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Authors: Abelardo Castillo

Tags: #Cuentos

Cuentos completos - Los mundos reales (27 page)

BOOK: Cuentos completos - Los mundos reales
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Y esto es lo que quería escribir. En cuanto a lo otro, a Laura, ya lo dije al principio: hace unas horas la vi por última vez. Antes (también lo dije) la perseguí. Un día, me hice invitar a una exposición de un cortometrajista; otro, hice que se la invitara a una muestra de poesía ilustrada. Esta noche, por fin, quedamos juntos en un balcón que se parecía bastante al de la primera vez.

—Para qué todo esto. Por qué —dijo Laura.

En el río, vi una especie de almacigo de luces; era el Barco de la Carrera pero pensé: el Conté Rosso. El día menos pensado me tomo el Conté Rosso, y a París. Tomar mate allá y escuchar a Gardel, escribir cartas pidiendo cigarrillos Particulares, yerba, y los recortes de
Mafalda
. Un argentino que no fue a París es una especie de uruguayo.

—Te fijaste lo bien que se ve el río esta noche —dije yo.

—Y sobre todo la luna —dijo Laura.

—También, sí —dije yo—. Para qué qué —dije yo.

—Todo esto —dijo Laura.

—Porque te quiero —dije.

—Estás borracho —dijo ella.

Yo dije que no de caerme, pero reconocí que algo había tomado.

—No de caerme —dije—, pero reconozco que algo tomé. De lo contrario no me hubiera animado a hacer semejante imbecilidad.

—Pero, vos no te das cuenta —dijo.

—No. Nunca me di cuenta.

Como diálogo era bastante impresionante. Ella, todavía, dijo:

—Pero cómo querés que te crea. Cómo podes querer que te crea.

Lloró. Y yo también tenía los ojos llenos de lágrimas, y no sé muy bien qué ocurrió después, pero el hecho es que la traje acá.

—Ves, ahí estás vos —decía yo—. Y ahí —y le señalaba los sitios donde, en las paredes, sobre los muebles, ella estaba realmente. A veces era un afiche de Chaplin, a veces un pequeño Ford T de lata, a veces un ridículo candelabrito de bronce—. Y yo no puedo seguir viviendo de esta manera.

Se desvistió, con una lentitud sacrificial. Yo antes le había dicho: desvestite. Tuve aliento aún para decir:

—Un hombre que no mira a su mujer cuando se desviste ya no la quiere. Tenelo en cuenta para juzgar a tu marido.

Algo dijo entonces, que no escuché porque todo fue igual que siempre, sus manos, menos torpes que las mías, su pelo sobre mi vientre y su boca infamada y su inocente manera de jugar ella a ser la luna y yo el sol, la luna, como en las antiguas leyendas en que la luna nunca se ofrece de frente por temor a engendrar monstruos, toda la vieja historia de mitos y juegos y ceremonias y malentendidos, encuentros y desencuentros en un laberinto que se iba trazando en la oscuridad. Y era como seguirla en una ciudad de arena o de ceniza, cálida y móvil, entre vastos patios nocturnos que el viento inventaba o deshacía, desorientándome y llenándome de miedo: aunque yo sabía que al final de todos los dibujos estaba ella, dejándose encontrar. Y habló. Dijo cosas que únicamente ella podía decir sin ser repulsiva; explicó no sé qué del marido y de su hijo y de cómo había jugado siempre con la idea de que el chico se me parecía, se nos parecía, habló y lloró y se rió, y se ahogó. Y dijo que lo peor de todo era mi silencio, no ahora, siempre, tu silencio como si.

—Sssh —dije, muy bajo.

Y la abracé por fin y le tapé como siempre la boca con la mano y la nombré, al final. Después nos quedamos quietos, como dos muertos. Y ella acercó su mano a la mía.

Entonces hice algo que quizá estaba pensando hacer desde hacía tres años: retiréis, mano.

Sentí a mi lado su rigidez y su pequeño ahogo, como una tos. Sentí una felicidad salvaje, y busqué en la mesa de luz los cigarrillos.

La vi cuando se iba. No la recuerdo vistiéndose porque todo era como un sueño. Desde esa puerta, me miró. El sol daba en uno de los vidrios y le alumbró la cara. Tenía, exactamente, la misma mirada que le recuerdo desde los quince años. Un cansancio indulgente y doloroso, casi irónico, aunque sé que ésta no es la palabra, una sabiduría muy antigua, algo que no tiene nada que ver con las palabras y que sólo puede entenderse habiendo sido mirado así, una antigua sabiduría llena de tristeza, o de algo parecido a la caridad y a la tristeza, por la que el hombre que sonreía desde la cama ya no tendrá nunca un sitio en el mundo.

El hacha pequeña de los indios

Después, ella hizo un alocado paso de baile y una reverencia y agregó que por eso ésta era una noche especial, mientras él, incrédulo, la miraba con los ojos llenos de perplejidad (o de algo parecido a la perplejidad, que también se parecía un poco a la locura), pero la muchacha sólo reparó en su asombro porque él había sonreído de inmediato y cuando ella le preguntó qué era lo que había estado a punto de decirle, el hombre alcanzó a murmurar nada amor mío, nada, y se rió, y siguió riéndose como si aquello ya no tuviese importancia puesto que estaba loco de alegría, como si realmente se hubiera vuelto loco de alegría. Por eso, cuando ella fue hacia el dormitorio y agregó no tardes, el hombre dijo que no. Voy en seguida, dijo. Pero se quedó mirando el hacha que colgaba junto al aparador de cedro, nueva todavía, sin usar, porque esas cosas son en realidad adornos o poco menos que se regalan en los casamientos pero que nadie utiliza y quedan colgadas ahí, como ésta, en el mismo sitio desde hace un año, haciéndole recordar cada vez que la miraba (de un lado el filo; del otro, una especie de maza, con puntas, para macerar carne) viejas historias de indios cuando él era Ojo de Halcón y mataba al traidor o al lobo empuñando un hacha parecida a ésta. Sólo que aquélla era de palo y ésa estaba ahí, de metal brillante, frente al hombre que ahora, al levantarse y cruzar la habitación, evocó la primera noche que cruzó esta habitación igual que ahora, el día que se casaron pese al gesto ambiguo de los amigos, pese a las palabras del médico, la noche un poco casual en que se encontraron casados y mirándose con sorpresa, riéndose de sus propias caras, después de aquel noviazgo o juego junto al mar en el que hasta hubo una gitana y fuegos artificiales y un viejo napolitano que cantaba romanzas, fin de semana o sueño que él recordaba desde el fondo de un país de agua como una sola y larga madrugada verde, como estar desnudo y algo ebrio sobre una arena lunar, de tan limpia, como un gusto a ola o a piel mojada pero sobre todo como un jirón de música de acordeón y la voz del viejito napolitano en alguna cantina junto a los malecones, vértigo que se consumó en dos días porque la muchacha era hermosa —linda como una estampa de la Virgen, dijo mamá al verla, te hará feliz, y también lo había dicho la gitana, que sin embargo bajó los ojos y no aceptó el dinero—, y de pronto estaban riéndose y casados, pese al gesto cortado de algún amigo al saludarla, pese a que ella quería tener un hijo y a la gitana que decía la buenaventura entre los fuegos artificiales, pese al espermograma y al dictamen médico y a que cada vez que la veía mirar a un chico, cada vez que la veía acariciarles la cabeza y jugar atolondradamente con ellos como una pequeña hermana mayor de ojos alocados y manos como pájaros, pensaba estoy haciendo una porquería y sentía vergüenza, y asco, un asco parecido al que lo mareaba ahora, en el momento de descolgar el hacha pequeña, mientras la sopesaba lo mismo que sopesó durante un año entero la idea de contárselo todo, de contarle que al casarse con ella él le había matado de algún modo y para siempre un muchachito rubio, un chiquilín tropezante que jamás podría andar cayéndose, levantándose, dejando sus juguetes por la casa: hasta que al fin esta misma tarde él decidió contárselo todo porque supo secretamente que ella, la muchacha de ojos alocados y manos como pájaros, la perra, entendería. Y llegó a la casa pensando en el tono con que pronunciaría sus primeras palabras esa noche (tengo que decirte algo), el tono intrascendente o ingenuo que tienen siempre las grandes revelaciones. Por eso el hombre estaba cruzando ahora la habitación y empuñaba el hacha pequeña de los indios que le recordaba historias de matar al cacique o al lobo, o a la grandísima perra que esta noche, antes de que él hablara, dijo que tenía algo que decirle: algo que ella había dicho con el tono intrascendente e ingenuo de las grandes revelaciones. «Vamos a tener un hijo», había dicho. Simplemente. Después, hizo un paso de baile y una reverencia.

La cuarta pared

Si desapareciera súbitamente esa pared podríamos ver a la mujer, y hasta escuchar la primera de las siete campanadas que de un momento a otro dará el reloj de péndulo, y poco a poco iría llegando hasta nosotros un tenue olor a lilas que, antes de volverse familiar y desaparecer por completo, podría resultar casi incomprensible. No porque en la habitación no haya lilas, sino justamente porque las hay. Tampoco se comprende bien la presencia de la mujer. O nunca entró antes en ese cuarto (pero allí están las lilas), o alguien, un hombre, ha ordenado cada detalle como quien organiza las piezas de un juego, sin atender a que los demás lo entiendan o no. El reloj da la primera campanada. Los muebles son pesados, conventuales y oscuros; las paredes, gris piedra. No se ve más color que el de una gran reproducción del Van Gogh de la oreja cortada. Hay también otras dos láminas, de Beardsley: la severidad de los muebles confiere a estos dibujos una ambigua malignidad que los vuelve casi obscenos. La mujer es muy hermosa. Tiene quizá treinta años. Ha estado inmóvil junto a la mesita del teléfono y ahora acaricia lenta y circularmente el remate del brazo del sillón, su pequeña cabeza esférica. Todo en la mujer está como contenido, menos esa mano, que rodea suavemente la madera. El reloj da la cuarta campanada. Las manos de la mujer son largas, llamativamente largas y finas: dan la impresión de comunicarla entera con el exterior, como si toda la fuerza de sus sentimientos se hubiese concentrado en ellas. Aun quietas, serían enervantes. Esa mujer entiende las cosas a partir del momento en que las toca. Se levanta. Parece inquieta, fastidiada. Espera algo que, previsto y calculado, se demora sin motivo. Toma un libro. Pasa la punta de un dedo por el canto y hunde lentamente la uña entre las hojas. Lo deja. Mira el teléfono. Ahora mira el reloj: todavía no se ha apagado el sonido de la última campanada de las siete. Todavía hay olor a lilas. De pronto, suena el teléfono. La mujer se ha sobresaltado; ahora sonríe con una especie de alivio. Tiene un aire travieso y triunfal. Bueno, murmura, bueno.

—Parece que nos decidimos a llamar, por fin.

No atiende. Va acompañando los timbrazos con movimientos de cabeza.

—Caramba, hoy vas a llegar a cien. A mil. Vamos a ver…, las siete en punto. «¿Dónde estabas esta tarde, cuando llamé?» —la pregunta y el tono son sorprendentes: ha parodiado la voz de un hombre—. En casa, y puedo probártelo; eran las siete en punto.

—Lo ha dicho hacia el teléfono, y el teléfono, como si aceptara un argumento irrefutable, ha dejado de sonar. Resulta molesto; es como si la mujer hubiese estado dialogando con un objeto vivo. El teléfono vuelve a llamar. —No, no marcaste equivocado. Ésta es la casa de tu mujercita, tu casa, la casa del Gran Mogol, sólo que a tu mujercita se le ocurre repentinamente un juego: no atenderte.

Ha ido hacia el dormitorio y ha vuelto. Dice algo, que no se escucha. Habla con una paradojal naturalidad, no como una mujer que está sola: es difícil explicar de qué modo.

—Entonces va a pedir perdón y va a jurar portarse como un chico bueno. Y durante un tiempo se va a portar como un chico bueno. Pero antes es necesario que estés asustado, que te vuelvas… dócil, porque hoy el señor ha hecho una gran cochinada. Y eso va a costarte sangre, ángel mío —se ha sentado, cruza las piernas y enciende un cigarrillo. Tiene piernas muy hermosas. El teléfono ya no suena—. A veces pienso que un día vas a terminar estropeándolo todo… Desde chico. Tu hermana lo cuenta, con orgullo. Marcela: ella te admira, ¿ves? Ella todavía te admira. Y dentro de un minuto vas a llamarla; seguramente ya la estás llamando —con brusquedad ha aplastado en el cenicero el cigarrillo a medio fumar. Está de pie. Ahora se encoge de hombros; parece divertida otra vez—. Pienso si no te casaste conmigo porque me parezco a tu hermana. No, si es muy probable; esas monstruosidades están muy dentro de tu estilo. Poe y Virginia, el loco y el ángel, Hamlet y Ofelia. El estupro o el incesto, pero jamás nada normal, nada vulgar, nunca nada a ras del suelo… Eso es lo indignante, tu aire fatal de pensionista del Infierno, de fauno que enloquece a las muchachas llenas de cintitas, que las perturba con la cercanía del pecado. Y sin embargo, es puro; ahí está el Gran Secreto. Una vez lo dijo: le gustaría ser el recuerdo nostálgico de innumerables abuelas, el amor imposible de cuando fueron adolescentes. Lástima que nos estamos poniendo viejos, amor, pronto vamos a tener que empezar a recordar nosotros.

—Está junto al jarrón de las lilas; con suavidad hunde la cara en ellas. Corta una flor. La ha puesto en el hueco de la mano. La mira un momento. —Las cosas debieran morir en el esplendor de su belleza, de su juventud. De lo contrario, envejecen.

El teléfono vuelve a llamar. La mujer está junto a la ventana. El teléfono ha sonado sólo tres veces. La mujer está frente al vidrio entornado de la ventana, aunque es difícil saber si se mira en él. Levanta suavemente la mano izquierda, como si fuera a tocarse la cara, pero se limita a dejar caer la pequeña flor. Imposible no mirar sus manos cuando las mueve.

—¡El talentoso y joven fauno! Y hay que reconocer que el personaje le sienta a las mil maravillas. Relativamente, hay momentos en que todavía le sienta. Sólo que, por cuánto tiempo. Un día te vas a sorprender a vos mismo haciendo caras delante del espejo, o algo peor: ellos te van a sorprender. Los delfines. A ellos sí que les tenés miedo. Los de veras jóvenes delfines que un día pueden no admirar más al hombre de talento y dejarlo solo, que un día pueden robarse a todas las muchachas de cintitas, acostarse con ellas, y dejarte el recuerdo de una corona de laurel marchito sobre tu hermosa frente. Y un espléndido par de cuernos.

Suena el teléfono. Ella visiblemente se sobresalta. Parece humillada por ese involuntario estremecimiento.

—Ah, no estamos convencidos, o a lo mejor te imaginas que voy a atender. ¿Sí? Pero no, no voy a atender. Estoy acá, a dos pasos del teléfono, y no-voy-a-atender. Después sí, pero no ahora. Después, cuando tu podrida imaginación invente las fantasías más descomunales, y tengas miedo, y ¡
déjame vivir en paz
! —lo ha dicho hacia el teléfono, casi en un grito. El teléfono deja de sonar. La mujer parece sorprendida, como si hubiera advertido una secreta vinculación entre sus palabras y este súbito silencio. Ahora ríe. Su risa es mucho más joven que ella: da la impresión de no pertenecerle—. Es curioso; las cosas, los objetos. Como si hubiera algo animado, vivo, en la cosas. O en sus cosas. Algo de él que se queda prendido, adherido a las cosas. Algo peor que un fantasma. Casi se lo puede tocar. —Ha hecho un gesto como de frío, como si no quisiera seguir pensando en esto. Es visible que se esfuerza por frivolizar sus ideas. —Marcela, sí —y también es visible que ahora se obliga a hablar en voz alta; esta mujer está secretamente aterrada, y no es seguro que lo sepa. De todos modos, tiene otra vez aire divertido—. Seguramente la estás llamando. «¿Está ahí mi mujer?»… «No, Andrés» —dice ahora con otra voz, una vocecita farsescamente tierna e infantil—. «No, querido, acá tampoco está; pero qué pasa, ¿pasa algo? No habrán vuelto a discutir»… Y ella dirá hermosas palabras de Ondina, balsámicas palabras de mujer inimitable que aún borda en las ventanas los días de lluvia… ¡Discutir! Llámalo así, si eso te parece lo más terrible que puede suceder en el mundo. Sin embargo, hay algo que permanece inalterado en ella, detenido a los quince años. Eso es lo que la hace insufrible. Y por eso la está llamando ahora. Yo, en cambio, he crecido: puedo jurártelo —lo ha dicho secamente, mirándose esta vez en el vidrio de la ventana; sin embargo, no se ha referido a su edad: no dio en absoluto esa impresión—. Y pienso si ella no notó algo el otro día. Qué fue que… «Le das demasiada confianza a ese chico alumno de Andrés», eso dijo… Bueno, es el preferido de mi esposo, Marcela. Además, me lo recuerda un poco como era antes. Un delfín. Jugar a un juego peligroso, dijo; parece que no lo conocieras a Andrés… ¡Uh, si lo conozco! Vaya si te conozco, bebé: mejor que a mí. Hace quince años que te conozco.

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