Cuentos dispersos (19 page)

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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

BOOK: Cuentos dispersos
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—¡Encantado de hallarlo, le juro! ¿Le extraña verme aquí? Pero ésta no es una librea. Estoy de nuevo en funciones particulares. Sí, abandoné la plaza. La vida de servicio es dura. Se suman en el día unas cuantas cositas. ¿Quiere el remate del día? Va usted con su motor en falla al taller recomendado. Examen, tal y tal. ¿Cuánto? Cuatrocientos pesos. Usted, chapetón, salta. El mecánico se vuelve a reír con los otros. Son doscientos para él; los otros doscientos para usted. Ahora soy libre de nuevo.

—Y se consuela bastante rápido de sus amores —advertí.

—¿La chica con quien hablaba? Es ella misma. Sólo que ahora la cortejo de igual a igual. Es toda una historia. Ya lo enteré del temperamento de la niña ¿no? Es de aquellas a quienes no se puede conceder armisticio. Deben rendirse, con todos los honores, pero a discreción. Mi chica insistía en aprender el manejo, y mi situación en el volante se tornaba insostenible. Sus manos se crispaban bajo mis guantes, y en los virajes, el polvo y sus cabellos caían sobre mi cara por igual.

»Un día me tomó las manos sobre el volante, a trueca de lanzar el coche alcantarilla abajo.

»—¡Máximo! —me dijo—, ¿por qué es usted así conmigo?

»Yo respondí:

»—No creo que tenga usted quejas de mi servicio, niña.

»—¿Pero usted es idiota, o qué es? —agregó ella.

»Yo no contesté, y enderecé el auto. ¿Usted comprende lo que hubiera pasado? Un beso, dos, tal vez tres. Y así eternamente alrededor del vivero.

»Abandoné, pues, el servicio. La he buscado en otro ambiente, como usted acaba de ver, y hablamos a menudo.

»Pero no hay solución para nosotros. Creo que ella estima lo suficiente a su ex
chauffeur
, como para saltar por sobre dos o tres prejuicios. Yo le he dicho: “Gracias”. No me vendí al mecánico, y menos a los millones de mi patroncita.

»Tal es, al presente, la situación. Vuelvo otra vez con ella, a ver si juntos hallamos una solución salvadora.
Ciao
, y no olvide que cuando quiera aprender el manejo tiene a su disposición mi autito de Pino.

Un mes más tarde, en circunstancias semejantes a la anterior, torné a ver a mi amigo; pero estaba vivamente contrariado.

—¿Bien, usted? Me alegro. Ojalá pudiera yo decir lo mismo… Allí está, la ve usted, con un semblante como el mío. No haga jamás, por Dios, tonterías superiores a sus fuerzas, por grandes que sean. Yo creí inmensas las mías, y estoy fundido. Soy yo ahora, ¿entiende usted?, el que daría la vida por un beso. Adiós.

—¿No vuelve otra vez con su chica? —le dije.

—¿A qué? —se volvió él—. No sé de otra cosa que hacer que ésta: ¡volar todos los automóviles y los
chauffeurs
en una sola bomba!

Y se fue.

Han pasado siete días. Ayer, al detenerme en la esquina, veo pasar en un gran automóvil de lujo a la chica en cuestión, hundida en los cojines como quien va saboreando una gran felicidad. Vuelvo los ojos a la dirección, y advierto en el volante a mi
chauffeur
.

Esta vez no me ha visto. Sonrío al recuerdo de sus inquietudes, y los sigo con los ojos hasta que se pierden de vista.

—He aquí a un hombre —me digo yo también satisfecho— que ha hallado por fin la solución de su problema.

El agutí y el ciervo

El amor a la caza es tal vez la pasión que más liga al hombre moderno con su remoto pasado. En la infancia es, sobre todo, cuando se manifiesta más ciego este anhelo de acechar, perseguir y matar a los pájaros, crueldad que sorprende en criaturas de corazón de oro. Con los años, esta pasión se aduerme; pero basta a veces una ligera circunstancia para que ella resurja con violencia extraordinaria.

Yo sufrí una de estas crisis hace tres años, cuando hacía ya diez años que no cazaba.

Una madrugada de verano fui arrancado del estudio de mis plantas por el aullido de una jauría de perros de caza que atronaban el monte, muy cerca de casa. Mi tentación fue grande, pues yo sabía que los perros de monte no aúllan sino cuando han visto ya a la bestia que persiguen al rastro.

Durante largo rato, logré contenerme. Al fin no pude más y, machete en mano, me lancé tras el latir de la jauría.

En un instante estuve al lado de los perros, que trataban en vano de trepar a un árbol. Dicho árbol tenía un hueco que ascendía hasta las primeras ramas y, aquí dentro, se había refugiado un animal.

Durante una hora busqué en vano cómo alcanzar a la bestia, que gruñía con violencia. Al fin distinguí una grieta en el tronco, por donde vi una piel áspera y cerdosa. Enloquecido por el ansia de la caza y el ladrar sostenido de los perros, que parecían animarme, hundí por dos veces el machete dentro del árbol.

Volví a casa profundamente disgustado de mí mismo. En el instante de matar a la bestia roncante, yo sabía que no se trataba de un jabalí ni cosa parecida. Era un agutí, el animal más inofensivo de toda la creación. Pero, como hemos dicho, yo estaba enloquecido por el ansia de la caza, como los cazadores.

Pasaron dos meses. En esa época nos regalaron un ciervito que apenas contaría siete días de edad. Mi hija, aún niña, lo criaba con mamadera. En breve tiempo, el ciervito aprendió a conocer las horas de su comida y surgía entonces del fondo de los bambúes a lamer el borde del delantal de mi chica, mientras gemía con honda y penetrante dulzura. Era el mimado de casa y de todos nosotros. Nadie, en verdad, lo ha merecido como él.

Tiempo después regresamos a Buenos Aires y trajimos al ciervito con nosotros. Lo llamábamos Dick. Al llegar al chalet que tomamos en Vicente López, resbaló en el piso de mosaico, con tan poca suerte que horas después rengueaba aún.

Muy abatido, fue a echarse entre el macizo de cañas de la quinta, que debían recordarle vivamente sus selvosos bambúes de Misiones. Lo dejamos allí tranquilo, pues el tejido de alambre alrededor de la quinta garantía su permanencia en casa.

Ese atardecer llovió, como había llovido persistentemente los días anteriores y, cuando de noche regresé del centro, me dijeron en casa que el ciervito no estaba más.

La sirvienta contó que, al caer la noche, creyeron sentir chillidos afuera. Inquietos, mis chicos habían recorrido la quinta con la linterna eléctrica, sin hallar a Dick.

Nadie durmió en casa tranquilo esa noche. A la mañana siguiente, muy temprano, seguía en la quinta el rastro de las pisadas del ciervito, que me llevaron hasta el portón. Allí comprendí por dónde había escapado Dick, pues las puertas de hierro ajustaban mal en su parte inferior. Afuera, en la vereda de tierra, las huellas de sus uñas persistían durante un trecho, para perderse luego en el barro de la calle, trilladísimo por el paso de las vacas.

La mañana era muy fría y lloviznaba. Hallé al lechero de casa, quien no había visto a Dick. Fui hasta el almacén, con igual resultado. Miré, entonces, a todos lados en la mañana desierta: nadie a quien pedir informes de nuestro ciervito.

Buscando a la ventura, lo hallé, por fin, tendido contra el alambrado de un terreno baldío. Pero estaba muerto de dos balazos en la cabeza.

Es menester haber criado con extrema solicitud —hijo, animal o planta— para apreciar el dolor de ver concluir en el barro de un callejón de pueblo a una dulce criatura de monte, toda vida y esperanza. Había sido muerta de dos tiros en la cabeza. Y para hacer esto se necesita…

Bruscamente me acordé de la interminable serie de dulces seres a quienes yo había quitado la vida. Y recordé al agutí de tres meses atrás, tan inocente como nuestro ciervito. Recordé mis cacerías de muchacho; me vi retratado en el chico de la vecindad, que la noche anterior, a pesar de sus balidos, y ebrio de caza, le había apoyado por dos veces en la frente su pistola matagatos.

Ese chico, como yo a su edad, también tenía el corazón de oro…

¡Ah! ¡Es cosa fácil quitar cachorros a sus madres! ¡Nada cuesta cortar bruscamente su paz sin desconfianza, su tranquilo latir! Y cuando un chico animoso mata en la noche a un ciervito, duele el corazón horriblemente, porque el ciervito es nuestro…

Mientras lo retornaba en brazos a casa, aprecié por primera vez en toda su hondura lo que es apropiarse de una existencia. Y comprendí el valor de una vida ajena cuando lloré su pérdida en el corazón.

Los precursores

Yo soy ahora, che patrón, medio letrado, y de tanto hablar con los catés y los compañeros de abajo, conozco muchas palabras de la causa y me hago entender en la castilla. Pero los que hemos gateado hablando guaraní, ninguno de ésos nunca no podemos olvidarlo del todo, como vas a verlo enseguida.

Fue entonces en Guaviró-mi donde comenzamos el movimiento obrero de los yerbales. Hace ya muchos años de esto, y unos cuantos de los que formamos la guardia vieja —¡así no más, patrón!— están hoy difuntos. Entonces ninguno no sabíamos lo que era miseria del mensú, reivindicación de derechos, proletariado del obraje, y tantas otras cosas que los guainos dicen hoy de memoria. Fue en Guaviró-mi, pues, en el boliche del gringo Vansuite (Van Swieten), que quedaba en la picada nueva de Puerto Remanso al pueblo.

Cuando pienso en aquello, yo creo que sin el gringo Vansuite no hubiéramos hecho nada, por más que él fuera gringo y no mensú.

¿A usted le importaría, patrón, meterte en las necesidades de los peones y fiarnos porque sí? Es lo que te digo.

¡Ah! El gringo Vansuite no era mensú, pero sabía tirarse macanudo de hacha y machete. Era de Holanda, de allaité, y en los diez años que llevaba de criollo había probado diez oficios, sin acertarle a ninguno. Parecía mismo que los erraba a propósito. Cinchaba como un diablo en el trabajo, y enseguida buscaba otra cosa. Nunca no había estado conchabado. Trabajaba duro, pero solo y sin patrón.

Cuando puso el boliche, la muchachada creímos que se iba a fundir, porque por la picada nueva no pasaba ni un gato. Ni de día ni de noche no vendía ni una rapadura. Sólo cuando empezó el movimiento los muchachos le metimos de firme al fiado, y en veinte días no le quedó ni una lata de sardinas en el estanteo.

¿Que cómo fue? Despacio, che patrón, y ahora te lo digo.

La cosa empezó entre el gringo Vansuite, el tuerto Mallaria, el turco Taruch, el gallego Gracián… y opama. Te lo digo de veras: ni uno más.

A Mallaria le decíamos tuerto porque tenía un ojo grandote y medio saltón que miraba fijo. Era tuerto de balde, porque veía bien con los dos ojos. Era trabajador y callado como él solo en la semana, y alborotador como nadie cuando andaba de vago los domingos. Paseaba siempre con uno o dos hurones encima —irara, decimos— que más de una vez habían ido a dar presos a la comisaría.

Taruch era un turco de color oscuro, grande y crespo como lapacho negro. Andaba siempre en la miseria y descalzo, aunque en Guaviró-mi tenía dos hermanos con boliche. Era un gringo buenazo, y bravo como una yarará cuando hablaba de los patrones.

Y falta el sacapiedra. El viejo Gracián era chiquito, barbudo, y llevaba el pelo blanco todo echado atrás como un mono. Tenía mismo cara de mono. Antes había sido el primer albañil del pueblo; pero entonces no hacía sino andar duro de caña de un lado para otro, con la misma camiseta blanca y la misma bombacha negra tajeada, por donde le salían las rodillas. En el boliche de Vansuite escuchaba a todos sin abrir la boca; y sólo decía después: «Ganas», si le encontraba razón al que había hablado, y «Pierdes», si le parecía mal.

De estos cuatro hombres, pues, y entre caña y caña de noche, salió limpito el movimiento.

Poco a poco la voz corrió entre la muchachada, y primero uno, después otro, empezamos a caer de noche al boliche, donde Mallaria y el turco gritaban contra los patrones, y el sacapiedra decía sólo «Ganas» y «Pierdes».

Yo entendía ya medio-medio las cosas. Pero los chúcaros del Alto Paraná decían que sí con la cabeza, como si comprendieran, y les sudaban las manos de puro bárbaros.

Asimismo se alborotamos la muchachada, y entre uno que quería ganar grande, y otro que quería trabajar poco, alzamos como doscientos mensús de yerba para celebrar el primero de mayo.

¡Ah, las cosas macanudas que hicimos! Ahora a vos te parece raro, patrón, que un bolichero fuera el jefe del movimiento, y que los gritos de un tuerto medio borracho hayan despertado la conciencia. Pero en aquel entonces los muchachos estábamos como borrachos con el primer trago de justicia, ¡cha, qué iponaicito, patrón!

Celebramos, como te digo, el primero de mayo. Desde quince días antes nos reuníamos todas las noches en el boliche a cantar la Internacional. ¡Ah!, no todos. Algunos no hacían sino reírse, porque tenían vergüenza de cantar. Otros, más bárbaros, no abrían ni siquiera la boca y miraban para los costados.

Así y todo aprendimos la canción. Y el primero de mayo, con una lluvia que agujereaba la cara, salimos del boliche de Vansuite en manifestación hasta el pueblo.

¿La letra, decís, patrón? Sólo unos cuantos la sabíamos, y eso a los tirones. Taruch y el herrero Mallaria la habían copiado en la libreta de los mensualeros, y los que sabíamos leer íbamos de a tres y de a cuatro apretados contra otro que llevaba la libreta levantada. Los otros, los más cerreros, gritaban no sé qué.

¡Iponá esa manifestación, te digo, y como no veremos otra igual! Hoy sabemos más lo que queremos, hemos aprendido a engañar grande y a que no nos engañen. Ahora hacemos las manifestaciones con secretarios, disciplina y milicos al frente. Pero aquel día, burrotes y chúcaros como éramos, teníamos una buena fe y un entusiasmo que nunca más no veremos en el monte; ¡añamembuí!

Así íbamos en la primera manifestación obrera de Guaviró-mi. Y la lluvia caía que daba gusto. Todos seguíamos cantando y chorreando agua al gringo Vansuite, que iba adelante a caballo, llevando el trapo rojo.

¡Era para ver la cara de los patrones al paso de nuestra primera manifestación, y los ojos con que los bolicheros miraban a su colega Vansuite, duro como un general a nuestro frente! Dimos la vuelta al pueblo cantando siempre, y cuando volvimos al boliche estábamos hechos sopa y embarrados hasta las orejas por las costaladas.

Esa noche chupamos fuerte, y ahí mismo decidimos pedir un delegado a Posadas para que organizara el movimiento.

A la mañana siguiente mandamos a Mallaria al yerbal donde trabajaba, a llevar nuestro pliego de condiciones. De puro chambones que éramos, lo mandamos solo. Fue con un pañuelo colorado liado por su pescuezo, y un hurón en el bolsillo, a solicitar de sus patrones la mejora inmediata de todo el personal.

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