Cuentos dispersos (8 page)

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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

BOOK: Cuentos dispersos
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Mudarse todos los días de rayadillos planchados y festejar a las hijas de los importadores es porvenir, si no adorable, por lo menos de bizarro sabor para un peninsular. Pero desaparecer en una senda umbría hacia un país de lluvia, barro, mosquitos y fiebres fúnebres, desagrada.

Como el teniente era hombre joven y entusiasta, aceptó sin excesivas quejas el mandato. Internose en los juncales al frente de cuarenta y ocho hombres, se embarró seis días, y al séptimo llegó a Macolos, bajo una lluvia de monótona densidad que lo empapaba hacía cinco horas y había concluido, con la excitación de la marcha, por darle gran apetito.

El pueblo en cuestión merecía este nombre por simple tolerancia geográfica. Había allí, en cuanto a edificación clara, algo como un fuerte, bien visible, blanqueado, triste. El sórdido resto era del mismo color que la tierra.

Pasado el primer mes de actividad organizadora y demás, el teniente aprendió a conocer, por los subsiguientes, lo que serían veinticuatro de destacamento avanzado en Filipinas.

No tuvo tiempo; en comienzos de abril recibió voz de alerta, pues sabíase a ciencia cierta que los nativos se disponían a levantarse el 31 de mayo. El teniente aprestose concienzudamente, como un alumno recién egresado de la escuela militar, a la defensa. Rodeaba el fuerte una empalizada de bambú, tan descuidada que el recinto estaba siempre lleno de gallinas ajenas. Deshízola y en su lugar dispuso una de gruesos troncos, amontonando contra ella bolsas de arena. En el arroyo adyacente levantó una trinchera de piedra, con su foso. Taló el cañaduzal vecino, cuyo macizo llegaba hasta doscientos metros del fuerte. Precaución honorable, pues tal plantación tiene por misión, en tiempo de guerra, fusilar a los europeos de un modo profundamente anónimo. Hizo muchas cosas más de que entienden los militares, y por último acopió cuantos bueyes y carabaos pudo, sin contar el arroz.

Llegó así el 4 de junio y tuvo noticia de que la insurrección había estallado en la fecha anunciada: la nueva llegaba de un pueblo. Las comunicaciones con Manila habían sido cortadas dos meses antes, y no le extrañó ya el silencio de aquélla. Por otra parte, en esos dos duros meses Manila olvidó los destacamentos avanzados por problemas más estruendosos.

Los escasos peninsulares de Macolos abandonaron el pueblo, harto mezquino. El teniente, con tranquila decisión, había resuelto agujerear cuantas camisas blancas pudieran ser cubiertas por el máuser, hasta ser macheteado él mismo. Tal vez si hubiera vivido algo más en la colonia no hubiera pensado cosas irreparables; pero llegaba de España, con honrado amor a la patria.

El 15 de junio comenzó la lucha en la trinchera del arroyo. El enemigo, poco numeroso, retirose, para volver dos días después; pero a pesar de la confortante gritería, se estrelló de nuevo, dado que el teniente no mostraba ninguna prisa por salir de allí. Nueva tregua, y esta vez por un mes. Cuantas exploraciones para concentrarse se hicieron fueron rechazadas, hasta que el enemigo volvió un día al arroyo. Pero como los tagalos no parecían tener decidida urgencia en hacerse abrir el vientre de abajo arriba, los españoles pudieron retirarse. La tregua nocturna era oficial, por suficiente desconfianza y no escasa cordura. El teniente pudo así mantenerse tres días. Retornaban al fuerte de noche, deshechos de cansancio, con el pantalón a la rodilla y las piernas embarradas por la travesía de las sementeras. Algunos volvían con dos fusiles, pues allá quedaban compañeros todas las tardes.

Los filipinos se apoderaron al fin del arroyo, y desde ese momento la defensa se circunscribió en la empalizada. La munición, pródigamente acopiada, continuó cruzando el aire y dando en el blanco con tal perseverante solicitud, que el enemigo desistió de asaltar el fuerte. El sitio por hambre comenzó lleno de juicio, ilustrado —eso sí— para activarlo, con fusiladas sutiles que tendían claramente a insinuarse entre los ojos de los españoles parapetados.

Los días siguieron así, con ellos los meses, y tan bien que el último carabao fue comido. Poco después el café desapareció, y desde entonces la guarnición alimentose de arroz cocido en agua. A esto, ya profundamente disgustante, agregáronse las lluvias de invierno, cuyas fiebres hicieron fielmente presa de heridos con hambre y centinelas empapados. Las heridas, mal cuidadas, se gangrenaban; cinco soldados pasaron de tal modo rápidamente a una más completa disolución.

Sobre todo, el hambre y las lluvias. De vez en cuando, un explorador asalto de gritos y balas llevaba a la mísera guarnición a la empalizada, y alguno se hacía siempre agujerear las cejas, golpeando la cara muerta entre los intersticios de los troncos.

Cuando el arroz se hubo picado y el teniente vio a sus hombres, heridos, enfermos, mudos, hoscos de hambre y rabia, se enterneció y decidiose a decirles algo, a pesar de su incapacidad.

—Compañeros —les dijo—. Si me ayudan, estoy dispuesto a no entregarme a estos traidores… Estamos abandonados y sufrimos todos; pero allá lejos está la patria, España… ¡España es nuestra patria, compañeros!… ¡Esto también es España, compañeros! Estamos muertos de hambre, pero mientras haya uno solo de nosotros, aquí, rodeada de traidores, está nuestra historia… La patria y su gloria están aquí, aquí… ¡Nuestra España, mi España, compañeros!…

La patria sacra se le subió a la garganta y no pudo continuar. Se estiró el bigote tenazmente, mirando a la pared. Los soldados sintieron, sobre su miseria y exclusiva ansia de alimento y descanso, nada más, la gloria humana de sacrificar la vida a una idea. Aun vibrando de ternura, ninguno dijo nada. Pero cuando uno se atrevió a ¡Viva España!, todos le respondieron enseguida con un grito rabioso de intensidad desahogada.

Diez días después las intentonas de asalto recrudecieron, no fue más posible defender la empalizada, y la guarnición se sostuvo en el fuerte. Una semana después el enemigo se retiró y al día siguiente desembocó en el cañaduzal rozado una fuerza regular. Bajaron todos; eran apenas once, harapientos, flacos, huraños, aniquilados de fiebre y lucha, con el alma plena, sin embargo, de haber hecho todo lo posible. Pero el batallón era norteamericano, y no es envidiable lo que habrá sentido aquella gente cuando se enteró de que España había vendido Filipinas hacía cinco meses, y habían estado defendiendo el pabellón enemigo.

La madre de Costa

Un hombre casado se debe a su mujer; pero un soltero sin familia, a su dueña de casa.

Abalcázar Costa —en provincias hay siempre nombres raros— vino de la suya con excelentes notas en bachillerato y escaso dinero. Púsose a buscar una casa de huéspedes donde se comiese bien —porque los muchachos que vienen tienen gran apetito— y hubiera tranquilidad.

Hallola en la calle Cevallos, una vieja casa de dos patios, que quedara enclavada entre altísimos muros. Por cierto, no había sol. En verano, y durante dos meses, alcanzaba a insinuarse hasta el marco superior de las puertas, nada más. En invierno, los frisos tenían una línea verde de humedad y en la casa oscura reinaba un vaho de sótano.

Con todo, había tranquilidad, y Costa propúsose aprovecharla, lo que era innegable, y pensó vivir allí mucho tiempo, lo que no lo fue tanto. Se hospedaban en aquélla ocho o diez inquilinos, y regía su destino la dueña de casa, persona repleta de promesas y que vestía siempre de negro, como conviene a una patrona seria y madre de sus hijos.

Costa encantose de ella, pues es cierto que en los primeros tiempos la dueña de casa tuvo con él gracias extraordinarias. No se sabe cómo pudo Costa obtener un mes entero la comida a la hora que él deseaba. Para los demás —y entre ellos, yo— el problema era irresoluble. Acaso, acaso en un tiempo remoto, cuando nos instalamos, nos cupo a nosotros igual dicha; pero la subsecuente mala suerte nos había hecho olvidar de la buena. Lo cierto es que durante un mes, Costa fue servido antes de media hora de sentarse a la mesa, halló siempre azúcar en la azucarera y agua en las jarras, y demás circunstancias felices, propias de una persona afortunada.

Nosotros llamábamos a nuestra solícita madre, doña Josefa; Costa decía misia Josefa, y la trataba con deferencia. El muchacho era muy culto en sus expresiones.

Mas andando el tiempo, Costa llegó a su vez a conocer la cantidad de pan que se puede comer antes de que llegue la sopa, y comenzó a dudar de que «Enseguidita, señor» supusiera precisamente ser servido acto continuo. No dejaba jamás de oír a sus circunspectas observaciones: «¡Pero será posible!… Sí, señor; tiene razón… tiene razón… ¡Enseguidita!».

Un mes más tarde su persona pudiera haber entrado en la norma de la nuestra, lo que vale decir que a fuerza de haber perdido la paciencia hubiérale sido posible adquirirla en modo prodigioso. Pero Costa tenía un concepto perjudicial, del que nosotros nos librábamos bien, y era el de la justicia. Costa pagaba religiosamente el 31 de cada mes; no incomodaba nunca a la cocina, pues comía a horas fijas; no se olvidaba de la llave de calle; no tenía jamás ocurrencias de cambiar la posición de sus cuadros a las once de la noche y a rotundo martillo. Todo esto, que constituía las garantías de su excelente condición de huésped, no le era devuelto en idéntico grado. La dueña de casa no era «justa» sirviéndole así, y esta consideración que en nosotros no levantaba ya ni siquiera la presunción de que doña Josefa pudiera haberlo sido o serlo en los siglos venideros, disgustaba mucho a Costa, pues no impunemente se es bueno, provinciano y serio estudiante de Derecho.

Así, Costa llegó a ver seca en él la última radícula de su buena fe cuando doña Josefa le respondía: «¡Ay, pobrecito señor Costa!… ¡Enseguidita, enseguidita, señor!»… Con lo cual habría llegado mansamente a ser como nosotros, «hijos» de ella, si su concepto de justicia no lo hubiese arrastrado mucho más lejos de lo que él jamás soñó.

Una noche de crudo frío, a las ocho, estaba yo en el cuarto de uno de nuestros compañeros, vecino —tras puerta amurada— de Costa. Oímos que éste entraba y comenzaba a desvestirse, sin los previos gorgoreos habituales, pues se limpiaba siempre los dientes antes de acostarse.

—Costa no se dedica hoy al estudio —dijo mi amigo. Efectivamente, no era esa recogida temprano un hábito de su instrucción. Luego sonó su voz en la puerta:

—¡Doña Josefa!

Pasó un rato en silencio. Y otra vez su voz, ya impacientada:

—¡Doña Josefa!

Nosotros nos miramos. La casa era honda y su dueña tenía el cariñoso oído un poco débil para la voz de sus hijos. Al fin llegó, caminando apresurada:

—¡Pero me estaba llamando, pobrecito señor Costa! ¿Qué quiere? ¿Qué quiere?

Costa pidió algo y sentimos que se acostaba. Corrió una hora, acaso mucho más.

Lo cierto es que volvimos a oír a doña Josefa que abría la puerta de Costa.

—Aquí está la leche. ¿No será nada eso que tiene, no? Pobrecito señor Costa…

Seguramente Costa había probado la leche, porque nos llegó su voz, esta vez bastante alta:

—¡Llévese al diablo su leche! ¡Después de dos horas, y sabiendo que estoy enfermo, me la trae fría!

—¡Pero, señor Costa, acabo de sacar del fuego su lechecita!…

—¡Llévela, llévela! —y aquí una expresión, no fuerte en nosotros, pero extraordinaria en él.

—¡Bueno, señor, bueno! —respondió doña Josefa. Y salió.

—¡Pobre Costa! —murmuró mi compañero—. No sabe lo que es nuestra madre.

Dos días después, al anochecer, disponíame a salir, cuando sentí que llamaban a mi puerta. Abrí, y un muchacho joven y rubio, a quien había visto en el cuarto de Costa algunas veces, me dijo, profundamente alterado:

—Costa se está muriendo.

Fuimos a su pieza. Lo que primero sentí fue la atmósfera pesada, con un olor ácido a vómito. En la cama, completamente cambiado, el pelo pegado a la frente y la boca abierta, Costa se iba a razón de doscientas inspiraciones por minuto.

—¿Hace rato que usted lo vio? —pregunté a mi amigo.

—¡Recién! —me respondió angustiado, en voz baja—. No sabía nada… Abrí la puerta y lo vi… ¿Qué tiene?

—No sé. Mejor es que vaya corriendo a buscar un médico.

Diez minutos después llegaba con éste. El hombre lo miró de cerca, le bajó el párpado, lo pulsó, lo auscultó.

—Este muchacho se muere —nos dijo—. Tiene un edema pulmonar. ¿Quién lo ha cuidado?

El muchacho rubio me miró.

—No sé… creo que nadie…

El médico a su vez nos miró a los dos.

—Cómo, creo que nadie…

Entonces le dije lo que sabía: la entrada de Costa, dos noches antes, la historia de la leche, y nada más. El médico echó una ojeada a sus pies y alrededor, y se encogió de hombros:

—¡Estamos frescos! Aquí no ha entrado nadie desde hace dos días.

Una hora más tarde, Costa estaba muerto. Comentábamos el caso en la pieza vecina, cuando entró doña Josefa, llorando a lágrima viva.

—El pobrecito señor Costa… Haberse muerto así, solito… Yo que lo quería como a un hijo…

La cosa era demasiado fuerte y le rogamos que fuera a su cuarto a llorar a todos los demás hijos que seguramente había matado.

Se hizo telegrama a la familia de Costa. De noche doña Josefa volvió a jurarnos, llorando, que había ido varias veces a preguntar al pobrecito señor Costa si quería algo, pero que no había respondido… Que tal vez, tal vez no había ido, lo confesaba, pero que nos compadeciéramos de ella…

Al fin arranconos la promesa de no decir nada. Pero dos días después tres inquilinos del primer patio abandonaban a su buena madre sin decir por qué, y los demás nos quedábamos por pereza de buscar nueva casa.

Las voces queridas que se han callado

Hay personas cuya voz adquiere de repente una inflexión tal que nos trae súbitamente a la memoria otra voz que oímos mucho en otro tiempo. No sabemos dónde ni cuándo; todo ello fugitivo e instantáneo, pero no por esto menos hondo. La impresión, sobrado inconsistente, no deja huella alguna; y justamente lo contrario fue lo que nos pasó a Arriola y a mí, cierta vez que veníamos de Corrientes.

El muchacho tenía diez u once años. Era delgado, pálido, de largo cuello descubierto y ojos admirables. Estaba en el salón, sentado con varios chicos a nuestra mesa vecina, y cuando oímos su voz Arriola y yo nos miramos. Era indudable: habíamos sentido la misma impresión; y tan bien la leímos mutuamente en nuestros ojos que aquél se echó a reír con su portentosa gravedad local.

—¡Pero es sorprendente! —le dije—. ¿A usted también le ha hecho el mismo efecto?

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