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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Cuentos esenciales (104 page)

BOOK: Cuentos esenciales
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Él respondió, vacilando, que todavía no habían tomado una decisión.

Pero en la plaza del pueblo se produjo una salida en masa de todas las casas con gran agitación, y, ante aquella aglomeración creciente, los viejos Boitelle emprendieron la huida y se dirigieron a su casa, mientras Antoine, airado, cogido del brazo de su enamorada, avanzaba con andares majestuosos ante los ojos desorbitados por el pasmo.

Comprendía que todo se había acabado, que no había ya esperanza, que no se casaría con su negra; también ella lo comprendía; y los dos se echaron a llorar al acercarse a la alquería. En cuanto hubieron entrado, ella se quitó de nuevo el vestido para ayudar a la vieja a hacer las tareas domésticas, siguiéndola a todas partes, a la bodega, al establo, al gallinero, realizando la parte más pesada de todas ellas, sin dejar de repetir: «Deje que lo haga yo, señora Boitelle», hasta el punto de que por la noche la vieja, conmovida e inexorable, le dijo a su hijo:

—Es una buena chica, lástima que sea tan negra. La verdad es que lo es demasiado. No conseguiría acostumbrarme nunca, tiene que irse, pues es demasiado negra.

Boitelle hijo le dijo a su enamorada:

—No es que la tenga tomada contigo, pero dice que eres demasiado negra. Tienes que irte. Te acompañaré a la estación. Pero no te preocupes, hablaré con ellos una vez que tú te hayas ido.

Él la llevó a la estación dándole de nuevo esperanzas y, tras besarla, la hizo subir al tren, que vio alejarse con los ojos henchidos de lágrimas.

Por más que imploró a los viejos, éstos no dieron nunca su consentimiento.

Y tras haber contado esta historia, que todo el pueblo conocía, Antoine Boitelle añadía siempre:

—A partir de aquel día perdí el gusto por todo, por todo. No me gustaba ningún oficio y me convertí en lo que soy, un limpiamierdas.

Le decían:

—Pero usted se casó.

—Sí, y no puedo decir que mi mujer no me gustara, pues he tenido catorce hijos con ella, pero no es como la otra, ¡oh!, la verdad es que no. Esa otra, mi negra, bastaba con que me mirase para que me sintiera volar…

EL PUERTO
*

I

Tras salir de Le Havre, el 3 de mayo de 1882, para un viaje por los mares de la China, el buque de tres palos de velas cuadradas
Notre-Dame-des-Vents
entró en el puerto de Marsella el 8 de agosto de 1886, tras cuatro años de travesías. Tras descargar su primer cargamento en el puerto chino al que se dirigía, encontró en el acto un nuevo flete para Buenos Aires, donde cargó otras mercancías para el Brasil.

Otras travesías, nuevas averías, reparaciones, calmas chichas de varios meses, los vendavales que hacen perder el rumbo, todos los accidentes, aventuras y desventuras del mar, en fin, habían mantenido lejos de su patria a aquel buque de tres palos normando que volvía a Marsella con la panza llena de latitas de latón conteniendo conservas de América.

A su partida, iban a bordo, aparte del capitán y del segundo, catorce marineros, ocho normandos y seis bretones. A la vuelta no quedaban más que cinco bretones y cuatro normandos, el bretón había muerto en plena navegación, y los cuatro normandos desaparecidos en distintas circunstancias habían sido reemplazados por dos americanos, un negro y un noruego reclutado, una noche, en una taberna de Singapur.

El gran navío, de velas cargadas, vergas de cruz en su arboladura, tirado por un remolcador marsellés que resoplaba delante de él, moviéndose sobre un resto de marejada que la calma sobrevenida dejaba morir paulatinamente, pasó por delante del castillo de If, luego bajo todas las rocas grises de la rada que el sol poniente cubría de un vaho dorado, y entró en el viejo puerto donde se amontonan, uno al costado de otro, a lo largo de los muelles, todos los navíos del mundo, en desorden, grandes y pequeños, de toda forma y aparejo, inmersos como una bullabesa de barcos en esa dársena en exceso estrecha, llena de agua pútrida donde los cascos se rozan, se frotan, parecen dejados en remojo en un jugo de flota.

El
Notre-Dame-des-Vents
ocupó su lugar, entre un brick italiano y una goleta inglesa que se apartaron para dejar paso a su compañero; luego, una vez cumplidas todas las formalidades aduaneras y portuarias, el capitán autorizó a los dos tercios de su tripulación a pasar la noche fuera.

Anochecía. Marsella se iluminaba. En el calor de aquel atardecer estival, un aroma a cocina a base de ajo flotaba sobre la ruidosa ciudad, llena de voces, de ruido de ruedas, de palmas, de alegría meridional.

Apenas se vieron en el puerto, los diez hombres que el mar llevaba de aquí para allá desde hacía meses echaron a andar despacio, con una indecisión propia de forasteros, desacostumbrados a las ciudades, de dos en dos, en procesión.

Vacilaban, se orientaban, se olían las callejuelas que iban a dar al puerto, excitados por un hambre de amor que les había crecido en el cuerpo durante los últimos sesenta y seis días de vida marinera. Los normandos andaban a la cabeza, guiados por Célestin Duclos, un mocetón alto y malicioso que se erigía en capitán de los demás cada vez que desembarcaban. Él intuía los buenos lugares, se ingeniaba bromas pesadas y no se aventuraba demasiado en las grescas tan frecuentes entre marineros en los puertos. Pero cuando se veía en medio de una no le temía a nadie.

Tras dudar un poco entre todas las calles oscuras que descienden hacia el mar como cloacas y de las que salen unos olores viciados, una especie de aliento a tugurio, Célestin se decidió por una especie de pasadizo tortuoso donde brillaban, por encima de las puertas, unos faroles en saledizo que ostentaban unos números enormes en sus cristales deslustrados y coloreados. Bajo la estrecha bovedilla de las entradas, las mujeres en delantal, semejantes a criadas, sentadas en sillas de paja, se levantaban al verles venir, daban tres pasos hasta el arroyo que dividía la calle en dos y cortaban el camino a aquella fila de hombres que avanzaban despacio, canturreando y riendo sarcásticamente, encendidos ya por la proximidad de aquellas cárceles de prostitutas.

A veces aparecía, en el fondo de un vestíbulo, detrás de una segunda puerta revestida de cuero pardo que se abría repentinamente, una mujerzuela gorda desvestida, cuyos muslos pesados y pantorrillas gruesas se dibujaban bruscamente bajo un basto maillot de algodón blanco. Su faldilla semejaba una cintura hinchada; y la carne fofa de su pecho, de sus hombros y brazos, creaba una mancha rosa sobre un corsé de terciopelo negro bordado con un galón dorado. Les llamaba de lejos: «¿Venís, buenos mozos?», y a veces salía ella misma para echarle el guante a alguno de ellos y atraerlo hacia su puerta con todas sus fuerzas, prendida a él como una araña que arrastra a una bestia más gruesa que ella. El hombre, excitado por aquel contacto, se resistía blandamente, y los demás se paraban a mirar, dudando entre las ganas de entrar enseguida y las de seguir prolongando aquel apetecible paseo. Luego, cuando la mujer, tras encarnizados esfuerzos, había atraído al marinero hasta el umbral de su habitáculo, donde toda la banda iba a introducirse detrás de él, Célestin Duclos, que era ducho en estas lides, gritaba: «No entres, Marchand, que éste no es el sitio adecuado».

Entonces el hombre, obedeciendo a esta voz, se desprendía de una sacudida brutal y los amigos volvían a reunirse en cuadrilla, perseguidos por los insultos inmundos de la mujerzuela exasperada, mientras otras mujeres, a lo largo de toda la callejuela, delante de ellos, salían de sus puertas, atraídas por el ruido, y lanzaban con voces enronquecidas llamadas llenas de promesas. Iban, pues, cada vez más encendidos, entre las zalamerías y las seducciones anunciadas por el coro de porteras del amor de toda la parte alta de la calle, y las innobles maldiciones lanzadas contra ellos por el coro de las de abajo, por el coro despreciado de las mujerzuelas defraudadas. De vez en cuando se encontraban con otra pandilla, soldados que caminaban con un golpeteo metálico contra las piernas, otros marineros, burgueses solitarios, empleados de comercio. Por todas partes se abrían nuevas calles estrechas, consteladas de faroles equívocos. No paraban de andar por ese laberinto de tugurios, por esos empedrados pringosos donde rezumaban aguas pútridas, entre aquellos muros llenos de carne de mujer.

Finalmente, Duclos se decidió y, deteniéndose delante de una casa de bastante bonita apariencia, hizo entrar a toda su gente.

II

¡La fiesta salió redonda! Durante cuatro horas, los diez marineros se cebaron de amor y de vino. Volaron seis meses de paga.

Se habían instalado como dueños y señores en la gran sala del café, mirando con ojos maliciosos a los clientes habituales que se acomodaban en las mesitas, en los rincones, donde alguna de las muchachas que habían quedado libres, vestida como un
baby
gordinflón o como una cantante de café concierto, corría a servirles, para sentarse luego con ellos.

Cada hombre, al llegar, había elegido a su compañera, que conservó durante toda la velada, pues la gente de pueblo no es dada a cambiar. Habían juntado tres mesas y, tras el primer gran trago, el redoblado desfile, acrecido por tantas mujeres como lobos de mar había, había vuelto a formarse en la escalera. Los cuatro pies de cada pareja sonaron largo rato en los escalones de madera, mientras esa larga fila de enamorados enfilaba la puerta estrecha que conducía a las habitaciones.

Luego volvieron a bajar para beber, subieron otra vez y bajaron de nuevo.

¡Ahora, casi borrachos, vociferaban! Cada uno, con los ojos enrojecidos y su favorita sobre las rodillas, cantaba o gritaba, descargaba puñetazos sobre la mesa, se mandaba al coleto un vaso de vino, daba rienda suelta a la brutalidad humana. En medio de ellos, Célestin Duclos, estrechando contra sí a una moza alta de mejillas coloradas, a horcajadas de sus piernas, la miraba con ardor. Menos borracho que los otros, no es que hubiera bebido menos, sino que le movían otros pensamientos, y, más afectuoso, trataba de charlar. Sus ideas eran un poco erráticas, iban y venían y desaparecían sin ser capaz de acordarse con exactitud de lo que había querido decir.

Reía, repitiendo:

—Así que…, así que… llevas aquí bastante.

—Unos seis meses —respondió la muchacha.

Se alegró por ella, como si hubiera sido una prueba de buena conducta, y agregó:

—¿Te gusta esta vida?

Ella dudó, luego, con tono resignado, dijo:

—Una se acostumbra. No es peor que cualquier otra cosa. Hacer de criada o hacer de puta es siempre un oficio asqueroso.

De nuevo pareció que él aprobase ese razonamiento.

—¿No eres de aquí? —preguntó.

Ella denegó con la cabeza, sin responder.

—¿Eres de lejos?

Ella asintió de igual modo.

—¿De dónde?

Pareció que ella pensase, haciendo acopio de sus recuerdos, luego murmuró:

—De Perpiñán.

De nuevo él pareció muy satisfecho y dijo:

—Ah, ¿sí?

A su vez ella preguntó:

—¿Tú eres marinero?

—Sí, guapa.

—¿Vienes de lejos?

—¡Ah, pues sí! He visto países, puertos y de todo.

—¿Acaso has dado la vuelta al mundo?

—Ya lo creo, y no una, sino dos veces.

De nuevo ella pareció dudar, buscar mentalmente una cosa olvidada, luego, con un tono de voz un poco diferente, más serio, dijo:

—¿Te has encontrado con muchos barcos en tus viajes?

—Ya lo creo, guapa.

—Por casualidad, ¿no habrás visto al
Notre-Dame-des-Vents
?

Él se rió burlonamente:

—No hace ni una semana.

Ella palideció, retirándosele toda la sangre de las mejillas, y preguntó:

—¿De veras? ¿Lo dices de veras?

—Tan cierto como que te estoy hablando.

—¿No me engañas?

Él levantó la mano.

—¡Lo juro por Dios! —dijo.

—Pues, entonces, dime si Célestin Duclos iba en él.

Sorprendido y turbado, antes de responder quiso saber más:

—¿Le conoces?

Ahora fue ella quien se mostró desconfiada.

—¡No, yo no! Hay una mujer que le conoce.

—¿Una mujer de aquí?

—No, de aquí cerca.

—¿De esta calle?

—No, de otra.

—¿Qué mujer?

—Bah…, una mujer, una como yo.

—¿Y qué quiere esa mujer de él?

—¿Qué quieres que sepa yo? Será una paisana.

Se miraron fijamente, para escrutarse, presintiendo, intuyendo que algo serio iba a surgir entre ellos.

Él dijo:

—¿Puedo ver a esa mujer?

—¿Para decirle qué?

—Que…, que… he visto a Célestin Duclos.

—¿Estaba bien al menos?

—Como tú y como yo…, ¡ése es un fortachón!

Ella se calló de nuevo, haciendo acopio de sus ideas, luego dijo pausadamente:

—¿Adónde iba el
Notre-Dame-des-Vents
?

—Pues a Marsella.

Ella no pudo reprimir un sobresalto.

—¿Lo dices en serio?

—¡Completamente en serio!

—¿Le conoces tú a Duclos?

—Sí, le conozco.

Ella dudó de nuevo, luego dijo muy quedo:

—Bueno. ¡Está bien!

—¿Qué quieres de él?

—Escucha, ¡le dirás…, no, nada!

Él la miraba cada vez más incómodo. Finalmente quiso saber:

—Pero ¿tú le conoces?

—No —dijo ella.

—Pues ¿qué quieres de él?

Ella tomó de súbito una resolución, se levantó, corrió al mostrador donde dominaba la figura de la
madame
, cogió un limón que partió y cuyo jugo exprimió dentro de un vaso, luego lo llenó de agua pura y, trayéndolo, dijo:

—¡Bébete esto!

—¿Por qué?

—Para que se te pase la curda. Luego hablaré contigo.

Él se lo tomó dócilmente, se secó los labios con el dorso de la mano y acto seguido anunció:

—Ya está, te escucho.

—Tienes que prometerme que no vas a contarle que me has visto, ni que sabes lo que voy a decirte. Tienes que jurármelo.

Él levantó la mano, burlón.

—Sí, lo juro.

—¿Por Dios?

—Por Dios.

—Pues bien, le dirás que su padre murió, y también su madre y su hermano, los tres en un mes, de tifus, en enero de mil ochocientos ochenta y tres, hace tres años y medio.

Él sintió a su vez que se le helaba la sangre en las venas, y durante unos instantes se quedó tan conmocionado que era incapaz de responder nada; luego dudó y preguntó:

—¿Estás segura?

—Lo estoy.

—¿Quién te lo ha dicho?

Ella puso las manos sobre sus hombros y, mirándole de hito en hito, dijo:

—Has jurado no irte de la lengua.

—Lo juro.

—¡Yo soy su hermana!

Él dejó escapar este nombre, a su pesar:

—¿Françoise?

Ella le miró de nuevo fijamente, luego, trastornada por un loco espanto, por un profundo horror, murmuró quedamente, casi en su boca:

—Oh, oh, ¿tú eres Célestin?

No se movieron ya, mirándose fijamente.

En torno a ellos, los compañeros seguían gritando. El ruido de los vasos, de los puñetazos, de los talones llevando el ritmo de las tonadillas y los gritos agudos de las mujeres se mezclaban con la vocinglería de los cánticos.

¡Él sentía contra él, enlazada a él, cálida y aterrada, a su hermana! Entonces, bajito, por miedo a que alguien le escuchara, tan bajito que ella misma apenas si le oyó, exclamó:

—¡Maldición! ¡Buena la hemos hecho!

En un segundo, los ojos de ella se inundaron de lágrimas y balbució:

—¿Es por culpa mía?

Pero él de repente dijo:

—Entonces, ¿han muerto?

—Han muerto.

—¿Papá, mamá y nuestro hermano?

—Los tres en un mes, como te he dicho. Yo me quedé sola, sin nada excepto lo puesto, pues le debíamos al farmacéutico, al médico y también el entierro de los tres difuntos, que pagué con los muebles.

«Entonces entré a servir en casa del compadre Cacheux, ¿sabes?, el cojo. Yo tenía quince años recién cumplidos, pues cuando tú partiste yo no había cumplido aún los catorce. Cometí mi primer error con él. Cuando se es joven se es muy estúpido. Luego pasé a servir en casa de un notario que también me corrompió y me llevó a Le Havre a una habitación. Pronto él no volvió. Entonces pasé tres días sin comer y luego, como no conseguía encontrar trabajo, entré en una casa, como hacen tantas otras. ¡Y cuántas vueltas he dado, y qué feos lugares he conocido! Ruán, Évreux, Lille, Burdeos, Perpiñán, Niza y luego Marsella, ¡y aquí me tienes!

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