Cuentos dispersos (10 page)

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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

BOOK: Cuentos dispersos
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Durante el mes subsiguiente a mi retirada, Desdémona no vivió sino lavándose las manos. En pos de cada ablución mirábase detenidamente aquéllas, satisfecha de su esterilidad. Mas poco a poco dilatábanse sus ojos y comprendía bien que en pos de un momento de contacto con la manga de su vestido, nada más fácil que los microbios de la terrible viruela estuvieran trepando a escape por sus manos. Volvía al lavatorio, saliendo de él al cuarto de hora con los dedos enrojecidos. Diez minutos después los microbios estaban trepando de nuevo.

La madre —que habiendo leído antes de casarse una novela, conservaba aún debilidad por el más romántico de los tres nombres filiales— llegó a hallar excesivo ese distinguido temor. La piel de las manos, terriblemente mortificada, lucía en rosa vivo, como si estuviera despellejada.

El médico hizo notar claramente a la joven que se trataba de una monomanía —peligrosa, si se quiere, pero al fin monomanía. Que razonara, etcétera.

Desdémona asintió de buen grado, pues ella lo comprendía perfectamente. Retirose muy feliz. Después de reírse de sí misma con sus hermanas, llevose las manos vendadas a los ojos, con un hondo suspiro de obsesión concluida al fin.

—Pensar que yo creía que trepaban… —se dijo; y continuó mirándolas. Poco a poco sus ojos fuéronse dilatando. Sacudió por fin aquéllas con un movimiento brusco y volvió la vista a otro lado, contraída, esforzándose por pensar en otra cosa. Diez minutos después el desesperado cepillo tornaba a destrozar la piel.

Durante largos meses la locura siguió, volviendo alegre de los consultorios, curada definitivamente, para, después de dos minutos de muda contemplación, correr al agua.

Fuese a otro médico, el cual, más escéptico que sus colegas respecto a ideas fijas, librose muy bien de sugestiones intelectuales, tentando, en cambio, la curación en la misma corriente de aquéllas. En pos de un atento examen de la mano en todo sentido, dijo a Desdémona, con voz y ojos muy claros:

—Esta piel está enferma. Su cepillo la maltrata más aún, pero hay que modificarla; siempre, si no, estaría expuesta.

Y perdió dos horas en tocar la mano casi poro por poro con una jeringuilla llena de solución A. Luego, cada diez contactos, un algodón empapado en solución B, y oprimido allí silenciosamente medio minuto.

Ese día fue Desdémona tan dichosa que en la noche despertose varias veces, sin la menor tentación, aunque pensaba en ello. Pero a la mañana siguiente arrancose todas las vendas para lavarse desesperadamente las manos.

Así el cepillo devoró la epidermis y aquéllas quedaron en carne viva. El último médico, informado de los fracasos en todo orden de sugestión, curó aquello, encerrando luego las manos en herméticos guantes de goma, ceñidos al antebrazo con colodiones, tiras y gutaperchas.

—De este modo —le dijo—, tenga la más absoluta seguridad de que los microbios no pueden entrar. A más, debo decirle que en el estado en que están sus manos, a la menor locura que haga puede perderlas.

—¡Si sé que son locuras mías! —reíase confundida.

Y fue feliz hasta el preciso momento en que se le ocurrió que nada era más posible que un microbio hubiera quedado adentro. Razonó desesperadamente y se rió en voz alta en la cama para afirmarse más. Pero al rato la punta de una tijera abría un diminuto agujero en los guantes. Como era incontestable que los dos microbios saldrían de allí, tendiose calmada. Pero por los agujeros iban a entrar todos… La madre sintió sus pies descalzos.

—¡Desdémona, mi hija! —corrió a detenerla. La joven lloró largo rato, la cabeza entre las almohadas.

A la mañana siguiente la madre, inquieta, levantose muy temprano y halló al costado de la palangana todas las vendas ensangrentadas. Esta vez los microbios entraron hasta el fondo, y al contarme Ofelia y Artemisa los cinco días de fiebre y muerte, recobraban el animado derroche verbal de otra ocasión, para el actual drama.

Las Julietas

Cuando el matrimonio surge en el porvenir de un sujeto sin posición, este sujeto realiza proezas de energía económica. Triunfa casi siempre, porque el acicate es su amor, vale decir horizonte de responsabilidad o en total respeto de sí mismo. Pero si el estimulante es el amor de ella, las cosas suelen concluir distintamente.

Ramos era pobre y además tenía novia. Ganaba ciento treinta pesos asentando pólizas en una compañía de seguros, y bien veía que, aun con mayor sueldo, poco podría ofrecer a los padres, supuesto que es costumbre regalar a la que elegimos compañera de vida una fortuna ya hecha, como si fuera una persona extraña. El mutuo amor, sin embargo, pudo más, y se comprometió, lo que equivalía a perder de golpe su pereza de soltero en lo que respecta a mayor o menor posición.

Luego, Ramos era un muchacho humilde que carecía de fe en sí mismo. Jamás en su monótona vida hubiera sido capaz de un impulso adelante, si el amor no llega a despertar la gran inquietud de su pobreza. Averiguó, propuso, hasta insinuó, lo que era formidable en él. Obtuvo al fin un empleo en cierto ingenio de Salta. Como allá la subdivisión de trabajo no es rígida, por poco avisado que sea el desempeñante, llega fácilmente a hacerlo todo. Ramos tenía exceso de capacidad, y acababa de adquirir energía en la mirada de su Julieta.

La noche en que habló con ella del proyecto, Julieta lloró mucho, a ratos inerte y pensativa, y a ratos abrazada a él. ¡Salta! ¡Era tan lejos eso! ¿No podía quedarse aquí? ¿No podían vivir con ciento treinta pesos?… Ramos conservaba un poco más de razón y negaba melancólicamente lo último. A más, no se quedaría siempre allá. Él creía que en dos años podría ahorrar mucho, mucho, y las relaciones comerciales… Luego se casarían. Y como la diminuta frase: «cuando nos casemos» sugiere a las novias estados muy distintos de la tristeza, Julieta recobraba esperanzas, valor y fe en el porvenir. Con lo cual el muchacho marchó a Salta.

Ramos halló el ingenio en un mal momento. Las libretas de los peones estaban en un desorden tal, que fuéronle menester veinticinco días para asentar medianamente aquéllas. Tan bien trabajó y tanta paciencia tuvo con los peones —preciso es haber tratado de desenredar la dialéctica económica de doscientos indios— que el gerente vio enseguida a su hombre. No se lo dio a conocer, sin embargo, cual es prudente en un patrón.

Entretanto, llegaban cartas de Buenos Aires. «No me conformo con el destino». «Sufro mucho más que tú». «Yo, en tu caso, volaría a ver a tu Julieta». «¿No puedes venir, aunque sea por dos días?»

Ramos contestaba que por eso mismo, por quererla mucho, debía quedarse allá. Y en efecto, tal como estaban los asuntos de reorganización, no podía soñar siquiera con ello.

Hasta que una noche recibió un telegrama de Julieta: estaba grave. Tras la profunda sacudida de su amor centuplicado, Ramos pensó con angustia en su trabajo a medio hacer. Fue sin embargo a hablar al gerente, quien con voz seca le hizo notar la inconveniencia de esa medida. Ramos insistió: su novia se moría.

Apenas llegado a Buenos Aires, voló a casa de ella; pero Julieta saltó corriendo a su encuentro.

—¡Viniste, por fin! —se reía—. ¿A que si no te hacía el telegrama, no venías?

Pero Ramos la había querido demasiado, en esos tres meses de dura vida, para no sentir hasta el fondo del alma el hielo de su supremo aislamiento.

—No debías haberme escrito eso —dijo al fin.

—¡Pero si quería verte!

—Sí, y cuando vuelva me echan.

—¡Y qué importa! —lo abrazó.

La noche no fue serena; y cuando Ramos dijo a su novia que partiría al otro día, Julieta tornose huraña y displicente.

—Sí, ya sé; te vas porque no me quieres.

—¡No es eso, no! ¿Quieres que me muera de hambre aquí?

—¡No sé, no sé nada! Pero te vas porque no me quieres.

El muchacho volvió a Salta, envejecido de desánimo. En la ciudad, donde se detuvo cuatro días, llegole carta de Julieta. La novia rompía con él, comprendiendo que eso sería para felicidad de los dos. Ramos comprendió también que la influencia de la madre, irreductible y vencedora al fin, pesaba en esa determinación. Quedábale su trabajo. Él, que había luchado años por comer, sabía bien que esta preocupación vital absorbe al fin. Podría ser rico, y acaso hubiera dicha luego. Mas al gerente no le agradaban novios como empleados, y le comunicó que prefería esperar otro tenedor de libros menos expuesto a trastornos de amor.

No le quedaba nada. Volvería a pasar meses de hambre, emplearíase al cabo en una u otra compañía con cien pesos, hasta el fin de su vida. Amor, felicidad —confianza en sí mismo, sobre todo—, se habían ido para siempre.

Un domingo de tarde en que Ramos iba a Liniers subió a su coche una señora con dos criaturas. El tren salía ya, y aquélla se dejó caer, agitada aún, frente a Ramos. Éste, que miraba afuera, volvió la vista y se reconocieron. Tras una fugaz ojeada al vestido de ella, Ramos la saludó cortado. Pero su compañera le sonrió con grata sorpresa, también después de una mirada, mucho más rápida que la de él, a la ropa de Ramos. Estaba muy gruesa y la cara lucíale de harta felicidad. Hablaron cordialmente.

—¿Viaja a menudo por aquí? —preguntole ella.

—No; hoy por casualidad…

—¡Qué suerte! Yo estoy aburrida. Pasamos los veranos en Haedo… Tenemos una quinta.

Ella hablaba mucho más que él.

—¿Y usted, se casó? —inquirió luego con sincero interés.

—No…

—Yo me casé un año después…

Sonriose y calló por discreción. Pero la risa retornó, esta vez francamente, pues hacía seis años que era casada y tenía dos hijos.

—¿Se acuerda del telegrama que le hice? Cuando recuerdo… ¡Chicha, súbete las medias! —inclinose feliz a la criatura que trepaba al asiento y bajaba de él sin cesar. Ramos miró de soslayo; las chicas estaban muy bien vestidas, como saben vestir a sus hijos las mujeres que cuentan, desde que se casan, con la posición del marido.

Llegaban a Liniers, y Ramos se despidió, soportando, como lo preveía, otra rápida ojeada a su ropa.

—Mucho gusto, Ramos… Y que cuando lo vea de nuevo esté casado, ¿eh? —se rió.

—No hay duda —pensó él melancólicamente, mientras recordaba las finas medias de las criaturas—; yo no sirvo para nada.

Lo cual había sido visto muchísimo antes por la madre.

O uno u otro

—¿Por qué no te enamoras de nosotras?

Zum Felde miró atentamente uno tras otro a los cuatro dominós que habiéndolo notado solo, acababan de sentarse en el sofá, compadecidos de su aislamiento. Zum Felde colocó su silla frente a ellas. Pero como hubiera respondido que posiblemente no sabía qué hacer, un dominó concluía de lanzar aquella pregunta con afectuosa pereza. Bajo el medio antifaz corría en línea fraternal la misma enigmática sonrisa.

—Son muchas —repuso él pacíficamente.

—¡Oh, no esperamos tanta dicha de ti!

—No podría de otro modo. ¿Cómo adivinar a la que luego ha de gustarme?

—¿Es decir, la más linda de nosotras?

—… que no eres tú, ¿cierto?

—Cierto; soy muy fea, Zum… Felde.

—No, no eres fea, aunque alargues tanto mi apellido. Pero creo…

—… ¿te refieres a mí? —observó dulcemente otra. Zum Felde la miró en los ojos.

—¿Eres linda, de veras?

—No sé… Zum Felde. Realmente no sé… Pero creo que de mí te enamorarías tú.

—¿Y tú no de mí, amor?

—No; de ti, yo —repuso otra lánguida voz.

Zum Felde se sonrió, recorriendo rápidamente con la mirada, garganta, boca y ojos.

—Hum…

—¿Por qué
hum
, Zum Felde?

—Por esto. Tengo un cierto miedo a las aventuras de corazón mezcladas con antifaz. Y si ustedes entendieran un poco de amor, me atrevería a contarles por qué. ¿Cuento?

Los dominós se miraron fugazmente.

—Yo entiendo un poquito, Zum Felde…

—Yo tengo vaga idea…

—Yo otra, Zum Felde…

Faltaba una.

—¿Y tú?

—Yo también un poquito, Zum Felde…

—Entonces cuento. Hace dos años, yo cortejaba a una señorita muy mona que parecía bastante inclinada a gustar de mí. Había hablado poco con ella, de modo que no conocía bien mi voz. Esto es muy importante para la historia. En vísperas de carnaval tuve que ir a Mendoza por asuntos comerciales, pensando —es decir, estaba seguro permanecer allá un mes. Eso me era tanto más duro cuanto que confiaba en el carnaval para definir mi situación con ella. Aunque tenía motivos para creer que me quería, en una palabra, ustedes saben que no es prudente alejarse de una muchacha muy festejada, en comienzo de amor. Con todo, hallé ocasión, antes de irme, de hablar con ella y comunicarle mi desastrosa ausencia. Y me fui, muy confiado.

»Pero resultó que el hombre que vendía su viñedo cambiaba en un todo de idea, y tras una serie de telegramas con la casa, tuve que volver a la semana de haberme ido.

»Supe que esa misma noche la cuñada de mi futura novia daba una tertulia de amplio disfraz, y se me ocurrió enseguida de ir disfrazado y probar su cariño.

»Así lo hice. La observé durante una hora conversar, bailar con aire bastante aburrido y gran satisfacción mía. Al fin me acerqué a ella; respondió sin placer ninguno, supondrán bien, a las cuatro o cinco zonceras que le decía la máscara. Al principio había temido que me conociera por la voz; pero estaba tan segura de que yo me encontraba en Mendoza recorriendo viñedos, que no tuvo la menor desconfianza. A más, ustedes saben que el antifaz completo cambia mucho el timbre de voz.

»Muy pronto, sin embargo, dejé las bromas de lado e insistí en que bailara conmigo. Como realmente me gustaba mucho, no tenía que esforzarme en ser galante. Poco a poco fue perdiendo la desconfianza que le producía el disfraz, y comenzó a hallarse más a gusto a mi lado. Al fin accedió, si no a bailar, por lo menos a pasear un momento conmigo.

»Pero el momento fue bastante largo. Durante él la cortejé con todo el cariño que pude. Ella se reía a ratos, y aunque mirando sin cesar a uno y otro lado de la sala, no perdía una sola palabra mía. A la media hora me dejó. Pero cuando más tarde volví a invitarla, vi, por su afectación en no verme cruzar la sala hacia ella, que me esperaba.

—¿Estás seguro, Zum… Felde?

—Mucho. En dos palabras: cuando por tercera vez paseamos, tuve la convicción de que yo le gustaba. Es decir, que le gustaba la persona enmascarada que le hacía el amor; no yo, porque yo estaba en Mendoza. Desde entonces no la he visto más. Y aquí tienen ustedes por qué desconfío de combinaciones de antifaz y amor. ¿Les interesa la historia?

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