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Authors: Juan Valera

Tags: #Cuento, Relato

Cuentos (20 page)

BOOK: Cuentos
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»Dios, en su infinita misericordia, habrá de perdonármelo. No acierto a que así no sea. Ahora que me dirijo a ti acuden a mi mente, la turban y la llenan de amargo deleite aquellos momentos de embriaguez amorosa y de completo abandono en que toda yo fui para ti y creí que eras tú todo mío.

»Resuelta estoy a restaurar con plegarias, cristianas meditaciones y dura penitencia la espantosa ruina en que mi virtud se deshizo. Humillada y contrita estoy, y con todo no noto en mí el arrepentimiento. A mi mente acuden en tropel ideas y razones, si no para justificar, para disculpar en parte mi pecado, y cuando no para absolverme, para mitigar la sentencia que me condena.

»A los indiferentes parecerá locura lo que voy a decirte. A pesar de tu modestia, tú debes creerme. Algo de sobrenatural, del cielo sin duda en su origen, aunque torcido y maleado después por el infierno, ha sido el móvil principal de mi enamoramiento y de mi súbita flaqueza. He sentido, al verte y al oírte, no atino a explicar qué extraño modo de profética revelación, qué profundo convencimiento, qué fe y qué segura esperanza en tus futuros y soberanos destinos. Sí, yo no he amado sólo en tu persona al gallardo y floreciente mancebo en toda la frescura y lozanía de su edad primera. Yo he amado y prefigurado en ti al héroe en flor, gloria y grandeza de la patria, al que contribuirá más que nadie a que Castilla, disuelta hoy en bandos y asolada por guerras civiles, con España toda unida a Castilla, sea la primera de las naciones. Yo, no sólo veía en tus ojos la llama del amor, sino la luz refulgente y el fuego del entusiasmo con que un numen inspirador encendía tu alma. Yo veía lucir en tu frente la estrella de la inmortalidad, y su resplandor me cegaba; tus sienes se me mostraban circundadas de un nimbo luminoso.

»Así explico yo y así disculpo mi inevitable rendimiento; así explico yo y así disculpo también el valor cruel que he tenido para echarte lejos de mí y, para apartarme de ti, después y por siempre. Reteniéndote en mis brazos me hubiera rebelado yo contra los designios y decretos del cielo. La gloria te quiere para sí, y yo no quiero ni puedo ser rival de la gloria. Bástame la que alcanzo con haber poseído tu corazón y con que me hayas tributado las primicias de tu amoroso y juvenil afecto. Bástame, sobre todo, la gloria de haber sido acaso el primer ser humano que ha visto con toda claridad en tu frente el signo que Dios puso en ella, señalándote así para que honres, prosperes y ensalces a tu pueblo y para que venzas y domines a los otros.

»Adiós. No me llores por desventurada. ¿Por qué no confesártelo? Estoy orgullosa y soy dichosa por mi propia falta. La única obligación tuya, lo único que me debes, es el cumplimiento de mi esperanza y de la fe que puse en ti. No desmayes. Lánzate valerosamente en el sendero de la vida. Sé grande, sé glorioso, como yo te he soñado, y paga así con usura todo el amor que te tuve y que te tengo todavía, y cuantos sacrificios hice a ese amor justificado por tu maravilloso valer y harto premiado por el deleite supremo que logré al ser tu amada.

»No quiero yo que me olvides, dueño mío. Tuya soy yo, toda yo y por toda la vida. Recuérdame, pero más con ternura que con pena. Y adiós de nuevo y para siempre».

Cuatro años después de escrita esta carta, doña Mencía, apartada del mundo y de todo trato de gentes, salvo el de sus hermanas las religiosas, se consumió como si un fuego interior la devorase, se marchitó como rosa aromática en el ardor del estío, y entregó a Dios su alma en el convento de Santa Clara, de Córdoba, edificando con su resignada, ejemplar y cristiana muerte a las pocas personas que por entonces la trataban.

VIII

Más de cuarenta años habían transcurrido desde la muerte de doña Mencía.

Gonzalo Fernández de Córdoba se hallaba de paso para Granada, en la ciudad que se honra con darle su nombre por apellido.

Todos los ensueños de doña Mencía se habían realizado. Estaba él cubierto de gloria, era llamado el Gran Capitán. Su nombre se pronunciaba y se oía con respeto en todas las regiones de Europa. De él había dicho el más discreto y perfecto caballero cortesano que en aquella ciudad tuvo Italia, que «en paz y en guerra fue tan señalado, que si la fama no es muy ingrata, siempre el mundo publicará sus loores y mostrará claramente que en nuestros días pocos reyes o señores grandes hemos visto que en grandeza de ánimo, en saber y en toda virtud no hayan quedado bajos en comparación de él». Él había combatido a los portugueses en Toro, a los muslimes en Granada, en las Alpujarras a los moriscos rebeldes, en Ostia al más feroz de los piratas, al turco en Cefalonia y en Italia a los franceses, desbaratando sus ejércitos, venciendo a sus reyes y más ilustres caudillos y ganando para España lo más hermoso de aquella península. Había adquirido y prodigado inmensas riquezas, había ganado como trofeo de sus victorias más de doscientas banderas y dos estandartes reales, y había conseguido que le celebrasen y admirasen en toda España, así en Aragón como en Castilla.

Víctima ya de la suspicacia, y tal vez de la envidia del rey, se retiraba harto desengañado a sus dominios de Loja, después de haber visto arrasada la fortaleza de Montilla, que fue su cuna, y castigados con dureza no pocos de sus parientes y amigos.

Se cuenta que Gonzalo visitó un día a su anciana parienta doña Beatriz Enríquez, que había sido amiga del ya difunto almirante don Cristóbal Colón, a quien retuvo largo tiempo en España, a pesar de los desdenes de la Corte.

Contra la sentencia del Dante, tan a menudo citada, no siempre es doloroso, sino sabroso y dulce, el recuerdo de la edad feliz, de los amores juveniles y de los triunfos y venturas que entonces se lograron. Doña Beatriz, en su vejez y en su aislamiento, se sintió consolada al ver y al hablar a su glorioso deudo. Animada fue la conversación que con él tuvo.

Doña Beatriz se mostró expansiva y acabó por estar justamente jactanciosa. Declaró con orgullo que tenía por gloria suya el haber amado al aventurero genovés, el haber descubierto y reconocido todo el valer de su espíritu y el haber creído y esperado en la alta misión que le habían confiado los cielos, cuando todavía eran muy pocos los hombres que no le desdeñaban.

—Por mí —dijo— se quedó en España aquel hombre enviado de Dios. En gran parte me debe España la gloria de haber roto ella el misterioso secreto de los mares y de haber descubierto islas florecientes y extensa tierra firme, rica en perlas y en oro, que todavía se pone como valladar para impedirnos llegar a Cipango, al Catay y al imperio del preste Juan, por donde ya penetran los portugueses, siguiendo opuestos caminos y navegando hacia las regiones donde se pensaba que tenía su tálamo la Aurora.

El Gran Capitán comprendió y aplaudió el orgullo de su parienta; pero su mismo aplauso hizo brotar en su alma otro orgullo muy parecido. Gonzalo Fernández de Córdoba no supo contenerse, y dijo a doña Beatriz:

—Yo admiro la perspicacia de vidente y la fe profunda y la esperanza certera con que amaste y detuviste al inspirado piloto. Pero perdona mi vanidad. No has sido tú en esta época la única cordobesa a quien hizo el amor profetisa. Otra hubo antes que tú, que compitió en esto contigo. No merece tanto, porque el hombre cuyo valer futuro descubrió ella en su amorosa visión profética, vale mil y mil veces menos que el que por esfuerzo de su reveladora inteligencia y de su enérgica voluntad ha duplicado o triplicado la grandeza del mundo conocido, y ha magnificado el concepto de la creación en toda mente humana. Comparada a la gloria de ese hombre, vale poco la que se alcanza derrotando ejércitos, conquistando reinos y avasallando y humillando a los príncipes más poderosos. Merece, sin embargo, más que tú esa mujer de que te hablo, porque tú no revelaste a Colón mismo lo que él ya sabía de su propio valer. Tú le prestaste crédito, aliento y esperanza y confianza en los hombres y en su fortuna; pero esta mujer de que te hablo, en su exaltación de amor hacia mí, porque fue mi enamorada, no se limitó a darme crédito, aliento y esperanza, sino que hizo patente a mi alma la por ella soñada grandeza que mi alma tenía, me infundió la fe que en mí puso, convirtió mi ambición en deber de gratitud hacia ella, y me obligó a ser grande para que ella no fuese ni motejada de ligera, ni tenida por mentirosa.

El Gran Capitán no supo callar entonces. Contó a doña Beatriz los fugitivos amores de su mocedad primera. Y hasta hay quien dice que le citó, asomando el llanto a sus ojos, algo de la carta que le había escrito doña Mencía, y que él conservaba piadosamente en la memoria.

Gonzalo dijo por último:

—Quiero confesarte, con el debido sigilo, que después he amado a otras mujeres y he sido amado por ellas. Ninguna, sin embargo, ha derribado y arrojado del santuario de mi alma la venerada imagen, puesta allí sobre todo lo terrenal y caduco, de la mujer que me reveló a mí mismo mi ser propio; que tal vez con la virtud creadora de su amor sembró en mi espíritu el germen de todo lo bueno y de todo lo noble, que he podido hacer en mi vida.

Al referir esta historia que me contó don Juan Fresco, y cuya certidumbre confirmó, hasta cierto punto, mi querido amigo don Aureliano, no puedo menos de recordar un estudio que escribió y publicó, años ha, Rosa Cleveland, hermana del que fue presidente de los Estados Unidos. El estudio se titula
Fe altruista
, y procura demostrar que la capital misión de la mujer es la de revelar al hombre sus altos destinos, alentarle en la lucha e inspirarle el brío y la confianza que son menester para alcanzarlos.

Madrid, 1897.

El maestro Raimundico
I

En varios tratados de Economía política he visto yo una cuenta, de la que resulta que la industria de los zapateros en Francia ha producido desde el descubrimiento de América hasta hoy seis o siete veces más riqueza que todo el oro y la plata que han venido a Europa desde aquel nuevo e inmenso continente. Esto me anima, sin recelo de pasar por inventor de inverosímiles tramoyas, a hablar aquí del maestro Raimundico.

Haciendo zapatos empezó a ser rico; acrecentó luego su riqueza dando dinero a premio, aunque por ser hombre concienzudo, temeroso de Dios y muy caritativo, nunca llevó más de 10 por 100 al año; después fundó y abrió una tienda o bazar, donde se vendía cuanto hay que vender: azúcar, café, judías, bacalao, barajas, devocionarios, libros para los niños de la escuela y toda clase de tejidos y de adornos para la vestimenta de hombres y mujeres. El maestro se fue quedando también con no pocas fincas de sus deudores, y llegó a ser propietario de viñas, olivares, huertas y cortijos.

Ya no esgrimía la lezna, ni se ponía el tirapié, ni se ensuciaba los dedos con cerote; pero fiel a su origen, conservaba la zapatería, donde trabajaban expertos oficiales, discípulos suyos. El magnífico bazar estaba contiguo. Y junto a la zapatería y al bazar podía contemplarse la revocada y hermosa fachada de su casa, situada en la calle más ancha y central del pueblo. A espaldas de esta casa y en no interrumpida sucesión, había patios, corrales, caballerizas, tinados, bodegas, graneros, lagar, molino de aceite, y en suma, todo cuanto puede poseer y posee un acaudalado labrador y propietario de Andalucía. La puerta falsa, que daba ingreso a estas dependencias agrícolas, pudiera decirse que estaba extramuros del pueblo, si el pueblo tuviera muros, mientras que la puerta principal, según queda dicho, estaba en el centro.

El maestro Raimundico nunca había querido comprometerse ni mezclarse en política; pero de súbito acababa de cambiar. Se había hecho fusionista y había consentido en ser jefe de aquel partido político y alcalde en Villalegre.

Era viudo hacía ya quince años. Y hacía cerca de siete que tenía a su único hijo, don Raimundo Roldán de Cadenas, estudiando o paseando y holgando en Madrid, pues sobre este punto difieren no poco los autores. Difieren asimismo sobre la causa de la larga y no interrumpida ausencia del hijo, atribuyéndola unos a la viudez más alegre que recoleta del padre, para la cual hubiera sido estorbo o escándalo la presencia del hijo, y atribuyéndola otros al despego y a la soberbia de éste, que vivía en Madrid como caballerito muy elegante e ilustre que hablaba de su casa solariega y que repugnaba volver al lugar a ver la plebeya ordinariez de su padre y la primitiva y fundamental zapatería, tenazmente conservada.

Como quiera que ello fuese, don Raimundo se daba en Madrid tono de muy hidalgo, y su gentil presencia, su elegancia en el vestir y el dinero que solía gastar con rumbo, prestaban a su hidalguía no corto crédito. Él era además robusto y ágil en todos los ejercicios del cuerpo, gran tirador de pistola, florete y sable, buen jinete, mejor bailarín y muy divertido, ocurrente y chistoso. Tenía multitud de amigos y estaba en Madrid como el pez en el agua.

Hacía muy poco que se había graduado de doctor en Jurisprudencia, y había enviado a su padre la tesis doctoral. El padre leyó con suma atención las cuatro o cinco primeras páginas, pero no entendió palabra, se mareó y dejó la lectura. Y como era muy escamón, se puso a cavilar entonces sobre si el no entender aquello sería culpa de su ignorancia, o si sería, según frase de Cánovas, que hasta aquel lugar había llegado porque su hijo era un tonto adulterado por el estudio, o si sería porque no había habido tal estudio ni tal adulteración, sino porque el chico había estudiado poquísimo y para disimularlo había llenado su discurso de frases huecas, fiado en su audacia y en la simplicidad de muchas personas que lo que no entienden es lo que más admiran.

De todos modos, corregido ya el maestro Raimundico, morigerado por la ancianidad, reverdeciendo en su corazón el amor paternal sobre los restos de otros ya muertos y menos santos amores, y tal vez proyectando que el muchacho, que había cumplido veinticinco años, ganase popularidad y simpatías en el distrito para que fuese elegido diputado, le mandó llamar con términos harto imperativos hasta dejando de enviarle dinero, que era el medio más eficaz de que podía valerse.

Don Raimundo, pues, no pudo menos de obedecer. Complació a su padre, vino a Villalegre y se halló en Villalegre muy a gusto.

Para que se vea la sinceridad de su contento y el placer y la satisfacción que en el lugar tenía, vamos a poner aquí una circunstanciada carta que al mes de estar en Villalegre escribió don Raimundo a su mejor amigo de Madrid. La carta decía como sigue:

II

«Mi querido Pepe: Muy a despecho mío vine por aquí para no rebelarme contra los mandatos de mi señor padre; pero te declaro con franqueza que ahora me alegro en el alma de haber venido. Este lugar es lindísimo; los fértiles campos que le rodean hacen un paraíso de sus cercanías, y sus habitantes son amenos y regocijados. Yo aquí me divierto la mar. Y no sólo me divierto, sino que, ¿por qué no he de confesártelo?, me siento como nunca me sentí en Madrid, perdidamente enamorado de una mujer. Pero ¡qué mujer, chico! Es un encanto, un prodigio de bonita. Y no sé decir si por desgracia o por fortuna, de la más pasmosa severidad de costumbres. La llaman el Sol de Tarifa, porque de aquella ciudad salió ella como el sol por Oriente. Tal es su apodo significativo. Su verdadero nombre es doña Marcela Gutiérrez de los Olivares, por ser viuda del teniente de la clase de sargentos, del mismo apellido, muerto en Cuba un año ha, a manos de los insurrectos. Llora ella aún a su difunto marido, con cuya tía, doña Pepa, vive en este lugar en ejemplar recogimiento, y desdeña y rechaza al enjambre de galanes que la pretenden. Tremendo es uno de ellos por su obstinación y ferocidad. Es su nombre Currito el Guapo, y es hermano de la estanquera, mujer también de notable mérito, muy joven aún y famosa por su hermosura y gallardía. Currito, tan celoso de su honra como los galanes de Calderón en las comedias de capa y espada, no consiente que nadie requiebre a la estanquera si no viene con la buena fin. Y aplicando este modo de proceder de su casa a la ajena y de su hermana a su pretendida novia, no consiente tampoco que nadie se acerque a doña Marcela, ni le diga chicoleos, celándola de suerte, que ella vive aislada, porque Currito tiene metidos en un puño a casi todos los mozos del lugar. Navaja en mano es tremendo, y ya que no quiera por piedad abrir a nadie una gatera en el vientre, lo que es para pintar un jabeque en la cara al propio lucero del alba, no tiene el menor escrúpulo si se enoja. Doña Marcela está con esto que trina, porque gusta de ser desdeñosa, sin que el desdén parezca forzado, y porque no acepta la tutela, o mejor dicho, el cautiverio en que galán tan crudo la tiene.

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