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Authors: Abelardo Castillo

Tags: #Cuentos

Cuentos completos - Los mundos reales (31 page)

BOOK: Cuentos completos - Los mundos reales
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Dos minutos. La arena que se escurre en la mano de un niño basta para medir todavía, al filo de mi tiempo, el silbido final de la locomotora, un vértigo de vapor que arremolina papeles sobre la plataforma, el sacudón de los vagones, toda la ufana y bella ceremonia de un tren que parte. Y aún, a lo lejos, la silueta de una mujer tardía, que se acerca corriendo. Ahora sé que me buscaba. Yo no la conocía ni supe entonces lo que comprendo ahora, pero veo su pelo como una fiesta tempestuosa a ramalazos sobre su cara. La veo que llega, se detiene junto al hombre triste y le hace una pregunta. En el segundo que a los tres nos queda, intuyo un error monstruoso en todo esto. No sé qué pasó entonces, sé que en otro lugar Alguien derribó con maligna sonrisa una gran clepsidra. En Buenos Aires, en Constitución, un hombre se queda con una mujer que no conoce ni quiere conocer, una mujer a la que odiará, y un tren partió rumbo a este pueblo. Yo la vi: era una muchacha. Vi apenas su pelo, el largo contorno de pez que dibujó su cuerpo entre el vapor, nunca escuché bajo su piel la música subterránea que (yo lo sé) se oye a medianoche acercando la oreja a su cintura, y por eso no entendí, hasta que era demasiado tarde, las cosas que ahora he escrito.

El tren arrancó finalmente y, casi con indiferencia, la miré que se iba junto al hombre triste.

Al principio, todo sucedió normalmente. Mi vagón, aunque en algún momento quedó vacío, no tenía nada de particular. Más bien era algo incómodo y trivial. Subió y bajó gente, como ocurre en los trenes. Llevaban paquetes, hablaban de la familia y del tiempo, oían pequeñas radios a pila. Vi el cartel de Gerli, el puente de Lomas de Zamora. Calculé que estábamos llegando a Glew cuando me quedé dormido. Me parece que recuerdo después las primeras nubes a cielo abierto, pero a lo mejor quiero recordarlo, recuerdo en cambio haber recordado de pronto todos los hechos grandes y pequeños, todas las imágenes y caras de mi vida —y recordé al mismo tiempo que, cuando yo era niño, alguien contó que estas cosas ocurren en el momento de la muerte—, y agregué a ese inventario de mi agonía la última imagen de la estación. Pasábamos, si no me equivoco, por el empalme San Vicente. El tren ya iba vacío. Algo pude presentir entonces, de haber puesto empeño, algo acerca de la muchacha, pero el sueño me envolvió con su agua profunda y caí en él como hacia el centro de un río circular. Me vino a la memoria un verso, tan convencional fue todo. Decía:
e caddi come l'uom cui sonno piglia
. Sabía que con esta línea un gran poeta había resuelto un grave problema. No se me ocurrió nada más. Cuando desperté, vi el cartelón rectangular. Sobre fondo negro, en blanquísimas letras, se leía TRISTE LE VILLE.

Desde aquel día hasta hoy he recorrido mil veces este pueblo, su miserable plaza y sus calles sin nadie, que eran la muerte de otro. Cada piedra, cada sombra que la tristeza del crepúsculo dibuja para siempre sobre las tapias, están hechas a semejanza del corazón del hombre triste. Son su corazón y su cara. (En otra parte, lo sé, él aborrece eternamente el cuerpo lunar de una muchacha, que me buscaba y lo odia, que es su infierno.) En los primeros tiempos yo rondaba la estación y me sentaba a contemplar las vías, en los primeros tiempos gritaba en los zaguanes. Ya no me importa. Sé que el vigilante seguirá fumando el mismo cigarrillo bajo la perversidad del cielo de ceniza, sé que el jefe de estación, en su oficina, no acabará de meditar o soñar con los párpados abiertos. Al principio, me alegraba descubrir una nueva casa deshabitada y violando su soledad recorrer las paredes con mi mano, constatar, con un asombro que ya me ha abandonado, cómo se reordenaba bajo mis dedos el polvo de sus muebles, la ceniza de sus chimeneas. Más tarde amé el hallazgo de una grieta en una pared, el dibujo de la corteza de una rama, el diferente reflejo de un hilo de agua visto de lejos o tendido en el suelo. Un día, recordar mal estas cosas fue suficiente milagro. Estos juegos, sin embargo, también se han terminado. No queda una hoja en ningún árbol, no queda la trama de una hoja, la veta de una piedra, cuya implacable memoria no sea tan nítida para mí como la mano que ahora se mueve bajo mis ojos. Ni un ladrillo cubierto de musgo en el confín de las casas. Ni una gota de agua suspendida, a punto de caer, en el pétalo de una flor.

La garrapata

Se imaginará: yo estaba acostumbrado a sus decisiones rápidas, a veces hasta insólitas. No me extrañó. Por otra parte no tenía nada de extraño (aparentemente, al menos, no lo tenía) que ella fuera viuda. Norah se llamaba, y era hermosísima. La descripción que Sebastián me hizo esa noche no exageraba, no, la belleza de aquella mujer temible. No se ría: ella era, es aún, temible. Mucho más tarde supe también que era diez años mayor que Sebastián.

Pero, ¿de veras se acuerda de él? Entonces no me negará que fue uno de esos pocos seres raros y espléndidos que parecen llevar, no sé, como una marca: estampada sobre la frente. Un elegido. Desde muchacho lo veo así. Y sin embargo, amigo, ya ve. Pero le hablaba de ella. Sí, una mujer temible: diabólica, si lo prefiere. Me cuesta explicarle qué originaba esa, digamos,
impresión
que me causó desde la primera vez que la vi. Tal vez, sus ojos. Aunque sé perfectamente que usted está pensando «qué tontería»: si fantaseamos que una mujer es misteriosa, nada mejor que atribuírselo a sus ojos, ¿no es cierto? De cualquier modo, su mirada tenía cierta cosa profunda y estremecedora. Magnética, como los fondos de aljibe. ¿Se ha asomado alguna noche a un aljibe? Hay una atracción tortuosa, algo secreto que brilla en el fondo, que sube de allá abajo: algo oscuro y fascinante que hace sentir no sé qué vacío en la cabeza. ¿Vértigo? Bueno, llámelo así. Pero el vértigo es una sensación nuestra, no una cualidad de las cosas. Y yo creo que, en el caso de Norah, venía de ella. Estaba en ella.

Sebastián me la presentó unos días después. Cosa extraña; creí notar en él, en sus palabras y en sus gestos, una especie de orgullo. De satisfacción pueril. La mujer era en realidad un ejemplar soberbio, pero qué quiere, a esto sí que yo no estaba acostumbrado: a que un hombre como Sebastián se dejara sorber el seso por una pollera. Le digo que le
sorbió
el seso. Lo atrapó, ésa es la idea, como entre las babas de una araña. Se miraban de un modo tan… salvaje, que, para serle franco, uno se sentía molesto con ellos, o intruso: como espiándolos. Y en la mirada de Norah había eso que digo, una urgencia, algo perentorio que sólo he visto en ciertas mujeres y en contados momentos; en ella, aquel abismo era permanente.

No me asombré ni me alarmé al principio. Quizá mi único motivo de extrañeza al verla fue sospechar que tendría dos o tres años más que Sebastián. Diez años, está pensando usted. Claro que eran diez, pero eso lo supe mucho más tarde. Él tenía veintiocho entonces; ella no aparentaba más de treinta. Y cuando volvieron de Bariloche yo estaba tan acostumbrado al rostro de Norah (el suyo es uno de esos rostros inolvidables, más que inolvidables debí decir: perdurables) que la diferencia resultaba todavía más insignificante. Tal vez, ya ni siquiera había diferencia. Él parecía mayor. O no sé: sólo más maduro. Y éste, ¿se fijó?, es un fenómeno que se opera frecuentemente en los hombres recién casados. Seguían mirándose de aquel modo feroz que le he dicho, aunque ahora —o quizá fueron ideas mías— me pareció que Sebastián ya no estaba a la altura del conflicto.

Sí, lo he llamado conflicto. Estoy convencido de que el amor, la pasión, es un conflicto. Una conflagración. Usted se ríe. Yo le digo que uno busca no sólo subordinar la voluntad del otro; busca aniquilarlo. No, no exagero, ni siquiera pretendo que la idea sea original. Simplemente, sucede así. En el amor, mi amigo, uno devora o lo decapitan. Y demos gracias que la mayoría de los casos termine, inocentemente, con el triunfo de una voluntad sobre otra. ¿Que si hay otros casos? Lea, lea los diarios.

En el verano del 59 recibí una carta de Sebastián. Me invitaba a pasar unos días en su casa de Bragado. Una hermosa casa. Había pérgolas a la entrada; un gran parque. Yedras, enredaderas. Él mismo la diseñó. Usted sabe que era —que pudo ser— un notable arquitecto: imaginación, talento, y aquella capacidad de trabajo asombrosa. Ese verano, sin embargo, lo encontré algo fatigado. «Mucho trabajo», me dijo, como si se disculpara. Norah no estaba. Llegó casi al anochecer; nos dejó evocar nuestros viejos tiempos de estudiantes y sólo entonces apareció, sabiamente, soberbia y exultante como siempre. Un espléndido animal. Durante su ausencia me había parecido notar que Sebastián estaba preocupado, o inquieto. Como si no pudiese, como si le costara pasarse sin ella. Tenía motivos, por supuesto. Y ahora creo que fue entonces cuando borrosamente vi aquello, lo de no estar él a la altura del conflicto. Norah ya lo trataba con cierta leve superioridad, maternalmente. Todas las mujeres tienen esa virtud: hacernos recordar, de algún modo, que venimos de su vientre. Hasta cuando hacen el amor. Se diría que quisieran volver a meternos dentro. No, no las odio, las adoro. Pero le juro que me dan miedo. Y Norah era el tipo «clásico» de mujer; o acaso el arquetipo. Cuidaba de
su
hombre como si le perteneciera por derecho divino. Lo mimaba. Y a él le gustaba eso. Ella misma empleó aquel día esa palabra de gelatina: mimoso. Lo dijo al explicar que, desde hacía meses, Sebastián no tocaba para nada sus planos. Él me miró confuso como un chico. «Mucho trabajo», había dicho antes, sí.

Tomaré un café, gracias. Usted dice que hay algo deliberadamente siniestro en mis palabras, en mi manera de contar las cosas. Puede ser. De cualquier modo no creo que lo inquietante, lo extraño digamos, esté sólo en mis palabras. Volví a verlos muchas veces. Hará cosa de tres años me pareció advertir, ahora sí alarmado, que Sebastián estaba realmente enfermo. Claro, usted lo conoció por el 56 o el 57: en aquel tiempo, es cierto (pero no se imagina hasta dónde dice la verdad), él era un hombre «lleno de vida». ¡Lleno de vida! Ya hablaremos de esto, es una teoría que tengo. Hace tres años estaba verdaderamente mal, gastado. Él seguía repitiendo: «Mucho trabajo», pero, yo lo sabía desde mucho tiempo antes de aquel verano, ya no se preocupaba más por la arquitectura. Había perdido la pasión, aquel encarnizamiento vital de su juventud. O si en algo los conservaba era en el modo de comportarse con ella, con su mujer. Digo juventud, ¿ha visto?, y en realidad apenas me refiero a unos pocos años atrás. Creí notar, por otra parte, que aun en el modo de comportarse con ella algo había cambiado.

Fue una de aquellas noches de Bragado, una noche calurosa, agujereada de grillos y sonidos vagos cuando lo comprendí. O para ser exacto, cuando estuve a punto de comprenderlo. No podía pegar los ojos y salí al jardín. Caminaba bajo las pérgolas, suponiendo que ellos estarían dormidos, y, asombrado, vi luz en la sala. Al acercarme oí un sonido bajo, premioso: la voz de Norah. Luego, en un tono indescriptible, una respuesta que no entendí: la voz de Sebastián. Entré. Ella estaba parada junto a él, inexorable. La encarnación misma del pecado o de la tentación: la hembra. Pero no, algo mucho más complejo y malsano. Fue un segundo, tan rápido y sorpresivo todo que no comprendí su significado real hasta muchos años más tarde. Ellos me vieron antes de que yo pudiera regresar al jardín, o esconderme, y todo volvió a ser normal. Norah, con un gesto rápido, casi candoroso, apretó el deshabillé a la altura de su pecho. Parecía una muchacha turbada. Una muchacha, exactamente. Hice ademán de retirarme pero la voz de Sebastián me detuvo: «No», dijo, «no te vayas». Había algo en su mirada, no sé, como una súplica profundísima. Norah, al subir a su cuarto, dijo simplemente: «No tardes»; él hizo un gesto vago con la mano y luego hablamos. No recuerdo de qué. Hablaba él. Como si quisiera retenerme, pienso ahora. Y mientras tanto yo no podía apartar de mi cabeza la imagen de Norah, su juventud persistente, incólume. Todos aquellos años sólo habían pasado para Sebastián; ella se me figuró idéntica al primer día, y si me hubieran dicho que era Eva, igual a sí misma desde el Génesis, no me habría asombrado. Hoy, al menos, no me asombraría.

Quiere que se la describa. No sé de qué manera. Existe, sin embargo, una forma de mujer que en cierto modo responde al tipo de aquélla:
una forma
, lo repito. Las que le digo son mujeres hermosas, de cuerpo fino, escuche bien esto, de cuerpo bello y perfecto pero que da la sensación de ser plano. Sé que no me explico, lo sé. En la escala zoológica hay una especie, un bicho abominable, aplastado, que da la idea exacta de lo que no puedo describirle. Mujeres que parecen haber nacido para adherirse, para pegarse al cuerpo de un hombre. Puede verlas en las fiestas, sobre todo ahí: hermosas mujeres. Su posición habitual es la de un arco, caminan, bailan, imperceptiblemente combadas hacia atrás, no me interrumpa: apenas tienen, cómo le diré, apenas tienen modulada la curva del vientre, eso es, son planas en la cintura, especialmente allí. Por eso dan la sensación de aplastarse. Como esos insectos chatos y horrendos que mencioné antes. Oh sí, exactamente hay un tipo de mujer como el que digo. ¿Sus ojos? No sé, no importa. Sólo importa lo que le he dicho, y que es hermosa.

Después de esa noche comencé a tener mis ideas, ideas vagas, oscuras, acerca de lo que estaba ocurriendo. Usted vuelve a sonreír, por supuesto; pero no debiera sonreír. Acaso, no todo es tan simple, tan así como usted lo piensa. La vida, por ejemplo.

Pero venga, salgamos de aquí.

Me gusta hablar mientras camino, una cuestión de ritmo. Mírelos: robustos, hermosos como percherones. Toman a las muchachas por el cuello, como si las robaran. Pero, ¿ve aquél?, le apuesto a usted que ese hombre… ¿se ha fijado, en cambio, lo que ocurre
con ellas
cuando se casan? Engordan, sí. ¿Grotesco?: es siniestro. Muchas veces he meditado el oculto sentido de esas palabras: lleno de vida. Usted mismo las pronunció hoy. Sebastián, dijo, era un hombre lleno de vida. Y entonces es como si uno fuera el recipiente, el ánfora que decían los antiguos de esa cosa enigmática: la hermosa vida, la rara vida de la que estamos plenos pero que por lo mismo, por lo mismo que nos colma, puede quizá derramarse. O agotarse. O, acaso, mientras nos vaciamos, sernos robada.

Escuche. Le decía que al principio mis ideas sobre lo que estaba ocurriendo eran vagas. Yo recuerdo a Sebastián sentado en su mecedora de esterilla, con las piernas cubiertas por una manta, temblando súbitamente al oír el ruido de una puerta que se abría o los pasos de alguien en la escalera. Norah llegaba entonces, radiante y perfecta como siempre. O quizá, no exactamente como siempre. «Te fijaste», me preguntó él alguna vez, «no te das cuenta». Norah acababa de salir del cuarto y yo pensé que él se refería a los cuidados irritantes que la mujer le prodigaba por aquel tiempo. Sí, lo protegía como a una planta, como a lo que era en realidad: un miserable desecho. Nunca he visto a otra mujer que con mayor abnegación cuidara a un hombre, lo preservara. Alguna vez imaginé monstruosamente una analogía: esos fetos conservados, sabe Dios con qué propósitos, en un frasco con formol. De cualquier modo, pensé que había una cierta grandeza en aquella abnegación. Y quizá por eso no advertí lo que a ella le pasaba. Por eso o por una costumbre que había adquirido, y que no me pareció extravagante dada su edad: elegía siempre ángulos extraños, equívocos, para hablar conmigo. Como si no quisiera mostrarse de frente ni a plena luz.

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