perdonó; disculpó su desvío.

El Hechicero había causado aquel mal, y era menester que el Hechicero le trajese remedio.

Entonces improvisó Silveria una atrevida evocación, un imperioso conjuro, y dijo en alta voz y con valentía:

—¡Acude, acude, Hechicero, para consolar y sanar a mi poeta y hacerle dichoso!

La voz se desvaneció en las tinieblas, sin respuesta ni eco, restaurándose el silencio. La creación entera dormía o estaba muda y sorda.

Nuestra heroína siguió marchando a la ventura, si bien con lentitud. Sus pupilas se habían dilatado y casi veía en la obscuridad. Iba, pues, salvando dificultades y tropiezos, cruzando por entre malezas y riscos, y subiendo y bajando cuestas, porque el suelo era cada vez más agrio y quebrado.

Al fin empezó a alborear.

La fatiga de Silveria era inmensa. No podía tenerse de pie. Logró, no obstante, encaramarse en un peñón, donde se consideró defendida de la humedad, y, confiando en la protección de los cielos, buscó reposo y pronto se quedó dormida.

Sus ensueños no fueron lúgubres. Acaso eran de feliz agüero y se prestaban a interpretación favorable.

Soñó que, mientras su madre le enseñaba a leer en libros devotos, vinieron los genios del aire y se la llevaron volando para enseñarle más sabrosa lectura en el cifrado y sellado libro de naturaleza, cuyos sellos rompieron, abriéndole, a fin de que ella le descifrase y leyese.

Cuando despertó, el sol resplandecía, culminando en el éter. Sus ardientes rayos lo bañaban, lo regocijaban y lo doraban todo.

Ella se restregó los ojos y miró alrededor. Se encontró en honda cañada. Por todas partes, peñascos y breñas. Los picos de los cerros limitaban el horizonte. Aquel lugar debía de ser el riñón de la serranía. Silveria creyó casi imposible haber llegado hasta allí, sin rodar por un precipicio, sin destrozarse el cuerpo entre los espinos y las jaras, o sin el auxilio de aquellos genios del aire con que había soñado.

¿Para qué detenerse en aquel desierto? Con nuevos bríos, aunque sin saber adónde, prosiguió Silveria su camino.

Después de andar más de dos horas, encontró una estrecha senda, que le pareció algo trillada. Formaba toldo a la senda la tupida frondosidad de gigantescos árboles. Apenas algunos sutiles rayos de sol se filtraban a través de las ramas.

Subiendo iba Silveria una cuestecilla, cuando oyó muy cerca los lamentables aullidos de un perro. Precipitó su marcha, llegó al viso, donde había un altozano, y vio por bajo un grupo de chozas.

Junto a las chozas, armadas de sendas estacas, cinco mujeres, desgreñadas y mugrientas, o más bien cinco furias, rodeaban a un perro y le mataban a palos. Catorce o quince chiquillos, cubiertos de harapos y de tizne, celebraban con descompuestos gritos de cruel alegría aquella ejecución desapiadada.

A cierta distancia venía un pobre viejo, de blanca y luenga barba, con un puñal desnudo en la mano, corriendo hacia las mujeres para defender o vengar al perro.

Llevaba un violín colgado a la espalda, y estaba ciego. Era un músico ambulante.

Las mujeres se retiraron hacia las chozas, viéndole venir. Los chiquillos, puestos en hilera, la emprendieron con él a pedradas. Uno de ellos se revolcaba por el suelo y chillaba como un energúmeno. El perro, acosado por todos, le había dado un pequeño mordisco, motivando así la ira de las mujeres y la canina tragedia.

El ciego llegó tarde. El perro había quedado muerto.

Derribándose sobre él el anciano, hizo tales lamentaciones y vertió llanto tan desconsolador, que algo mitigó la ferocidad de aquella gente. Los chiquillos dejaron de tirarle piedras; pero ellos y sus madres continuaron insultándole de palabra.

Le llamaban brujo, mendigo sin vergüenza y hechicero maldito. En esto llegó Silveria, imprevisto y raro personaje en medio de tal escena.

Por salvadora ventura pudo tenerse que los maridos y padres de aquella desharrapada y turbulenta grey, los cuales, bajo la traza de carboneros y leñadores, tal vez eran contrabandistas o bandidos, hubiesen ido lejos, aquel día, a ejercer sus industrias o a entregarse a sus merodeos. Si hubieran estado allí, el ciego y Silveria, que se puso a defenderle, muy animosa, hubieran corrido grave peligro, porque aquellos hombres habían de ser maleantes y desalmados.

Como quiera que fuese, Silveria, convirtiéndose en denodada amazona, se apoderó del arma, que el viejo no sabía esgrimir a causa de su debilidad y de su ceguera, y creyó y aseguró que tendría a raya a toda la chusma.

Lo prudente, sin embargo, era emprender una pronta retirada. El ciego lo pedía así, diciendo con voz temblorosa a Silveria:

—Vámonos, hija mía; me estoy muriendo; apenas puedo andar. Tú eres un ángel. Sírveme de guía y de apoyo. Yo te marcaré el camino que importa seguir, y tú le verás, le distinguirás con tus ojos, que han de ser muy hermosos, y me llevarás por él hasta llegar a un sitio donde aguarde yo con reposo mi muerte, ya cercana.

El viejo, en efecto, tenía el semblante de un moribundo. Violentas pasiones y continuos padecimientos, físicos y morales, habían gastado su vida.

—Sin el perro —dijo— no podía yo irme, si tú, hija mía, no hubieses venido en mi socorro. Ayúdame a llegar a la casa, donde tengo albergue y refugio. No dista mucho de aquí, y, con todo, no sé si llegaré con vida; las fuerzas me faltan.

Silveria, llena de caridad, sostuvo al viejo, y éste, apoyado en su báculo y en el brazo de Silveria, a quien indicaba la vía, fue andando en compañía de la gallarda joven.

Durante el viaje, le hizo el viejo pasmosas confidencias.

—Apenas me hablaste —le dijo—, te reconocí por la voz. Pensé que oía a tu madre, cuando, hace veinte años, ella misma, engañándose, me persuadía con dulces palabras de que me quería bien, y me halagaba con la esperanza de ser mi esposa. Pero, en mal hora para mí, vino al lugar el Indiano. Tu madre se prendó de él perdidamente. Yo la perdono. Comprendo que no tuvo ella la culpa de mi infortunio, sino la influencia invendible de nuestro sino. Entonces mi alma era más fervorosa y enérgica. Mi alma era injusta, y no la perdonaba. No pocas veces proyecté robarla o matarla, y me disuadía y me arredraba luego mi honradez… o mi cobardía. Como demente, vagaba yo en torno de vuestra alquería. Me ocultaba en el castillo. Atormentaba a tu madre como un vivo remordimiento; la asustaba haciéndole creer que el hechicero era yo. Dios, sin duda, quiso castigarme, y me dejó ciego. En adelante, no rondé más en torno de vuestra alquería. Mi vida fue cada vez más desastrosa. Viví errando por montes y valles, tocando mi violín y pordioseando.

Las revelaciones del viejo, su sórdida miseria y las mismas enfermedades, que se estaba notando que le abrumaban bajo su peso, infundían a Silveria repulsión poderosa; pero, en su noble espíritu, podía más la compasión, y la excitaba a no abandonar al desvalido hasta que le dejase en salvo.

Silveria, además, no acertó a resistir a las insistentes preguntas del mendigo, y le contó su vida, su fuga y su empeño de hallar al hechicero para sanar y consolar al poeta.

Entre tanto, la peregrinación continuaba, con trabajosa lentitud, por sitios cada vez más escabrosos. Se habían internado en un estrecho y hondo desfiladero. Por ambos lados se erguían montañas inaccesibles, tajados peñascos, por donde no lograrían trepar ni las cabras montesas. La fértil vegetación espontánea revestía todo aquello de bravía hermosura, que causaba a la vez susto y deleitoso pasmo.

A menudo el viejo se paraba fatigadísimo; se echaba por tierra y reposaba.

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