»Tenéis que alejaros de la Tierra, Brant; ninguno de los que han pasado toda su vida en la superficie de un planeta ha visto nunca las estrellas, sino sólo sus débiles fantasmas. ¿Te imaginas lo que significa estar suspendido en el espacio, en mitad de uno de los grandes sistemas múltiples, con soles de colores resplandeciendo a tu alrededor? Yo lo he hecho, y he visto estrellas flotando en anillos de fuego carmesí, como vuestro planeta Saturno, pero mil veces más grandes. ¿Y puedes imaginarte la noche en un mundo próximo al corazón de la Galaxia, donde todo el cielo es luminoso, con una niebla estelar que todavía no se ha concentrado en soles? Vuestra Vía Láctea es sólo un puñado desperdigado de soles de tercera clase. ¡Espera a ver la Nebulosa Central!
»Éstas son las cosas grandes, pero las pequeñas también son maravillosas. Empápate todo lo que puede ofrecerte el universo y, si lo deseas, vuelve a la Tierra con tus recuerdos. Entonces podrás empezar a trabajar; entonces, y no antes, sabrás si eres un artista.
Brant estaba impresionado, pero no convencido.
—Según este argumento —replicó—, el verdadero arte no pudo existir antes de los viajes espaciales.
—Hay toda una escuela de crítica fundada en esta tesis; ciertamente, el viaje espacial fue una de las mejores cosas que le sucedieron al arte. Viaje, exploración, contacto con otras culturas: éste es el gran estímulo de toda actividad intelectual. —Trescon señaló el magnífico mural detrás de ellos—. Las personas que crearon aquella leyenda eran navegantes, y el comercio de la mitad del mundo se realizaba a través de sus puertos. Pero después de unos pocos miles de años, el mar era demasiado pequeño para la inspiración o la aventura, y llegó el momento de salir al espacio. Bueno, ahora ha llegado el momento para ti, tanto si te gusta como si no.
—No me gusta. Deseo casarme con Yradne.
—Las cosas que quiere la gente son muy diferentes de las que le convienen. Te deseo suerte en tu pintura; no sé si deseártela en tu otra empresa. El arte grande y la felicidad doméstica son incompatibles. Tarde o temprano tendrás que elegir.
«Tarde o temprano tendrás que elegir.» Estas palabras aún resonaban en la mente de Brant cuando éste subía trabajosamente a la cumbre del monte y el viento bajaba a recibirlo en la ancha carretera. Sunbeam lamentaba el final de sus vacaciones, y por esto se movía más despacio de lo que requería la cuesta. Pero poco a poco el paisaje se fue abriendo a su alrededor, el horizonte se alejó más sobre el mar, y la ciudad empezó a parecerse cada vez más a un juguete construido con ladrillos de colores, un juguete dominado por la nave suspendida e inmóvil sobre él.
Brant pudo verla por primera vez en su conjunto, pues ahora flotaba casi al nivel de sus ojos y podía abarcarla con la mirada. Era de forma algo cilíndrica, pero terminaba en unas complicadas estructuras poliédricas cuyas funciones no podía imaginar. El gran dorso curvo estaba erizado de protuberancias, columnas estriadas y cúpulas. Allí había poder y eficacia, pero no belleza, y Brant lo miró con disgusto.
Ojalá desapareciese el monstruo inmóvil que usurpaba el cielo, como desaparecían las nubes que pasaban por su lado.
Pero no desaparecía porque él lo quisiera; Brant sabía que él y sus problemas no tenían importancia en comparación con las fuerzas que ahora se estaban acumulando. Era la pausa durante la cual la Historia contenía su aliento, el momento de silencio entre el fulgor del relámpago y el primer estampido. Pronto retumbaría el trueno en todo el mundo, y pronto no habría mundo en absoluto, mientras él y su pueblo serían exiliados sin hogar entre las estrellas. Este era el futuro con el que no quería enfrentarse, el futuro que temía mucho más de lo que pudieran imaginar Trescon y sus amigos, para quienes el universo había sido un juguete durante cinco mil años.
Parecía injusto que esto hubiese tenido que ocurrir en su tiempo, después de tantos siglos de tranquilidad. Pero los hombres no pueden negociar con el Destino ni elegir la paz o la aventura a su antojo. La Aventura y el Cambio habían vuelto al mundo una vez más, y él debía sacar el mejor partido de ello, como habían hecho sus antepasados al iniciarse la era espacial y asaltar las estrellas con sus primeras y frágiles naves.
Saludó a Shastar por última vez y después volvió la espalda al mar. El sol le deslumbraba y la carretera parecía velada, delante de ella, por una niebla brillante y trémula, como un espejismo o el reflejo de la Luna sobre aguas agitadas. Por un momento, Brant se preguntó si sus ojos lo habían engañado; entonces vio que se trataba de una ilusión.
Hasta donde podía alcanzar con la mirada, la carretera y la tierra, a ambos lados, estaban cubiertas de innumerables hilos de telarañas, tan finas y delicadas que sólo la viva luz del sol revelaba su presencia. Durante el último cuarto de kilómetro había estado caminando a través de ellos y no habían resistido su paso más de lo que lo habrían hecho unas volutas de humo.
Las arañas traídas por el viento tenían que haber estado cayendo a millones desde el cielo durante toda la mañana, y al mirar hacia el azul, Brant aún pudo captar por un momento, a la luz del sol, aquel brillo sedoso al pasar algunas viajeras rezagadas. Sin saber si viajarían, aquellas diminutas criaturas se habían aventurado en un abismo más inhóspito e insondable que cualquiera con el que él pudiese enfrentarse cuando llegase el día de despedirse de la Tierra. Era una lección que recordaría durante las semanas y los meses siguientes.
Poco a poco, la Esfinge se hundió en la línea del cielo al reunirse con Shastar más allá de la curva de los montes. Sólo una vez miró Brant hacia atrás para ver el monstruo agazapado, cuya vigilancia de milenios estaba ahora tocando a su fin. Entonces caminó lentamente bajo el sol, mientras dedos impalpables le acariciaban una y otra vez la cara, al ser empujados más hilos de seda por el viento que soplaba de su tierra.
(
Hate
, 1961)
IEsto va a ser demasiado inverosímil para un relato de ficción. Tendrán que aceptar mi palabra de que no me lo estoy inventando. Como casi había olvidado la génesis de la historia hasta que saqué mis amarillentas libretas de notas, todavía me siento algo incrédulo.
En febrero de 1960 —treinta años antes de que aparezcan impresas estas palabras—, el distinguido productor de cine William MacQuitty me pidió que escribiese un guión titulado El mar y las estrellas. Esto fue a los dos años de que el Sputnik I inaugurase la era espacial (octubre de 1957); ningún ser humano había viajado entonces más allá de la atmósfera y, a pesar de Laika y otros astronautas animales, en algunos círculos todavía se dudaba de que fuese posible una supervivencia prolongada en estado de ingravidez.
Aunque desde luego entonces, no lo sabíamos, Yuri Gagarin ya se estaba preparando para el primer vuelo orbital (12 de abril de 1961), y Bill y yo estábamos totalmente seguros de que la primera persona en el espacio sería un ruso. Pensamos que seria una película fantástica si la cápsula se hundía en el Great Barrier Reef y era descubierta con el ocupante atrapado y vivo por un buceador que... no, no quiero aguarles la historia...
Nada salió del guión de película, que es lo que les ocurre al 99 por ciento de ellos. Sin embargo, pensé que la idea era demasiado buena para desperdiciarla y, al mes siguiente, escribí un cuento con ella. La revista Iflo publicó en noviembre de 1961 titulándolo At the End of the Orbit («Al final de la órbita»). Yo prefiero el título original, tiene más garra.
Casi al mismo tiempo conocí al primer hombre que entraría en órbita; una de las cosas que poseo y que más aprecio es la autobiografía de Gagarin, con esta dedicatoria: «En recuerdo de nuestro encuentro en Ceilán, 11 de diciembre del 61.» Años más tarde, en Star City, estuve en el despacho de Gagarin, tal como lo había dejado antes de aquel vuelo fatal de adiestramiento, con el reloj de la pared parado en el momento de su muerte.
Cuando nos conocimos, Bill MacQuitty acababa de producir la película definitiva sobre la catástrofe del Titanic: A Night to Remember; el tema le interesaba sobre todo porque de muchacho había presenciado en Belfast la botadura del barco. Más tarde hizo un decidido pero vano esfuerzo por llevar a la pantalla Naufragio en el mar selenita. Al no poder filmar operaciones submarinas en la Luna, volvió a la Tierra con Above Us the Waves, historia del ataque de la Armada británica contra el acorazado Turpitz. También empleó Ceilán, —donde había trabajado en un banco en los años treinta—, como escenario de The Beachcomber, un cuento de Somerset Maugham de la época colonial, protagonizado por Robert Newton. («La última película —me dijo Bill—, en la que Bob estuvo sereno casi todo el tiempo.»)
Todas estas cuestiones pueden parecer un poco irrelevantes, pero no lo son. Porque el hombre que había observado la botadura del Titanic en 1910, y podía haberme pescado antes que Stanley Kubrick, acababa de entrar en mi despacho con el primer volumen de su autobiografía. Y estoy quebrantando una de mis normas más severas al escribir una introducción...
Pero aún no he terminado. Una semana después de que Bill MacQuitty abandone Colombo, vendrá el hombre que filmará por fin (toquen madera) Naufragio en el mar selenita, para discutir operaciones de salvamento en la Luna.
Y para hacer las cosas aún más complicadas, estoy trabajando en una novela sobre el centenario del Titanic; se acerca rápidamente el año 2012. Hablé de él una vez en Regreso a Titán, pero ahora Robert Ballard y su equipo lo han redescubierto, es hora de volver a los Grand Banks.
T
ibor no lo vio. Estaba durmiendo e inmerso en su inevitable y doloroso sueño. Sólo Joey se encontraba despierto sobre cubierta, en la fresca quietud que precede a la aurora, cuando apareció el llameante meteoro encima de Nueva Guinea. Observó cómo ascendía en el cielo hasta pasar directamente por encima de su cabeza, apagando las estrellas y proyectando sombras que se movían rápidamente sobre la atestada cubierta. La fuerte luz perfiló el aparejo desnudo, las cuerdas enrolladas y los tubos de aire, las escafandras hábilmente colocadas para la noche, incluso la isla baja y cubierta de palmeras a media milla de distancia. Al pasar hacia el sudoeste, sobre el vacío del Pacífico, empezó a desintegrarse.
Desprendió glóbulos incandescentes, dejando una estela de fuego a lo largo de un cuarto de su trayectoria en el cielo. Empezaba ya a extinguirse cuando Joey lo perdió de vista. Todavía resplandeciendo, se hundió en el horizonte, como si tratase de arrojarse contra la cara del sol oculto.
Si la vista era espectacular, el silencio absoluto resultaba enervante. Joey se quedó esperando, pero ningún sonido llegaba del cielo hendido. Cuando unos minutos más tarde se oyó un súbito chasquido en el mar, a poca distancia, la sorpresa le produjo un involuntario sobresalto; después se maldijo por haberse dejado asustar por una manta, aunque tenía que ser muy grande para haber hecho aquel ruido al saltar. No oyó nada más, y entonces volvió a dormirse.
En su estrecha litera, a popa del compresor de aire, Tibor no oyó nada. Dormía tan profundamente después del trabajo del día que le quedaba poca energía, incluso para los sueños. Y cuando los tenía, no eran los que hubiese querido. En las horas de oscuridad, cuando su mente rondaba por el pasado, nunca se detenía en recuerdos de deseo. Había tenido mujeres en Sydney, en Brisbane, en Darwin y en Thursday Island, pero ninguna en sus sueños. Lo único que siempre recordaba al despertar, en la fétida quietud del camarote, era el polvo, el fuego y la sangre cuando los tanques rusos entraron en Budapest. Sus sueños no eran de amor sino sólo de odio.
Cuando Nick lo sacudió para despertarlo, estaba esquivando a los guardias en la frontera austriaca. Tardó unos segundos en hacer el viaje de quince mil kilómetros hasta el Great Barrier Reef. Entonces bostezó, echó a patadas a las cucarachas que le hacían cosquillas en los dedos de los pies, y bajó de la litera.
El desayuno era el mismo de siempre, desde luego: arroz, huevos de tortuga y carne en conserva, regado todo ello con té fuerte y dulce. Lo mejor de la comida de Joey era la abundancia. Tibor estaba acostumbrado a la monótona dieta. Lo compensaba, al igual que de otras privaciones, cuando volvía al continente.
El sol apenas había asomado en el horizonte cuando amontonaron los platos en la pequeña cocina y el lugre emprendió su ruta.
Nick parecía animado al ponerse al timón y apartarse de la isla. El viejo pescador de perlas tenía motivos para estarlo, ya que el banco de conchas en el que trabajaban era el más rico que Tibor había visto jamás. Con un poco de suerte llenarían la bodega en un día o dos y volverían a Thursday Island con media tonelada de conchas a bordo. Y entonces, con un poco más de suerte, podría dejar este peligroso trabajo y volver a la civilización.
Y no es que lamentase nada. El griego lo había tratado bien, y él había encontrado algunas perlas muy buenas al abrir las conchas. Pero ahora, después de nueve meses en el Reef, comprendía por qué el número de submarinistas blancos podía contarse con los dedos de una mano. Los japoneses, los canacas y los isleños podían soportarlo; pero muy pocos europeos.
El diesel enmudeció y el
Arafura
se detuvo.
Estaban a unos tres kilómetros de la isla, baja y verde sobre el agua, pero separada de ésta por una estrecha franja de playa deslumbrante. No era más que un banco de arena sin nombre, del que había logrado apoderarse un pequeño bosque. Sus únicos moradores eran las innumerables y estúpidas
pardelas
que anidaban en el blando suelo y hacían la noche odiosa con sus gritos agoreros.
Los tres buceadores apenas hablaron mientras se vestían. Cada uno sabía lo que tenía que hacer y no perdía tiempo en llevarlo a cabo. Al abrocharse Tibor la gruesa chaqueta de
twill
, Blanco, su ayudante, lavó el cristal del casco con vinagre, para que no se empañase. Entonces Tibor bajó por la escalera de cuerda, mientras le ponían el pesado casco y el coselete de plomo.
Aparte de la chaqueta, cuyo relleno repartía el peso por igual sobre sus hombros, llevaba su ropa corriente.
En aquellas aguas cálidas no había necesidad de trajes de caucho. El casco actuaba simplemente como una pequeña campana de buzo mantenida en posición por su propio peso. En caso de emergencia, el que lo llevaba (si tenía suerte) podía desprenderse de él y subir nadando sin estorbos a la superficie. Tibor lo había visto hacer, pero no tenía el menor deseo de experimentarlo.