Cuentos completos (160 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
3.46Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Qué pensaste tú? —preguntó Ninheimer, reflexivamente.

—Estuve de acuerdo. Aprobé la corrección.

Ninheimer hizó girar la silla y se enfrentó a su joven adjunto.

—Oye, preferiría que no volvieras a hacerlo. Si he de usar la máquina, quiero…, mmm…, aprovecharla plenamente. Si he de usarla, pero pierdo tus…, mmm…, servicios porque resulta que la supervisas, cuando la idea es precisamente que no requiere supervisión, no gano nada, ¿entiendes?

—Sí, profesor Ninheimer —dijo sumisamente Baker.

Los ejemplares de prueba de Tensiones sociales llegaron al despacho del profesor Ninheimer el 8 de mayo. Les echó una ojeada, pasó las páginas y leyó uno que otro párrafo. Luego, los guardó.

Como explicó posteriormente, se olvidó de ellos. Durante ocho años había trabajado en eso, pero hacía meses que otros intereses cautivaban su atención, mientras Easy le quitaba ese peso de encima. Ni siquiera se acordó de donar el ejemplar de rigor a la biblioteca de la universidad.

Tampoco Baker, que estaba enfrascado en su trabajo y se había distanciado del jefe de departamento desde que tuvo que soportar aquella reprimenda en su último encuentro, recibió un ejemplar.

El 16 de junio, esa etapa terminó. Ninheimer recibió una llamada videotelefónica y miró sorprendido a la imagen de la pantalla.

—¡Speidell! ¿Estás en la ciudad?

—No, en Cleveland —contestó Speidell, temblándole la voz.

—¿Y por qué me llamas?

—¡Porque he estado ojeando tu nuevo libro! Ninheimer, ¿estás loco? ¿Has perdido el juicio?

Ninheimer se puso tenso.

—¿Hay algún…, mmm…, problema? =preguntó alarmado.

—¿Un problema? Te remito a la página 562. ¿Qué demonios te propones al interpretar mi trabajo de ese modo? ¿En qué parte del artículo que citas yo sostengo que la personalidad delictiva no existe y que los organismos que hacen cumplir las leyes son los verdaderos delincuentes? Mira, déjame citar…

—¡Espera, espera! —exclamó Ninheimer, tratando de hallar la página—. Veamos. Veamos… ¡Santo Díos!

—¿Y bien?

—Speidell, no entiendo cómo ha ocurrido esto. Yo no lo escribí.

—¡Pero es lo que está impreso! Y esa tergiversión no es la peor. Mira en la página 690 e imagínate lo que hará Ipatiev cuando vea el embrollo que has armado con sus descubrimientos. Oye, Ninheimer, este libro está plagado de errores de ese tipo. No sé en qué estabas pensando, pero la única opción que te queda es retirar el libro del mercado. ¡Y será mejor que te prepares para presentar muchas disculpas en la próxima reunión de la Asociación!

—Speidell, escucha…

Pero Speidell cortó la comunicación con tal brusquedad que durante quince segundos parpadearon sombras en la pantalla.

Ninheimer, entonces, se enfrascó en el libro y empezó a marcar pasajes con tinta roja.

Se las apañó para contener la furia cuando se entrevistó de nuevo con Easy, pero tenía los labios pálidos. Le pasó el libro a Easy y dijo:

—¿Quieres leer los pasajes marcados en las páginas 562, 631, 664 y 690?

Easy los leyó en cuatro ojeadas.

—Sí, profesor Ninheimer.

—Esto no es lo que ponía en las galeradas originales.

—No, profesor.

—¿Tú hiciste estas modificaciones?

—Sí, profesor.

—¿Por qué?

—Profesor, los pasajes de su versión eran muy lesivos para ciertos grupos de seres humanos. Me pareció aconsejable cambiar las palabras para evitar causarles daño.

—¿Cómo te atreviste a semejante cosa?

—La Primera Ley, profesor, no me permite que, mediante la inacción, consienta que se cause daño a seres humanos. Dada su reputación en el mundo de la sociología y la amplia circulación de que gozaría su libro entre los especialistas, varios seres humanos que usted menciona sufrirían un daño considerable.

—¿Y no comprendes el daño que sufriré yo ahora?

—Era preciso escoger la alternativa menos dañina.

El profesor Ninheimer se marchó temblando de furia. Era evidente que Robots y Hombres Mecánicos tendría que pagar por aquello.

En la mesa de los acusados reinaba una excitación que se intensificó cuando el fiscal remató su argumento:

—Entonces, ¿el robot EZ-27 le informó de que la razón de lo que había hecho se basaba en la Primera Ley de la robótica?

—Correcto.

—¿Y que, por lo tanto, no tenía otra opción?

—En efecto.

—De lo que se deduce, pues, que Robots y Hombres Mecánicos diseñó un robot que estaría obligado a reescribir los libros de acuerdo con sus propias concepciones de lo que era correcto, y, sin embargo, lo vendió como un simple corrector de pruebas. ¿Usted diría eso?

La defensa protestó de inmediato, señalando que se pedía al testigo que decidiera sobre una cuestión sobre la cual no tenía competencia. El juez amonestó a la fiscalía en los términos habituales, pero no quedó duda de que la declaración había surtido efecto, incluso en el abogado defensor. La defensa pidió un breve receso antes de iniciar el interrogatorio, usando un tecnicismo legal que le valió cinco minutos.

El abogado consultó con Susan Calvin.

—¿Es posible, doctora Calvin, que el profesor Ninheimer esté diciendo la verdad y que Easy actuara motivado por la Primera Ley?

Calvin apretó los labios y respondió:

—No, no es posible. La última parte del testimonio de Ninheimer es deliberadamente falsa. Easy no está diseñado para juzgar en el nivel de abstracción representado por un texto avanzado de sociología. No podría afirmar nunca que ciertos grupos de humanos se verían dañados por una frase de un libro semejante. Su mente no está construida para eso.

—Pero supongo que no podemos demostrárselo a un lego —comentó el abogado, con tono pesimista.

—No —admitió Calvin—. La prueba sería extremadamente compleja. Nuestra salida sigue siendo la misma. Hemos de probar que Ninheimer miente, y nada de lo que ha dicho debe cambiar nuestro plan de ataque.

—Muy bien, doctora Calvin. Tendré que aceptar su palabra. Continuaremos según lo planeado.

En la sala del juicio, la maza del juez se elevó y bajó, y el profesor Ninheimer se sentó nuevamente en el estrado. Sonreía ligeramente, como si supiese que su posición era inexpugnable y estuviera disfrutando de la posibilidad de repeler un ataque infructuoso.

El abogado defensor se le acercó cauteloso y comenzó a hablar con voz suave:

—Profesor Ninheimer, ¿afirma usted que ignoraba por completo esos presuntos cambios en el manuscrito hasta que el profesor Speidell habló con usted el 16 de junio?

—Así es.

—¿Nunca vio las galeradas después de que el robot EZ-27 corrigiera las pruebas?

—Al principio sí, pero me pareció una tarea inútil. Me fié de las afirmaciones de la compañía. Esas absurdas…, mmm…, modificaciones se efectuaron sólo en la última parte del libro, una vez que el robot, supongo, hubo aprendido bastante sobre sociología…

—¡Olvidemos las suposiciones! Tengo entendido que su colega, el profesor Baker, vio las últimas pruebas por lo menos en una ocasión. ¿Recuerda que usted dio testimonio de ello?

—Sí. Como ya declaré, me contó que había visto una página, y hasta en esa página el robot había alterado una palabra.

—¿No le resulta extraño, profesor, que después de un año de implacable hostilidad hacia el robot, después de haber votado contra él y de haberse negado a usarlo, decidiera usted de pronto poner su libro, su magnum opus, en sus manos?

—No me resulta extraño. Decidí que era conveniente usar la máquina.

—¿Y de repente confió tanto en el robot EZT27 que ni siquiera se molestó en revisar las galeradas?

—Ya le he dicho que me…, mmm…, convenció la propaganda de Robots y Hombres Mecánicos.

—¿Tanto se convenció que, cuando su colega, el profesor Baker, intentó revisar la tarea del robot, usted le reprendió severamente?

—No le reprendí. Simplemente no deseaba que él…, mmm…, perdiera el tiempo. A1 menos, entonces me pareció una pérdida de tiempo. No vi que fuera significativa la modificación de esa palabra en el…

—No tengo dudas de que le han aconsejado que mencione este punto, para que la modificación conste en acta —ironízó el abogado, pero cambió de rumbo para impedir una protesta—. Lo cierto es que usted estaba muy enfadado con el profesor Baker.

—No, señor. No estaba enfadado.

—Pues no le dio un ejemplar del libro cuando lo recibió.

—Por mera distracción. Tampoco entregué un ejemplar a la biblioteca —Ninheimer sonrió cautelosamente—. Los profesores son famosos por su despiste.

—¿No le resulta extraño que, al cabo de más de un año de trabajo perfecto, el robot EZ-27 se equivocara precisamente en su libro, en un libro escrito por la persona más implacablemente hostil hacia el robot?

—Mi libro fue la única obra voluminosa que tuvo que corregir en la que se hablaba sobre la humanidad. Las tres leyes de la robótica cobraron validez.

—Profesor Ninheimer, varias veces usted se ha expresado como un experto en robótica. Al parecer, se tomó usted un repentino interés en la robótica y sacó libros sobre el tema de la biblioteca. Dio testimonio de ello, ¿verdad?

—Sólo un libro. Fue resultado de lo que considero…, mmm…, curiosidad natural.

—¿Y eso le permite explicar por qué el robot, como usted alega, tergiversó el libro?

—Así es.

—Muy oportuno. Pero ¿está seguro de que su interés por la robótica no estaba destinado a permitirle manipular al robot con otros propósitos?

Ninheimer se sonrojó.

—¡Por supuesto que no!

El defensor elevó la voz:

—Más aún, ¿está seguro de que los pasajes presuntamente alterados no se encontraban tal como usted los escribió originalmente?

El sociólogo se irguió en el asiento.

—¡Eso es…, mmm…, rídiculo! Tengo las galeradas…

Le costaba hablar y el fiscal se levantó para intervenir:

—Con su permiso, señoría, me propongo presentar como prueba el juego de galeradas que le entregó el profesor Ninheimer al robot EZ-27 y el juego de galeradas que envió el robot EZ-27 a los editores. Lo haré si mi estimado colega así lo desea, y estoy dispuesto a que se conceda un receso con el objeto de que ambos juegos de galeradas puedan compararse.

El defensor agitó la mano con impaciencia.

—No es necesario. Mi honorable oponente puede presentar esas galeradas cuando le plazca. Estoy seguro de que mostrarán las discrepancias que alega el querellante. Pero me gustaría que el testigo nos dijera si también está en posesión de las galeradas del profesor Baker.

Ninheimer frunció el ceño. Aún no las tenía todas consigo.

—¿Las galeradas del profesor Baker?

—¡Sí, profesor! Las galeradas del profesor Baker. Usted ha declarado que el profesor Baker recibió otra copia de las galeradas. Le pediré al escribiente que lea su testimonio sí es que de pronto padece usted una amnesia selectiva. ¿O será simplemente que los profesores, como usted dice, son famosos por su despiste?

—Recuerdo las galeradas del profesor Baker —dijo Ninheimer—.

No eran necesarias una vez que el trabajo quedó a cargo de la máquina…

—¿Así que las quemó?

—No. Las tiré a la papelera.

—Quemarlas, tirarlas…, ¿qué más da? Lo cierto es que se desembarazó de ellas.

—No hay nada malo… —comenzó débilmente Ninheimer.

—¿Nada malo? —vociferó el defensor—. Nada malo, excepto que ahora no hay modo de comprobar si, en ciertas hojas cruciales, pudo usted haber reemplazado una inofensiva página de la copia del profesor Baker por una página de su propia copia, la cual usted alteró deliberadamente para obligar al robot a…

El fiscal presentó una enérgica protesta. El juez Shane se inclinó hacia delante, procurando adoptar un semblante colérico que expresara la intensidad de sus emociones.

—¿Tiene usted pruebas, abogado, de la notable afirmación que acaba de hacer? —preguntó.

—Ninguna prueba directa, señoría —respondió serenamente el defensor—. Pero quisiera señalar que la repentina conversión del querellante al abandono del antirrobotismo, el repentino interés en la robótica, la negativa a revisar las galeradas o a permitir que otra persona las revisara, su modo de evitar que nadie viera el libro inmediatamente después de la publicación; todo ello apunta claramente…

—Abogado —interrumpió el juez con impaciencia—, éste no es sitío para deducciones esotéricas. El querellante no está sometido a juicio. Tampoco es usted su fiscal. Prohibo este tipo de ataques, y sólo puedo señalar que la desesperación que le indujo a ello únicamente contribuirá a perjudicar su posición. Si tiene preguntas legítimas, abogado, continúe con el interrogatorio. Pero le advierto que no vuelva a usar tales procedimientos en esta sala.

—No tengo más preguntas, señoría.

Robertson le susurró acaloradamente cuando el abogado defensor regresó a su mesa:

—¿Por qué hizo eso, por amor de Dios? Ahora el juez está totalmente en contra de usted.

—Pero Ninheimer está temblando —replicó con calma el abogado—. Y lo hemos preparado para la maniobra de mañana. Estará maduro.

Susan Calvin asintió gravemente.

El resto de la exposición de la fiscalía fue débil en comparación. Compareció el profesor Baker y corroboró la mayor parte del testimonio de Ninheimer. Comparecieron los profesores Speidell e Ipatiev y comentaron en tono conmovedor su consternación ante ciertos pasajes del libro del profesor Ninheimer. Ambos dieron su opinión profesional respecto de que la reputación del profesor Ninheimer había sufrido un grave revés.

Se presentaron las galeradas como prueba, así como algunos ejemplares del libro concluido.

La defensa no hizo más preguntas ese día. La fiscalía concluyó con sus alegatos y se declaró un receso hasta la mañana siguiente.

El defensor realizó su primera maniobra cuando el juicio se reanudó el segundo día. Pidió que el robot EZ-27 fuera admitido como espectador.

El fiscal protestó de inmediato, y el juez Shane llamó a ambos al estrado.

—Esto es obviamente ¡licito —alegó el fiscal—. Un robot no puede estar en un edificio público.

—Este tribunal —señaló el defensor— está cerrado para todos, excepto para quienes guardan una relación inmediata con el caso.

—Una enorme máquina conocida por su conducta irregular perturbaría a mi cliente y a mis testigos con su sola presencia. Transformaría este juicio en una parodia.

Other books

By the Late John Brockman by John Brockman
Insurgent by Veronica Roth
the Trail to Seven Pines (1972) by L'amour, Louis - Hopalong 02
Elemental by Steven Savile
Fatal by Palmer, Michael
The Whatnot by Stefan Bachmann