Cuentos (34 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: Cuentos
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Con tan perversa fama, que persistía y se dilataba, en época en que eran los hombres más crédulos que hoy, nadie osaba habitar en el castillo. En torno de él reinaban soledad y desierto.

A su espalda estaba la serranía, con hondos valles, retorcidas cañadas y angostos desfiladeros, y con varios altos montes, cubiertos de densa arboleda, delante de los cuales el cerro del castillo parecía estar como en avanzada.

Por ningún lado, en un radio de dos leguas, se descubría habitación humana, exceptuando una modesta alquería, en el término casi del pinar, dando vista a la fachada principal del castillo, al pie del mismo cerro.

Era dueño de la alquería, y habitaba en ella desde hacía doce años, un matrimonio, en buena edad aún, procedente de la más cercana aldea.

El marido había pasado años peregrinando, comerciando o militando, según se aseguraba, allá en las Indias. Lo cierto es que había vuelto con algunos bienes de fortuna.

Muy por cima del prestigio que suele dar la riqueza (y como riqueza eran considerados su desahogo y holgura en el humilde lugar donde había nacido), resplandecían varias buenas prendas en este hombre, a quien, por suponer que había estado en las Indias, llamaban el Indiano. Tenía muy arrogante figura, era joven aún, fuerte y diestro en todos los ejercicios corporales, y parecía valiente y discreto.

Casi todas las mozas solteras del lugar le desearon para marido. Así es que él pudo elegir, y eligió a la que pasaba y era sin duda más linda, tomándola por mujer, con no pequeña envidia y hasta con acerbo dolor de algunos otros pretendientes.

El Indiano, no bien se casó, se fue a vivir con su mujer a la alquería que poco antes de casarse había comprado.

Allí poseía, criaba o se procuraba con leve fatiga cuanto hay que apetecer para campesino regalo y sano deleite. Un claro arroyo, cuyas aguas, más frescas y abundantes en verano por la derretida nieve, en varias acequias se repartían, regaba la huerta, donde se daban flores y hortalizas. En la ladera, almendros, cerezos y otros árboles frutales. Y en las orillas del arroyo y de las acequias, mastranzos, violetas y mil hierbas olorosas. Había colmenas, donde las industriosas abejas fabricaban cera y miel perfumada por el romero y el tomillo que en los circunstantes cerros nacían. El corral, lejos de la casa, estaba lleno de gallinas y de pavos; en el tinado se guarecían tres lucidas vacas que daban muy sabrosa leche; en la caballeriza, dos hermosos caballos, y en apartada pocilga, una pequeña piara de cerdos, que ya se echaban con habas, ya con las ricas bellotas de un encinar contiguo. Había, además, algunas hazas sembradas de trigo, garbanzos y judías; y, por último, allá en la hondonada un frondoso sotillo, poblado de álamos negros y de mimbreras, hacia cuyo centro iba precipitándose el arroyo y formando, ya espumantes cascadas, ya serenos remansos.

Como el Indiano era excelente cazador, liebres, perdices, patos silvestres y hasta reses mayores no faltaban en su mesa.

Así vivían, como he dicho, hacía más de doce años, marido y mujer, en santa paz y bienandanza, alegrándoles aquella soledad una preciosa y única hija que habían tenido y que rayaba en los once años.

No consta de las historias que hemos consultado, cuál fuese el nombre de esta niña; pero, a fin de facilitar nuestra narración, la llamaremos Silveria.

Bien puede asegurarse, sin exageración alguna, que Silveria era una joya; un primor de muchacha. Se había criado al aire libre, pero ni los ardores del sol ni las otras inclemencias del cielo habían podido ofender nunca la delicadeza de su lozana y aun infantil hermosura. Como por encanto, se mantenía limpia y espléndida la sonrosada blancura de su tez. Sus ojos eran azules como el cielo, y sus cabellos dorados como las espigas en agosto.

Acaso, cuando éramos niños, nos consintieron y mimaron mucho nuestros padres. De todos modos, ¿quién no ha conocido niños consentidos y mimados? Y, sin embargo, a nadie le será fácil concebir y encarecer lo bastante el consentimiento y el mimo de que Silveria era objeto. La madre, por dulce apatía y debilidad de carácter, la dejaba hacer cuanto se le antojaba; y, el padre, que era imperioso, como idolatraba a su hija y se enorgullecía de que se le pareciese en lo resuelta y determinada, y en la valerosa decisión con que ella procuraba siempre lograr su gusto y cumplir su real voluntad, lejos de refrenarla, solía, sin premeditar ni reflexionar, darle alas y aliento para todo. Así es que, cuando el padre se iba, y se iba a menudo, ya de caza, ya a otras excursiones, se diría que por estilo tácito transmitía a la chica todo su imperio. Parecía, pues, Silveria una pequeña reina absoluta, una emperatriz disfrazada de zagala. Por fortuna, era tan generoso y noble el temple natural de su ánimo, que ni su absolutismo menoscababa el cariño y el respeto que a su madre tenía, ni la amplia libertad de que gozaba le valía nunca para propósito que no fuese bueno.

No había en la alquería más servidumbre que la anciana nodriza de la señora, cocinera y ama de llaves a la vez; su hija, ya más que granada, la cual, aunque muy simple, trabajaba mucho y lavaba y, planchaba bien; y el viejo marido de la nodriza, que hacía de gañán, porquerizo y vaquero.

Silveria, como se había criado en aquel rústico apartamiento, sin hablar apenas sino con su gente y con sus padres, era dechado singular de candorosa inocencia. Se había formado de la naturaleza muy alegre y poético concepto, y en vez de recelar o desconfiar de algo, a todo se atrevía y de nada desconfiaba. Cuanto era natural imaginaba ella que existía para su regalo y que se deshacía para obsequiarla. ¿Cómo, pues, había de ser lo sobrenatural menos complaciente y benigno? Por eso, sin darse exacta cuenta de tal discurso, y más bien por instinto, Silveria no se asustaba ni de la obscuridad nocturna, ni de las sombras y del silencio del bosque, ni de los vagos y misteriosos ruidos que forman el agua al correr y el viento al agitar el follaje. El mismo Hechicero, de quien había oído referir mil horrores, en lugar de causarle pavor, le infundía deseo de encontrarse con él y de conocerle y tratarle. A ella se le figuraba que era calumniado y que no podía ser perverso como decían.

Contaba su madre que el Hechicero no la atormentaba ya; pero que durante los primeros años de su matrimonio y de su estancia en la alquería, la había atormentado no poco. Tal vez, de noche, ella había oído su voz entonando melancólicos cantares; tal vez había llegado hasta su oído el son triste y mágico de su melodioso violín; tal vez ella le había entrevisto, al incierto resplandor de las estrellas, cuando atravesaba la selva y llegaba a un claro, donde no había encinas, pinos ni abetos. Entonces decía la madre que la sangre se le helaba con el susto; que sentía pena, como la que deben causar los remordimientos, considerando delito el ver o el oír; y que cerraba ventanas y puertas para que el Hechicero no viniese a buscarla.

Silveria no comprendía lo que contaba su madre, o lo comprendía al revés; ni en el canto ni en el sonido del violín acertaba a distinguir nada de espantable ni de pecaminoso; y lo único que la apenaba era que aquella música, a su ver tan infundadamente medrosa, no sonase ya nunca, o, al menos, no llegase a su oído.

Sin el menor recelo, y ligera como una corza, solía, pues, Silveria salir de su casa, donde su madre andaba distraída y empleada en faenas domésticas, y recorría, saltando y brincando, todas aquellas cercanías. De lo que más gustaba era de ir al pie del castillo, que no estaba lejos, y cuyas almenas y torres y aun la fachada principal, con sus grandes ventanas ojivales, descollando sobre la masa de verdura, se divisaban bien desde el mismo cuarto en que ella dormía.

Delante del castillo había un ancho estanque de agua limpia y pura, porque el abundante arroyo que regaba la huerta, entrando y saliendo, renovaba el agua de continuo. En aquel estanque el castillo se miraba con gusto como en un espejo.

Iluminando fantásticamente su fondo y prestándole apariencias de profundidad infinita, se retrataba también en él la divina amplitud de los cielos.

Por todo alrededor había, además de las encinas y robles de la selva, sauces, higueras, granados, acacias y muy viciosa lozanía de otras plantas y hierbas.

En una fresca mañana de abril Silveria vagaba por aquel lugar solitario y oculto, cogiendo lirios, violetas y rosas, que florecían en abundancia y llenaban el ambiente con su perfume.

A deshoras oyó inesperado estrépito y fue a ocultarse entre unas matas. Entonces vio llegar a caballo a un hombre, que bajó de él y le ató a una rama por la rienda. El hombre estaba en lo mejor de su edad; vestía de negro, y bajo su sombrero con plumas y de ala ancha se descubría muy bello rostro. Era gentil su apostura. A su andar airoso resonaban las doradas espuelas.

El aspecto del forastero no era ciertamente para atemorizar a nadie; de suerte que Silveria, que ya de por sí no pecaba de tímida, salió de su escondite, y marchando hacia el recién llegado, le dijo:

—Buenos días tenga su merced.

Sorprendido el forastero de la repentina aparición, exclamó:

—¿Quién eres tú, chiquilla?

—Soy Silveria —contestó—; soy la hija del Indiano. Vivo a pocos pasos de aquí. Si no lo estorbase la arboleda, se vería desde aquí mi casa. Y el señor caballero, ¿es por ventura el encantador de quien tanto se habla?

—No, hija; yo no soy el encantador; pero ando en su busca. Y tú, dime, ¿qué hacías por aquí?

—Pues, ¿qué había yo de hacer?… Nada…, coger flores. Aquí las hay a manta…, ¡y tan bonitas! ¡Mire, mire cuántas he cogido! —Y extendiendo los brazos y desplegando el delantal, le enseñaba las flores que en él tenía.

—Tome su merced las que quiera.

—Gracias —dijo el caballero.

Y tomando del delantal dos lirios de los que tenían más largo el cabo, se quitó el sombrero, puso en él los lirios al lado de las plumas y volvió a cubrirse.

Tal vez notó la chica, mientras él estaba descubierto, que su cabellera era negra y rizada en bucles, blanca y serena la frente y los ojos dulces y tristes.

Ello es que, cobrando mayor confianza, habló así Silveria:

—Aunque me moteje de sobrado curiosa, ¿quiere su merced decirme qué diantre ha venido a hacer por estos andurriales?

Cayeron en gracia al caballero el imperioso desenfado y el infantil despejo de Silveria, y le respondió sonriendo:

—Hija mía, yo he comprado este castillo, y vengo a vivir en él. Mis criados van a llegar con el equipaje. Por la impaciencia de ver el castillo me he adelantado a trote largo.

—¡Ay! Y yo que nunca le he visto, porque está cerrado con llave… Déjeme su merced que le vea.

—Pues qué, ¿no tienes miedo?

—¿Y de qué?

—Entonces puedes venir conmigo. Aquí están las llaves; abriremos y entraremos, y lo veremos todo.

Dicho y hecho. Aquel joven señor abrió la puerta, y, acompañado de Silveria, recorrió lo interior del castillo.

Luego que subieron la elegante escalera, vieron en el piso principal salas muy bien amuebladas, aunque todo cubierto de telarañas y de polvo.

Desde la ventana del centro, que estaba sobre la puerta y en la mejor sala, ambos se extasiaron al contemplar la magnífica vista. Allí se oteaban ríos y arroyos, risueñas llanuras, cortijos y aldeas distantes, y, como límite más remoto, montañas azules, cuyos picos se dibujaban o se esfumaban en el más nítido azul del aire, diáfano, sin nubes y dorado entonces por el sol. En torno se veían, como mar de verdura, las apiñadas copas de los árboles que circundaban el castillo, y, no muy lejos, a la salida del bosque, la pequeña alquería de Silveria.

—Allí vivo yo —dijo al forastero, mostrándole la alquería con el pequeñuelo y afilado dedo índice.

Miró el forastero la alquería, y, antes de que dijese palabra, exclamó Silveria:

—¡Vaya si soy disparatada! De fijo que van a dar las nueve…, hora de almorzar. Mi padre va a chillar y a rabiar si me echa de menos. Adiós, adiós.

Y salió escapada, y bajó la escalera dando brincos.

No quiso él perseguirla ni detenerla, pero le gritó desde lo alto:

—Muchacha, ten cuidado, no te vayas a caer. Vuelve por aquí cuando quieras.

—Ya volveré, si no incomodo —contestó; y luego, mirando él de nuevo por la ventana, vio a la chica salir corriendo del castillo, cruzar por la orilla del estanque y perderse de vista bajo la enramada, donde estaba la senda más corta que a su casa conducía.

Más de una semana pasó Silveria sin volver al castillo, aunque sentía muchas ganas de volver, estimulada por el afán de saber lo que allí pasaba.

Ella había esperado que el forastero hubiese venido a visitar a sus padres como a sus únicos vecinos, o haberle encontrado a caballo o a pie, en los paseos de ella por el campo. Pero estas esperanzas le salieron vanas. Sin duda el joven señor había buscado la más completa soledad, en la cual de tal modo se complacía, que se pasaba el tiempo encerrado en su nueva mansión, invisible para todos.

Silveria, al cabo, no supo resistir a su deseo de volver a verle. Recordó que le agradaban las flores, y, cogiendo muchas de las más lindas y fragantes que había entonces en su huerta, hizo un ramillete y se fue con él al castillo.

A la puerta había un viejo criado.

—Traigo estas flores para el señor —le dijo Silveria.

El viejo criado echó mano a las flores para llevárselas.

—¡Tate, tate, atrevido! —dijo la muchacha riendo—. Yo misma he de llevar las flores. Anuncie a su amo que Silveria está aquí.

Riendo a su vez el vicio de la despótica desenvoltura de la muchacha, se fue a cumplir su mandato.

Ella le siguió hasta el pie de la escalera, y como desde allí sintiera pasos en lo alto, el viejo gritó:

—Señor, aquí está Silveria.

—Que suba, que suba —respondió el señor al punto.

No fue menester más. Silveria dio un ligero empujón al viejo, que estaba delante de ella atajándole el paso, subió los escalones de dos en dos, hizo una graciosa reverencia al forastero, que ya la aguardaba arriba, y le presentó el ramillete.

Él le tomó, diciendo mil gracias, y besó en la frente a Silveria. Luego añadió, dirigiéndose al criado que acababa de subir:

—Juan, toma estas flores…, con cuidado, no se deshojen. Ponlas en un vaso con agua. Trae bizcochos, confites y vino dulce moscatel para agasajar a mi huéspeda.

Después entraron en el salón donde Silveria lo halló todo más bonito. Ya no había telarañas ni polvo. Los muebles parecían mejores; las telas tenían más vivo color, y las maderas, lustre, bruñidas con la limpieza.

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