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Authors: Geoffrey Chaucer

Cuentos de Canterbury (30 page)

BOOK: Cuentos de Canterbury
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El amor es siempre ciego y no sabe ver. Se la imaginó en su corazón, cuando él se disponía a acostarse: su alegre belleza, sus tiernos años, su diminuta cintura y sus brazos esbeltos y largos, su comportamiento sensato y su noble sangre, su porte femenino y sus modales pausados. Habiéndose decidido por ella, pensó que no podía haber hecho mejor elección. Y una vez tomada su decisión, dejó de creer en la sensatez de los demás. No sabía ver la menor objeción o, por lo menos, así se engañaba a sí mismo. Entonces envió una invitación a sus amigos solicitando el placer de su compañía cuanto antes, pues tenía la intención de abreviar el trabajo que ellos se tomaban en su beneficio. Ya no había necesidad de que ellos fuesen a caballo de aquí para allá. Él ya había encontrado su refugio.

Pronto llegaron Placebo y sus amigos. Lo primero que hizo fue rogarles que, por favor, no le discutiesen la decisión que había tomado, pues con ella no solamente complacía a Dios, explicó, sino que constituía la auténtica base de su felicidad personal.

Había, según dijo, una doncella en la ciudad, famosa por su belleza, y aunque no era de elevado rango, para él su juventud y belleza eran suficientes. Declaró que tomaría a esta doncella por esposa y viviría cómodamente y en santidad, y dio gracias a Dios de que la poseería por completo, de forma que ningún otro hombre compartiría su deleite. Luego les rogó que le ayudasen para que sus propósitos no fracasaran, en cuyo momento su corazón descansaría.

—Ahora no tengo nada que me preocupe —declaró—, excepto una cosa que atormenta mi conciencia y que os revelaré, ya que estáis todos aquí. Hace mucho tiempo que oí decir que nadie puede tener dos paraísos (quiero decir uno aquí en la tierra y otro allí en el Cielo). Pues aunque uno se mantenga apartado de los siete pecados capitales y de sus ramificaciones y, sin embargo, si se encuentra tanto placer y deleite en el matrimonio, me preocupa que a mi avanzada edad pueda llevar aquí una vida tan agradable, placentera, sin penas ni preocupaciones, que llegue a tener mi Cielo aquí en la Tierra. Pues si el verdadero Cielo se consigue con infinito sufrimiento y grandes tribulaciones, ¿cómo podré yo entrar en la bienaventuranza eterna junto a Cristo, si vivo en el placer como todos los demás hombres con sus esposas? Esto es lo que me preocupa, y os pido a ambos que resolváis mi duda.

Justino, que detestaba su insensatez, le dio una respuesta animosa (aunque, para abreviar, no la fundamentó con citas eruditas).

—Señor —dijo él—, si éste es el único obstáculo, puede ser que Dios, en su infinita bondad, disponga las cosas de forma que puedas arrepentirte de la vida de casado en la que aseguras que no existen ni penalidades ni preocupaciones, incluso antes de que la Santa Iglesia te despose.

»Dios me confunda si no le da a un hombre casado más frecuentes oportunidades para arrepentirse que a un hombre soltero. Por consiguiente, señor —es el mejor consejo que puedo darte—, no te desesperes; ten presente que ella puede resultar ser tu purgatorio. Ella puede ser el instrumento de Dios, el azote de Dios, con lo que tu alma saldrá pitando hacia el Cielo con mayor rapidez que una flecha sale de su arco. Espero que puedas comprobar, más adelante, que no hay ni nunca habrá felicidad suficiente en el matrimonio que impida o sea obstáculo para tu salvación. Desde luego, con tal que tú regules los placeres de tu esposa a lo que resulte conveniente y razonable, eso es, que no le des a ella demasiada satisfacción amatoria y, por supuesto, que te mantengas apartado de los demás pecados. Esto es todo lo que te tengo que decir —soy una persona muy estúpida—, pero no te preocupes por ello, hermano. No hablemos más del asunto. La Comadre de Bath, si le has prestado atención, ha expuesto sus puntos de vista de una forma clara y concisa sobre el asunto en cuestión, esto es, el matrimonio. Ahora, queda en paz y que Dios te guarde.

De esta forma se despidieron Justino y su hermano. Cuando vieron ellos que no había nada que hacer, mediante mucho astuto forcejeo, arreglaron las cosas de tal modo que la muchacha —que se llamaba Mayo
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—se casase con Enero lo antes posible. Pero creo que sería malgastar el tiempo si tuviese que detallar todas las actas y documentos con los que ella recibió como dote las tierras de él o explicaros su rico y suntuoso ajuar.

Finalmente llegó el día en que ambos fueron a la iglesia para recibir el santo sacramento. Salió el sacerdote con la estola rodeándole el cuello y le pidió a ella que fuese como Sara y Rebeca en sabiduría y fidelidad ante los votos matrimoniales. Entonces rezó las oraciones de costumbre, les santiguó y pidió la bendición de Dios sobre ellos y efectuó los sagrados ritos que están prescritos.

De este modo quedaron casados formalmente y tomaron asiento junto a otras personalidades en el estrado, en el festín de la boda. El palacio de Enero se llenó de música, alegría y diversión con los mejores manjares de toda Italia. Sonaron en su honor instrumentos de sonido más dulce que cualquier música ejecutada por Orfeo
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o por Amfión
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de Tebas. Cada plato fue anunciado mediante un floreo de clarines tocados por juglares con más fuerza que el trompeteo de Joab
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y con mayor claridad que la trompa que tocó Tiodamas en Tebas, cuando la ciudad se hallaba en peligro.

Por cada lado Baco vertía el vino, mientras Venus sonreía a todos, pues Enero se había convertido en el caballero de ella y estaba a punto de ensayar sus fuerzas en el himeneo, como solía hacerlo cuando era libre. Y así danzó la diosa con una antorcha llameante en su mano, ante la novia y todos los allí reunidos. Llegaré incluso a afirmar que Himen, el dios de las bodas, jamás había visto a un novio más feliz.

Calla la boca, tú, poeta Marciano; tú, que escribiste sobre la alegre boda entre Filología y Mercurio y sobre las canciones que cantaron las musas. Tanto tu lengua como tu pluma son demasiado pálidas y delicadas para retratar un matrimonio como ése. Cuando la tierna juventud se casa con la encorvada vejez, el yugo resiste toda descripción. Probad de hacer la descripción y veréis si miento.

Resultaba encantador ver sentada allí a Mayo. Contemplarla era como un cuento de hadas: la reina Ester nunca dirigió al rey Asuero una mirada así o hizo un gesto tan recatado
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. No sabré describir ni la mitad de su belleza, pero os diré esto: parecía una clara mañana del mes de mayo llena de belleza y delicias. Y cada vez que Enero miraba el rostro de ella caía como en un trance de arrobamiento, empezando a gozar anticipadamente en su fuero interno el abrazo nocturno que él le daría mucho más apretado que el de Pans a Helena. Sin embargo, se sentía, por otra parte, como compungido al pensar lo que tendría que ofenderla aquella noche: «¡Ah! ¡Pobre criatura! ¡Ojalá Dios te conceda fuerzas para soportar toda mi lujuria; siento tal ardor y tales deseos! Tengo miedo que no sepas soportarlo. ¡Por Dios, que haré todo lo que pueda! ¡Que Dios haga que llegue la noche y dure eternamente y que se vayan todos los presentes!» Al final hizo todo cuanto pudo (sin ser grosero) para echarlos de ahí discretamente y que se marcharan de la mesa
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.

Cuando, llegado el tiempo, se levantaron de la mesa, todos bailaron y bebieron largamente y luego se fueron por toda la casa esparciendo especias olorosas. Todos se sentían felices y muy animados. Todos, salvo uno: un escudero llamado Damián, que hacía mucho tiempo que cortaba y servía la carne en la mesa del caballero. Su señora Mayo le tenía tan arrebatado el seso, que estuvo a punto de extraviar la razón, tal era su dolor.

Al bailar con la antorcha en la mano, Venus le tentó con tanta crueldad, que él estuvo a punto de desmayarse o morir allí mismo; por lo que se fue rápidamente a la cama. De momento no diré nada más sobre él; sólo le dejaré allí llorando y lamentándose, hasta que la sonriente Mayo se apiadara de él. ¡Oh, fuego peligroso, el que se nutre de la paja de los lechos! ¡Enemigo doméstico simulando servilismo! ¡Oh, criado traicionero, doméstico infiel, como astuto y traidor áspid en el pecho! ¡Que Dios nos evite el conocerte!

¡Oh, Enero, borracho de alegría por tu matrimonio, mira cómo Damián, tu propio escudero, nacido siervo tuyo, planea tu deshonor! ¡Que Dios te permita descubrir al enemigo que albergas en tu casa! Pues no existe plaga peor en todo el mundo que un enemigo dentro de tu propio hogar, siempre presente ante ti.

A estas horas el sol había terminado su recorrido diario por el cielo y estaba a punto de ocultarse. No podía permanecer más tiempo por encima del horizonte en aquella latitud. La noche extendió su áspero manto oscuro sobre el hemisferio. Así, gracias a todas estas acciones, la alegre multitud empezó a despedirse de Enero. Con gran regocijo cabalgaron hacia sus casas, donde atendieron sus asuntos tranquilamente y, llegada la hora, fueron a acostarse. Así que se hubieron marchado, el impaciente Enero insistió en ir a la cama sin esperar ya más. En primer lugar bebió vino caliente muy cargado de especias para darse coraje —hipocrás, salvia y jarabe—, pues poseía mucho acopio de fuertes afrodisíacos como los que el maldito monje Constantino anotó en su libro
De Coitu
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. Enero se lo tragó sin la menor vacilación.

—Por el amor de Dios, apresuraos —dijo él a sus amigos más íntimos—. Sed corteses, pero haced que todos se vayan de la casa.

Ellos lo hicieron como se les pidió. Se bebió un último brindis, se corrieron las cortinas y la novia fue llevada al lecho, callada como una muerta.

Después de que el sacerdote hubiera bendecido el lecho y que todos se hubiesen marchado de la habitación, Enero estrujó a su preciosa Mayo —su paraíso, su media naranjafuertemente entre sus brazos, acariciándola y besándola una y otra vez, frotando su erizada y dura barba (que era igual que papel de lija y punzante como una zarza) contra su tierno cutis. Exclamó:

—¡Ay, esposa mía! Tengo que tomarme ciertas libertades contigo y ofenderte gravemente antes de que me una maritalmente contigo. Pero, no obstante, recuerda esto: no hay buen artesano que efectúe una buena tarea apresuradamente; por ello, tomémonos el tiempo necesario y hagámoslo bien. No importa el rato que estemos retozando: los dos estamos atados por el sagrado vínculo del himeneo —¡bendito sea este yugo!—, y nada de lo que hagamos puede ser pecado. Un hombre no puede pecar con su esposa —sería como cortarse con su propia daga—, pues la ley permite nuestros juegos amorosos.

Por lo que él estuvo «trabajando» hasta que empezó a clarear. Entonces tomó un pedazo de pan y lo mofó con un vino que contenía fuertes especias. Después se sentó muy tieso en la cama y empezó a cantar y gorjear en voz alta y clara; luego besó a su esposa y se dedicó al juego amoroso. Retozaba como un potrillo, farfullaba como una urraca. Mientras cantaba y hacia voz de falsete, chirriando como un totoposte, la arrugada piel de su cuello se movía flácida amiba y abajo.

Dios sabe lo que pensaría Mayo contemplándole allí sentado con su gorro de dormir y su cuello huesudo. No le gustaban nada todos sus juegos y jolgorio. Finalmente, dijo él:

—Ahora que ya ha llegado el día, me dormiré. No me puedo aguantar despierto ni un minuto más.

Y, reclinando su cabeza, durmió hasta las nueve. Luego, cuando fue hora, Enero se levantó y vistió; pero la hermosa Mayo no se movió de su aposento hasta el cuarto día, que es lo mejor que pueden hacer las recién desposadas —todo trabajador debe descansar de vez en cuando—, pues de lo contrario no duraría mucho. Y esto es válido para toda criatura viviente, sea pájaro, animal o persona.

Ahora volveré a referirme al desgraciado Damián y os contaré cómo sufría de amor. Pero esto es lo que me gustaría decirle: «¡Ay, pobre Damián! Contéstame si puedes: ¿cómo piensas declarar tu pasión a tu señora, la hermosa Mayo? Ella no puede sino rechazarte. Además, si hablas, ella tendrá que delatarte. Todo lo que puedo decirte es: ¡Que Dios te ayude!»

El enamorado Damián se quemaba en las llamas de Venus hasta que casi llegó a perecer de puro deseo, por lo que, no pudiendo seguir sufriendo así, se lo jugó todo a una carta. Subrepticiamente se agenció un estuche de escribir y escribió una misiva en la que vertió su pena en forma de queja o canción dedicada a su bella dama Mayo. Dicha misiva la colocó en una bolsita de seda que colgó debajo de su camisa y la puso cerca de su corazón.

La Luna, que se hallaba en el segundo grado de Tauro el mediodía del día en que Enero se casó con la bella Mayo, había corrido ya hasta el signo de Cáncer, pero Mayo seguía en su habitación, como era costumbre entre la gente de alcurnia
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. Una novia no debía nunca comer en el salón de los banquetes hasta transcurridos cuatro días o, por lo menos, tres. Entonces podía comer en público.

Habiendo completado el cuarto día, contado de mediodía a mediodía, Enero y Mayo ocuparon sus asientos en el salón de los banquetes, después de oír misa solemne. A ella se la veía tan lozana como un bello día de verano. Y dio la casualidad de que el buen caballero pensó en Damián y exclamó:

—¡Por Santa María! ¿Cómo es que Damián no está de servicio? ¿Está enfermo todavía? ¿Qué es lo que le pasa?

Los demás escuderos, que se hallaban de pie junto a él, le excusaron, diciendo que una enfermedad le impedía cumplir con sus obligaciones. Ninguna otra razón podía alejarle de sus deberes.

—Lamento saberlo —dijo Enero—, pues, por mi alma que es un buen escudero y si se muriese sería una catástrofe. Es tan sensato, discreto y de fiar como el que más de su rango. Además, es un tipo muy varonil, útil y muy capaz. Le visitaré lo antes que pueda después de comer y me llevaré a Mayo conmigo para animarle lo más posible.

Esto mereció la aprobación general de los presentes, por la amabilidad y magnanimidad que mostraba en querer consolar a su escudero en su enfermedad. Todos creyeron que se trataba de un acto muy caballeroso.

—Señora —dijo Enero—. Así que terminemos de comer, cuando os marchéis del salón con vuestras damas, no os olvidéis de visitar todas a Damián. Divertidle —se trata de una persona noble— y anunciadle que iré a verle tan pronto haya descansado un poco. No tardéis, pues os estaré esperando a que vengáis a dormir en mis brazos.

Y habiendo dicho esto, llamó al escudero que estaba a cargo del salón y empezó a darle diversas instrucciones.

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