Authors: Horacio Quiroga
Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror
Por fuera, era la calma perfecta; pero en el fondo del ser humano yacente y tranquilo, la psiquis envenenada batía tan convulsivamente las alas, que los inauditos tumbos que hemos dado juntos, la psiquis y yo, sólo mi médico pudo valorarlos cuando a la mañana siguiente le expresé mi angustia.
—No es nada —me dijo el galeno, hombre más inteligente que yo—. Eso se paga.
—¿Qué «eso»?
—Su facultad de entrever regiones anormales cuando escribe. Esa facultad no la posee usted gratis, y tiene que pagarla.
¡Al diablo con el médico!
Puede que tenga razón, a pesar de todo. Si la tiene, acaso sea él el único que comprenda lo que contaré dentro de un instante. Si ha errado, en cambio, una vez más, cargaré el relato en cuenta de las no aún bien estudiadas toxinas A, B, C, Y y Z, que a modo de las vitaminas en otro orden, rigen, exaltan, confunden o aniquilan las secreciones mentales.
La situación en que nos hallamos hoy mi mujer y yo tiene su origen en un incidente trivial, el más nimio de los que cercan día y noche a un hombre que escribe para el público: el pedido de un libro suyo.
Por naturaleza soy reacio a ofrecer libros míos. Creo entender que es la vanidad, más que el deseo de leernos, la determinante de tales petitorios. Por esto presté oído de mercader a la hija de un amigo mío la vez que me pidió un libro para un señor Fersen, capaz como pocos, según afirmó, de comprender mis historietas más «anormales».
Era dicho señor argentino, y había prestado alguna vez servicios en la diplomacia. Por el momento se hallaba sin destino, y en tan mala situación económica, pese a su alta cultura, que dos días después del petitorio infructuoso la joven me solicitó para el señor Fersen un puesto de corrector de pruebas, si yo sabía de alguno en disponibilidad.
Nada sabía yo al respecto; por ser muy parcas mis relaciones con los diarios. Pero lo cierto es que aquella solicitud me había conquistado. Un ex diplomático que pasa sin rubor a corregir día y noche pruebas de imprenta posee más de lo preciso para merecer un pobre libro. Enviele uno, pues, que el destinatario me mandó agradecer cumplidamente.
Roto el hielo, la hija de nuestro amigo nos invitó a conocer al señor Fersen en casa de ella.
—Es extraordinariamente interesante —afirmaba con grave emoción.
Según lo vimos luego, la gran diferencia de edad entre la pequeña amiga y el señor Fersen, desvaneció como un soplo la sospecha de mi mujer. ¡Era tan apasionada aquella criatura! —decía ella.
Fuimos, pues, a almorzar, como lo hacíamos de vez en cuando. Allí estaba el señor Fersen. Fuera de los datos apuntados sobre su persona, puedo agregar que, pese a su apellido, parecía perfectamente criollo. Delgado, casi trigueño, representaba menos edad de la que tal vez tenía, pese a su cabello casi blanco. Pero su rostro, sus canas prematuras y su persona en total, hallábase dominada por grandes anteojos oscuros. Sus labios, entretanto, bosquejaban sin tregua la leve sonrisa común a las personas que velan su mirada.
Resumen: cambié algunos cumplidos con el señor Fersen; pero ni en ellos, ni en el curso de la conversación muy viva de sobremesa, pude atisbar el extraordinario interés atribuido por la joven Alicia a dicho señor.
—Y sin embargo, es admirable —reafirmaba aquélla cuando nos retirábamos. Y volviéndose a mí—: ¡Estoy segura, pero bien segura, de que a usted lo comprende perfectamente!
—Es posible. Pero no prueba ello gran cosa —asentí sonriendo.
Salimos tras esto, y desde entonces no hemos vuelto a ver más al señor Fersen.
Más todavía; hasta su recuerdo se borró de nuestra mente con la preocupación diaria de nuestros últimos días en Buenos Aires y nuestra instalación aquí en Misiones, al punto de que nos costó algún trabajo recordar su nombre, una noche en que evocamos largamente a mi viejo amigo y su joven hija en cuestión.
—¡Fersen! —exclamó de pronto mi mujer.
—Fersen, en efecto —confirmé. Y a dúo recordamos la figura del extraordinariamente interesante señor Fersen y sus lentes oscuros.
Al cabo de un largo rato, agregué:
—Extraño tipo, a pesar de todo…
Y continuamos pensando en él de un modo cada vez menos preciso, hasta que su recuerdo se desvaneció.
Pero no definitivamente, como se verá, porque hace tres meses, mientras recordábamos a los amigos que debíamos ver con mayor agrado en nuestro próximo viaje a Buenos Aires, acudió naturalmente a nuestra mente aquel amigo en cuya casa habíamos almorzado con el señor Fersen.
Fue también esta vez mi mujer quien se acordó del nombre de aquél, y como en ocasiones anteriores a su respecto, quedamos un momento en silencio.
—¡Qué raro es esto! —murmuró mi mujer—. Me acuerdo de este hombre, de su cara muy angosta, sobre todo, como de una persona no real…
—¡Exacto! —exclamé yo precipitadamente—. ¡Ésta es la impresión nebulosa que tenía yo también, y que no podía precisar! ¡Persona no «real»! Esto exactamente. Y lo extraordinario, ahora, es que ambos hayamos tenido, sin el más vago motivo, la misma impresión sobre ese individuo.
—¿Y por qué, dime? —inquirió mi mujer, ya fuertemente interesada—. ¿Qué había en él para que su recuerdo…?
—¡Ah, Mariucha! —exclamé—. ¡Cualquiera logra saberlo! Pero lo realmente extraordinario del caso no es que yo haya tenido esta impresión de irrealidad acerca de un diplomático con hambre. Al fin y al cabo, mi imaginación suele traspasar el límite de lo saludable, según dicen. Pero la tuya es perfectamente normal. ¿Cómo y por qué sin consultarnos, sin cambiar una palabra al respecto, tú y yo vemos al bendito comilón (¿te acuerdas de su apetito?) como a un ser fantasmal? ¿Qué diablo de absurdo es éste?
Y quedamos con ello tan fuertemente intrigados que unas de las primeras palabras cambiadas con la hija de nuestro amigo, cuando acudió llena de cariño a saludarnos en Buenos Aires, fueron éstas:
—¿Y el señor Fersen, Alicia? ¿Siempre interesante?
—¡Oh, sí! —rió la joven, casi sonrojada por el exabrupto—. Es que usted no lo conoce; cambiará de idea el día que llegue a hablar con él.
—Ya ha habido ocasión para ello —observé.
La joven me miró entonces con sorpresa.
—¿Ocasión?… —repitió.
—Desde luego; aquella mañana en su casa tuvo algún tiempo de abrir su alma.
—Pero ¿qué dice?… —interrumpió Alicia, fijando directamente en mí sus bellos ojos espantados.
Mi mujer se echó a reír entonces con un poco de mala intención hacia la dormida memoria de la apasionada joven.
—No, Mariucha —intervine—. Déjame a mí. Vamos a ver. Alicia: aquella vez que comimos juntos con el señor Fersen en su casa, por invitación de usted misma, Alicia, y quiero suponer que con agrado también del propio señor Fersen, ¿tuvo su amigo ocasión o no de cambiar dos palabras de confraternidad espiritual con un hombre cuya prosa decía comprender como nadie? Son sus propias palabras, Alicia. ¿Se acuerda usted ahora?
Mas mi mujer rió de nuevo ante el mutismo realmente doloroso de la joven y me lanzó una rápida mirada. ¿Qué había pasado allí durante nuestra ausencia?
Con el cambio de tema, Alicia mostrose evidentemente aliviada. Mas no del todo, como se verá, porque al volverla a ver dos días después en su propia casa —sola por el momento—, se demudó del todo cuando mi mujer (mujer al fin) le preguntó con inocente voz por el señor Fersen.
Pero de nuevo intervine.
—¡No, no está bien! —observé—. Alicia: no se trata de disgustarla a usted en lo más mínimo, y mucho menos atormentarla. Conoce usted de sobra el afecto que nos profesamos con su padre, en el que está incluida totalmente usted, para María y para mí. No; nuestra curiosidad por el señor Fersen tiene para nosotros un origen que usted ni remotamente sospecha. Le voy a decir en dos palabras de lo que se trata: a propósito de aquella vez que almorzamos aquí con el señor Fersen…
Pero la joven, bruscamente vuelta a mí, me había interrumpido.
—¡Un momento, señor Grant! —me dijo con voz traspasada de angustia—. Perdóneme usted también, pero yo no puedo continuar callándome… Ustedes saben también cuánto los quiero yo… ¡Y no puedo callar! Lo que he pensado estos dos días en ustedes, sólo Dios lo sabe… Señor Grant: usted me dice que conoció aquí al señor Fersen.
—Exacto —afirmé.
—Bueno, señor Grant… ¡y Dios me perdone! Usted no conoció nunca aquí en casa al señor Fersen… Ni usted ni la querida María almorzaron juntos aquí con él, porque esa mañana que ustedes vinieron a almorzar, el propio señor Fersen me telefoneó excusándose de no poder asistir… Esto y nada más es lo que quería decirle… ¡Y Dios me perdone de nuevo! —concluyó la joven tapándose el rostro.
Nada más ha pasado, en efecto, agrego yo al final de esta historia. Esto sólo, tal cual, es lo que ha pasado. Alicia no está loca. Hemos comprobado la exactitud de sus asertos. Ni mi mujer ni yo hemos tenido al señor Fersen a nuestro frente en la mesa, ni hemos visto su sonrisa, ni hemos estrechado su mano al despedirnos, entremezclados entre ocho personas.
Nada más sencillo; la explicación del malentendido nos ha sido expuesta con toda claridad a mi mujer y a mí.
Todo esto está muy bien. Pero ¿y nosotros?
Como información bibliográfica de los relatos de esta selección, presentamos el medio impreso (todos de Buenos Aires, Argentina) y su fecha de publicación original: