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Authors: Edgar Allan Poe

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Cuentos completos (64 page)

BOOK: Cuentos completos
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»Resumiremos el asunto aludiendo brevemente a los odiosos detalles que surgen de las declaraciones del médico forense en la indagación judicial. Basta señalar que sus
inferencias
dadas a conocer con respecto al número de los bandidos participantes en el atentado fueron ridiculizadas como injustas y totalmente privadas de fundamento por los mejores anatomistas de París. No se trata de que ello
no haya podido ser
como se infiere, sino de que no había fundamentos para esa inferencia. ¿Y no los había, en cambio, para otra?

»Reflexionemos ahora sobre “las huellas de una lucha” y preguntémonos qué es lo que tales huellas alcanzan a demostrar. ¿Una pandilla? ¿Pero no demuestran, por el contrario, la ausencia de una pandilla? ¿Qué
lucha
podía tener lugar, tan violenta y prolongada, como para dejar “huellas” en todas direcciones entre una débil e indefensa muchacha y la imaginable pandilla de malhechores? El silencioso abrazo de unos pocos brazos robustos y todo habría terminado. La víctima debía quedar reducida a una total pasividad. Recordará usted que los argumentos empleados sobre el soto como escenario de lo ocurrido se aplican, en su mayor parte, a un ultraje cometido
por más de un individuo
. Solamente si imaginamos
a un
violador podremos concebir (y sólo entonces) una lucha tan violenta y obstinada como para dejar semejantes “huellas”.

»Ya he mencionado la sospecha que nace de que los objetos en cuestión fueran abandonados en el soto. Parece casi imposible que semejantes pruebas de culpabilidad hayan sido dejadas accidentalmente donde se las encontró. Si suponemos una suficiente presencia de ánimo para retirar el cadáver, ¿qué pensar de una prueba aún más positiva que el cuerpo mismo (cuyas facciones hubieran sido borradas prontamente por la corrupción) abandonada a la vista de cualquiera en la escena del atentado? Me refiero al pañuelo con el
nombre
de la muerta. Si quedó allí por accidente, no hay duda de que no se trataba de una
pandilla
. Sólo cabe imaginar ese accidente relacionado con una sola persona. Veamos: un individuo acaba de cometer el asesinato. Está solo con el fantasma de la muerta. Se siente aterrado por lo que yace inanimado ante él. El arrebato de su pasión ha cesado y en su pecho se abre paso el miedo de lo que acaba de cometer. Le falta esa confianza que la presencia de otros inspira. Está
solo
con el cadáver. Tiembla, se siente confundido. Pero es necesario ocultar el cuerpo. Lo arrastra hacia el río dejando atrás todas las otras pruebas de su culpabilidad; sería difícil, si no imposible, llevar todo a la vez, y además no habrá dificultad en regresar más tarde en busca del resto. Mas en ese trabajoso recorrido hasta el agua su temor redobla. Los sonidos de la vida acechan en su camino. Diez veces oye o cree oír los pasos de un observador. Hasta las mismas luces de la ciudad lo espantan. Con todo, después de largas y frecuentes pausas, llenas de terrible ansiedad, llega a la orilla del río y hace desaparecer su espantosa carga quizá con ayuda de un bote. Pero
ahora
, ¿qué tesoros tiene el mundo, qué amenazas de venganza para impulsar al solitario asesino a recorrer una vez más el trabajoso y arriesgado camino hasta el soto, donde quedan los espeluznantes recuerdos de lo sucedido? No, no volverá, sean cuales fueren las consecuencias. Aun si quisiera,
no podría
volver. Su único pensamiento es el de escapar inmediatamente. Da la espalda para siempre a esos terribles bosques y huye como de una maldición.

»¿Pasaría lo mismo con una banda? Su número les habría inspirado recíproca confianza, en el caso de que ésta falte alguna vez en el pecho de un criminal empedernido; y una pandilla sólo podemos suponerla formada por individuos de esa laya. Su número, pues, hubiera impedido el incontrolable y alocado temor que, según imagino, debió de paralizar a un hombre solo. Si podemos presumir un descuido por parte de uno, dos o tres, sin duda el cuarto hubiera pensado en ello. No habrían dejado huella alguna a sus espaldas, ya que su número les permitía llevarse
todo
de una sola vez. No había ninguna necesidad de
volver
.

«Considere ahora el hecho de que en el vestido que llevaba el cadáver al ser encontrado, “una tira de un pie de ancho había sido arrancada del vestido, desde el ruedo de la falda hasta la cintura; aparecía arrollada tres veces en la cintura y asegurada mediante una especie de ligadura en la espalda”. Esto se hizo con evidente intención de obtener un
asa
mediante la cual transportar el cuerpo. Pero, en caso de tratarse de varios hombres, ¿habrían recurrido a eso? Para tres o cuatro de ellos, los miembros del cadáver proporcionaban no sólo suficiente asidero, sino el mejor posible. El sistema empleado corresponde a un solo individuo, y esto nos lleva al hecho de que “entre el soto y el río se descubrió que los vallados habían sido derribados y la tierra mostraba señales de que se había arrastrado una pesada carga”. ¿Cree usted que
varios
individuos se hubieran impuesto la superflua tarea de derribar un vallado para arrastrar un cuerpo que podía ser pasado por encima en un momento? ¿Cree usted que
varios
hombres hubieran arrastrado un cuerpo al punto de dejar evidentes huellas?

»Aquí corresponde referirse a una observación de
Le Commerciel
, que en cierta medida ya he comentado antes. “Un trozo de una de las enaguas de la infortunada muchacha —dice—, de dos pies de largo por uno de ancho, le fue aplicado bajo el mentón y atado detrás de la cabeza, probablemente para ahogar sus gritos. Los individuos que hicieron esto no tenían pañuelos en el bolsillo”.

»Ya he hecho notar que un verdadero pillastre no carece nunca de pañuelo. Pero no me refiero ahora a eso. Que dicha atadura no fue empleada por falta de pañuelo y para los fines que supone
Le Commerciel
, lo demuestra el hallazgo del pañuelo en el lugar del hecho; y que su finalidad no era la de “ahogar sus gritos”, surge de que se haya empleado esa atadura en vez de algo que hubiera sido mucho más adecuado. Pero los términos de los testimonios aluden a la tira en cuestión diciendo que “apareció alrededor del cuello, pero no apretada, aunque había sido asegurada con un nudo firmísimo”. Estos términos son bastante vagos, pero difieren completamente de los de
Le Commerciel
. La tira tenía dieciocho pulgadas de ancho y, por lo tanto, aunque fuera de muselina, constituía una banda muy fuerte si se la doblaba sobre sí misma longitudinalmente. Así fue como se la encontró. Mi deducción es la siguiente: El asesino solitario, después de llevar alzado el cuerpo durante un trecho (sea desde el soto u otra parte) ayudándose con la tira arrollada a la cintura, notó que el peso resultaba excesivo para sus fuerzas. Resolvió entonces arrastrar su carga, y la investigación demuestra que, en efecto, el cuerpo fue arrastrado. A tal fin, era necesario atar una especie de cuerda a una de las extremidades. El mejor lugar era el cuello, ya que la cabeza impediría que se zafara. En este punto, el asesino debió pensar en la tira que circundaba la cintura de la víctima. Hubiera querido usarla, pero se le planteaba el inconveniente de que estaba arrollada al cadáver, sujeta por una atadura, sin contar que no había sido completamente arrancada del vestido. Más fácil resultaba arrancar una nueva tira de las enaguas. Así lo hizo, ajustándola al cuello, y en esa forma
arrastró
a su víctima hasta la orilla del río. El hecho de que este lazo, difícil y penosamente obtenido, y sólo a medias adecuado a su finalidad, fuera sin embargo empleado por el asesino, nace del hecho de que éste estaba ya demasiado lejos para utilizar la chalina, vale decir, después que hubo abandonado el soto (si se trataba del soto) y se encontraba a mitad de camino entre éste y el río.

»Dirá usted que el testimonio de madame Deluc (!) apunta especialmente a la presencia de
una pandilla
en la vecindad del soto, aproximadamente, en el momento del asesinato. Estoy de acuerdo. Incluso me pregunto si no había
una docena
de pandillas como la descrita por madame Deluc en la vecindad de la Barrière du Roule y aproximadamente en el momento de la tragedia. Pero la pandilla que se ganó la marcada enemistad —y el testimonio tardío y bastante sospechoso— de madame Deluc,
es la única
a la cual esta honesta y escrupulosa anciana reprocha haberse regalado con sus pasteles y haber bebido su coñac sin tomarse la molestia de
pagar
los gastos.
Et hinc illæ iræ
?

»Pero, ¿cuál es el preciso testimonio de madame Deluc? “Se presentó una pandilla de malandrines, los cuales se condujeron escandalosamente, comieron y bebieron sin pagar, siguieron luego la ruta que habían tomado los dos jóvenes y regresaron a la posada al anochecer, volviendo a cruzar el río como si tuvieran mucha prisa”.

»Ahora bien, esta “gran prisa” debió probablemente parecer más grande a ojos de madame Deluc, quien reflexionaba triste y nostálgicamente sobre sus pasteles y su cerveza profanados, y por los cuales debió abrigar aún alguna esperanza de compensación. ¿Por qué, si no, se refirió a la prisa, desde el momento que ya era “el anochecer”? No hay ninguna razón para asombrarse de que una banda de pillos se apresure a volver a casa cuando queda por cruzar en bote un ancho río, cuando amenaza tormenta y se acerca la noche. «Digo que
se acerca
, pues la noche aún no había caído. Era tan sólo “al anochecer” cuando la prisa indecente de aquellos “bandidos” ofendió los modestos ojos de madame Deluc. Pero estamos enterados de que esa misma noche, tanto madame Deluc como su hijo mayor, “oyeron los gritos de una mujer en la vecindad de la posada”. ¿Y qué palabras emplea madame Deluc para señalar el momento de la noche en que se oyeron esos gritos? “Poco después
de oscurecer
”, afirma. Pero “poco
después
de oscurecer” significa que ya ha oscurecido. Vale decir, resulta perfectamente claro que la pandilla abandonó la Barrière du Roule
antes
de que se produjeran los gritos escuchados (?) por madame Deluc. Y aunque en las muchas transcripciones del testimonio las expresiones en cuestión son clara e invariablemente empleadas como acabo de hacerlo en mi conversación con usted, hasta ahora ninguno de los diarios parisienses, ni ninguno de los funcionarios policiales ha señalado tan gruesa discrepancia.

»Sólo añadiré un argumento contra la noción de una
banda
, pero el mismo tiene, en mi opinión, un peso irresistible. Dada la enorme recompensa ofrecida y el pleno perdón que se concede por toda declaración probatoria, no cabe imaginar un solo instante que algún miembro de una pandilla de miserables criminales —o de cualquier pandilla— no haya traicionado hace rato a sus cómplices. En una pandilla colocada en esa situación, cada uno de sus miembros no está tan ansioso de recompensa o de impunidad,
como temeroso de ser traicionado
. Se apresura a delatar lo antes posible, a fin de no ser delatado a su turno. Y que el secreto no haya sido divulgado es la mejor prueba de que realmente se trata de un secreto. Los horrores de esa terrible acción sólo son conocidos por Dios y por una o dos personas.

»Resumamos los magros pero evidentes frutos de nuestro análisis. Hemos llegado, ya sea a la noción de un accidente fatal en la posada de madame Deluc, o de un asesinato perpetrado en el soto de la Barrière du Roule por un amante o, en todo caso, por alguien íntima y secretamente vinculado con la difunta. Esta persona es de tez morena. Dicha tez, la ligadura en la tira que rodeaba el cuerpo, y el “nudo de marinero” con el cual apareció atado el cordón de la cofia, apuntan a un marino. Su camaradería con la difunta, muchacha alegre pero no depravada, lo designa como perteneciente a un grado superior al de simple marinero. Las comunicaciones al diario, correctamente escritas, son en gran medida una corroboración de lo anterior. La circunstancia de la primera fuga, conforme la menciona
Le Mercure
, tiende a conectar la idea de este marino con la del “oficial de marina”, de quien se sabe que fue el primero en inducir a la infortunada víctima a cometer una irregularidad.

»Y aquí, de la manera más justa, interviene el hecho de la continua ausencia del hombre moreno. Permítame hacerle notar de paso que la tez del mismo es morena y atezada; no es un color moreno común el que atrajo la atención tanto de Valence como de madame Deluc. Pero, ¿por qué está ausente este hombre? ¿Fue asesinado por la pandilla? Si es así, ¿cómo no hay más que huellas de la joven asesinada? Es natural suponer que los dos atentados se produjeron en el mismo lugar. ¿Y dónde se halla su cadáver? Con toda probabilidad, los asesinos hubieran hecho desaparecer a ambos en la misma forma. Pero lo que cabe suponer es que este hombre vive, y que lo que le impide darse a conocer es el miedo de que lo acusen del asesinato. Esta razón es la que influye sobre él actualmente, en esta última fase de la investigación, ya que los testimonios han señalado que se le vio con Marie; pero no tenía ninguna influencia en el período inmediato al crimen. El primer impulso de un inocente hubiera sido denunciar el ultraje y ayudar a identificar a los culpables. Era lo que correspondía. El hombre había sido visto con la joven. Cruzó el río con ella en un
ferryboat
. Aun para un atrasado mental la denuncia de los asesinos era el único y más seguro medio de librarse personalmente de toda sospecha. No podemos imaginarlo, en la noche del domingo fatal, inocente y a la vez ignorante del atentado que acababa de cometerse. Y, sin embargo, sólo cabría suponer esas circunstancias para concebir que hubiese dejado de denunciar a los asesinos en caso de hallarse con vida.

»¿Qué medios tenemos para llegar a la verdad? A medida que sigamos adelante los veremos multiplicarse y ganar en claridad. Cribemos hasta el fondo la cuestión de la primera escapatoria. Documéntemenos sobre la historia de “el oficial”, con sus circunstancias actuales y sus andanzas en el momento preciso del asesinato. Comparemos cuidadosamente entre sí las distintas comunicaciones enviadas al diario de la noche, cuyo objeto era inculpar a una pandilla. Hecho esto, comparemos dichas comunicaciones, tanto desde el punto de vista del estilo como de su presentación, con las enviadas al diario de la mañana, en un período anterior, y que tenían por objeto insistir con vehemencia en la culpabilidad de Mennais. Cumplido todo esto, comparemos el total de esas comunicaciones con papeles escritos de puño y letra por el susodicho oficial. Tratemos de asegurarnos, mediante repetidos interrogatorios a madame Deluc y a sus hijos, así como a Valence, el conductor del ómnibus, de más detalles sobre la apariencia personal del “hombre de la tez morena”. Hábilmente dirigidas, estas indagaciones no dejarán de extraer informaciones sobre estos puntos particulares (o sobre otros), que incluso los interrogados pueden no saber que están en condiciones de proporcionar. Y sigamos entonces la huella
del bote
recogido por el lanchero en la mañana del lunes veintitrés de junio, bote que fue retirado,
sin el timón
, del depósito de lanchas, a escondidas del empleado de turno y en un momento anterior al descubrimiento del cadáver. Con la debida precaución y perseverancia daremos infaliblemente con ese bote, pues no sólo el lanchero que lo encontró puede identificarlo,
sino que tenemos su timón
. El gobernalle de un
bote de vela
no hubiera sido abandonado fácilmente, si se tratara de alguien que no tenía nada que reprocharse. Y aquí haré un paréntesis para insinuar un detalle. El hallazgo del bote a la deriva
no fue anunciado
en el momento. Conducido discretamente al depósito de lanchas, fue retirado con la misma discreción. Pero su propietario o usuario, ¿cómo pudo saber, en la mañana del martes y sin ayuda de ningún anuncio, dónde se hallaba el bote, salvo que supongamos que está vinculado de alguna manera
con la marina
, y que esa vinculación personal y permanente le permitía enterarse de sus menores novedades, de sus mínimas noticias locales?

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