Cuentos dispersos (7 page)

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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

BOOK: Cuentos dispersos
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—¡Déjenlo, déjenlo —nos gritó alegremente, conteniéndonos con ambos brazos abiertos—, traigan dos ramas!

Sin comprender aún, nos desbandamos y volvimos presto con lo pedido. El director dobló una de aquéllas hasta que sus extremidades se tocaron y, manteniéndolas así, colocó sobre esa angarilla al sapo, mientras, con la otra rama le oprimía el lomo. Entonces se irguió, mirándonos con los ojos brillantes de malicia:

—Lo vamos a poner en la vía del
tramway
—nos dijo articulando despacio, para dar más sugestión a la ingeniosísima idea. Es de suponerse los festejos que ésta mereció. Aun el menos imaginativo de nosotros vio en un momento el maravilloso aplastamiento. ¡Qué aplastamiento! ¡Qué modo de aplastarlo! En nuestro entusiasmo no buscábamos comparación alguna, porque comprendíamos confusamente que nada había a qué equiparar esa trituración.

—No va a caber ni un dedo entre la rueda y él —se atrevió tímidamente uno de los menores. Nos reímos en su cara.

—¡Ni un dedo!… —replicó otro mirando despreciativamente a la criatura, ya avergonzada—. ¡Ni una araña! ¡Ni una víbora por chica que sea!

Todos lo apoyamos calurosamente con la mirada. Eso de «la víbora por chica que sea» nos pareció sobre todo muy bello y justo.

Enseguida nos encaminamos en triunfo a la calle. Yo, particularmente, estaba excitadísimo. A mi lado marchaba un chico de mi edad, delgado y pálido, que vestía siempre de terciopelo castaño, pantalón de bombacha sujeto sobre las rodillas huesosas, y un gran cuello blanco que le llegaba hasta los hombros. Decíamos de él que era un marica: ya se sabe el desamor a los juegos enérgicos y la dulzura femenina que caracterizan a las criaturas a quienes se califica así.

—¡Qué gusto, matar al sapo! —me dijo con su clara voz—. ¿A ti te gusta?

—¿A mí? —le respondí fogosamente, desafiándolo—. ¡Tres mil sapos mataría! ¡Cuatro mil sapos! ¡Cinco mil sapos mataría!

—A mí no me gusta —repuso, sintiendo en el fondo no ser como nosotros—. Es un animal inofensivo.

—¿Y si te hubiera mordido?

—¡Pero si no muerden!

—¡Oh, no seas idiota! ¡Cómo se te quedan las lecciones de moral! —Y lo dejé para ir adelante.

En un momento el sapo estuvo colocado sobre la vía, y pronto para proporcionarnos la más dulce emoción. Hablábamos todos a la vez. El director alentaba el entusiasmo.

—¡Ahora van a ver! —nos decía, conteniendo siempre nuestra impetuosidad con sus brazos—. ¡Ahora verán cuando pase el
tramway
! ¡Esperen, esperen, todos van a ver!

Gozaba más que todos nosotros, ya que él había tenido la idea. El animalito se mantenía mal sobre el riel, relevado en aquellos días; resbalaba a cada instante una pata. Miraba atentamente con sus ojos saltones, sin comprender nada.

Un coche se desprendió por fin de la estación, comenzó a crecer y en un momento estuvo sobre nosotros. El
motorman
, inquieto de lejos al ver los muchachos alineados sobre la vía, se serenó al aproximarse y ver nuestra atención de lo que se trataba. Sin embargo, la posibilidad de haber tenido que detener el coche hizo que continuara el naciente malhumor, y al ver un hombre de barba dirigiendo escrupulosamente la matanza de un sapo, gritó al pasar:

—¡Qué valiente!

No cabe duda de que el buen
motorman
no había visto nunca por ese lado el acto de matar un sapo: una cobardía; pero es creíble que el contraste entre el grupo triunfante y el pobre animal le sugirió esa expresión que no sentía.

El coche iba ya lejos. El director, que había oído bien, lo siguió con los ojos, más sorprendido que otra cosa. Al fin se volvió a nosotros, tomándonos de testigos:

—¡Qué imbécil! ¿Oyeron lo que dijo?

A todos nos pareció también una imbecilidad.

—¡Qué estúpido! —se volvió a acordar al rato, camino del colegio. En verdad, ninguno recordaba más el sapo.

Pero poco a poco comenzó a inquietarme vaga vergüenza. Lo que el
motorman
no había sentido al calificar nuestra hazaña, lo sentía yo ahora. Posiblemente mi ruda susceptibilidad de muchacho criado en el campo entraba no poco en esto. Veía planteada así la gracia: un hombre y veinticuatro muchachos martirizando a un animal indefenso. Si el animal hubiera sido más grande —pensaba—, más fuerte, más malo, si «hubiera podido defenderse», en una palabra, el director nunca se hubiera atrevido a hacer eso. En mi condición de muchacho primitivo, y por lo tanto cazador, yo había visto siempre un enemigo de mi especie en todo animal huraño, en especial en los que corren ligero. Había muerto no pocos sapos indefensos, cierto es; pero si en aquellos momentos hubiera oído decir a alguien: «es fácil matarlo porque no puede defenderse», enseguida hubiera dejado caer la piedra. No habría precisado mayores razones de humanidad, que por otra parte no hubiera comprendido; yo era un cobarde al hacer eso, y me bastaba. Pensando esto surgió nítido entonces el recuerdo de un apereá al que rompí el muslo de una pedrada, una tarde después de muchas de acecho en que no pude tenerlo a tiro. El animalito quedó tendido, gimiendo. Al verlo así, toda mi animosidad desapareció y lo levanté en los brazos, sosteniéndolo contra el pecho, arrepentido hasta el nudo en la garganta de mi hazaña. Mi «único» deseo —pasión— mientras lo vi quejarse dulcemente, boqueando y sin tratar ni remotamente de morderme, fue que no muriera, para cuidarlo y quererlo siempre. Pero al rato murió.

Este recuerdo acerbaba la impresión del pobre sapo —sentíame lleno de póstumo amor por él— cobardemente muerto entre veinticinco personas que habrían disparado si el mísero animal hubiera podido hacer la más leve resistencia. Mi indignación no iba hasta el director, porque me ensañaba valerosamente con mi propia humillación. Y cuanto más rabia sentía contra mí mismo, más la sentía por el muchacho de rodillas al aire, pues comprendía que él tenía razón al exponerme la inutilidad de nuestra gracia, y yo no quería concederle eso. Si hubiera habido otro sapo lo habría deshecho a patadas, para probarle que yo no era capaz de sentir ridícula compasión de un sapo. Me acerqué a él perversamente.

—¡Eh! —le dije, refiriéndome al de la vía—. ¡Reventó! ¡Ojalá hubiera otros!

Sin embargo, a la tarde sucedió la noche con nuevas impresiones, y aun aquélla había sido demasiado aguda y precoz para que durara. No me acordaba del sapo sino a ratos perdidos, y más que todo porque pensaba contarle la aventura a papá, para que viera qué clases de moral práctica nos daba el director. En el fondo, lo que yo buscaba eran los aplausos de papá por mis sentimientos generosos.

Efectivamente, el primer domingo de salida le conté todo a papá; pero, contra lo que yo esperaba, ni halló nada ciertamente reprensible en el proceder del director, ni se explicó mis indignaciones sin objeto. Como yo, cortado, comentara un poco el caso, bastante dudoso de mi pretendida humanidad, papá me miró sorprendido e irónico.

—Cuidado —me dijo—, por ahí se va al anarquismo.

Me quedé frío.

—Sí —agregó empujándome del hombro para que lo dejara en paz—, con la compasión a los sapos se empieza.

Yo tenía ideas vagas y heroicas sobre lo que nombraba papá, como defender grandes y nobles causas, odiar hasta morir y especialmente tirar bombas. Pero al saber que, en vez de eso, el anarquismo consistía en tener compasión a cualquier cosa —¡un sapo!— me avergoncé profundamente de mis veleidades de humanidad, hallando completamente ridículo lo que había sentido tras la aventura del Jardín Botánico. Éstas son las primeras lecciones prácticas de moral que recibí y me di a mí mismo.

La vida intensa

Cuando Julio Shaw creyó haber llegado a odiar definitivamente la vida de ciudad, decidiose a ir al campo, mas casado. Como no tenía aún novia, la empresa era arriesgada, dado que el 98 por ciento de mujercitas, admirables en todo sentido en Buenos Aires, fracasarían lamentablemente en el bosque. La vida de allá, seductora cuando se la precipita sin perspectiva en una noche de entusiasta charla urbana, quiebra en dos días a una muñeca de
garden party
. La poesía de la vida libre es mucho más ejecutiva que contemplativa, y en los crepúsculos suele haber lluvias tristísima, y mosquitos, claro está.

Shaw halló al fin lo que pretendía, en una personita de dieciocho años, bucles de oro, sana y con briosa energía de muchacha enamorada. Creyó deber suyo iniciar a su novia en todos los quebrantos de la escapatoria: la soledad, el aburrimiento, el calor, las víboras. Ella lo escuchaba, los ojos húmedos de entusiasmo —«¡Qué es eso, mi amor, a tu lado!»—. Shaw creía lo mismo, porque en el fondo sus advertencias de peligro no eran sino pruebas de más calurosa esperanza de éxito.

Durante seis meses anticipose ella tal suma de felicidad en proyectos de lo que harían cuando estuvieran allá, que ya lo sabía todo, desde la hora y minutos justos en que él dejaría su trabajo, hasta el número de pollitos que habría a los cuatro meses, a los cinco y a los seis. Esto incumbiría a ella, por cierto, y la aritmética femenina hacía al respecto cálculos desconcertantes que él aceptaba siempre sin pestañear.

Casáronse y se fueron a una colonia de Hohenlau, en el Paraguay. Shaw, que ya conocía aquello, había comprado algunos lotes sobre el Capibary. La región es admirable; el arroyo helado, la habitual falta de viento, el sol y los perfumes crepusculares, fustigaron la alegría del joven matrimonio.

En tres días organizó ella la vida. Shaw trabajaría en la chacra, en el monte o en casa; no era posible precisar más. Ella, en cambio, tenía horas fijas. Temprano,
administraría
las gallinas —como decía Shaw— y cuidaría de los almácigos. A las seis, vigilaría muy bien el ordeñamiento de las vacas. A las siete, tomarían café con leche. A las ocho, etcétera.

Así se hizo. La preocupación de su trabajo y de los peones dio naturalmente más seriedad al carácter de Shaw. Pero ella, al mes, conservaba aún su embriaguez febril, loca de entusiasmo por su nueva vida. «Demasiada fiebre» amonestábala él, entre dos risas y más besos. En efecto, no había querido llevar piano ni siquiera gramófono, dado que ésas eran horribles cosas de ciudad, y ella deseaba olvidarse de todo, para ser más digna de su nueva existencia, franca, sencilla e intensa. Pero su intensidad fue completa.

Una noche, Shaw escribía una carta, cuando creyó oír afuera cautelosas pisadas de caballo. El tiempo estaba tormentoso y en silencio. Ambos levantaron la cabeza y se miraron.

—¿Qué será? —preguntó ella con voz baja y un poco ansiosa, pronta ya a ir a su lado.

—No sé; parecen pasos de caballo.

Prestó oído, en vano. Volvió de nuevo al papel, pero adivinando que ella había quedado intranquila, fue a la pieza contigua y abrió la ventana, asomándose. La noche estaba muy oscura y calurosa. Apoyó las manos en el marco y esperó un momento. Estando así, sintió que sobre sus pies caía algo desmenuzado, como arena. Movió el pie, constatando que efectivamente era eso. «De la argamasa», pensó. Como no oía nada, cerró la ventana, y, al volverse, vio sobre el piso, en el agudo triángulo de la luz que dejaba pasar la puerta entornada, una serpiente negra que se deslizaba hacia el cuarto en que estaba su mujer. Shaw comprendió por qué había caído la arena al paso del reptil sobre el marco y entre sus manos. Sabía también que mientras no se le hostigara, el animal no atacaría. Pero pensó también, con un nudo en la garganta, que su mujer podría no verla y pisarla.

—¡Inés! —la llamó en voz ni alta ni baja.

—¿Qué hay? —oyó.

—Óyeme bien —añadió lentamente y en calma—. No te muevas. No tengas miedo. Óyeme bien. Pero no te muevas por nada. Ha entrado una víbora… ¡No te muevas, por Dios!

Un grito de espanto le había respondido.

—¡Julio, Julio!

—¡No corras, no corras! —gritó él a su vez, precipitándose sobre la puerta.

—¡Julio!… —oyó aún. Y enseguida su alarido. Se lanzó a él, lívida de terror—. ¡Me picó aquí! ¡Ay, no quiero morir! ¡Julio, no quiero morir!

—¿Dónde? —rugió Shaw, más lívido que ella.

—¡Aquí, en la mano!… Tropecé… ¡Ay, me duele, me duele mucho! ¡Julio, mi Julio, te quiero!…

Shaw se desprendió un segundo y aplastó de un silletazo a la serpiente, presta a un nuevo ataque. Ligó enérgicamente la muñeca y hendió con su cortaplumas, hasta el fondo, los dos puntos que habían dejado los colmillos, de que corrían dos hilitos negros. Al ver saltar la sangre, la joven dio un nuevo grito, tratando desesperadamente de desprender la mano. Pero Shaw resistió e hizo correr con todas sus fuerzas la sangre hacia la herida.

—¡Me duele, Julio, me duele mucho!… ¡No quiero morir! ¡No, no quiero morir! —gritaba desesperada, alzando cada vez más la voz. Shaw corrió y llenó como pudo de permanganato la jeringa. Pero ella, al ver la aguja, logró arrancar esta vez su mano.

—¡Inés, por favor! —clamó Shaw rudamente, esforzándose en recobrarla.

—¡No, no! —se debatía ella—. ¡No quiero más! Ay, no sé… ¡Me ahogo! ¡Ay, Julio, me ahogo!…

Shaw vio su instantánea palidez, y los dos hilitos de sangre lenta y negra surgieron fúnebres. «Ha picado en una vena… se muere», se dijo aterrado. Su pensamiento se retrató, a pesar suyo, de tal modo en sus ojos, que ella comprendió.

—¡Inés, mi vida!

—¡No, no quiero morir, no quiero morir! —gritó enloquecida, ahogándose.

—¡Inés, mi Inés querida! —se le quebró la voz en un sollozo. Pero ella lo rechazó, lanzándole de reojo una mirada dura.

—¡Tú tienes la culpa! Me has traído aquí… Yo no quería morir… ¡Me has dejado morir!…

Shaw sintió que algo de su propia conciencia vital se quebraba para siempre, al revivir en un segundo los siete meses en que ella lo había mirado con los ojos húmedos de fe y de confianza en él.

—¡Me muero por tu culpa!… ¡Me has traído a morir aquí!… ¡Mamá!…

Shaw hundió la cara en la colcha.

—Perdóname —le dijo.

—No… yo no quería venir… —Se asfixiaba, jadeando con voz ronca, de hombre casi—. Me has matado… ¡mamá!… ¡mamá!…

Un instante después moría. Shaw quedó largo rato sin moverse en el cuarto en silencio. Al fin salió, dio órdenes a los peones que con los gritos se habían levantado y vagaban curiosos por el patio, y se sentó afuera contra la pared, en un cajón de kerosene, bebiendo hasta las heces su triunfo de vida intensa.

La defensa de la patria

Durante la triple guerra hispano-americana-filipina, la concentración de fuerzas españolas en las islas Luzón y Mindanao fue tan descuidada, que muchos destacamentos quedaron aislados en el interior. Tal pasó con el del teniente Manuel Becerro y Borrás. Éste, a principios de 1898, recibió orden de destacarse en Macolos. Llegaba de España, y Macolos es un mísero pueblo internado en las más bajas lejanías de Luzón.

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