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Authors: Juan Valera

Tags: #Cuento, Relato

Cuentos (23 page)

BOOK: Cuentos
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El misticismo algo panteísta que llenaba y colmaba su espíritu, rebosaba y trascendía a lo exterior convertido en hondo sentimiento de la naturaleza y en arrobo contemplativo y extático de las remotas estrellas del cielo y de las flores y plantas del intrincado y frondoso bosque que casi rodeaba el castillo.

Durante el invierno, la Condesa Poldy, retenida en el castillo por las lluvias y los hielos, no daba tan largos paseos ni eran sus excursiones tan reposadas y contemplativas como en la primavera y en el verano. Pero, durante la primavera, se desquitaba bien de su forzada reclusión permaneciendo largas horas en el bosque. Ya se paraba a meditar, ya iba con lentitud y sin dirección determinada, y ya se detenía, o bien mirando una flor, una mariposa, una libélula, o los caprichosos efectos de la luz al través de las verdes ramas, o bien oyendo cantar los pájaros, o el murmullo del agua del arroyo al quebrarse en las guijas, o el manso susurrar del aura entre las verdes y tempranas hojas.

Cuando la condesa Poldy daba estos paseos meditabundos, cuando salía, como solía ella decir, a caza de impresiones poéticas, no gustaba de que nadie la acompañase; siempre iba sola.

II

En un hermoso día de los últimos del mes de Mayo, la condesa Poldy se hallaba sola, en lo más intrincado del bosque, entre diez y once de la mañana. Sencilla y elegantemente vestida, llevaba en la airosa cabeza un gracioso sombrero de paja de Italia y pendiente del brazo izquierdo un ligero canastillo de mimbre. Aquel día no eran la meditación y la contemplación de las bellezas naturales el único propósito de su paseo. Tenía otro más práctico. Iba ella a coger fresas silvestres, de las muy delicadas que en abundancia producía aquel bosque, y a coger también cierta florida hierbecilla, llamada
waldmeister
, que se pone y conque se perfuma y sazona el
maitrank
, deliciosa bebida propia de aquella estación y de la que gustaba muchísimo la Condesa viuda.

Buscando fresas y
waldmeister
, Poldy se había alejado del castillo y penetrado en la profundidad del bosque, harto más de lo que solía. Así vino a encontrarse en sitio muy solitario y agreste, donde, rota la espesura que los apiñados árboles formaban con su denso follaje, había una pequeña laguna. En la orilla opuesta de aquélla a la que Poldy se había acercado, se alzaba un obscuro y ruinoso torreón. Todo el terreno que circundaba la laguna era húmedo y vicioso. Las emanaciones palúdicas habían ahuyentado las aves de aquel sitio. Las aves no le alegraban con sus trinos y gorjeos como hacían en otros lugares del mismo bosque. Casi hundidas las raíces en el agua se veían a trechos espadañas y juncos en muy pobladas matas. Sobre el haz del agua dormida, que no rizaba entonces el más ligero soplo de viento, se extendían la verde lama y las redondas y anchas hojas de nenúfar, cuyas blancas flores se levantaban en el aire tranquilo. Los pies de Poldy se hundían en la hierba que había crecido muy alta. Cada vez que fijaba en el suelo uno de sus menudos pies, se espantaban las ranas que entre la hierba se hallaban ocultas y daban estupendos brincos, zambulléndose en el agua estancada. El ruido que hacía el agua, al chapuzar en ella las ranas, era lo único que interrumpía el maravilloso silencio que reinaba en torno.

Poldy, por irreflexivo y curioso instinto, siguió andando por la margen de la laguna hacia el sitio donde el torreón se parecía. Y estando ya muy cerca de él, vio de improviso un objeto que, si bien ella no era tímida, le produjo un sacudimiento nervioso, por mostrarse tan de repente y cuando menos lo recelaba. Era una corpulenta cigüeña blanca, que salió de detrás del torreón, y que sin el menor espanto, sino mansa y serena, se vino hacia Poldy con paso lento, grave y majestuoso. De vez en cuando movía la cabeza a un lado y a otro con graciosa coquetería. Cuando estuvo más cerca, dio algunos saltitos, extendió y batió las largas alas como en señal de júbilo, y abriendo y cerrando repetidas veces el rojo pico, produjo un son muy semejante al de las castañuelas. Volviendo luego a andar con mayor lentitud y con cierta vacilación, como si el respeto le contuviera, siguió el pájaro peregrino caminando hacia Poldy, y parándose a cada dos o tres pasos como si aguardase el permiso de llegar hasta ella.

Comprendió Poldy la intención del pájaro; no temió nada porque le consideró inofensivo, pero extrañó que se le mostrase tan cariñoso y que tan resueltamente y a largos trancos de sus zancas enjutas viniese hacia ella como si fuese un antiguo amigo suyo. ¿Le habría conocido y tratado antes y no lo recordaría entonces? Poldy buscaba en balde por todos los más hondos y olvidados senos de su memoria algún vago recuerdo de aquel conocimiento y trato. No hallaba el menor rastro ni la más ligera huella de haberlos tenido jamás. La misma cigüeña dejaba ver que nunca había conocido a Poldy, pues aunque no atinaba a expresarse en ningún idioma humano sino sólo con los resonantes castañetazos de su pico, la lentitud de su marcha, sus paradas frecuentes y cada una de las miradas que sus pardos ojos dirigían a Poldy parecían significar interrogación y súplica, como si dijesen: graciosa Condesa, ¿me permite V. E. que me aproxime y la trate? Había además en la cigüeña un no sabemos qué de exótico: cierto raro modo de ser, bastante parecido al que se nota en un viajero de distinción, venido de muy remotos países, con quien por dicha tropezamos y entablamos conversación sin pensarlo ni pretenderlo y solamente a causa de súbita y misteriosa simpatía.

Poldy, sin duda, simpatizó con la cigüeña. Le cayeron en gracia y le ganaron la voluntad el respetuoso acatamiento y la amistosa dulzura conque la cigüeña la miraba. Confesó, allá en sus adentros, que la cigüeña sabía tratar a las gentes como merecían, y que, naturalmente, estaba dotada de exquisita buena crianza, aunque por ser crianza no aprendida, más bien debiera llamarse soltura fina o refinado tacto de mundo.

En fin, Poldy se allanó a tratar a la cigüeña sin que nadie se la presentase y sin saber quién era ni cuántos cuarteles tenía; dio también hacia ella algunos pasos, y extendió la mano y le tocó regaladamente la cabeza. La cigüeña se dejó acariciar y mostró la satisfacción y el gusto que aquellas nobles caricias le causaban, entornando los párpados como si se adormeciese y restregando suavemente el largo cuello sobre la vestidura de la linda dama. Pasó ésta la mano por el cuello de la cigüeña, bajándola hasta el ancho buche, cubierto todo de abundantes y blancas plumas. Entonces advirtió con sorpresa que la cigüeña tenía allí, suspendido de listón muy sutil, un pequeño retazo de tela de seda, que, flexible y apiñada, formaba poquísimo bulto.

Poldy no pudo resistir la curiosidad ni vencer el deseo de apoderarse de aquella prenda. Pronto desató el lazo conque por medio del listón colgaba la prenda del cuello del pájaro y se quedó con la prenda en las manos.

No se sabe si espantada entonces la cigüeña o enojada del que pudo considerar despojo, se apartó bruscamente de la dama, extendió las alas, salió volando, se remontó en los aires y acabó por perderse de vista.

Avergonzada quedó Poldy como si hubiese cometido un hurto villano, pero, al fin, desechó los escrúpulos, pensando que no había ella tenido la intención de quedarse con la prenda y que estaba dispuesta a devolvérsela al pájaro, si el pájaro acudía de nuevo a ella y de algún modo la reclamaba.

Desenredó luego Poldy más de un metro de listón que estaba devanado en la tela de seda, dándole forma de ovillo, y desenvuelta la tela, que era del color de los albaricoques, vio escritos en ella con muy negra tinta varios renglones en extrañas y menudas letras. Ella las miró y las remiró, pero en vano, porque no conocía una sola. Y aunque era medianamente sabia y aprovechada discípula de su hermano el conde Enrique, no acertaba a determinar con fijeza a qué alfabeto y lengua aquellos signos y palabras pertenecían. Sospechó, no obstante, que las inscripciones de la tela de seda estaban en sanscrito, lengua que estudiaba con asiduidad y provecho su hermano el conde Enrique.

III

Volvió Poldy al castillo aguijoneada por la curiosidad y deseosa de que le descifrase su hermano lo que la tela decía. Almorzó con muy buen apetito, y luego, mientras que la Condesa viuda dormía después del almuerzo, como tenía de costumbre, se fue a la biblioteca con su hermano Enrique, le contó su encuentro con el pájaro zancudo, le enseñó la tela de seda y le rogó que tradujese lo que en ella había escrito.

El conde Enrique confesó que no estaba bastante versado en la lengua de Valmiki para traducir de repente los versos, pues indudablemente eran versos los que había en la tela; pero pidió tiempo y prometió a su hermana presentarle una exacta traducción de todo en aquel mismo día.

En efecto; pocas horas después buscó el conde a Poldy, la llevó de nuevo a la biblioteca, y con aire de triunfo le mostró los versos ya traducidos.

—No sé qué pensar —dijo a su hermana—. A veces imagino que la cigüeña vino de la India, donde pasó el invierno, y que los versos son obra de algún brahman, Rajá o nababo muy ilustrado, y, a veces, sospecho que bien puede ser algún erudito compatriota nuestro quien compuso los versos y quien colgó la tela al cuello de la cigüeña para embromar al que la encontrase.

—¿Qué fin —contestó Poldy— había de proponerse algún compatriota nuestro con ese engaño? Yo no conozco aún los versos, pero doy por seguro que su autor vive en las orillas del Indo o del Ganges, y no en las del Rin o del Danubio. A ver… lee.

—Ya verás y notarás en los versos cierta inspiración más europea que asiática. Las composiciones son tres: dos muy breves; y una de estas dos parece calcada sobre cuatro versos del
Prólogo en el cielo
del
Fausto
. La coincidencia es inverosímil. Y, aunque no es imposible, yo encuentro raro y sospechoso que un brahman lea a Goëthe y le imite.

—Vamos, lee los versos sin más prólogo.

—Los versos dicen:

Pido al cielo su estrella más brillante;

Pido al suelo su dicha más completa;

Y ni cercano amor, ni amor distante

Mi conmovido corazón aquieta.

—Es verdad —dijo Poldy—; los versos son muy semejantes a los de Goëthe, salvo que el poeta dice de sí mismo lo que dice Mefistófeles de Fausto.

—Pues oye estos otros que tienen no sé qué dejo de metafísica cristiana; de misticismo por el estilo del de Tauler o del del maestro Eckart:

Sin alas y sin luz la mente humana

En balde en pos de lo ideal se lanza;

Pero la voluntad recorre ufana

La eterna inmensidad de la esperanza.

—Eso es verdad —exclamó Poldy—, y lo mismo se le puede ocurrir a un indio que a un cristiano. En la India hay desde muy antiguo, según he oído decir, místicos tan profundos como los de Alemania. Además, en todos los países, ha de haber habido pensadores y poetas que imaginaran y expresaran que se podía penetrar y subir con el amor a donde nunca sube y penetra el raciocinio por sutil y elevado que sea.

—No quiero discutir. Convengo en que un brahman puede haber compuesto la copla que acabo de decirte traducida. Tal vez yo en la traducción le he prestado una apariencia europea que en el original no tiene. Oye ahora la última composición. El poeta desciende en ella de las elevaciones místicas, y se abate y se humana como cualquier enamorado con el amor terrenal y sensual que las mujeres inspiran. Algo, no obstante, queda aún en esta composición del misticismo de las otras. Es como un pequeño fragmento de
El cantar de los cantares
, o mejor diré del Gita-govinda, cuyos requiebros, ternuras y descripciones materiales pueden interpretarse por estilo ultramundano y trascendente. La composición además tiene en este caso una singularidad que no tiene ni el idilio erótico de los hebreos ni el de los indios. Salomón y Crishna veían, oían y tocaban a sus bellas y enamoradas amigas, pero este poeta ni toca, ni ve, ni oye a la suya, si no se la imagina con indecisa vaguedad, y de tal suerte, que lo mismo puede vivir en este planeta que en otro remotísimo, y lo mismo puede ser nuestra contemporánea, que haber nacido hace cuarenta siglos o que estar aguardando aún otros cuarenta, en el mundo de las ideas, antes de que llegue el día de su encarnación y de su aparición entre los seres de nuestra casta.

—Muy curioso es lo que me cuentas, pero no es original ni nuevo. ¡Es tan difícil ser nuevo y original! ¿No se enamora Fausto de Elena, que vivió dos mil quinientos años antes de que él naciese? ¿No hay un cuento árabe o persa, donde un príncipe musulmán, que vivió doscientos o trescientos años después de Mahoma, está perdidamente enamorado de cierta reina o infanta de Serendib o de Sabá, que floreció en tiempo de Salomón y fue rival de la Sulamita?

—Todo eso es así, pero aún es más vaga o indeterminada la señora de los pensamientos de nuestro poeta indio. El príncipe musulmán enamorado de la rival de la Sulamita, había hallado y admirado el retrato de ella en el tesoro de su padre, mientras que no hay retrato ni hay el menor indicio por donde pueda entrever o tener alguna idea o noción de su dama, el autor de los versos que he traducido. Óyelos con atención.

—Soy toda oídos.

El conde Enrique leyó de esta suerte:

¿Dónde te escondes, hermosa mía,

Que no consiguen verte mis ojos,

Como te sueña mi fantasía,

Llena de gracia, libre de enojos?

Ven do el kokila dulce gorjea,

Do presta el loto su aroma al viento,

Ven que mi anhelo verte desea

Y comprenderte mi entendimiento.

No eres ensueño, realidad eres;

No finge el alma hechizos tales,

Aunque más bella que las mujeres

Suya te llamen los inmortales.

En la luz pura de tu mirada

Amor enciende sus dardos de oro,

Y son tus labios urna sellada

De sus deleites fuente y tesoro.

Ora residas lejos del suelo

Ora aparezcas en otra edad,

Por los tres mundos en raudo vuelo

Irá buscándote mi voluntad.

Perla brillante, aunque escondida

En lo profundo del mar estés,

Yo sabré hallarte, bien de mi vida,

Para que excelso premio me des.

Poldy oyó atentamente los versos y habló de ellos con su hermano y hasta los juzgó con aparente frialdad crítica, concediéndoles algún mérito y señalando sus muchos defectos. Lo que ella disimuló, y no reveló ni a su hermano ni a nadie, fue el enjambre de suposiciones y de ensueños que los versos suscitaron en su fantasía. Ya se figuraba ver escribiéndolos a un elegantísimo y joven brahman, no lejos de su magnífica quinta, bajo verde enramada, en las fértiles orillas del Kausikí, ya que los componía en su propio alcázar el príncipe heredero de Ayosia, de Cachemira o de cualquiera otro de los reinos y países que describen las antiguas epopeyas. Pero el autor de los versos era contemporáneo de ella y se parecía a ella en extremo por la dolencia y la pasión que le atormentaban. Amaba o mejor dicho deseaba amar, nada veía en torno suyo digno de su amor; y buscaba lejos, a ciegas y sin guía el raro y precioso objeto que mereciese ser amado.

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