Pero eso era exactamente lo que Brant pretendía hacer. Como dijo a casi todos los del pueblo durante los días siguientes, sólo valía la pena hacer cosas que costasen un duro esfuerzo. Siempre ha sido buena cosa hacer virtud de la necesidad.
Brant llevó a cabo los preparativos con una reserva sin precedentes. No quería ser demasiado concreto sobre sus planes para evitar que alguna de la docena de personas de Chaldis con derecho a emplear una aeronave se adelantara a echar un vistazo a Shastar. Desde luego, que esto ocurriese, sólo era una cuestión de tiempo pero la febril actividad de los últimos meses había impedido estas exploraciones. Nada sería tan humillante como entrar tambaleándose en Shastar después de un viaje de una semana y ser recibido tranquilamente por un vecino que habría hecho el mismo viaje en diez minutos.
Por otra parte, también era importante que el pueblo en general, e Yradne en particular, se diesen cuenta de que estaba haciendo un esfuerzo excepcional. Sólo Simón sabía la verdad, y había accedido, a regañadientes, a guardar silencio de momento. Brant confiaba en haber desviado la atención de su verdadero objetivo, mostrando gran interés en las tierras al este de Chaldis, donde se conservaban también algunas reliquias arqueológicas de cierta importancia.
La cantidad de comida y de equipo necesaria para dos o tres semanas era realmente extraordinaria, y sus primeros cálculos lo habían sumido en un estado de considerable pesimismo. Incluso había pensado en pedir prestada una aeronave, pero la petición le sería denegada sin duda y desbarataría el objetivo de su empresa. Sin embargo, era completamente imposible llevar todo lo que necesitaba para el viaje.
La solución habría sido fácil para cualquier persona de una era menos mecanizada, pero Brant tardó algún tiempo en encontrarla. La máquina voladora había anulado toda forma de transporte terrestre salvo una, la más vieja y versátil de todas, la única que se perpetuaba por sí sola, y podía arreglárselas muy bien, como había hecho en otros tiempos, sin ayuda alguna del hombre.
Chaldis poseía seis caballos, un número bastante reducido para una comunidad de su importancia. En algunos pueblos, los caballos eran más numerosos que los seres humanos, pero los paisanos de Brant, al vivir en una región salvaje y montañosa, habían tenido pocas oportunidades para practicar la equitación. El propio Brant sólo había montado a caballo dos o tres veces en su vida, y muy poco tiempo.
El semental y las cinco yeguas estaban al cuidado de Treggor, un hombrecillo nervudo que no tenía más interés visible en la vida que los animales. No era una de las inteligencias más sobresalientes de Chaldis, pero parecía completamente feliz dirigiendo su parque zoológico particular, que incluía perros de muchas formas y tamaños, una pareja de castores, varios monos, un cachorro de león, dos osos, un joven cocodrilo y otros animales que generalmente se admiran desde lejos. El único pesar que había nublado su plácida existencia era no haber conseguido un elefante.
Brant encontró a Treggor apoyado en la puerta del potrero. Había un desconocido con él, que Treggor presentó a Brant como un vecino de otro pueblo, aficionado a los caballos. La curiosa similitud entre los dos hombres, desde su manera de vestir hasta sus expresiones faciales, hacían completamente inútil aquella explicación.
Uno siente siempre cierto nerviosismo en presencia de reconocidos expertos, y Brant expuso su problema con cierta timidez. Treggor lo escuchó con expresión seria y permaneció un buen rato en silencio antes de responder:
—Sí —dijo lentamente, señalando con el pulgar hacia las yeguas—, cualquiera de ellas te serviría si supieses cómo manejarlas.
Miró a Brant con expresión dubitativa.
—Son como los seres humanos, ¿sabes? Si no les gustas, no hay nada que hacer con ellas.
—Nada —repitió el desconocido, con visible regocijo.
—Pero seguro que puedes enseñarme a manejarlas, ¿no?
—Tal vez sí y tal vez no. Recuerdo a un joven como tú que quería aprender a montar a caballo. Pero los caballos no le permitían que se acercara. Le habían cobrado antipatía y no había nada que hacer.
—Los caballos saben mucho —intervino misteriosamente el otro.
—Es verdad —asintió Treggor—. Debes caerles simpático. Entonces no tienes nada que temer.
Brant pensó que había mucho que decir en favor de la máquina menos temperamental de todas.
—No quiero montar —dijo, con cierto pesar—. Sólo quiero un caballo para que me lleve la carga. ¿Cabe la posibilidad de que se niegue a hacerlo?
Su ligera ironía pasó inadvertida. Treggor asintió solemnemente con la cabeza.
—No habría dificultad en esto —dijo—. Todos se dejarían llevar del ronzal..., es decir, todos menos Daisy. A ésta no la pillarías nunca.
—Entonces podrías prestarme una... una de las más dóciles.
Treggor se agitó confuso, luchando entre dos de seos contrapuestos. Se alegraba de que alguien quisiera utilizar sus queridos animales, pero temía que sufriesen algún daño.
Los daños que pudiese sufrir Brant eran de importancia secundaria.
—Bueno —empezó a decir, vacilando—, en este momento es un poco difícil...
Brant observó las yeguas con más atención y comprendió lo que Treggor quería decir. Sólo una iba acompañada de un potro, pero saltaba a la vista que esta deficiencia pronto sería reparada. Una complicación más que no había previsto.
—¿Cuánto tiempo estarás ausente? —pregunté Treggor.
—Tres semanas, como máximo; tal vez sólo dos.
Treggor hizo unos rápidos cálculos ginecológicos.
—Entonces puedes llevarte a Sunbeam —decidió—. No te causará ningún problema; es el animal más manso que he tenido jamás.
—Muchísimas gracias —dijo Brant—. Te prometo que cuidaré bien de ella. Y ahora, ¿quieres presentarnos?
—No veo por qué tengo que hacerlo refunfuñó el bueno de Jon, mientras sujetaba el serón sobre los lisos costados de Sunbeam—, y más cuando no quieres ni explicarme adonde vas o qué esperas encontrar.
Brant no habría podido contestar la última pregunta aunque hubiese querido. En sus momentos más lúcidos, comprendía que no encontraría nada de valor en Shastar. Lo cierto es que resultaba difícil pensar en algo que su gente no poseyera ya o que no pudiese obtener al instante si lo deseaba. Pero el viaje sería la prueba, la prueba más convincente que podía imaginar, de su amor por Yradne.
No cabía duda de que ella estaba muy impresionada por sus preparativos, y él había tenido buen cuidado en subrayar los peligros a que estaba a punto de enfrentarse. Sería muy incómodo dormir a cielo descubierto, y su dieta sería muy monótona. Incluso podía perderse y desaparecer para siempre. ¿Y si aún había bestias salvajes o fieras en los montes o en los bosques?
El viejo Johan, que era indiferente a las tradiciones históricas, había protestado ante el hecho de que un herrero tuviese que rebajarse a trabajar en algo tan primitivo como un caballo. Sunbeam le había mordisqueado delicadamente por esto, con gran habilidad y precisión, mientras él se inclinaba para examinarle los cascos. Pero había confeccionado rápidamente un serón en el que Brant podía colocar todo lo que necesitaba para el viaje, e incluso sus materiales de dibujo, de los que no quería separarse. Treggor le había asesorado sobre detalles técnicos de los arreos, mostrándole antiguos modelos compuestos principalmente de cuerdas.
Era todavía muy temprano cuando quedaron ultimados los últimos detalles. Brant había querido marcharse lo más discretamente posible, y su éxito total le resultó ligeramente mortificador. Sólo Jon e Yradne fueron a despedirle.
Caminaron silenciosos y pensativos hasta el final del pueblo y cruzaron el estrecho puente de metal sobre el río. Entonces, Jon dijo bruscamente:
—Espero que no te rompas el maldito cuello.
Le estrechó la mano y se marchó, dejándole a solas con Yradne. Fue un bonito gesto que Brant agradeció.
Aprovechando la preocupación de su amo, Sunbeam empezó a pacer en la alta hierba de la orilla del río. Brant cambió torpemente varias veces de posición y después anunció, con poco entusiasmo:
—Creo que debo marcharme.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —le preguntó Yradne.
No llevaba el regalo de Jon; tal vez ya se había cansado de él. Brant deseó que así fuese, pero después pensó que ella podía perder interés con igual rapidez en algo que él le trajese.
—Unos quince días, si todo va bien —añadió con aire sombrío.
—Ten cuidado —le aconsejó Yradne, en tono un tanto impaciente—, y no cometas imprudencias.
—Lo procuraré —respondió Brant, sin hacer todavía ningún movimiento para marcharse—, pero a veces uno tiene que arriesgarse.
Esta conversación inconexa habría podido durar mucho más si no hubiese sido por Sunbeam.
El brazo de Brant sufrió un súbito tirón y el joven tuvo que echarse hacia atrás con rapidez. Recobró el equilibrio y estaba a punto de hacer un ademán de despedida cuando Yradne corrió hacia él, le dio un fuerte beso y despareció en dirección al pueblo antes de que él pudiese recobrarse.
Ella aminoró el paso cuando Brant ya no podía verla. Jon le llevaba todavía una buena ventaja, pero no hizo el menor esfuerzo por alcanzarle. La embargaba un sentimiento curiosamente solemne, fuera de lugar en aquella resplandeciente mañana de primavera. Era muy agradable sentirse amada, pero tenía sus inconvenientes si miraba más allá del momento inmediato.
Durante un instante se preguntó si había sido leal con Jon, con Brant... o incluso consigo misma. Un día tendría que tomar la decisión; no podía demorarla eternamente. Pero no conseguía decidir, por más que se esforzase de ello, cuál de los dos muchachos le gustaba más, y ni siquiera sabía si estaba enamorada.
Nadie le había dicho, y ella aún no lo había descubierto, que cuando una tiene que preguntarse «¿Estoy realmente enamorada?», la respuesta siempre es «No».
Más allá de Chaldis, el bosque se extendía durante cinco kilómetros hacia el este, y entonces empezaba la gran llanura que abarcaba el resto del continente. Seis mil años atrás, esta tierra había sido uno de los más terribles desiertos del mundo, y su recuperación uno de los primeros logros de la Era Atómica.
Brant pensaba ir hacia el este hasta el final del bosque y dirigirse después hacia las tierras altas del norte. Según los mapas, antiguamente había existido una carretera a lo largo de la cresta de los montes, que enlazaba todas la ciudades de la costa en una cadena que terminaba en Shastar. Sería fácil seguir este camino, aunque no esperaba que la carretera hubiese soportado muy bien el paso de los siglos.
Se mantuvo cerca del río, confiando en que no hubiese cambiado su curso desde que se habían confeccionado los mapas. Era tanto su guía como su senda a través del bosque; cuando los árboles eran demasiado espesos, él y Sunbeam siempre podrían avanzar por aguas poco profundas. Sunbeam colaboraba mucho; allí no había hierba que la distrajese, y caminaba con regularidad sin necesidad de que él la apremiase demasiado.
Poco después del mediodía, los árboles se hicieron más dispersos. Brant había llegado a la frontera que, siglo tras siglo, había sido la de tierras que el hombre ya no quería conservar. Poco después, el bosque quedó atrás y se encontró en la llanura abierta.
Comprobó su posición en el mapa y observó que los árboles habían avanzado un trecho considerable hacia el este desde que se había trazado el mapa. Pero había un camino claro hacia el norte, hacia los montes bajos por donde había discurrido la antigua carretera, y posiblemente podría llegar a ellos antes del anochecer.
Llegado a este punto, se produjeron ciertas dificultades imprevistas de naturaleza técnica. Sunbeam, al verse rodeada de la hierba más apetitosa, se iba deteniendo cada tres o cuatro pasos para hincarle el diente. Como Brant la llevaba corta de la brida, las sacudidas casi le dislocaban el brazo. Darle más brida aún empeoraba las cosas, pues entonces le resultaba imposible controlarla.
Brant quería mucho a los animales, pero pronto se dio cuenta de que Sunbeam se estaba aprovechando de su buen carácter. Aguantó durante cerca de un kilómetro, y entonces se dirigió a un árbol de ramas delgadas y flexibles. Sunbeam lo observó cautelosamente por el rabillo del límpido ojo castaño mientras él cortaba una rama y la introducía ostensiblemente en el cinto. A partir de entonces, la yegua emprendió un paso tan vivo que a duras penas podía seguirla.
Tal como Treggor había indicado, era sin duda un animal sumamente inteligente.
La cadena montañosa, que era su primer objetivo, tenía poco más de medio kilómetro de altura, y la vertiente resultaba muy suave. Pero en el camino hacia la cresta había que salvar numerosas y molestas colinas y pequeños valles. Cuando llegaron al punto más alto estaba a punto de anochecer. Brant pudo ver hacia el sur el bosque a través del que habían pasado y que había dejado de ser un obstáculo. Chaldis estaba en medio de él, en alguna parte, aunque sólo tenía una vaga idea de su situación. Le sorprendió no poder descubrir ninguna señal de los grandes claros que habían hecho sus paisanos. La llanura se prolongaba indefinidamente hacia el sudeste como un mar de hierba salpicado de pequeños grupos de árboles. Cerca del horizonte pudo distinguir unas pequeñas manchas que cambiaban de sitio, e imaginó que se trataba de una gran manada de animales salvajes.
Hacia el norte estaba el mar, a tan sólo unos veinte kilómetros de la larga vertiente y más allá de las tierras bajas. Casi hubiera parecido negro a la luz del sol poniente de no haber sido por las pequeñas olas coronadas de espuma del rompiente.
Antes de que se hiciese de noche encontró una depresión resguardada del viento, ató a Sunbeam a un vigoroso arbusto y montó una pequeña tienda que le había proporcionado el viejo Johan. En teoría era una operación muy sencilla, pero, como habían descubierto muchos antes que él, podía poner a prueba la habilidad y la paciencia. Al fin lo consiguió y se dispuso a pasar allí la noche.
Hay cosas que la más aguda inteligencia no puede prever y que sólo puede enseñar la experiencia más amarga. ¿Quién habría sospechado que el cuerpo humano era tan sensible a la casi imperceptible pendiente donde había levantado la tienda? Pero más molestas eran aún las pequeñas diferencias térmicas entre un punto y otro, producidas seguramente por las corrientes de aire que parecían atravesar la tienda por su propia voluntad. Brant habría podido soportar cualquier temperatura uniforme, pero aquellas variaciones imprevisibles le exasperaban.