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Authors: Abelardo Castillo

Tags: #Cuentos

Cuentos completos - Los mundos reales (29 page)

BOOK: Cuentos completos - Los mundos reales
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Si uno pudiese imaginar un asesino sin relación alguna con la víctima, habría imaginado el crimen perfecto. Por otra parte, yo conozco crímenes insolubles. En general son oscuros, brutales, no tienen ningún ingrediente bello en su factura atropellada; asesinatos guarangos, puñaladas a la marchanta que se olvidan al cabo de los años, linyeras mutilados junto a una vía o en un zanjón. No es lo mismo, ya sé, pero sirve para no tomarse muy en serio la infalibilidad de la Justicia.

He hablado de la llave; ahora voy a decir por qué.

La casa en que vivo, la pensión en que viví hasta anoche, no fue proyectada precisamente por Le Corbusier. Tiene dos pisos; en cada piso, tres alas. En cada ala, hay dos departamentos. O mejor, un solo y gran departamento de dos piezas que el dueño alquila por separado y que se comunican entre sí por una puerta. Esto ocurre en muchas pensiones. En todos los casos, contra la puerta divisoria se apoya un mueble (un ropero inevitable), y, en todos los casos, la llave de esa puerta se ha perdido.

Yo encontré esa llave. Y la guardé, porque sí. No podía saber que iba a desempeñar un rol importantísimo en mi vida. No podía saberlo porque la vieja todavía no vivía en la pieza de al lado.

Ella llegó hace apenas tres meses. Era una mujer encantadora, chiquita, muy simpática y más bien estrafalaria. Tenía (lo sé por
Crónica
) setenta y tres años. Usaba diminutos sombreros con florcitas. Su aspecto era, exactamente, el de una vieja señorita humilde y digna y algo mamarracho. Desde su llegada, y durante los tres meses que precedieron al planchazo, fuimos los mejores amigos del mundo.

Para esa época, Castillo, yo ya había decidido cometer un crimen. Sólo me hacía falta algo que consideraba y aún considero secundario: la víctima. Al principio calculé que cualquier desconocido, cualquier solitario Trasnochador que recorriera cualquier arbolado barrio de Buenos Aires, podía servirme. Lo principal era que
yo no tuviese ningún motivo
para matarlo. La cosa era cometer un asesinato tan absurdo como para ser igualmente sospechoso que el resto de los cuatro mil millones de habitantes del planeta.

Una sola idea me repugnaba: no conocer,
apriori
, al finado. Confieso que me complacía bastante imaginar la sorpresa póstuma del desprevenido compatriota al que le preguntaría, supongamos:

—Perdón, ¿usted no es el cuñado del martillero Pascuzzo?

—No, don. Está confundido.

—No importa, es lo mismo.

Sorpresa, digo, o histeria. O quizá locura. Porque no es insensato suponer que un hombre, en tales circunstancias, antes de morir se vuelve loco.

Ya he dicho, sin embargo, que esto no resultaba de mi gusto. (La ética puede valerse de lo casual; desconocer totalmente al muerto, implica un riesgo: que el hombre, de algún modo,
merezca
ser asesinado.) Pensé también pegarle un tiro al dueño de la pensión, siempre he sido algo romántico; pero el nexo era demasiado explícito. Los diez o doce desdichados que ocupamos el feudo de este miserable gallego teníamos excelentes razones para hacer lo mismo. Y yo no podía limitar a un número tan ridículo el número de sospechosos. Por otra parte, acaso la más importante, ajusticiar al gallego —una especie de Carlos el Hechizado reducido por los jíbaros— hubiera sido un asesinato útil a la humanidad, incómodo moralismo que complica al crimen con la caridad cristiana, lo contamina. Y yo he leído a Flaubert, Castillo. Yo soy partidario de la santa inutilidad de la belleza.

Entonces llegó la vieja.

Nuestro primer encuentro, naturalmente, se produjo en la escalera. Ella, al verme, quedó como petrificada de asombro. Oh, dijo.

La miré perplejo y la mujer se explicó: yo me parecía tanto a alguien. Después supe que le recordaba a un remoto y único amor de hacía cuarenta años.

Sí, ya sé. Mentes más tenebrosas que la mía estarán sospechando que la vieja era mi anciana madre, que yo me volví loco después del matricidio. No. Lo siento en el alma, pero no fue así. El parecido, como todo lo demás, para mi desdicha, resultó pura contingencia, una casualidad, o como quiera que se llame esta especie de martillo de Dios que cayó sobre mi cabeza. Como comentario al margen, diré que siempre he ejercido una rara atracción sobre las viejas señoritas. Algo en mi cara les despierta vagas nostalgias maternales. Y a lo mejor nomás la vieja se enamoró de mí; tal vez, tuvo la culpa el parecido. No sé.

En fin, confieso que desde la primera semana pensé en matarla. Era una víctima perfecta. Estando, como estaba, tan a mano, me eximía de una nocturna recorrida suburbana, siempre siniestra y peligrosa. Y lo que era mejor: yo, relativamente, la conocía. Quiero decir que sus hábitos, las chucherías con que a veces se adornaba en mi homenaje —unas piedras de color tan desmesuradas que no podían tener más valor que esos vidrios a los que el vulgo llama culo de sifón—, su misma dignidad, me demostraban de lejos que no tenía dónde caerse muerta (es una metáfora), y descartaban toda posibilidad de que yo, conociéndola, la matase para robarle. En definitiva: no tenía motivos.

Pero atención. Esto no era suficiente. Yo debía actuar como si los tuviera, fingir un asesino plausible: eliminar toda posibilidad en mi contra. Porque algo se presentaba muy claro a mi espíritu: si ninguno de los habitantes del planeta tenía razones para matarla, también se sigue que
cualquiera
pudo haberlo hecho. Y no era cosa que ese cualquiera fuese yo.

Por lo general, los pistoleros —o su consecuencia deplorable, los novelistas policiales— se devanan los sesos tratando de prever, con maniática minuciosidad, todos los problemas que acarrea un buen homicidio. Yo también lo hice. Pensaba, por ejemplo, de qué manera entrar en el cuarto de la viejita, asesinarla, y, a pesar del previsible zafarrancho, salir y hacer de cuenta que jamás estuve allí. ¿Por la mañana? Imposible. Nada en el mundo, ni el crimen, es capaz de sacarme de la cama antes del mediodía. ¿Por la tarde? Inverosímil. Hubiera tenido que faltar a la Biblioteca (justamente el día que se comete un asesinato en mi casa), o retirarme antes de hora, pero a menos que regresara por el baldío del fondo y trepara, en plena siesta, por la ventana, nunca escaparía a la estricta vigilancia de la modista o de la viuda, apostada una tras la persiana de su pieza, y, la otra, tejiendo en portería o conversando con el frutero en la puerta de calle. ¿Matarla de noche? Parecía más razonable, pero cómo evitar la suspicacia de un polizonte que preguntara con ferocidad:

—Entre la una y las dos de la madrugada, ¿no oyó ningún ruido sospechoso en su piso?

Entonces recordé una frase histórica. En mitad de la noche, como una revelación, me vino a la memoria: «Ni un minuto antes, ni un minuto después».
[3]
Entiendo, sí, más de uno podrá preguntarse por qué evoco justamente un gobierno de facto, habiendo presidentes constitucionales que han dicho cosas mucho más bonitas o incluso sospecharán que recibo instrucciones, Dios sabe de dónde, para deslizar alegorías castrenses complicándolas con meros homicidios vecinales. Pero, ¿qué puedo hacer si lo pensé? Siempre me ha asombrado, dicho sea al pasar, la velocidad con que en nuestras democracias occidentales se relaciona a Moscú con todo. «Ni un minuto antes, ni un minuto después» significaba: en el momento exacto. O, lo que para mí era lo mismo, en cualquier momento. Soy autodidacto, Castillo: tengo mis lagunas, pero también tengo mis lecturas. Heidegger (y antes Shakespeare, en
Macbeth
, y antes los filósofos presocráticos, sin mencionar lo que opina Dios sobre este tópico), Heidegger sostuvo que hay que estar preparado para morir así, de golpe.

Bueno, si este consejo es aplicable a la propia muerte, ¿por qué no aplicarlo a la de los demás? Ése fue mi segundo descubrimiento. Y esperé. El azar se encargaría de calcular por mí.

El jueves 21 tronaba espantosamente. Salí de la Biblioteca a las siete de la tarde, como de costumbre. Los jueves, ya lo he dicho, cortan la luz en la zona que corresponde a Boedo, por eso me demoré en el Café de los Japoneses hasta las ocho. Cinco minutos después, vestida de riguroso luto y cubierta con un abominable capelo, la portera, llorosa y trémula, me detuvo en la puerta de la pensión.

Inmediatamente me enteré de que había acabado de morir no sé cuál concuñada de Lanús, que Dora la modista se había ido aquella mañana a Berazategui y que, por eso, me estaba esperando para que yo la acompañara al velorio. Soy tímido, no sé negarme. Dije:

—Espéreme un minuto; subo a buscar el impermeable y vamos.

En mitad de la escalera me quedé tieso. «Espéreme un minuto». ¡Un minuto! Y entonces tuve la repentina inspiración que precede a las obras del genio. Me dije: es ahora. Y enfilé directamente hacia el cuarto de la vieja.

—Buenas noches, hijo.

—Buenas noches, doña Eulalia. ¿Puedo pasar?

Creo que le pedí una aspirina. Ella, antes de ir a buscármela, ocultó con cierto apremio unas ropas con puntillas que estaba planchando. Es curioso, yo nunca había pensado que las viejitas usaran ropa interior; quiero decir, me las imaginaba con especies de grandes calzoncillos, no sé, y de cualquier modo no hace a la cuestión. Ella sonrió. Me dio la espalda y se puso a hurguetear en una cajita. Yo levanté la plancha.

Pero de inmediato volví a dejarla en su sitio: se me había ocurrido una idea desagradable.

—¿Sabe lo del velorio? —pregunté.

—No —dijo—. Qué velorio.

—Quiero decir, si esta tarde habló para algo con la portera. O con alguien —mi voz debió de ser rara, porque ella se dio vuelta y me miró.

—No, con nadie. Pero a usted le brillan los ojos, hijo, usted lo que tiene es fiebre.

No recuerdo qué dije. Lo único que me faltaba averiguar ya estaba. Nadie podría jurar que la vieja no había muerto, por ejemplo, una hora antes de mi subida. Porque hubiera sido desastroso, pongamos, que la viuda comentara: «Pero, si un momentito antes de salir yo estuve con ella». Entonces dije oía, y me tapé la boca con la punta de los dedos:

—Fíjese, vea lo que tiene esta plancha.

La vieja bajó la cabeza.

Con su Yale cerré la puerta por fuera y entré en mi pieza. La viuda y su sombrero me esperaban al pie de la escalera. Yo bajaba con el impermeable puesto. Habrían pasado tres minutos.

En seguida, empezó a llover.

Esa madrugada, al regresar, yo estaba triste. Recuerdo haber llorado mucho en el velorio de la concuñada de Lanús; recuerdo que alguien preguntó:

—¿Pariente de la finadita? Le dijeron que no.

—Debe ser un muchacho impresionable.

Ya en mi cuarto, corrí el ropero con todo sigilo. Estaba mirando la antigua cerradura cuando se me paralizó el corazón: yo nunca había probado si la llave era realmente de esa puerta. Pero no agreguemos falsos suspensos; la llave funcionaba perfectamente. De modo que abrí. Es claro que yo no podía entrar por la puerta del pasillo, pues, al salir, me hubiese vuelto a quedar con la Yale de la vieja. Y lo que yo quería era un asesino que entrara y saliera por la ventana. Otra de las cosas que quería era que el canalla hubiese estado mucho tiempo allí.

Comencé a revolver cajones. Guardaba en los bolsillos todas aquellas pavadas que pudieran tener algún valor, el antedicho collar de grandes piedras, unos pesos, un relojito dorado. En el más absoluto silencio, desparramé por todas partes sillas, misales, sombreritos. Quizá tardé horas. Consideré de bastante buen efecto aquel desbarajuste y recordé a tío Obdulio. «El artista», decía, «crea con el atropellado corazón de Dionisos, pero su cabeza corrige con la serena frialdad de Apolo». Perfeccioné algún detalle. El cuarto quedó como si hubiese galopado dentro la sombra de Gengis Kan.

Dejé la Yale en el tambor de la puerta, abrí la ventana y, no sin echar una última mirada de conmiseración al cadáver, volví a mi habitación. Había puesto en su lugar el ropero, cuando casi grito.

El reloj eléctrico
.

También dormitaba Homero, qué verdad. Con el envión del planchazo, no sólo se habría desenchufado la plancha sino el triple con todo lo que tuviese conectado. Y, lógicamente, el reloj estaría detenido a la hora exacta del crimen. Volví y lo atrasé cuarenta minutos, hora en que por lo menos diez japoneses podrían jurar sobre el Evangelio de Budha que yo estaba tomando un express.

Por fin en mi pieza, cerré con llave la puerta intermedia, corrí el ropero, me acosté y comencé a soñar que Edgar Poe me hacía un sitio en el
Hall of Fame
.

A la mañana siguiente tiré el collar en la trituradora de una obra en construcción. El relojito dorado y la llave se hundieron fétidamente en la prestigiosa asquerosidad del Riachuelo.

¿Debo contar el espectáculo que presencié esa noche, cuando volví a la pensión? La viuda gemía perseguida por la Muerte, gritaba que ayer su comadre, que hoy doña Eulalia, se preguntaba qué sería de nosotros. La modista, sutilmente, proponía a unas peripuestas amistades de la extinta no sé qué precios módicos para vestidos de luto. Y entonces reparé en que eran demasiadas amistades. Y demasiado peripuestas.

BÁRBARO ASESINATO DE UNA

MULTIMILLONARIA EXCÉNTRICA

Ese era el título que, en tipografía de catástrofe, traía
Crónica
en su 5ta. edición. Estaba leyendo que el asesino había sustraído un collar valuado en ochenta y cinco millones, cuando me desmayé.

Un hombre muy feo, de nariz chata y descomunales y pesadísimos puños, eso, fue lo primero que vi al despertar. Pero lo de los puños es una experiencia posterior. El simio se presentó:

—Soy el inspector Debussy.

—Tanto gusto.

—Anoche usted subió a buscar un piloto a las ocho y cinco, más o menos, verdad.

—Verdad.

—¿No oyó ningún ruido extraño en el cuarto de al lado?

—No.

—¿No?

—No.

—Curioso. Porque justamente a las ocho y cinco estaban matando escandalosamente a su vecina.

Era demasiado. Una trituradora había pulverizado ochenta y cinco millones de pesos y un policía, con unos puños que amenazaban pulverizarme a mí, demostraba, a pesar de tío Obdulio, ser inteligente. Él agregó:

—El asesino pensó despistarnos atrasando el reloj. Je, je. Pero el asesino —Debussy recalcaba esta palabra y me miraba con brillantes ojitos maniáticos— olvidó un detalle.

—No me diga.

—Le digo. Olvidó que el reloj eléctrico no podía estar parado a las siete y veinticinco.

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