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Authors: Abelardo Castillo

Tags: #Cuentos

Cuentos completos - Los mundos reales (42 page)

BOOK: Cuentos completos - Los mundos reales
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—Vení —dice Losa—. Subí acá.

Se arrodilla. Pone las manos a la altura de los hombros, como estribos, y hace que Pastoseco apoye los pies allí.

—Trata de llegar a esa piedra —dice.

Se va levantando, despacio, con el indio encima, mirando hacia la saliente sin perder de vista las manos de Pastoseco. Cuando las manos están a punto de agarrar la saliente, Losa, de golpe, vuelve a arrodillarse y baja al indio.

—Se llega —dice Pastoseco.

—Sí —dice Losa—. Se llega.

Mira el reloj y le dice al indio que se arrime. El indio había vuelto a sentarse, lejos. Dos metros es lejos en un hoyo que tiene un piso de dos metros. Le dice al indio que se arrime, que se va a helar de frío. No dice: Nos vamos a helar. Te vas a helar, dice. Arrímate que te vas a helar de frío, indio huevón.

—Tu mula tiene una soga, ¿no? —dice Losa—. Y una pica.

—Tiene.

—Si uno de los dos llega arriba —dice Losa—, le ata la soga a la cincha y tira la soga y la pica acá, al pozo. Y el otro trepa.

La cara de Pastoseco se ilumina. Hace un gesto raro, riéndose con toda la boca. La primera vez que Losa veía reírse así a un indio.

—¿Y si no, cómo, capitanito?

Al rato, sólo le queda la sombra de siempre, el fantasma de una sonrisa en su cara de piedra. Ha cerrado los ojos y Losa teme que se duerma. Si se duerme, se muere, piensa. Y yo también me muero si me duermo.

Saca la pistola y dispara un tiro al aire. El indio no abre los ojos.

—No duermo —dice el indio, con los ojos cerrados—. Y no tirotiés más que se nos va a venir todo encima. Toda la nieve. Malo también si se espanta la mula.

Lejos, se oye el último de los ecos del balazo. Después un principio de trueno, un fragor que parece acercarse y hace temblar el fondo del pozo. Después, nada. Sólo el silbido del indio. (Se quedó tres años como podría haberse quedado trescientos. Nunca hizo guardia y no hacía imaginaria más que cuando Losa estaba de semana. Iba y venía silbando y cebaba mate sin parar. Una madrugada, el conscripto que dormía en la primera cama entró al Detall de Losa. «¿Qué pasa?», dijo Losa. «Que no se puede dormir, mi capitán», y señaló al indio: «el silbido». «¿Cómo era que se llamaba usted?», dijo Losa. «Petrucelli, Ornar», dijo el soldado; «Jódase», dijo Losa: «Y ya que está en vela, vístase y cébenos mate a los dos». Y después, mientras Petrucelli cebaba mate: «Este que ve ahí, soldado Petruchoto, es un pampa: un araucano. O lo que queda de un araucano. Cuando Miguel Ángel chupaba vermicelli en los andamios de la Capilla Sixtina, los abuelos de éste empezaron a pelear con los míos. Trescientos años los pelearon. Meta tiro y meta lanzazo. Trescientos años nos costó dejarles esta cara de boludos. Cuando ustedes todavía no habían puesto una pata en la pampa…» Y el indio lo interrumpió bajito, como si no lo interrumpiera: «Calfucurá se paseó a caballo por la calle principal de Bahía Blanca». El capitán Losa lo miró: «¿Qué dijiste?» «Cosas que cuenta la gente vieja», dijo apenas Pastoseco. «Y vos qué sabes quién era Calfucurá». El indio se quedó mirando el mate. «Un indio», dijo. «Termina de una vez ese mate», dijo Losa, «y ándate a dormir, y antes lústrame las botas». Pastoseco le miró los borceguíes que Losa tenía puestos y después, inexpresivamente, le miró la cara. «No, carajo», dijo Losa, «las botas de salida, las que están en el cofre. Los borceguíes se los vamos a hacer lustrar a Humberto Primo. Sabe una cosa, conscripto Pietrafofa, los únicos argentinos de veras que hay en este país son una cruza de ese animal y de gente como yo. No se ofenda, soldado. Ustedes también hicieron lo suyo. Por eso este país es un quilombo. Y por eso el Zoológico está en Plaza Italia». Y de golpe se volvió hacia Pastoseco, con voz inamistosa. «Se paseó a caballo por la calle principal de Bahía, sí. Y también se cuatrerió doscientas mil vacas. Y murió como un viejo choto después del escarmiento que les dimos en Bolívar, contáselo a las viejas cascarrientas de la tribu cuando volvás, si volvés. Ah, y no pijotiés pomada»). La mula vuelve a asomarse al borde de la grieta. El indio, con los ojos cerrados, deja de silbar y dice de pronto:

—Mostrame las alitas.

El otro lo mira con seriedad y desconfianza.

—Para qué —dice.

Están tan juntos que parecen el mismo cuerpo, ahí abajo. Una carne hermanada por el frío y la vecindad de la noche y el presentimiento de la muerte. Pastoseco se encoge de hombros. Abre los ojos. El otro piensa que de cualquier modo da lo mismo. Saca las alitas del bolsillo, sin dejar de observar al indio, quien, tomándolas con la punta de los dedos, las alza hasta sus ojos. Están mirándose así, a unos centímetros, un hombre a cada lado del emblema, cuando el indio dice que se las regale.

—Me las regalas, che milico —dice.

—Mi capitán —dice Losa.

El indio parece hacer un esfuerzo para entender, entiende al fin y dice:

—Me las regalas, mi capitán.

—¿Vas a aprender a llevar el paso sin pasto? —pregunta Losa.

—Claro, mi capitán.

—Quédatelas —dice Losa.

El indio vuelve a levantar el distintivo hasta sus ojos constelados, mira al capitán por encima de las alitas, lo mira un segundo como si lo viera por primera vez, desvía la mirada y después, abriendo mucho la boca, se pone a reír de tal modo que poco a poco Losa se contagia y también ríe y durante un rato largo los dos están riéndose a carcajadas en el fondo del socavón.

Diez minutos después, el capitán Losa enciende un fósforo y mira el reloj. El plazo ha terminado. Pastoseco está silbando la tonada aquella de siempre en la oscuridad.

—¿Qué es eso que silbas siempre? —pregunta el capitán.

—No sé. Es de hace mucho, de cuando no había nada. Los indios la silban en las cañas.

—Bueno, hermano —dice el otro—. No hay patrulla. Subí.

Pastoseco, arriba, alcanza la saliente; pierde pie una o dos veces, y llega al borde y sale del pozo. El aire, afuera, es más frío pero más respirable que allá abajo. Mira las primeras estrellas y decide el rumbo; monta su mula y se aleja silbando. Después es un puntito, lejos.

Ahora, el silencio de la noche es perfecto.

El decurión

La vida es doble. O por lo menos doble. Mi amigo Moraes lo descubrió alrededor de los cuarenta años, en una exposición de acuarelas
naïve
, aunque, según me dijo, ya lo sospechaba desde hacía bastante tiempo. También hacía bastante tiempo, había comenzado a beber fuerte, si a eso vamos. No es que me pliegue a los rumores que circularon cuando desapareció, ya que esos rumores se referían más que nada al hecho, imperdonable en una ciudad como la nuestra, de que un abogado próspero abandonara a la mujer y a los hijos. Lo que quiero decir es que yo también me he emborrachado a veces y sé que en esos casos uno imagina y hasta descubre cosas. No suelo tomar partido por nadie; pero a Moraes le creo. Se puede decir que nos criamos juntos. Cuando de la noche a la mañana abandonó a la familia, la gente dejó volar la imaginación, aunque tal vez la dejó volar en un sentido equivocado. Se habló de su creciente tendencia a beber no sólo los fines de semana, no sólo en el Club Social; se habló de la más o menos simultánea desaparición de una señorita de reputación muy oscura, aunque quince años menor que Elisa, su mujer. Y hasta se habló de no sé qué irregularidades en el juicio sucesorio de unos campos, en el que Moraes trabajaba en esa época. Yo sé que ninguna de estas razones tiene nada de verdad. Ignoro cuál es la verdad, pero me inclino a pensar que Moraes no puede ser juzgado a la ligera. Si la vida es doble, como él decía, ahora debe andar por ahí, buscando una grieta, una puerta o una claraboya que lo saque de ésta. Uso las palabras que él pronunció una noche, en el Club Social. Me preguntó si me lo imaginaba, a él, intentando pasar por una claraboya o una grieta, y se tocó la barriga. Se reía de un modo ambiguo, como si le doliera la cara. O tal vez esta impresión la causaba el whisky, no me refiero sólo al de él. Me acuerdo haberle dicho que hiciera régimen, y él me miró como si yo fuera idiota. Insistí en que no le vendría mal bajar un poco de peso, debía de estar veinte kilos por encima de lo razonable. Treinta, me corrigió él; pero agregó que lo muy por encima de lo razonable era intentar explicarme nada. Yo, lo reconozco, no suelo prestar demasiada atención a los que hablan mucho, los dejo y me pongo a pensar en mis cosas; una manera como cualquier otra de armonizar con la gente. Se dicen demasiados disparates en esta vida; si uno escucha tiene la tentación de discutirlos. Moraes, además, era la última persona con la que me hubiese gustado discutir. Era un amigo, y hasta puede decirse un buen amigo. Todo lo amigo que puede ser, en una ciudad como la nuestra, uno de esos desconocidos a quienes vemos todos los días. Fui padrino del mayor de sus hijos, en la adolescencia estuve un poco enamorado de Elisa, habíamos ido juntos al colegio uno o dos años, nos emborrachábamos los fines de semana. Él no me cobraba su asesoramiento de abogado y yo, una vez por año, le regalaba cariñosamente un libro, que él no abría. La amistad, en la vida real, es más o menos así. Como el amor es más o menos lo que Moraes sentía por Elisa. En los libros las cosas ocurren de manera algo distinta, pero éste es un argumento contra los libros. Y no digo más, no vaya a ser que me pase lo de Moraes. Yo tampoco estoy muy conforme con mi persona, pero me gusta ser bibliotecario. Y lo que a Moraes le pasaba, ya lo dije, es que había ido descubriendo, poco a poco, que en ciertas vidas hay más de una vida. O que en la de él las había. Lo empezó a sospechar en sus conversaciones con la tía Teresa, la tía abuela que lo había criado cuando murieron los padres. La tía Teresa, sin embargo, no era un testigo muy sólido. Era casi centenaria. Estaba arteriosclerótica desde hacía por lo menos treinta años.

—Justamente —dijo Moraes—. Ellos recuerdan perfectamente el pasado. Y lo que yo digo empezó a sucederme en su pasado.

—No sé si te sigo.

—Empezó a sucederme cuando yo tendría diez años. Vos te acordás de mí cuando tenía diez años.

Le dije que sí. íbamos al mismo colegio. No lo tenía demasiado presente pero evocaba a un chico flaquito y callado, al que siempre elegían cuando alguien debía recitar poesías en las fiestas. Costaba armonizar aquella imagen con la del formidable doctor extravertido que tenía delante. Se lo hice notar, amistosamente.

—Entonces estás empezando a darte cuenta —dijo Moraes.

Moraes habló mucho, y no sólo esa noche. Yo recuerdo sus palabras a mi manera, sin intentar transcribirlas. Los abogados, con el tiempo, terminan articulando una jerga que hace increíble cualquier historia, salvo para los jueces. Lo que siempre me ha hecho dudar seriamente de la sensatez de la Justicia. Y lo que él me contó parecía muy convincente, al menos con una botella de whisky a mi lado. Para decirlo sin más demora: hubo un momento en su vida, muchos años atrás, en que Moraes estaba en dos lugares al mismo tiempo. En nuestra ciudad y en un internado salesiano de Ramos Mejía. En nuestra ciudad y en un pueblo
naïf
de tarjeta postal. Este descubrimiento, lo repito, fue gradual, y al principio no estuvo acompañado por el recuerdo. Una tarde, mientras tomaban el té, la tía Teresa mencionó unas medallas, y él, por el gusto de hacerla hablar y porque la trataba con esa forma invertida de amor filial con que los hijos adultos tratan a las madres escleróticas, como si fueran nenas, le preguntó cuáles medallas, si las que el abuelo había ganado en la guerra contra el Paraguay.

—De qué está hablando este loco —dijo la tía Teresa—, esas medallas que decís fueron un baldón. Yiya y la abuela le tenían prohibido que se las pusiera. Y cuando nos vinimos pobres se vendieron todas, gracias al cielo. Hablo de
tus
medallas.

—Cómo me llamo, tía —preguntó Moraes, cautelosamente.

—Cómo que cómo te llamas, cursiento. Me estás insinuando que te confundo con el coronel, que murió hace sesenta años. Sé muy bien quién sos. Hablo de las tres medallas que ganaste en los salesianos.

Moraes me contó que en ese momento sucedieron dos cosas. La tía pareció olvidar todo lo que había dicho, y él tuvo una alucinación. Una doble alucinación. Sintió en la mano el peso de un objeto frío y circular, del tamaño de una gran moneda, y vio, en algún lugar de su memoria, una medalla de bronce que tenía pintada una Cruz de Malta azul con la inscripción
Ora et Labora
.

—Duró un segundo —dijo Moraes—. Menos. Pero era más real que esta botella.

—Ora et Labora —comenté, sirviéndome whisky—. Pudo ser un mensaje de Dios. —Moraes me miraba con algo muy parecido a la furia, y a mí me ponen mal los hombres violentos. —Lo raro es que Teresita habló de tres medallas —continué con naturalidad—. ¿Cómo eran las otras dos?

—Vi una sola —dijo Moraes—. Vi y sentí una sola. Y lo raro no es eso. Lo raro es que yo nunca fui a ningún colegio salesiano. Yo estaba acá, con ustedes, en quinto grado, cuando el otro que era yo ganaba esas medallas en el internado. Y querés que te diga cómo se llamaba ese colegio, se llamaba Wilfrid Barón de los Santos Ángeles.

—Te darás cuenta de que eso es imposible —le dije.

—No —me dijo—. El problema, justamente, es que no es imposible. Porque ahora sí recuerdo perfectamente las tres medallas. Una tenía la cara de Don Bosco, era plateada. La otra es una especie de sol incásico. Vamos a mi estudio, quiero mostrarte algo.

—Las medallas —dije.

Dijo que no. Quería mostrarme una pintura
naïfe
.

Esa pintura, según Moraes, era la casi exacta reproducción de un pueblo que la tía Teresa, después de aquella primera conversación en que aparecieron las medallas, le había descrito fragmentariamente muchas veces. Era un lugar en el que habían vivido cuando ella, en 1943, lo sacó del Don Bosco. El cuadro, apaisado, de unos cuarenta centímetros por treinta, era algo así como un apelmazamiento de casitas para enanos vistas en perspectiva de pájaro. Moraes señalaba con el dedo un camino, una casa, un grupo de árboles, y me decía que él había estado cien veces en esos lugares, y no porque lo dijera la tía Teresa sino porque él lo recordaba. El problema, al menos para mí, es que también en esa época él se recordaba a sí mismo en nuestra ciudad, me recordaba a mí tal como yo lo recordaba a él, un poco vagamente pero sin que la continuidad entre su infancia y este momento sufriera la menor ruptura. Moraes hablaba de cadenas y eslabones. Decía, o quería decir, que el yo es una noción que establece la memoria, una cadena compuesta por eslabones de recuerdos. No había ningún vacío en su vida, ningún hueco. El chico que perdió a los padres a los ocho años y el hombre que ahora me hablaba eran una continuidad, casi podría decirse una fatalidad. Sólo que, a partir de aquella conversación con la tía Teresa, había ido descubriendo un espacio dual, una tierra de nadie en la que se superponían dos Moraes. Y él, si yo estaba entendiendo bien, sentía que algo o alguien le había impedido seguir siendo el otro. Le insinué que en algún sentido a todo el mundo le pasa, y él me gritó que no todo el mundo lo siente como él lo sentía. Traté de calmarlo preguntándole cómo había conseguido esa pintura. La había comprado en un viaje a Barcelona. Moraes pasaba un atardecer frente a una galería y vio el nombre de García Curten.

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