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Authors: Juan Valera

Tags: #Cuento, Relato

Cuentos (19 page)

BOOK: Cuentos
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Harto había notado Nuño la fina devoción y el acendrado rendimiento con que el mancebo cautivo miraba y servía a su señora; pero no se atrevía a sospechar que ella pagase con amor tan delicados extremos, si bien advertía que a veces, bajo la ardiente mirada del joven, doña Mencía bajaba suave y lánguidamente los ojos, y tal vez se ponía encarnada como las amapolas, y aún creyó percibir en ocasiones, por entre los párpados y sedosas pestañas de ella, asomar una lágrima, que más que amarga parecía ser de ternura.

Tales observaciones daban vigor a sus sospechas; pero no tardaba en disiparlas la consideración de que el padre Atanasio, grave y reverendo siervo de Dios, comía siempre en la misma mesa con doña Mencía y el mancebo y terciaba, al parecer, en todos sus coloquios.

Por otra parte, no cabía en la imaginación ni en el pensamiento de Nuño que doña Mencía olvidase a su esposo don Jaime y fuese infiel a su memoria.

La desproporción de edad hacía, por último, inverosímiles las relaciones amorosas. Doña Mencía hubiera podido ser holgadamente madre de aquel lindo muchacho.

De aquí que Nuño desechase siempre como suposición maliciosa la idea que a veces se le presentaba de que doña Mencía tuviese amores. Lo que tenía era afecto casi maternal, y algo de satisfacción de amor propio y mucho de gratitud al considerarse querida. De esto sí que no dudaba Nuño. La admiración entusiasta y el vehemente enamoramiento del mozo estaban harto poco disimulados y eran patentes a todos los ojos.

Los guerreros de la hueste lo veían claro. Y muchos de ellos, menos respetuosos que Nuño, y, con muchísima menos fe en la probada austeridad y virtud de la alcaidesa, afirmaban, con más malicia que respeto, que aquella ilustre dama no desdeñaba las pretensiones del misterioso cautivo casi adolescente.

Provino de todo ello un germen de disturbio que hubiera podido terminar en escándalo, si la prudencia de Nuño no le hubiera sofocado al nacer.

Juan Moreno Güeto, uno de los cabos de la hueste, favorito de Nuño y aspirante a la mano de su hija Leonor, a quien requería de amores, era asimismo respetuoso y ferviente admirador de doña Mencía. Y como oyese en cierta ocasión, en boca de algunos compañeros de armas, groseros chistes en ofensa de su señora, no pudo contenerse y se decidió a castigarlos de palabras y aun de obras. Por dicha, Nuño acudió a tiempo y pudo evitar la inminente lucha, calmando los ánimos, restableciendo la paz y procurando que no se divulgase lo que había ocurrido.

Doña Mencía, no obstante, hubo de entrever algo del caso y de sentirse lastimada y avergonzada de andar en lenguas de sus vasallos, y de ver que empezaba a perderse la inmaculada reputación que ella tan justamente había adquirido en veinte años de la vida más ejemplar y de las más severas costumbres.

Fuesen como fuesen sus relaciones con el rapaz misterioso, doña Mencía comprendió que daban harto pábulo a la maledicencia.

Sin duda el padre Atanasio, que era su director espiritual, y, según hemos dicho, grave y severísimo, la amonestó o la reprendió, ora por el peligro a que se exponía o por la ocasión que daba a que la censurasen, si no había pecado, ora por el pecado mismo, si, dejándose ella caer en la tentación, había cometido alguno.

En resolución, las causas por lo pronto permanecieron ocultas, y cuando menos podía preverse, hubo un suceso inesperado.

Revestido con las armas del difunto don Jaime, que parecían expresamente forjadas a la medida del mancebo cautivo, apareció éste a la puerta del castillo en una hermosa mañana del mes de mayo, acompañado de Nuño y de Juan Moreno Güeto, los tres en sendos caballos; tomaron el camino de Cabra, y no tardaron mucho en salvar la cima de los cercanos alcores, perdiéndose de vista.

Alguien aseguró después que, hasta que de vista se perdieron, doña Mencía estuvo en el balcón de su estancia, que se elevaba sobre el muro, y desde donde se oteaba el circunstante paisaje, mirando a los que partían, y dando al mancebo cautivo un postrer adiós con el blanco pañizuelo de holanda que hacía ondear su diestra, cuando no se le llevaba a los ojos para enjugarse el llanto delator que los humedecía.

A la caída de la tarde del día siguiente, Nuño y Juan Moreno Güeto volvieron al castillo, pero volvieron solos. Del mancebo nada se supo después. Nuño y Juan Moreno Güeto no quisieron satisfacer nunca la curiosidad de la gente de la guarnición diciendo dónde le habían dejado.

V

Seis días pasaron después del suceso que acabamos de referir, durante los cuales vivió doña Mencía en el más completo retraimiento. No salía de sus apartadas estancias, y sólo la veían y hablaban con ella el padre Atanasio, Leonor y Nuño.

Un domingo por la mañana ocurrió algo que allí podría pasar por novedad, ya que sólo de tarde en tarde recibía la alcaidesa visitas de sus parientes.

No se sabe si llamado por ella o por iniciativa propia, vino el mariscal don Diego desde el castillo de Baena a visitar a su prima. De todos modos, don Diego no sabía, o aparentó no saber, que el mancebo cautivo había recobrado su libertad. Preguntó por él a doña Mencía y mostró deseo de verle.

Doña Mencía contestó entonces:

—No es posible que ahora le veas. Aborrezco el disimulo y el engaño. No sólo le he dejado ir libre, sino que le he absuelto del compromiso que contrajo y de la palabra que dio de permanecer en cautiverio. Él no se hubiera ido si yo no le hubiera obligado a que se fuese, mandándoselo y despidiéndole. Échame a mí toda la culpa; toda la culpa es mía.

Don Diego no pudo reprimir su enojo, y exclamó con airado acento:

—¡Vive Dios, prima, que te has conducido con fea deslealtad y te has mostrado harto ingrata a los beneficios que a mi casa y familia debes!

—Vuestras quejas —replicó ella— son harto infundadas, señor don Diego, y son, además, muy ofensivas para mí. Yo he dado libertad al joven por respeto al honor de vuestra casa y familia, y para no ser cómplice de un delito que la denigraba. El rapaz no ha sido maltratado en este castillo; pero había sido robado y secuestrado por nosotros, como si fuésemos bandidos. Yo no podía consentir largo tiempo en esto y coadyuvar a vuestros planes. Supe que el ilustre hermano del cautivo le buscaba inquieto y desolado, indagaba en balde su paradero y hasta lamentaba y lloraba su por él imaginada temprana muerte. Lo mejor que podía yo hacer, y eso he hecho, es enviarle a Montilla, a que tranquilice y aquiete a su hermano, exigiéndole, como le he exigido, y él cumplirá su promesa, no revelar nunca a su hermano quién le robó y le tuvo prisionero. Mi deseo es que se restablezca la concordia entre vuestra casa y la de ellos, y sería nuevo inconveniente para mi deseo se lograse que don Alonso supiera que el mariscal don Diego, de quien tantos agravios ha recibido, le había agraviado también siendo el raptor de su hermano, a quien quiere con toda su alma.

—No es de maravillar ese cariño —dijo don Diego—, porque el joven posee extraordinarios atractivos, se gana la voluntad de las personas a quien trata, aunque sean muy adustas, y si a él le roban toma represalias terribles, y, según parece, roba los corazones, y los trastorna y los hechiza por tal arte, que les hace olvidar los más sagrados deberes y el conveniente decoro.

Subió la sangre al rostro de doña Mencía y le tiñó de rojo al escuchar aquellas palabras; pero con serenidad y calma, para que lo que había resuelto no se atribuyese a momentáneo arrebato, sino a resolución premeditada e irrevocable, dijo a don Diego de esta suerte:

—No hubiera yo presumido ni creído nunca, señor don Diego, que, faltando a nuestro parentesco, a nuestra amistad de toda la vida y a cuanto un caballero cortés y bien nacido debe de respeto a una dama, hubierais vos venido a mi propia habitación y estrado a insultarme con injuriosas reticencias. De nadie dependo, y sólo a Dios tengo que dar cuenta de mi conducta. Aunque fuese mala, no tenéis derecho para afrentarme ni para acusarme, siquiera sea en términos embozados y ambiguos. Respetad a una mujer como a vuestra hidalguía conviene. Y ya que juzgáis que yo me he conducido mal en lo que importa al servicio de vuestra casa y familia, yo me extraño desde instante de dicho servicio. Por lo pronto, os ruego, dije mal, os exijo que salgáis de mi presencia. No tardaré yo en evacuar el castillo y fortaleza cuya custodia me habíais confiado. El alférez Calixto de Vargas quedará mandando la hueste, y, dentro de veinticuatro horas os haré entrega de todo. Yo me extraño, como acabo de deciros. Mañana mismo saldré de aquí, llevando en mi compañía a Nuño, a su hija Leonor y a Juan Moreno Güeto. El mayor favor que podéis hacerme es no volver a acordaros de mí, y no empeñaros en averiguar ni adónde voy, ni cuáles serán en lo futuro mis propósitos y las andanzas de mi vida.

Aunque harto sabía don Diego que era irrevocable toda resolución que tomaba su prima, y que su carácter era más firme que la roca en que descansaba el castillo a que ella había dado su nombre, todavía don Diego hubiera querido contestar a aquel discurso y procurar amansar a la dama; pero ella lo estorbó retirándose de súbito a su habitación más reservada y cerrando la puerta de golpe.

No se atrevió el mariscal a seguirla; no quiso tampoco enterar a nadie de los términos poco amistosos con que aquella entrevista había terminado, y así, aparentando reposo y sin dejar traslucir lo que pasaba, salió del castillo con los escuderos que le habían acompañado, y se volvió a Baena.

VI

Cruel y deshecha tempestad de encontrados sentimientos hubo de agitar aquella noche el alma de doña Mencía. Durmió poco y se levantó del lecho apenas rayaba la aurora.

Como si le quedasen pocas horas de vida y estuviese a punto de desaparecer de sobre el haz de la tierra, dispuso de todos sus bienes, haciendo donación de las joyas, de los más ricos vestidos y de parte de sus cuantiosos ahorros a favor de Leonor, su fiel camarera.

Hallándose presente ésta, así como también el padre Atanasio, hizo venir a Juan Moreno Güeto y le indujo a contraer con Leonor solemnes esponsales, que autorizó el padre Atanasio, prometiendo, por su parte, ser pronto el ministro que santificase por la virtud del sacramento la unión de los novios.

Confirmó doña Mencía al padre Atanasio una respetable suma de dinero para que la repartiera con juicioso tino entre los soldados de la hueste y los campesinos pobres de las cercanías.

Y reservó, por último, buena porción de su caudal para entregarla a la superiora del convento de Santa Clara en Córdoba, antigua fundación del rey don Alfonso
el Sabio
y de su mujer la reina doña Violante, hija de don Jaime de Aragón, el que ganó a los moros la ciudad de Valencia. En aquel convento había determinado doña Mencía encerrarse para siempre y acabar su vida.

A fin de cumplir tan devota determinación, de que sólo dio noticia entonces al padre Atanasio, se despidió de la hueste como si tratase de hacer una breve ausencia, y acompañada solamente del mencionado padre, de Nuño y del futuro yerno de éste, salió para Córdoba aquel mismo día.

Como los cuatro iban en sendos caballos, ligeros y briosos, pudieron llegar, y llegaron, antes de anochecer a la antigua capital del califato.

Doña Mencía tardó poco en cumplir su propósito. Abandonó el mundo, y se retiró al convento de Santa Clara. El padre Atanasio y Juan Moreno Güeto volvieron al castillo inmediatamente. Nuño tardó algo más en volver, pues tuvo antes que llevar un mensaje a Montilla, cumpliendo las órdenes de su señora y el último de sus encargos, en relación y enlace con personas y cosas de esta vida mortal, del siglo y de la tierra que nos sustenta. Nuño llevó a Montilla, y entregó recatada y secretamente al hermano menor de don Alonso de Aguilar, una extensa carta, escrita por doña Mencía, y que decía de esta suerte:

VII

«Cuando te despedí pocos días ha desde el castillo, devolviéndote la libertad y mandándote y exigiéndote que la recobrases, no tuve valor aún para despedirme también de la esperanza de volverte a ver en este mundo, ¡oh, mi dulce y joven amigo! Tomada estaba ya y escondida en el centro de mi alma la firme resolución de no volver a verte nunca; pero no quise decírtelo hasta ahora. Ahora que te lo digo, ahora que por última vez voy a hacer que mi palabra llegue hasta ti, aunque sea desde lejos, Dios habrá de perdonarme si me complazco en recordar mi extravío, no ya para llorarle y lamentarle arrepentida, sino para deleitarme y glorificarme con su recuerdo. Toda la austeridad de mi vida durante veinte años, todo mi primer amor, suavemente conservado en la memoria con afán religioso y puro como rescoldo del fuego sagrado entre las cenizas del ara, y mi orgullo y el respeto debido al nombre que llevo y a mi decoro de honrada y casta matrona, todo se desvaneció y falleció en mi alma el ver tu rostro y al oír tus palabras, acaso desde la vez primera que me hablaste. No creas que me ofusqué, que me cegué y que no comprendí desde el primer momento la intensidad y la fealdad de mi delito y el casi irresistible impulso que a cometerle me llevaba. Claro apareció en mi conciencia el amor que me habías inspirado, y cuán abominable lo hacía la gran diferencia de nuestra edad, más propia que para convertirme en amiga o en esposa tuya, para prestarme, con relación a ti, por manera espiritual, el casto y limpio carácter de madre.

»Yo, con todo, no supe resistirme. Fue mi pasión tan vehemente, que, no ya inútil, necia y vulgar me pareció la resistencia. Hasta en la misma tardanza vi yo algo de mezquino y grosero que aparecía en mi mente como frío artificio y estudiado melindre de mujer que anhela vender más caras sus finezas y realzar más de lo justo el precio y valor de sus favores retardando el concederlos. No extrañes, pues, que, vencida y rendida yo, cayese desde luego en tus brazos sin defenderme y te diese mi corazón y fuese toda tuya.

»Había yo querido antes cohonestar la inclinación que hacia ti había sentido, imaginándote vivo retrato del hombre a quien yo había amado en mis primeras mocedades, y a quien había llorado largos años después de muerto. Pero no tardé en desechar este pensamiento, considerándole cobarde hipocresía con que mi entendimiento, más mentiroso que sutil, trataba de atenuar el poderoso conato de mi voluntad viciosa. No; no me pareciste semejante a don Jaime, sino mil y mil veces mejor que él. Su imagen, grabada en mi alma, se borró y desapareció no bien vino tu imagen a estamparse en ella como sello y marca de esclavitud que la hace tuya para siempre. Ni el temor de la maledicencia, ni el odioso pensamiento de que hasta tú mismo pudieras menospreciarme y tenerme por liviana, nada me contuvo. La fuerza, no obstante, que no bastó para detenerme al borde del abismo y para salvarme de la caída, me ha valido luego para romper materialmente el lazo para huir de ti, para levantarme lastimada y penitente y refugiarme en este retiro. Yo no podía ser legítimamente tuya. Vivir de otra suerte a tu lado hubiera sido escándalo, ignominia y vergüenza. Los sabios consejos de mi confesor, a quien dominando el rubor que encendía y quemaba mi rostro, mostré la herida, me prestaron aliento y brío para desbaratar las cadenas en que me tuviste aprisionada, para apartarte de mí y para tomar luego la determinación que he tomado.

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