Cuentos del planeta tierra (8 page)

Read Cuentos del planeta tierra Online

Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento

BOOK: Cuentos del planeta tierra
13.02Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Espero que no le hayamos molestado.

No era un principio de conversación muy espectacular, y a Brant le intrigó un poco el acento del hombre, o mejor dicho, el excesivo cuidado con que pronunciaba las palabras. Parecía como si pensara que Brant no lo comprendería si le hablaba de otra manera.

—En absoluto —respondió Brant, hablando también despacio—. Pero me han sorprendido. No esperaba encontrar a nadie aquí.

—Tampoco nosotros —dijo el otro, con una ligera sonrisa—. No teníamos idea de que todavía viviese alguien en Shastar.

—Es que yo no vivo aquí —le explicó Brant—. Sólo soy un visitante, como ustedes.

Los tres intercambiaron unas miradas, como compartiendo algún secreto. Uno de ellos cogió entonces un pequeño objeto de metal de su cinturón y dijo unas palabras por él, en voz demasiado baja para que Brant pudiese oírlas. Imaginó que otros miembros del grupo estaban en camino y le fastidió que acabaran con su tranquilidad.

Dos de los desconocidos se habían acercado al gran mural y se pusieron a examinarlo con ojos críticos. Brant se preguntó qué estarían pensando; lamentaba tener que compartir su tesoro con quienes no sentirían la misma veneración que él y considerarían aquello como una simple pintura bonita. El tercer hombre estaba a su lado, comparando lo más discretamente posible la copia de Brant con el original. Parecía como si los tres se hubieran propuesto deliberadamente no seguir conversando. Hubo un largo e incómodo silencio; entonces los otros dos hombres se reunieron con ellos.

—Bueno, Erlyn, ¿qué piensas de esto? —preguntó uno, señalando la pintura con la mano.

De momento parecieron haber perdido todo su interés por Brant.

—Es un primitivo muy bueno de finales del tercer milenio, tan bueno como cualquiera de las cosas que tenemos nosotros. ¿No estás de acuerdo, Latvar?

—No del todo. Yo no diría que es de finales del tercer milenio. En primer lugar, el tema...

—¡Tú y tus teorías! Pero tal vez tengas razón. Es demasiado bueno para ser del último período. Pensándolo bien, yo lo fecharía alrededor del 2500. ¿Qué opinas tú, Trescon?

—Estoy de acuerdo. Probablemente es de Aroon o de uno de sus discípulos.

—¡Qué disparate! —dijo Latvar.

—¡Imposible! —gruñó Erlyn.

—Bueno —replicó educadamente Trescon—. Yo sólo he estudiado este período durante treinta años, mientras que vosotros os habéis dedicado a él desde que empezamos. Así que me inclino ante vuestro superior conocimiento.

Brant había seguido esta conversación con creciente sorpresa y desconcierto.

—¿Son artistas los tres? —preguntó al fin.

—Desde luego —respondió, dándose tono—. Si no lo fuésemos, ¿por qué estaríamos aquí?

—No seas embustero —dijo Erlyn, sin levantar la voz—. Tú no serías artista aunque vivieses mil años. No eres más que un experto, y lo sabes. Los que pueden, hacen; los que no, critican.

—¿De dónde vienen ustedes? —preguntó Brant, tímidamente.

Nunca había conocido a nadie que se pareciese a estos hombres extraordinarios. Eran de edad más que mediana, pero parecían tener unas aficiones y un entusiasmo casi infantiles. Todos sus movimientos y gestos eran un poco exagerados, y cuando hablaban entre ellos lo hacían con tanta rapidez que a Brant le resultaba difícil seguirlos.

Antes de que nadie pudiese contestar, se produjo otra interrupción. Una docena de hombres aparecieron en la puerta y se detuvieron un instante al ver el gran mural. Entonces se apresuraron a reunirse con el grupito que rodeaba a Brant, el cual se encontró en medio de la gente.

—¿Ya estás aquí, Kondar? —preguntó Trescon, señalando a Brant—. Hemos encontrado a alguien que puede responder a tus preguntas.

El hombre a quien se había dirigido Trescon miró fijamente a Brant durante un momento, observó su pintura sin terminar y sonrió. Después se volvió a Trescon y arqueó interrogativamente las cejas.

—No —dijo Trescon.

Brant empezaba a impacientarse. Allí pasaba algo que no comprendía, y esto lo molestaba.

—¿Les importaría decirme a qué viene todo esto? —inquirió, en tono quejumbroso.

Kondar lo miró con expresión indescifrable. Después dijo pausadamente:

—Tal vez podría explicártelo mejor si saliésemos fuera.

Hablaba como si nunca tuviese que repetir una orden para ser obedecido. Brant lo siguió sin decir palabra, y los otros también. Kondar se apartó a un lado de la puerta e hizo ademán a Brant de que pasara.

Todavía estaba muy oscuro, como si una nube de tormenta hubiese tapado el sol; pero la sombra que cubría enteramente Shastar no era de ninguna nube.

Doce pares de ojos observaron a Brant cuando éste miró hacia el cielo, tratando de calcular el verdadero tamaño de la nave que flotaba sobre la ciudad. Estaba tan cerca que se perdía el sentido de la perspectiva; sólo se tenía conciencia de las amplias curvas metálicas que se extendían hasta el horizonte. Hubiese debido oírse algún ruido, alguna indicación de la energía que sostenía aquella masa formidable e inmóvil sobre Shastar; pero sólo había un silencio más profundo que el que Brant había experimentado jamás. Incluso las gaviotas se habían callado, como si también ellas estuviesen pasmadas por el intruso que les había usurpado el cielo.

Brant se volvió por fin a los hombres agrupados detrás de él. Sabía que estaban esperando sus reacciones, y de pronto resultó evidente la razón de su comportamiento curiosamente reservado pero no hostil. Para aquellos hombres, que gozaban de los poderes de los dioses, él era poco más que un salvaje que hablaba su misma lengua, un superviviente de su pasado medio olvidado, un ser que les recordaba los días en que sus antepasados habían compartido la Tierra con los de él.

—¿Comprendes ahora quiénes somos? —preguntó Kondar.

Brant asintió con la cabeza.

—Estuvisteis ausentes mucho tiempo —dijo—. Casi os habíamos olvidado.

Miró de nuevo el gran arco de metal que cubría el cielo y pensó que era muy extraño que el primer contacto después de tantos siglos se produjese allí, en esta ciudad perdida de la humanidad. Pero parecía que Shastar era bien recordada entre las estrellas, pues Trescon y sus amigos parecían conocerla perfectamente.

Y entonces, muy lejos, hacia el norte, los ojos de Brant captaron un súbito destello de luz de sol reflejada.

Moviéndose deliberadamente en la franja de cielo visible por debajo de la nave, había otro gigante de metal que podía ser su gemelo, aunque lo empequeñecía la distancia. Pasó rápidamente por el horizonte, y en pocos segundos se perdió de vista.

No era por tanto, la única nave. ¿Cuántas más podía haber? Por alguna razón, esta idea recordó a Brant la gran pintura de la que acababa de separarse y la flota invasora que navegaba con mortales intenciones hacia la ciudad condenada. Y con esta idea, y saliendo a los recónditos rincones de la memoria racial, sintió el miedo de los extranjeros que habían sido un día maldición de toda la humanidad. Se volvió a Kondar y gritó, en tono acusador.

—¡Estáis invadiendo la Tierra!

Durante un instante, todos permanecieron en silencio. Después dijo Trescon, con un ligero toque malicioso en la voz:

—Adelante, comandante; más pronto o más tarde tendrás que explicarlo. Ahora es un buen momento para practicar.

El comandante Kondar esbozó una sonrisita preocupada que primero tranquilizó a Brant, pero que después aumentó sus más tristes presentimientos.

—Eres injusto con nosotros, joven —declaró gravemente—. No hemos venido a invadir la Tierra. Hemos venido a evacuarla.

—Espero —dijo Trescon, que mostraba por Brant un interés protector— que esta vez los científicos hayan aprendido la lección... aunque lo dudo. Sólo dicen «ocurrirán accidentes», y cuando han salido de un lío van y se meten en otro. El Campo Sigma es hasta ahora su fracaso más espectacular; pero el progreso nunca cesa.

—Y si choca con la Tierra, ¿qué pasará?

—Lo mismo que le ocurrió al aparato de control cuando se soltó el Campo: se dispersará de modo uniforme en el cosmos. Y lo mismo ocurrirá con vosotros, a menos que os saquemos a tiempo de aquí.

—¿Por qué? —preguntó Brant.

—No esperarás una respuesta técnica, ¿verdad? Es algo que tiene que ver con la indeterminación. Los antiguos griegos, o tal vez fueron los egipcios, descubrieron que no se puede determinar con absoluta exactitud la posición de cualquier átomo; existe una pequeña pero finita probabilidad de estar en cualquier parte del universo. La gente que enviasteis al Campo esperaba emplearlo para la propulsión. Cambiaría las posibilidades atómicas, de manera que una nave espacial en órbita de Vega podría decidir de pronto que en realidad debería estar viajando alrededor de Betelgeuse.

»Bueno, parece que el Campo Sigma sólo hace la mitad del trabajo. Multiplica simplemente las probabilidades, pero no las organiza. Y ahora está vagando al azar entre las estrellas, alimentándose con polvo interestelar y algún rayo de sol ocasional. Nadie ha sido capaz de inventar la manera de neutralizarlo, aunque existe la espantosa sugerencia de que se podría crear un campo gemelo y provocar una colisión. Pero si se intenta, sé lo que sucederá.

—No veo por qué hemos de preocuparnos —comentó Brant—. Está todavía a una distancia de diez años luz.

—Diez años luz es demasiado poco para algo como el Campo Sigma. Está zigzagueando al azar, en lo que los matemáticos llaman el Camino del Borracho. Si tenemos mala suerte, estará aquí mañana, pero existen veinte probabilidades contra una de que la Tierra no sea alcanzada. Dentro de unos pocos años, podréis volver a casa, como si nada hubiese pasado.

—¡Como si nada hubiese pasado!

Fuera lo que fuese lo que les deparase el futuro, el antiguo estilo de vida habría desaparecido para siempre. Lo que ocurría ahora en Shastar, debía estar sucediendo, en una u otra forma, en todo el mundo. Brant observó boquiabierto cómo unas máquinas extrañas rodaban por las espléndidas calles, limpiando los escombros de siglos y haciendo de nuevo habitable la ciudad. Así como una estrella casi extinguida puede brillar, en una última hora de gloria, así sucedería con Shastar, que durante unos pocos meses se convertiría en una de las capitales del mundo, albergando el ejército de científicos, técnicos y administradores que habían descendido sobre ella del espacio.

Brant empezaba a conocer a los invasores. Su vigor, la minuciosidad con que lo hacían todo y el entusiasmo casi infantil que les producía su poder sobrehumano no dejaban de asombrarlo. Estos parientes suyos eran los herederos de todo el universo, y todavía no habían empezado a agotar sus maravillas ni a cansarse de sus misterios. A pesar de todos sus conocimientos, parecían estar experimentando todavía muchas de las cosas que hacían, incluso con una alegre irresponsabilidad. El Campo Sigma era buen ejemplo de esto; habían cometido un error, pero no parecía importarles en absoluto; estaban seguros de que más pronto o más tarde lo remediarían.

A pesar de la agitación que reinaba en Shastar, y sin duda en todo el planeta, Brant continuaba tercamente su tarea. Le ofrecía algo fijo y estable en un mundo de valores cambiantes, y se aferraba desesperadamente a ello. De vez en cuando, Trescon o sus colegas le visitaban y le daban consejos, por lo general excelentes, aunque él no siempre los seguía. Y ocasionalmente, cuando deseaba descansar los ojos o el cerebro, salía del gran museo vacío a las calles transformadas de la ciudad. Aunque sus nuevos moradores tenían que permanecer aquí tan sólo unos pocos meses, no habían ahorrado esfuerzo para hacer de Shastar una ciudad limpia y eficiente, y para darle cierta belleza total que habría sorprendido a sus primeros constructores.

Al cabo de cuatro días —el tiempo más largo que jamás había dedicado a una sola obra— Brant interrumpió su labor. Podría haber continuado indefinidamente, pero sólo le hubiese servido para empeorar las cosas. No disgustado del todo por su esfuerzo, fue en busca de Trescon.

Como de costumbre, encontró al crítico discutiendo con sus colegas sobre lo que había que salvar del arte acumulado de la humanidad. Latvar y Erlyn habían amenazado con utilizar la violencia si se llevaba otro Picasso a bordo o si se tiraba otro Fra Angélico. Como nada sabía de ninguno de ellos, Brant no tuvo reparos en hacer su petición.

Trescon se plantó en silencio delante de su pintura, examinando de vez en cuando el original. Su primera observación fue completamente inesperada.

—¿Quién es la joven? —preguntó.

—Usted me dijo que se llamaba Helena... —empezó a responder Brant.

—Me refiero a la que has pintado realmente.

Brant miró su tela, y después el original. Era extraño que no hubiese advertido antes estas diferencias. Pero indudablemente había rasgos de Yradne en la mujer que había pintado sobre la muralla de la fortaleza. No era la copia exacta que había pretendido hacer. Su mente y su corazón habían hablado a través de sus dedos.

—Ya veo qué quiere decir —respondió despacio—. Hay una muchacha en mi pueblo; en realidad vine aquí en busca de un regalo para ella, algo que pudiese impresionarla.

—Entonces has estado perdiendo el tiempo —repuso Trescon con franqueza—. Si realmente te ama, no tardará en confesártelo. Si no es así, no podrás hacer que te quiera. Es así de sencillo.

Brant no lo consideraba tan sencillo, pero decidió no discutir sobre el asunto.

—No me ha dicho qué piensa de mi pintura —se lamentó.

—Es prometedora —respondió Trescon con cautela—. Dentro de otros treinta... bueno, tal vez veinte años, podrás llegar a alguna parte si persistes en tu empeño. Desde luego, las pinceladas son bastante toscas y aquella mano parece un racimo de plátanos. Pero tienes una línea audaz y me gusta que no hayas hecho antes un esbozo al carbón. Esto está al alcance de cualquiera y, al no hacerlo, has demostrado cierta originalidad. Lo que necesitas es más práctica, y sobre todo más experiencia. Bueno, creo que podremos ayudarte.

—Si esto significa alejarme de la Tierra —dijo Brant—, no es la clase de experiencia que deseo.

—Será buena para ti. La idea de viajar hacia las estrellas, ¿no te emociona?

—No; sólo me produce consternación. Pero no puedo tomarlo en serio, porque no creo que sean capaces de hacernos marchar.

Trescon sonrió tristemente.

—Lo haréis con bastante rapidez cuando el Campo Sigma absorba del cielo la luz de las estrellas. Y será bueno que ocurra: tengo la impresión de que hemos llegado justo a tiempo. Aunque me he burlado a menudo de los científicos, éstos nos han librado para siempre del estancamiento en que estaba cayendo tu raza.

Other books

Once by Morris Gleitzman
Doctor Rat by William Kotawinkle
A School for Brides by Patrice Kindl
Summer Lightning by Cynthia Bailey Pratt
New Title 1 by Andreas, Marie
The Hollow Kingdom by Dunkle, Clare B.
Prophet of Bones by Ted Kosmatka