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Authors: Geoffrey Chaucer

Cuentos de Canterbury (31 page)

BOOK: Cuentos de Canterbury
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La hermosa Mayo, ayudada por sus damas, fue directamente a ver a Damián y se sentó al lado de su cama para animarle lo mejor que supo. Damián, viendo su oportunidad, sin otra señal que un suspiro considerablemente largo y profundo, colocó subrepticiamente en la mano de ella la bolsita que contenía el papel en el que había depositado sus anhelos. Y, en voz baja, susurró:

—¡Piedad! No me descubráis, pues soy hombre muerto si esto llega a saberse.

Ella escondió la bolsita en el hueco de su pecho y se fue; y esto es todo lo que conseguiréis de mí. Pero ella volvió junto a Enero, que estaba cómodamente sentado al lado de la cama. Enero la tomó entre sus brazos, la cubrió toda de besos una y otra vez y pronto se echó a dormir. En cuanto a Mayo, hizo ver que tenía que visitar cierto lugar, al que, como sabéis, todos tenemos que ir de vez en cuando. En cuanto ella hubo leído la nota, la hizo pedazos y los arrojó cuidadosamente al retrete.

Ahora, ¿qué pensamientos eran más bulliciosos que los de la bella Mayo? Se acostó al lado del viejo Enero, que siguió durmiendo hasta que le despertó su propia tos. Entonces le pidió que se desnudara del todo, pues quería algo de diversión y los vestidos de ella se lo impedían. De buen o de mal grado, ella le obedeció. No me atrevo a decir cómo se despachó él, ni si a ella aquello le pareció un paraíso o el infierno, pues no quiero ofender los oídos de las personas refinadas. Les dejaré ocupados hasta que sonó la campana de vísperas y tuvieron que levantarse.

Si se debió al destino, a la casualidad, a la Naturaleza o a la influencia de las estrellas; o si las constelaciones se hallaban en posición favorable en el firmamento para lograr que una mujer jugase el juego de Venus, o para ganar su amor (los estudiosos dicen que hay un momento para cada cosa), no sabría ciertamente decirlo; pero que sea Dios —sabedor allá en las alturas que nada sucede sin una causa o motivo— el juez, pues yo voy a guardar silencio. La verdad es que aquel día Damián causó muy buena impresión a la compasiva y hermosa Mayo, quien no pudo sacarse del corazón la idea de hacerle feliz. «Una cosa es cierta: me importa un comino a quien pueda saberle mal —pensó ella—, pues puedo prometer a Damián ahora mismo que le amo más que a ninguna criatura viviente, aunque solamente posea la camisa que lleva puesta.»

¡Con qué rapidez invade la piedad los corazones nobles! Esto demuestra la maravillosa generosidad de las mujeres cuando se empeñan en serlo. Algunas —muchas de ellasson unas tiranas de corazón de piedra que hubieran tolerado que Damián hubiese muerto allí mismo antes que concederle sus favores, gozando todo el tiempo de su orgullosa crueldad, sin importarles nada ser sus asesinas.

Llena de compasión, la dulce y comprensiva Mayo le escribió de su puño y letra una carta en la que ella le concedía todo su corazón. Nada faltaba, excepto la hora y el lugar en que ella podría satisfacer sus deseos, pues él iba a tener todo lo que quisiera. Y un día, en cuanto ella vio la oportunidad, Mayo visitó a Damián y, discretamente, deslizó la carta debajo de su almohada, para que la leyese si quería. Rogándole que se repusiese, ella le tomó a él de la mano y se la apretó con fuerza, aunque con tal sigilo, que nadie se percató de ello. Mayo regresó a donde estaba Enero, en cuanto él la mandó llamar.

Cuando, a la mañana siguiente, Damián se levantó, toda su enfermedad y desesperación habían desaparecido. Después de peinarse, arreglarse y atusarse, después de haber hecho todo lo que pudo para hacerse atractivo a los ojos de su dama, se presentó a Enero, como el perro de un cazador, todo él presto a la obediencia. Se hizo agradable a todos (la adulación es la que consigue esto, si sabéis dosificarla) hasta que todos estuvieron dispuestos a hablar bien de él, gozando así el favor de su dama. Aquí dejaré ahora a Damián que siga con sus asuntos y proseguiré con mi historia.

Algunos eruditos creen que la felicidad más pura se encuentra en la diversión. Si es así, el excelente Enero ciertamente hizo cuanto pudo para llevar una vida de lujo y vivir tal como correspondía a un caballero. Su casa, sus muebles y su tren de vida cuadraban tanto con su rango como el de un rey.

Entre otras cosas hermosas, había mandado construir un parque con un perímetro amurallado, todo en piedra. No sé de jardín más hermoso que aquél. Realmente creo que incluso al autor
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del
Roman de la Rose
le costaría describir su encanto; incluso Príapo
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, aunque es el Dios de los jardines, no lograría describir justamente dicho jardín y su pozo que se hallaba bajo un laurel, siempre verde. Dicen que alrededor de este pozo, Plutón y su reina Proserpina y su tropel de hadas solían divertirse con música y danzas.

Este anciano y digno caballero gozaba mucho paseando y estando largos ratos en este jardín
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. No permitía a nadie, salvo a él mismo, que guardara la llave. Por ello siempre llevaba una pequeña llave de entrada con la que abrir la cerradura de la verja, cuando así le venía en gana. Y si, durante el verano, le parecía que tenía que ejercer el débito conyugal con su encantadora mujer, entonces lo visitaba acompañado de Mayo, no entrando nadie más que ellos dos, practicando allí mucho mejor las cosas que no habían hecho en la cama.

Enero y su esposa pasaron así bastantes días felices. Pero para Enero, como para todos los demás hombres, la dicha terrenal no puede durar eternamente.

¡Oh, imprevisto azar! ¡Oh, inestable fortuna! Eres engañosa como el escorpión, cuya cabeza fascina a la presa a la que quiere picar y cuya cola venenosa significa la muerte. ¡Oh, alegría insegura! ¡Oh, dulce y extraño veneno! La monstruosa Fortuna, sutilmente, escamotea sus dones bajo la apariencia de la estabilidad, hasta que todos y cada uno caen en su engaño. ¿Por qué habiendo sido gran amiga de Enero le engañas así? Ahora le has quitado la vista de sus dos ojos, y es tanta su pena, que quisiera estar muerto.

¡Qué desgracia para el noble y generoso Enero! En medio de toda su felicidad y prosperidad se quedó ciego. ¡Con qué lamentos lloró y se quejó! Y, para colmo, el fuego de los celos le quemaba el corazón —pues temía que su esposa se encaprichase—, y llegó a desear que alguien matase a ambos, a ella y a él mismo. Vivo o muerto, no podía soportar la idea de que ella fuese la amante o la esposa de otro. Quería que ella viviese el resto de su vida, vestida completamente de negro como si fuese viuda y solitaria como una palomita que hubiese perdido a su pareja. Pero después de un mes o dos, su pena empezó a remitir.

Al ver que la cosa no tenía remedio, aceptó su desgracia con paciencia y resignación; pero hubo algo en lo que no cedió, y eran sus continuos celos. Éstos eran tan dominantes, que no permitía que Mayo fuese a ninguna parte —su propia mansión, las casas de los demás, cualquier lugar, en suma— sin tener su mano posado sobre ella todo el tiempo. La hermosa Mayo derramó muchas lágrimas por ello, pues amaba a Damián con tal cariño, que pensaba que o bien debería tenerlo como deseaba, o que moriría allí mismo de deseo. Por lo que esperaba que, a cada momento, el corazón le estallase.

En cuanto a Damián, se volvió el hombre más triste que jamás se haya visto, pues en ningún momento podía decir una palabra a la bonita Mayo sobre nada que viniese a cuento, que Enero no la escuchase, pues su mano estaba siempre en la de ella. Sin embargo, con señales secretas y escribiéndole notas, pudo comunicarse con Mayo, y así ella logró averiguar qué maquinaciones le rondaban por la mente.

¡Ah, Enero! ¿De qué te hubiese servido poder ver hasta el horizonte más lejano? Lo mismo da ser ciego y engañado, que tener ojos y, sin embargo, ser también engañado. Argos tenía cien ojos, pero, como muchos otros, a pesar de su mucho mirar, estaba ciego, como todo el mundo sabe, estando convencido de todo lo contrario. Lo que quiero decir es: «Ojos que no ven, corazón que no siente.»

La hermosa Mayo, de la que estaba hablando ahora mismo, sacó un molde de cera de la llave que Enero llevaba de la puertecita enrejada por la que solía entrar a su jardín; y Damian, sabiendo exactamente la idea que ella albergaba en su mente, fabricó, en secreto, un duplicado de la llave. No hay más que decir. Muy pronto algunos acontecimientos notables tuvieron lugar con relación a dicha puertecita enrejada, de los cuales, si aguardáis un poco, os enteraréis.

¡Oh noble Ovidio, qué gran verdad dices, cuando afirmas que por ingeniosa y elaborada que sea la estratagema, el amor siempre encuentra el modo de superarla! Tomad lección de Píramo y Tisbe: aunque cuando ambos fueron custodiados por todos lados, sin embargo llegaron a un entendimiento susurrándose a través de un muro. Y bien, ¿quién hubiese podido imaginar un truco semejante?

Pero volviendo al relato. Durante la primera semana del mes de junio sucedió que Enero, alentado por su mujer, tuvo la ocurrencia de divertirse a solas con ella en el jardín. Así que una mañana le dijo:

—¡Levántate, esposa mía, mi dama, mi amor! Dulce palomita, se oye el canto de la tórtola, ya no es invierno, se han acabado ya las lluvias! Ven conmigo, ven con tus ojazos de palomita. Tus pechos son más dulces que el vino. El jardín está completamente rodeado por un muro. ¡Ven, pues, mi novia, blanca como la nieve blanca! No hallo mancha en ti. Ven, pues, y gocemos, pues a ti te elegí por esposa y para mi solaz
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.

Estas eran las frases lujuriosas que utilizó. Mayo hizo señas a Damián para que se adelantase con su llave. Dicho y hecho: Damián abrió con su llave la puertecita enrejada y se coló dentro sin que nadie le viese u oyese. Una vez dentro, se agazapó silenciosamente debajo de un arbusto. Enero, ciego como una piedra, cogió a Mayo por la mano y se fue solo con ella a su jardín encantador. Rápidamente cerró la puerta enrejada de golpe y dijo:

—Ahora, esposa mía, aquí no hay nadie más que yo y que tú, la criatura a la que más amo. Pongo al Cielo por testigo: antes me apuñalaría yo mismo hasta morir que llegar a ofenderte, mi querida y fiel esposa. Por amor de Dios, recuerda cómo fue que te elegí, ciertamente no por consideraciones mercenarias, sino simplemente por el amor que te tenía. Séme fiel, aunque sea viejo y ciego, y te diré el por qué. Con ello saldrás ganando tres cosas: la primera, el amor de Cristo; la segunda, honor y honra para ti; la tercera, toda mi hacienda, ciudad y castillos serán tuyos; redacta el documento como quieras, y te aseguro, como que Dios es mi Salvador, que todo quedará arreglado antes de que mañana se ponga el sol. Pero, primeramente, bésame para sellar nuestro pacto. No me culpes si soy celoso. Mis pensamientos están tan unidos a ti, que siempre que pienso en tu belleza —y luego en mi desagradable edad avanzada—, aunque me tuviese que morir, realmente no podría soportar estar sin tu compañía. Te quiero tanto… Esta es la pura verdad. Ahora, querida esposa mía, bésame y caminemos por ahí.

A esta palabras dio la hermosa Mayo una suave respuesta; pero antes de nada rompió a llorar.

—También yo tengo un alma que cuidar, y no hablemos de mi honra, este delicado capullo de esposa que confié en tus manos cuando el sacerdote unió mi cuerpo al tuyo. Por eso, si no te importa, queridísimo señor mío, ésta es mi respuesta: rezo a Dios para que nunca amanezca el día en que avergüence a mi familia y manche mi buen nombre con la infidelidad. Si no es así, hazme sufrir una muerte más terrible que la que haya sufrido jamás mujer alguna. Es decir, si alguna vez cometiese este delito, desnúdame, méteme en un saco y ahógame en el río más cercano. ¡Soy una dama, no una meretriz! Pero ¿por qué digo yo esto? Vosotros, los hombres, tenéis siempre tan poca confianza en las mujeres, que nunca dejáis de formularles reproches. Esto es lo que siempre estáis haciendo: desconfiar y denigrar a las mujeres. Mientras hablaba, ella divisó a Damián agachado detrás del arbusto. Tosió y le hizo señal con el dedo de encaramarse a un árbol cargado de fruta: allí trepo él. La entendía mucho mejor, por rara que fuese la señal que hiciese, que su propio esposo, Enero, pues ella le había explicado en una carta todo lo que tenía que hacer. Aquí dejaré a Damián sentado encima de un peral, mientras Enero y Mayo caminan felices por ahí.

El día era claro, y el cielo, azul; Febo —que por mis cuentas se hallaba entonces en Géminis
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no lejos de su máxima declinación septentrional, Cáncer, que es la exaltación de Júpiter— enviaba sus rayos dorados para con su calor animar las flores. Sucedió que aquella clara mañana, Plutón, el rey del Averno, acompañado por muchas damas del séquito de su esposa, la reina Proserpina —a quien había arrebatado del Etna mientras se hallaba recogiendo flores en los campos (podéis leer en Claudiano
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el relato de cómo se la llevó en su horrible carro)—, se hallaba sentado sobre un banco de verde césped fresco en el otro extremo del jardín hablando con su reina.

—Mi querida esposa —decía—, nadie puede negarlo: la experiencia confirma diariamente las traiciones que vosotras las mujeres inflingís a los hombres. Te puedo dar una decena de cientos de millares de ejemplos destacados de vuestra falsedad y veleidades. ¡Oh, tú, sapientísimo Salomón, rico entre los ricos, lleno de sabiduría y de gloria, qué memorables son tus proverbios para cualquiera que tenga seso e inteligencia! Pues así elogia la bondad de los hombres: «A un hombre encontré yo entre mil; pero a una mujer no la puedo encontrar entre todas.» Así habló el rey. Y él conocía muy bien la maldad existente en vosotras, las mujeres. Tampoco creo que Jesús, el hijo de Sirach
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, hable usualmente de las mujeres con respeto.

»¡Que la peste y azufre caiga sobre vuestros cuerpos! ¿No ves a ese honorable caballero a punto de que su propio escudero le ponga cuernos, sólo porque el pobre hombre es viejo y ciego? Mira a aquel libertino encaramado en el árbol. Ahora le voy a conceder un favor real: en el momento en que su mujer empiece a engañarle, el anciano caballero recobrará la vista. Así podrá ver claramente lo puta que es ella: un reproche que se le puede hacer a ella y a otras muchas como ella.

—¿Con que sí, eh? —dijo Proserpina—. Pues bien, entonces juro por Saturno, el padre de mi madre, que le facilitaré a ella una respuesta completa, y no sólo a ella, sino que todas las mujeres en el futuro, por causa de ella, cuando se les sorprenda en pleno delito, se disculparán con un semblante tan severo, que sus acusadores tendrán que bajar los ojos. Ni una sola perecerá por falta de respuesta. Aunque un hombre lo vea todo con ambos ojos, nosotras las mujeres pondremos una cara tan atrevida, con lágrimas, votos y recriminaciones ingeniosas, que vosotros, los hombres, pareceréis tan estúpidos como gansos.

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