Authors: Horacio Quiroga
Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror
Esa noche dormí mal, con el constante escape de cuerda en el oído. Al día siguiente el calor continuó. De mañana, al saltar el alambrado de la chacra, tropecé con otra: vuelta a los tiros, esta vez de revólver.
A la siesta las gallinas gritaron y sentí los aullidos de un aguará. Salté afuera y encontré al pobre animalito tetanizado ya por dos profundas mordeduras, y una nube azulada en los ojos.
Tenía apenas veinte días. A diez metros, sobre la greda resquebrajada, se arrastraba la cuarta serpiente en dieciocho horas. Pero esta vez usé un palo, arma más expresiva y obvia que la escopeta.
Durante dos meses y en pleno verano, no vi otra víbora más. Después sí; pero, para lenitivo de la intranquilidad pasada, no con la turbadora frecuencia del principio.
El cazador que tuvo el chucho y fue conmigo al barrero de Yabebirí se llamaba Leoncio Cubilla. Desde días atrás presentía una recidiva, y como éstas eran prolongadas, esperamos una semana, sin novedad alguna, por suerte.
Partimos por fin una mañana después de almorzar. No llevábamos perros; dos estaban lastimados y los otros no trabajaban bien solos. Abandonamos la picada maestra tres horas antes de llegar al barrero. De allí un pique de descubierta nos aproximó legua y media; y la última etapa —hecha a machete de una a cuatro de la tarde más caliente de enero— acabó con mi amor al calor.
El barrero consistía en una laguna virtual del tamaño de un patio, entre un mar de barro. Acampamos allí, en el pajonal de la orilla, para dominar el monte, a cien metros nuestro. El crepúsculo pasó sin llevarnos un animal, no obstante parecer habitual la rastrillada de tapires que subían al monte.
Por sobriedad —o esperanzas de carne fresca, si se quiere— no llevábamos sino unas cuantas galletas que comí solo; Cubilla no tenía ganas. Nos acostamos. Mi compañero se durmió enseguida, la respiración bastante agitada. Por mi parte estaba un poco desvelado. Miraba el cielo, que ya al anochecer había empezado a cargarse. Hacia el este, en la bruma ahumada que entonces subía apenas sobre el horizonte, tres o cuatro relámpagos habían cruzado en zig-zag. Ahora la mitad del cielo estaba cubierta. El calor pesaba más aún en el silencio tormentoso.
Por fin me dormí. Presumo que sería la una cuando me despertó la voz de Cubilla:
—¡El aguará guazú, patrón!
Se había incorporado y me miraba de hito en hito. Salté sobre la escopeta:
—¿Dónde?
Volvió cautelosamente la cabeza, mirando a todos lados, y repitió conteniendo la voz:
—¡El aguará!
Su cara encendida me hizo sospechar y le tomé el pulso: volaba de fiebre. La fatiga y humedad de ese día habían precipitado el acceso que él justamente preveía. Para mayor trastorno, éstos se iniciaban en él sin chuchos y en franco delirio.
Se durmió de nuevo felizmente. Tendido de espaldas, observé otra vez el tiempo. Aunque aún no había relámpagos, el cielo cargado tenía de rato en rato sordas conmociones fosforescentes. No nos esperaba buena noche. Volvime sin embargo a dormir, pero me despertó un grito de terror:
—¡Patrón, el aguará!
Abrí los ojos y vi a Cubilla que corría hacia el monte con el machete en la mano. Salté tras él y logré sujetarlo. Temblaba, empapado en sudor. Volvió de mala gana, mirando atrás a cada momento; barbotaba sordas injurias en guaraní. Y en el fogón sentose en el suelo, abrazándose las rodillas y el mentón sobre ellas. Observaba fijamente el fuego, luciente de fiebre. A ratos lanzaba una carcajada, tornando enseguida a su mutismo.
Así llegaron las dos de la mañana. De pronto Cubilla removió las manos por el suelo y fijó en mí sus ojos, más excavados aún de miedo:
—¡El aguará se va a tomar toda el agua!… —No me quitaba la vista, en un pavor profundo. Le di de beber, le hablé, en vano.
Pero a mí mismo comenzaba a desazonarme el aguará y el desamparo de esa noche, ¡en qué compañía! La tormenta arreciaba. El tronar lejano del monte anunciaba el viento que pronto estaría sobre nosotros. El cielo relampagueante se abría y cerraba a cada momento, encegueciendo. En una fulguración, más sostenida que las anteriores, el monte se recortó largamente sobre el cielo lívido. Cubilla, que desde hacía rato no apartaba de él la vista, incorporose a medias y se volvió a mí, desencajado de espanto:
—¡El aguará va a venir, patrón!…
—No es nada —le respondí, mirando a pesar mío a todos lados.
—¡Ahí está! ¡Se va a tomar toda el agua! —gritó, levantándose y volviéndose a todos lados con impulsos de fuga.
Y en ese instante, entre dos ráfagas de viento, oímos claro y distinto el aullido de un aguará. ¡Qué escalofrío me recorrió! No era para mí el aullido de un aguará cualquiera, sino de «ese» aguará extraordinario que Cubilla estaba olfateando desde las doce de la noche. Éste, al oír al animal, se llevó la mano crispada a la garganta, paralizado de terror. Quedó así largo rato escuchando aún, y al fin bajó lentamente la mano, y se sentó serio y tranquilo. Echose a reír enseguida, despacio:
—El aguará… no hay remedio… nos va a quitar el agua… no hay remedio… —Me miraba irónicamente por entre las cejas—. ¡El aguará!… ¡el aguará!…
El animal aulló otra vez, pero ya sobre nosotros, desde la punta del monte. Al fuego de otro relámpago se destacó en la greda su silueta inmóvil y cargada de hombros. Avancé cincuenta metros, temblando de miedo y ansia de acabar de una vez. Apunté en su dirección, y en el primer relámpago sostenido rectifiqué rápidamente e hice fuego. Cuando pude ver de nuevo, el páramo de greda estaba desierto; no había sentido ni un grito. Al volver, Cubilla no parecía haberse inquietado. Proseguía balanceándose y riendo suavemente:
—No es nada; va a volver… se toma el agua… vuelve siempre…
Así siguió hasta el alba, y así continué, crispado por su profecía delirante y resignada, con la escopeta en las manos, mirando a todos lados, completamente perdido en el monte. Tal vez si mi hombre hubiera dicho que el aguará nos comería, o cosa así, no habría visto en ello más que una lógica sobreexcitación de cazador enfermo. Pero lo que me conturbaba era ese detalle de brutal realidad, ya fantástico por su excesiva verosimilitud: «a pesar de todo», el animal vendría a tomarse «nuestra» agua.
No vino, por suerte. Al abrir el día, Cubilla se tendió en un sopor profundo, el pelo pegado a la frente amarilla y la boca abierta. Despertose a las ocho, sin fiebre; no supo cómo disculparse de haberme hecho perder la cacería. Evité hablarle de su delirio y volvimos.
Esa misma tarde, debiendo Cubilla tornar a su hacha, dejé la Carrería y regresé al Obraje, después de quince días de ausencia.
Con ésa eran ya dos las noches de caza que pasaba de tal modo. No volví más al Yabebirí, y hace un mes, supe al llegar aquí que Cubilla había muerto de chucho.
Cuando Enriqueta se desmayó, mi madre y hermanas se asustaron más de lo preciso. Yo entraba poco después, y al sentir mis pasos en el patio, corrieron demudadas a mí. Costome algo enterarme cumplidamente de lo que había pasado, pues todas hablaban a la vez, iniciando entre exclamaciones bruscas carreras de un lado a otro. Al fin, supe que momentos antes habían sentido un ruido sordo en la sala, mientras el piano cesaba de golpe. Corrieron allá, encontrando a Enriqueta desvanecida sobre la alfombra.
La llevamos a su cama y le desprendimos el corsé, sin que recobrara el conocimiento. Para calmar a mamá tuve que correr yo mismo en busca del médico. Cuando llegamos, Enriqueta acababa de volver en sí y estaba llorando entre dos almohadas.
Como preveía, no era nada serio: un simple desmayo provocado por las digestiones anormales a que la someten los absurdos regímenes que se crea. Diez minutos después no sentía ya nada.
Mientras se preparaba el café, pues por lo menos merecía esto el inútil apuro, quedámonos conversando. Era ésa la quinta o sexta vez que el viejo médico iba a casa. Llamado un día por recomendación de un amigo, quedaron muy contentas de su modo cariñoso con los enfermos. Tenía bondadosa paciencia y creía siempre que debemos ser más justos y humanos, todo esto sin ninguna amargura ni ironías psicológicas, cosa rara. Estaban encantadas de él.
—Tengo un caso parecido a éste —nos decía hablando de Enriqueta—, pero realmente serio. Es un muchacho también muy joven. Parece increíble lo que ha hecho para perder del todo su estómago. Ha leído que el cuerpo humano pierde por día tantos y tantos gramos de nitrógeno, carbono, etc., y él mismo se hace la comida, después de pesar hasta el centigramo la dosis exacta de sustancias albuminoideas y demás que han de compensar aquellas pérdidas. Y se pesa todos los días, absolutamente desnudo. Lo malo es que ese absurdo régimen le ha acarreado una grave dispepsia, y esto es para usted, Enriqueta. Cuantos más desórdenes propios de su inanición siente, menos come. Desde hace dos meses tiene terribles ataques de gastralgia que no sé cómo contener…
—Duele mucho eso, ¿no? —interrumpió Enriqueta, muy preocupada.
—Bastante —inclinó la cabeza repetidas veces, mirándola—. Es uno de los dolores más terribles…
—Como mi hermana Concepción —apoyó mi madre— cuando sufría de cálculos hepáticos. ¡Qué horror! ¡Ni quiero acordarme!
—Y tal vez los de la peritonitis sean peores… o los de la meningitis.
Nos quedamos un rato en silencio, mientras tomábamos el café.
—Yo no sé —reanudó mi madre—, yo no sé, pero me parece que debería hallarse algo para no sufrir esos dolores. ¡Sobre todo cuando la enfermedad es mortal, mi Dios!
—Apresurando la muerte, únicamente —se sonrió el médico.
—¿Y por qué no? —apoyó valientemente Clara, la más exaltada de mis hermanas—, ¡Sería una verdadera obra de caridad!
—¡Ya lo creo! —murmuró lentamente mi madre, llena de penosos recuerdos. Luisa y Enriqueta intervinieron, entusiasmadas de inteligente caridad, y todas estuvieron en armonía.
El médico escuchaba, asintiendo con la cabeza por costumbre.
—Sin embargo no crea, señora —objetó tristemente—. Lo que para ustedes es obra de compasión, para otros es sencillamente un crimen. Debe haber quién sabe qué oscuro fondo de irracionalidad para no ver una cosa tan inteligente —ya no digo justa— como es la de evitar tormentos a las personas queridas. Hace un momento, cuando hablábamos de los dolores, me acordé de algo a ese respecto que me pasó a mí mismo. Después de lo que ustedes han dicho, no tengo inconveniente en contarles el caso: hace de esto bastante tiempo.
»Una mañana fui llamado urgentemente de una casa en que ya había asistido varias veces. Era un matrimonio, en el segundo año de casados. Hallé a la señora acostada, en incesantes vómitos y horrible dolor de cabeza. Volví de tarde y todos los síntomas se habían agravado, sobre todo el dolor, el atroz dolor de cabeza que la tenía en un grito vivo. En dos palabras: estaba delante de una meningitis, con toda seguridad tuberculosa. Ustedes saben que muy poco hay que hacer en tales casos. Todo el tratamiento es calmante. No les deseo que oigan jamás los lamentos de un meningítico: es la cosa más angustiosa con su ritmo constante, siempre a igual tono. Acaban por perder toda expresión humana; parecen gritos monótonos de animal.
»Al día siguiente seguía igual. El pobre marido, muchacho impresionable, estaba desesperado. Tenía crisis de llanto silencioso, echado en un sillón de hamaca en la pieza contigua. No recuerdo haber llegado nunca sin que saliera a recibirme con los ojos enrojecidos y su pañuelo de medio luto hecho un ovillo en la mano.
»Hubo consulta, junta, todo inútil. El tercer día el dolor de cabeza cesó y la enferma cayó en semiestupor. Estaba constantemente vuelta a la pared, las piernas recogidas hasta el pecho y el mentón casi sobre las rodillas. No hacía un movimiento. Respondía brevemente, de mala gana, como deseando que la dejáramos en paz de una vez. Por otro lado, todo esto no falta jamás en un meningítico.
»La noche del cuarto día la enfermedad se precipitó. La fiebre subió con delirio a 40,6 grados, y tras ella la cefalalgia, más terrible que antes, los gritos se hicieron desgarradores. No tuve duda ninguna de que el fin estaba próximo. La crisis de exaltación postrera —cuando las hay— suele durar horas, un día, dos, rara vez más. Mi enferma pasó tres días en esa agonía desesperante, gritando constantemente, sin un solo segundo de tregua, setenta y dos horas así. Y en el silencio de la casa… figúrense el estado del pobre marido. Ni antipirina, ni cloral, nada lo calmaba.
»Por eso, cuando al séptimo día vi que desgraciadamente vivía aún en esa atroz tortura suya y de su marido y de todos, pesé, con las manos sobre la conciencia, antecedentes, síntomas, estado; y después de la más plena convicción de que era un caso absolutamente perdido, reforcé las dosis de cloral, y esa misma tarde murió en paz.
»Y ahora, señora, dígame si todos verían en eso la verdadera compasión de que hablábamos.
Mi madre y hermanas se habían quedado mudas, mirándolo.
—¿Y el marido nunca supo nada? —le preguntó en voz casi baja mi madre.
—¿Para qué? —respondió con tristeza—. No podía tener la seguridad mía de la muerte de su mujer.
—Sí, sin duda… —apoyó fríamente mi familia.
Nadie hablaba ya. El doctor se despidió, recomendando cariñosamente a Enriqueta que cuidara su estómago. Y se fue, sin comprender que de casa nunca más lo volverían a llamar.
Estilicón, un mono mío de antes
[1]
, tuvo un hijo, cuya vida amargué. Éste murió en 1904, y como escribí su historia —por lo menos la de la catástrofe— el mismo día de haberlo enterrado, la fecha de estas impresiones es, pues, anterior a diciembre de 1904.
Acabo de enterrar a Titán. He hecho abrir un agujero en el fondo del jardín, y allí lo hemos puesto con su soga. Confieso que ese desenlace me ha impresionado fuertemente. Después de una corta vida en paz, mis experiencias extravagantes lo han precipitado en un ensayo del que ya no saldrá.
En resumen, quise hacer hablar a mi mono. He aquí lo que yo pensaba entonces:
La facultad de hablar, en el solo hecho de la pérdida de tiempo, ha nacido de lo superfluo: esto es elemental. Las necesidades absolutas, comer, dormir, no han menester de lenguaje alguno para su justo ejercicio. El buen animal que se adhiere enérgicamente a la vida asienta su razón de ser sobre la tierra, como un grueso y sano árbol, la descomposición de un agua muerta. Una necesidad, exactamente cumplida, es grande ante la madre tierra que no habla nunca. El lenguaje (
el pensamiento
) no es sino la falla de la acción, o, si se quiere, su perfume. Porque es falla no puede repetirse con honor, estableciendo así la diferencia capital entre acción y pensamiento. Una acción puede copiarse, y si la primera fue grande, lo será también la segunda. En cambio, todos sabemos que decir lo que otros han dicho, denigra en un todo. La acción es siempre propia, cada una tiene valor intrínseco, sin que su igualdad a un millón de acciones idénticas alcance a disminuirla. La intención puede estar detrás de ellas con diversos grados de heroísmo; pero como todas las cosas que se harán, al fin y al cabo han de ser hechas, no vale más en sí una obra fuertemente discutida que la que se hizo de golpe y sin pensar. El hecho, una vez de pie, tiene la sinceridad incontrastable de las
cosas
, aun de las que conservan por todos los siglos la contextura finamente quebradiza de las que fueron hechas a fuerza de meditación.