Cuentos de Canterbury (35 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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Ahora dejaré de hablaros de Arveragus y os contaré de su mujer Dorígena, que amaba a su esposo con todo su corazón. Ella lloraba y suspiraba durante su ausencia, como suelen hacerlo las damas nobles cuando están enamoradas. Se afligía, considerando la separación, y se quejaba, ayunaba y se lamentaba; estaba tan atormentada anhelando su presencia, que nada de lo que hay en el mundo le importaba en lo más mínimo. Viendo su humor triste, sus amigas la consolaban como podían; la exhortaban día y noche diciéndole que se estaba matando sin razón alguna. Se ocupaban en darle todo el consuelo que podían darle en aquellas circunstancias para que abandonase su melancolía.

Como todos sabéis, si tratáis de grabar algo en una roca durante el tiempo suficiente, en el curso del tiempo logrará imprimirse una imagen en ella. Ellas la consolaron tanto tiempo, que, con la ayuda de la esperanza y del sentido común, quedó marcada en ella la señal del consuelo, por lo que su enorme pena empezó a remitir. No hubiese podido soportar eternamente una pena tan violenta.

Además, durante este periodo de infelicidad, Arveragus enviaba a su hogar misivas explicándole que estaba bien y que regresaría inmediatamente. De otro modo, su pena hubiera roto su corazón en pedazos.

Viendo que su pena disminuía, sus amigas se arrodillaron y le rogaron que, por amor de Dios, saliese con ellas a pasear para distraerse de sus pensamientos lúgubres. Finalmente, al ver que todo era para su provecho, accedió.

Ahora bien, resulta que su castillo se hallaba al borde mismo del mar. Para distraerse solía caminar frecuentemente con sus amigas por encima del acantilado, desde donde veía muchos barcos y barcazas en rumbo hacia su punto de destino. Pero esto llegó a convertirse en parte de su aflicción, pues una y otra vez se decía: «¡Ay de mí! ¿No hay barco, de los muchos que veo, que quiera traerme a casa a mi marido? Pues así mi corazón quedaría curado de sus amargas heridas.»

En otras ocasiones solía sentarse allí a pensar, mirando hacia abajo por el borde del precipicio; pero en cuanto veía las terribles rocas negras del fondo, su corazón era sacudido por tal terror, que luego apenas podía mantenerse en pie. Entonces se sentaba sobre la hierba, mirando tristemente hacia el mar y, entre profundos y tristes suspiros, exclamaba:

—Dios Eterno, que con tu providencia guías el mundo con mano firme; se dice que Tú no haces nada en vano. Pero, Señor, ¿por qué habéis creado una cosa tan irracional como estas endiabladas, horribles rocas negras que más parecen la obra de un espantoso caos que la bella creación de un Dios tan perfecto, sabio e inmutable? Pues no hay ser humano, bestia o pájaro que se beneficie de ellas en ninguna parte del mundo. Que yo sepa, no hacen ningún bien, sino solamente mal. ¿No ves, Dios mío, que la Humanidad perece con ellas?

»Aunque nadie se acuerde de ellos, los cuerpos de cien mil hombre han caído muertos a causa de las rocas. Y, no obstante, la especie humana es una parte tan hermosa de tu Creación, a la que hiciste según tu propia imagen. Entonces, parecía que sentías gran amor hacia los humanos. Por tanto, écómo puede ser que hayas inventado tales medios para aniquilarles, cosas que no producen bien alguno, sino solamente daño? Que digan lo que quieran los estudiosos, lo sé muy bien; demostrarán con su lógica que todo es para nuestro bien, aunque no pueda comprender las razones.

»Que Dios, que ha creado el viento que sopla, guarde a mi esposo. Esa es mi conclusión. Yo dejo las disputas para los estudiosos. Pero yo quisiera que Dios hiciese que estas rocas se hundiesen hasta el infierno por su bien. Estas rocas infunden terror en mi corazón.

Así habló ella mientras lloraba tristemente.

Sus amigas, viendo que el vagar junto al mar no le representaba ningún placer, sino que le causaba más bien desazón, determinaron encontrarle diversión en alguna otra parte. La llevaron a ríos y manantiales y a otros lugares deliciosos, donde bailaron y jugaron al ajedrez y al chanquete.

Así, una hermosa mañana se dirigieron hacia un jardín cercano, en donde dispusieron todas las vituallas y otras cosas necesarias y se divirtieron a lo largo de todo el día. Era la sexta mañana de mayo y el mes había pintado el jardín con sus suaves aguaceros y lo había llenado de hojas y flores. Manos diestras lo habían arreglado tan exquisitamente, que no había otro jardín de semejante belleza, salvo quizá el Paraíso propiamente dicho. Tan lleno estaba de belleza y deleite, que el aroma de las flores y la visión de su brillante colorido hubieran alegrado a cualquier corazón, excepto en el caso de que éste sufriese la pesada carga de una enfennedad o de una pena demasiado grande.

Después de la comida empezaron a bailar y cantar, con la única excepción de Dorígena, que siguió suspirando y lamentándose, pues entre los que bailaban no podía contemplar al que era su esposo y enamorado a la vez. Sin embargo, ella tuvo que permanecer allí por un rato y permitir que la esperanza calmase su pena.

Entre los que bailaban había un escudero danzando ante Dorígena. A mi modo de ver era más alegre e iba vestido con más colores que el propio mes de mayo; danzaba y cantaba mejor que ningún hombre desde que el mundo es mundo. Para dar una idea de cómo era además de ser uno de los más dotados hombres de su época, pues era joven, fuerte, talentoso, rico, inteligente y popular: estaba muy bien considerado. En resumen, si no me equivoco, sucedía que este gallardo escudero, servidor de Venus, llevaba dos largos años amando a Dorígena más que a ninguna criatura viviente, sin que ella tuviera la más pequeña idea.

Él nunca se había atrevido a contarle su tormento. Sufría una tortura interior más allá de toda medida. Andaba desesperado, temeroso de decir nada, aunque solía revelar algo de su pasión por medio de sus canciones. Decía, por ejemplo, en una queja o lamento general, que él amaba y no era correspondido. Sobre este tema compuso muchas canciones, letrillas, quejas, coplas, trovas y virolais. Como fuese que no se atrevía a confesar su tormento, sufría atroces torturas como una de las Furias en el Averno.

Tenía que morir, afirmaba, como Eco
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por Narciso, que temía confesarle su pena. Esta era la única forma con la que se atrevía a revelar su íntima tortura a ella; salvo, quizá, algunas veces en los bailes en los que los jóvenes cortejan, en que, de tanto en tanto, miraba su rostro como el que solicita una gracia, pero ella estaba completamente ajena de lo que él quería decirle. Sin embargo, antes de marcharse del jardín, sucedió —pues él era su vecino, un hombre de honor y reputación, y ella le conocía desde hacía mucho tiempo— que iniciaron una conversación; poco a poco, Aurelio la condujo hacia su propósito, y cuando vio una oportunidad dijo:

—Señora, por ese Dios que hizo este mundo, si hubiese estado seguro de que podía haberos hecho feliz, ojalá que el día en que vuestro Arveragus cruzó el mar, yo, Aurelio, hubiera ido a donde jamás se vuelve. Pues sé muy bien que mi devoción es en vano y que mi recompensa no es más que un corazón roto en pedazos. Señora, tened piedad de mis crueles sufrimientos, pues una sola palabra vuestra puede o matarme o salvarme. Ojalá Dios hubiese querido que estuviese aquí enterrado a vuestros pies. No hay tiempo ahora de decir más. Tened piedad, amor mío, o haréis que muera.

Ella se volvió, miró fijamente a Aurelio y le dijo: ——¿Sentís de verdad lo que estáis diciendo? Antes de esto nunca sospeché lo que pensabais, pero ahora, Aurelio, que conozco vuestras intenciones, juro por el Dios que me dio vida y alma que, en donde de mí dependa, nunca seré una esposa infiel, ni de palabra ni de obra. Quiero pertenecer a aquel con quien me casé y estoy casada. Tomad esto como mi respuesta definitiva.

Pero después dijo ella, burlonamente:

—Por amor de Dios, Aurelio, ya que os lamentáis de forma conmovedora, consentiré en ser vuestro amor… el día que quitéis todas las rocas, piedra por piedra, desde un extremo de Bretaña hasta el otro confin, hasta que no impidan ya el paso de cualquier bote o barco. Esto digo: cuando hayáis despejado la costa de rocas, de modo que no se vea piedra alguna, entonces os amaré más que a cualquier otro hombre. Os doy mi palabra, hasta donde yo pueda prometer algo. Pues sé que no puede suceder nunca. Dejad que estas ideas locas dejen en paz vuestro corazón. ¿Qué satisfacción puede encontrar alguien en la mujer de otro que pueda poseerla tantas veces como desee?

Aurelio suspiró profundamente.

—¿Esta es toda la compasión que podéis ofrecer? —dijo él.

—Sí, por el Dios que me creó —respondió ella.

Al oír esto, Aurelio, profundamente afligido y con el corazón sumido en la tristeza, dijo:

—Señora, esto no es posible. Significa, pues, que deberé morir en la mayor desesperación.

Y después de haber dicho esto, dio media vuelta y se marchó.

Inmediatamente llegó un grupo de sus amigos y amigas, de los que vagaban arriba y abajo por los senderos del jardín, totalmente ajenos a lo que acababa de ocurrir, pues enseguida reanudaron su jolgorio, que prosiguió hasta que el brillante sol perdió su color, al robarle su luz el horizonte (lo que equivale a decir que había caído la noche), cuando todos regresaron a su casa felices y contentos, con la única excepción de Aurelio, que volvió con el corazón pesándole como plomo, pues no veía el modo de evitar la muerte; le parecía sentir cómo su corazón se enfriaba. Elevando sus manos en dirección al cielo, cayó de rodillas al suelo y, en medio de una especie de frenesí, inició una plegaria. Se le había extraviado la razón de tanto dolor y no sabía lo que decía.

Pero cuando con el corazón roto empezó su lamento a los dioses, dirigido en especial al Sol, exclamó:

—Apolo, señor y dueño de toda planta, hierba, árbol y flor; tú que das, de acuerdo con tu distancia del ecuador celestial, su tiempo y estación a cada uno, mientras tu situación en la eclíptica varía de arriba abajo; señor Febo, baja tus ojos misericordiosos al pobre Aurelio, que se siente completamente perdido. Contempla, ¡oh Señor!, cómo, exento de culpa, mi dama me ha condenado a muerte, a menos que tú, en tu magnanimidad, te apiades de mi moribundo corazón. Pues sé, señor Febo, que, si quieres, eres el que mayor ayuda puede facilitarme, salvo únicamente mi dama. Permíteme que te diga cómo puedo ser ayudado y de qué forma:

»Tu gloriosa hermana, la resplandeciente y hermosa Lucina
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, es la reina y excelsa diosa del mar (aunque Neptuno pueda ser su dios, ella es emperatriz por encima de él). Señor, sabes muy bien que de la misma forma que ella desea ser encendida por tu fuego y que, por esta causa, te sigue con fervor, del mismo modo el mar, por su propia naturaleza, le sigue a ella; pues no es solamente diosa del mar, sino también de todos los ríos, grandes y pequeños. Por tanto, señor Febo, ésta es mi petición:

»¡Oh!, realiza este milagro o se partirá mi corazón; cuando el Sol esté nuevamente en el signo de Leo y en la cumbre de su poder en oposición a la Luna, pídele a tu hermana que produzca una marea tan alta que por lo menos se alce cinco brazas por encima de la roca más alta de la Bretaña Armórica y permite que esta pleamar persista durante dos años. Entonces podré decir tranquilamente a mi dama: las rocas se han ido; ahora, cumple tu palabra.

»Señor Febo, haz este milagro por mí. Pide a la Luna que se mantenga en su sitio mientras sigues en tu órbita; pide a tu hermana que durante dos años no siga su curso más velozmente que tú. Entonces ella estará constantemente en el punto máximo y la marea de primavera continuará día y noche. Pero si ella no desea concederme a mi amada dama y soberana de este modo, entonces puede que hunda todas y cada una de las rocas en su propia región abismal en donde habita Plutón; si no, nunca conquistaré a mi dama. Haré descalzo mi peregrinación a tu templo en Delfos. Señor Febo, mira las lágrimas que resbalan por mis mejillas y apiádate de mi dolor.

Terminada su perorata, cayó en un desmayo y permaneció allí largo rato en un trance ininterrumpido.

Su hermano, que conocía su tribulación, le recogió y le llevó a su lecho. Ahora dejaré a esta infeliz criatura yaciendo en cama, sufriendo su desesperado tormento y con su mente extraviada. Por lo que de mí depende, puede vivir o morir, como quiera.

Arveragus, la flor de la caballería, regresó a su hogar con otros distinguidos caballeros, prósperos y cubiertos de honores. Ahora Dorígena se hallaba en el séptimo cielo: su valiente esposo entre sus brazos, su osado caballero y digno guerrero que la amaba más que a la vida misma. Él, ni remotamente podía sospechar o imaginar que alguien hubiera podido hablarle de amor a ella durante su ausencia. De eso no tenía temor alguno. Por lo que bailó, celebró justas y se divirtió con ella. Ahora les dejaré viviendo inmersos en felicidad y goce y volveré a referirme a Aurelio.

El desgraciado Aurelio continuó enfermo en cama, sufriendo atroces tormentos durante más de dos años, hasta que pudo nuevamente poner los pies al suelo. Durante todo este tiempo su único consuelo fue su hermano, un estudioso, que sabía de todos sus trastornos y penas, pero que, podéis estar seguros, jamás se atrevió a dejar escapar ni una palabra sobre el asunto a ninguna alma viviente. El lo escondió dentro de su pecho con mayor secreto que Pánfilo
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ocultó su amor por Galatea. Exteriormente su pecho aparecía sin heridas, pero una flecha profunda seguía en su corazón. Como sabéis, en cirugía, la cura de una herida solamente en la superficie es peligrosa, a menos que se consiga arrancar la flecha o legar hasta ella.

En secreto, el hermano de Aurelio lloraba y se lamentaba hasta que, un día, se acordó de que cuando se hallaba en Orleáns de Francia, yendo tras los conocimientos de ciencias ocultas por todos los rincones (con muchas ganas de leer sobre eses ciencias, como todos los estudiantes jóvenes), había visto un día en su estudio de Orleáns un libro de magia blanca que un amigo suyo (aunque estaba allí para aprender otra profesión y en aquella época daba lecciones de Derecho) había escondido en su mesa de escritorio. Este libro contenía mucha información referente al funcionamiento de las veintiocho mansiones de la Luna y tonterías parecidas que, actualmente, no valen un comino, pues la fe de la Santa Iglesia y nuestro credo no nos permitirá que suframos daños por tales quimeras.

Cuando se acordó del libro, su corazón bailó de contento y se dijo para sí: «Mi hermano pronto se curará, pues estoy seguro de que hay artes por las cuales se pueden producir diversas ilusiones, como las que crean expertos magos. Pues he oído frecuentemente que en los banquetes tales magos pueden hacer aparecer agua y una barcaza surcándola arriba y abajo del salón; algunas veces ha parecido venir un fiero león; algunas veces han hecho surgir flores como en un prado; otras veces, unas vides con uvas blancas y rojas; algunas veces, un castillo de cal y canto; y los hacían desaparecer en el aire en cuanto querían. O así se lo parecía a los ojos de los presentes. Por tanto, he llegado a la conclusión de que si puedo encontrar en Orleans
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a algún viejo amigo que tenga estas mansiones de la Luna almacenadas en la mente o cualquier otra magia blanca podrá muy bien hacer que mi hermano tenga su amor. Pues, por medio de alguna ilusión, un mago podría hacer ver a los ojos humanos que todas y cada una de las piedras negras de Bretaña habían sido desalojadas, que los barcos podían ir y venir a lo largo de la costa, y podría mantener esta ilusión durante toda una semana. Entonces mi hermano quedaría curado de su aflicción, pues ella tendría que cumplir su palabra o, por lo menos, ser expuesta en la picota.»

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